Rosario Sánchez Infantas
Llevaba tres horas viendo videos en el
celular. De tanto en tanto sonreía; a
veces se le escapaba una carcajada. Hacía rato que el adolescente tamborileaba los dedos y bostezaba con más
frecuencia.  Arrojó el celular sobre la cama,
reclinó la cabeza y se frotó el rostro con ambas manos. 
En el pequeño pueblo andino, las vacaciones
escolares coincidían con la época de lluvias. Ahora le parecían muy aburridas,
especialmente en tardes como esta en las que no había fluido eléctrico. Una
tormenta azotaba las casitas rústicas, que bordeaban la carretera. El cielo
encapotado ocultaba la cercana cadena de montañas de nieves eternas. 
La campana de la iglesia había marcado la
una de la madrugada. Las niñas pequeñas dormían apaciblemente mientras Henry y
a su madre esperaban angustiados la llegada del padre. Podría haber sufrido un
accidente o haber escapado de los problemas bebiendo hasta esta hora. Aún
llovía cuando llegó con la ropa empapada y el gesto adusto. Mientras se
quitaba las botas, Henry le escuchó decir que, tras muchas discusiones, en la
reunión la comunidad había decidido no vender las tierras a la minera. El padre
dejó caer su peso en una silla, la frustración marcándole el rostro. «¿De qué
vamos a vivir?», parecía preguntarse. Henry pensó en los terrenos de la
comunidad, ese valle estrecho de paja brava, calcinado por el sol inclemente
del día. Algunas noches la temperatura bajaba tanto que quemaba los cultivos y
morían las crías de sus ovejas y camélidos. A veces era el granizo el que
despedaza las plantitas y lo perdían todo.  Recordó cómo, antes del cierre del centro
metalúrgico vecino, había algo de movimiento, un mercado para los productos.
Ahora la oferta de la minera era una tentación amarga: dinero y trabajo a
cambio de riachuelos contaminados.
Tenían que renunciar
al futuro para poder sobrevivir el presente. 
Henry siempre disfrutó sus clases escolares; sin embargo, las clases del
profesor Armando Sifuentes eran tan apasionadas que Henry, al escucharlo,
sentía que el pasado cobraba vida frente a sus ojos y le nacían deseos de
aprenderlo todo. Soñaba ser un maestro como él. Pero el día de la clausura
escolar sus padres le comunicaron que, terminada la secundaria debía trabajar:
El dinero apenas alcanzaba para sobrevivir y ayudar un poco a Pedro, el hermano
mayor que estudiaba ingeniería en la capital. Desde entonces, el mundo se
redujo al tamaño de la pantalla del celular. Este se volvió su refugio, el
lugar donde no pensaba en su sueño desvanecido de ir a la universidad.
Una tarde lluviosa le avisan que su padre, cruzando
una acequia, ha caído del caballo y se ha fracturado ambas piernas y tres costillas.
La operación debe realizarse en otra ciudad y el seguro universal no cubre
todos los gastos. Al igual que hace siglos, deben esperar que yerbas
tradicionales y la inmovilización suelden sus huesos. Como entonces, la
comunidad sostiene a Henry. Empieza a ayudar al chofer en los viajes del bus
comunal: sube y baja el equipaje, limpia el carro, cobra los pasajes y lleva la
contabilidad. Henry se siente muy agradecido por la oportunidad; pero el
desconsuelo al ver diluidos sus sueños sigue creciendo. En esos días la familia
se entera que Pedro ha abandonado la universidad y trabaja como obrero en una
fábrica para sostener a su compañera y la hijita de ambos.  
Un colegio de un pueblo cercano contrató el
autobús comunal para un viaje de estudios hasta las inmediaciones de Pariacaca,
la montaña sagrada desde tiempos preincas en el Perú. La madrugada del viaje, Henry
sintió una mezcla de vergüenza y emoción al ver que el organizador era el profesor
Sifuentes. 
—¡Eres admirable, Henry! —le susurró el joven
maestro mientras le estrechaba en un abrazo cálido que le dio sentido al trabajo
y a la pausa de sus estudios.
Durante el trayecto, por decisión de los
padres de familia, Sifuentes y Lewis, un promotor turístico, se turnaban para
describir el recorrido.  
—Muchachos —decía el profesor—, los incas
trazaron un camino que unía la sierra con la costa. Algunos tramos siguen
intactos; otros se han convertido en carreteras como esta. Por aquí pasaban los
chasquis, llevando el correo en el incario. ¿Saben ustedes qué es el Pariacaca?
