jueves, 6 de noviembre de 2025

La puerta invisible

Elena Virginia Chumpitazi Castillo


July pedaleaba por la costanera con el aire húmedo azotando sus mejillas. El olor a hierba mojada se mezclaba con el rumor del mar, y esa combinación era su manera de empezar el día en calma antes de sumergirse en la rutina. El trayecto que hacía era un regalo: el único espacio donde podía pensar en silencio, mirar el horizonte y convencerse de que la vida podía ser tan amplia como el mar que la acompañaba en su recorrido.

Todos miraban su superficie azul, pero pocos imaginaban la vastedad que escondía debajo. Lo invisible —esa hondura secreta donde se movía lo desconocido— era lo que más la atraía, lo que la hacía pedalear más despacio, queriendo ver un poco más allá de lo que los ojos permitían.

Sus días transcurrían entre los lienzos y las esculturas de la galería. Disfrutaba las conversaciones con los artistas, a quienes interrogaba con una curiosidad genuina, buscando entender la intención detrás de cada trazo para poder transmitirla a los visitantes. Aunque se había licenciado en Arte, su propia obra —pequeños formatos que acumulaba en su departamento de Barranco— seguía oculta. Se consolaba pensando que solo era cuestión de tiempo, que su momento llegaría. Mientras tanto, aquel ambiente era un refugio que la hacía sentir en el lugar correcto.

Pero había algo más en su vida, algo que no compartía con facilidad. Desde hacía años asistía a un grupo de esoterismo en el que se realizaban canalizaciones espirituales, meditaciones y lecturas. Nunca había tenido visiones ni escuchado voces, nada que pudiera considerarse un don, pero sentía que algo allí la llamaba. Le bastaba sentarse en círculo, cerrar los ojos y escuchar. A veces, en medio del trance de otra persona, sentía un escalofrío que le recorría la espalda.

Recordaba con nitidez a su amiga del colegio, Mariana, quien aseguraba ver espíritus. Los demás niños la evitaban o se burlaban, pero July no. A ella le fascinaban esas historias, esa manera en que Mariana describía figuras en los pasillos del colegio o presencias en los recreos, así como la profundidad de los sentimientos que le provocaban estas visiones.

July y Mariana eran inseparables, unidas por la curiosidad hacia lo invisible.

—Mariana, ¿qué fue de la persona que te seguía cuando salías para el cole?

—Desapareció July, aun no entiendo si fue algo que dije o hice, pero ya no la veo más.

July envidiaba, con ternura, el don de clarividencia de su amiga, aunque comprendía que no todos están hechos para ver más allá. Le bastaba escucharla relatar sus visiones con esa mezcla de miedo y certeza para creer que, efectivamente, había otro mundo respirando junto al suyo.

Pero el destino les tenía preparada una tragedia. Días antes, Mariana había insistido en que alguien la observaba desde la ventana.

—No me da miedo —le dijo a July—, solo siento que me está esperando.

—¿Esperando para qué?

Mariana se encogió de hombros.

—No lo sé. Pero cuando me mire otra vez, voy a ir.

Cuando la atropellaron al cruzar la avenida, July recordó esas palabras con un nudo en la garganta. Tenía apenas diecisiete años. Prefirió creer que, en el fondo, Mariana había cumplido su promesa y había cruzado hacia ese lugar donde la esperaban.

Desde la muerte de Mariana, July no había dejado de buscar señales. Era como si necesitara una prueba de que su amiga no se había disuelto del todo, de que el mundo no terminaba donde empezaba el silencio.

Casi sin darse cuenta, la fascinación por lo invisible, la había ido alejando de su círculo de amigos, en la galería la llamaban «la ermitaña», su interacción con los demás se daba solo para realizar su trabajo con eficiencia, no tenía amigos, nadie sabía lo que hacía cuando salía del trabajo.

Una tarde, el dueño de la galería apareció con un cuadro que había comprado en un remate de antigüedades en el centro de Lima. Entre muebles gastados, espejos oxidados y baúles carcomidos, aquella pieza había brillado como un hallazgo imposible. Nadie conocía al autor ni su historia; el vendedor solo murmuró que provenía de una vieja casona en ruinas. El cuadro era enorme, casi dos metros de alto, enmarcado en madera oscura y pesada. Representaba una casa solitaria bajo un cielo verdoso, con una figura difusa en la ventana.

Desde el primer momento, la obra provocó incomodidad. Algunos visitantes decían que los colores parecían deslizarse en la superficie, como si la pintura nunca terminara de secar. Otros aseguraban que la figura de la ventana se movía, en forma sutil, cuando uno apartaba la vista.

July, sin embargo, no podía dejar de mirarla. Había algo en esa pintura que le resultaba cercano, un murmullo sordo que parecía salir de las capas de óleo y clavarse en su memoria. Esa noche soñó con la casa del cuadro y, en la ventana, con la silueta inconfundible de Mariana, su amiga de la infancia.

El sábado asistió a su grupo de esoterismo. La sesión transcurrió entre meditaciones y silencios, hasta que una de las mujeres entró en trance. Su voz cambió de tono y de ritmo:

«Hay una ventana en tu camino. Se abre a través de la mirada. Los colores guardan voces… escucha».

Las palabras atravesaron a July como un golpe. Nadie más en el grupo pareció darle importancia, pero ella sintió que estaban dirigidas solo a ella.

Desde ese día, July empezó a buscar excusas para acercarse al cuadro. Revisaba la iluminación, ajustaba el ángulo, limpiaba el marco con frecuencia. Y cada vez que le daba la espalda, sentía un cosquilleo en la nuca, la certeza de una mirada paciente clavada en ella. Esa sensación la seguía como una sombra húmeda. Su bicicleta avanzaba con un ritmo doble, un eco que parecía venir del mar y disolverse en el aire salado cada vez que ella giraba para mirar.

Las noches se hicieron inquietas. Soñaba con la casa del cuadro. En ocasiones entraba en ella, cruzando un umbral invisible, y caminaba por pasillos interminables donde escuchaba risas de su infancia. Otras veces despertaba sudando, convencida de que Mariana estaba sentada en una silla al borde de su cama.

La sensación no era de miedo, sino de expectación. Como si algo largamente esperado estuviera a punto de cumplirse.

El jueves siguiente tuvo que quedarse sola a cerrar la galería. Afuera, la ciudad se hundía en el bullicio habitual, pero dentro reinaba un silencio denso. Al pasar frente al cuadro sintió un escalofrío: la figura en la ventana ya no era difusa. Ahora distinguía claramente el contorno de una mujer joven.

—¿Eres tú? —susurró sin darse cuenta.

El aire se volvió pesado, como si respirara agua. Un frío ajeno a la noche limeña le trepó por la espalda y se instaló en sus huesos, haciéndola temblar. Y entonces escuchó una voz clara, idéntica a la de Mariana.

—Siempre estuve aquí. Tú me buscabas.

El corazón le golpeaba en el pecho. La figura del cuadro dio un paso hacia adelante, y por un instante pareció asomarse fuera del marco. La galería vibró, como si los muros fueran a desplomarse.

July levantó la mano, temblorosa, y rozó la superficie del lienzo. La pintura no estaba seca ni rugosa: era blanda, como si fuese una membrana húmeda. El murmullo se transformó en un llamado irresistible. Sintió que podía atravesarla, que del otro lado había un lugar que la esperaba desde hacía mucho.

—Ven —dijo la voz—. Volvamos a estar juntas.

A la mañana siguiente, los empleados de la galería encontraron el cuadro diferente, la figura de la ventana había desaparecido. En su lugar, una mujer de cabello oscuro sonreía afuera de la casa, con una bicicleta a su lado.

Nadie supo explicar cómo había cambiado la pintura. La grabación de seguridad no mostraba nada inusual, salvo que la cámara se oscureció durante cinco minutos. Cuando volvió la imagen, el cuadro ya no era el mismo.

Lo más desconcertante fue la ausencia de July. Sus cosas seguían en la oficina: la cartera, las llaves, el celular. La bicicleta nunca apareció.

Durante semanas corrieron rumores que intentaban explicar su ausencia: fuga, secuestro, locura. La galería, incapaz de vender una obra que espantaba a los compradores antes de cerrar el trato, la retiró de exhibición. Hoy el cuadro permanece en una bodega, cubierto por una tela... esperando.

Quienes trabajan en la galería cuentan que, a veces, al pasar cerca, sienten un murmullo que los llama por su nombre. Aseguran que, si uno se atreve a levantar la tela y mirar con atención, la mujer del cuadro sonríe… y en sus ojos se ve el reflejo de las olas de la costanera.

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