—¡Un
nevado! —gritaron varios.
—Una
deidad protectora —afirma Henry, con timidez.
—Ambas
respuestas son correctas. Por esta ruta accedían los peregrinos de la montaña
sagrada para rendirle culto. Siguiendo hacia la costa se llegaba hasta el
santuario de Pachacámac. Los antiguos peruanos creían que estos dioses
transitaban por aquí. Este era un camino de dioses —explica Armando.
Las
exclamaciones de sorpresa se interrumpen cuando Lewis llama la atención sobre
unas formaciones rocosas, semejantes a deidades prehispánicas y se las atribuye
a los incas. Henry sabía que eran producto de la erosión, pero guardó silencio.
Sifuentes, sin desmentirlo del todo, aclaraba con tacto. 
En
una parada Lewis condujo al grupo por una trocha afirmando que era parte del Qhapaq
Ñan. Henry, que conocía algo del tema, pensó: «Por aquí no pudo pasar el camino
real; era amplio, tenía depósitos y tambos para los viajeros».    
Conforme
ascendían, veían cascadas y lagunas formadas por el deshielo. Se detuvieron al
borde de una laguna que refleja el cielo azul y los montes aledaños. Diferentes
aves nadaban en ella.
 —Chicos, observen los juncos —indicó el maestro—.
Son refugio para especies migratorias. ¡Una pareja de pariguanas alzó el vuelo!
Sí, las robustas blanco y negras, de patas rojas.
—¡Uy!
Qué desastre sería si un día estas aguas se llenaran de relave minero —murmuró
Henry.
Todos
hicieron silencio. Pronto volvió la algarabía cuando divisaron unas vizcachas tomando
el sol. 
Continuaron el viaje entre montes y cañones, Sifuentes
señalaba los restos arqueológicos narrando su historia. Lewis,
entusiasta, atribuía leyendas a cada cascada o laguna. Una certeza se abrió paso en el
interior de Henri: «¡De grande, quiero ser como el profe, no como este
mentiroso!». Siente una opresión en el
pecho cuando se da cuenta de que ese deseo nunca podrá ser una realidad.  La tristeza lo embarga cuando compara los
muchos atractivos de este distrito con los nulos de su pueblo. Lewis interrumpe
sus reflexiones: pretende convencer a sus oyentes de que la pequeña laguna en
forma de corazón otorga éxito en las relaciones de pareja:
 —Les aseguro que esta costumbre viene desde
los incas.
Henry
frunce el ceño. «¡Qué bruto!... No, no es bruto, quiere atraer visitantes hacia
su pueblo», piensa el adolescente.
Sifuentes,
que lo conoce y lo ha estado observando, le dice:
—Todo
se puede resignificar. Este paisaje lo puedes describir como
árido y desolado, o puedes imaginar que esta tierra guarda la memoria de
antiguos ríos. Hasta los líquenes que ves en la roca son testigos de miles de
años, desafiando a la eternidad. Todo depende de cómo se mire.
Henry
queda maravillado con el poder de la palabra. Tal vez —pensó—podía hacer algo parecido con su pueblo.  
Esa noche, los despierta el ruido descomunal. El río, crecido por
las lluvias en las partes altas del valle, avanzaba con un rugido constante y violento. El agua golpeaba
las jaulas artesanales de truchas, arrancaba estacas y redes. Amarrados con
sogas por la cintura, algunos pobladores ingresan en las aguas gélidas,
luchando contra la corriente con las manos entumecidas. Henry observa en
silencio: siente el aire helado clavarse en su rostro, la garganta apretada, los
dedos crispados. El esfuerzo de aquellos cuerpos contra la furia del río le
provoca un nudo en el pecho, una mezcla de impotencia y respeto que lo obliga a
apartar la mirada. Escucha a don
Cirilo y sus vecinos gritar desde la otra orilla, que ya sabían que no iban a
funcionar las piscigranjas, que era plata y trabajo perdido: «Vayan a su casa, sarta
de estúpidos». Henry siente un gran desánimo. El pecho oprimido le dificulta
respirar. No cesan las amenazas,
no hay donde refugiarse, dónde descansar. 
Ya en la
cama piensa que la crianza de truchas parecía un buen negocio por lo que la
comunidad se adeudó. «Es la época de lluvias, se van a incrementar, pueden
arrasar con la inversión comunal. El banco embargará los bienes comunales...
¡quizás nuestro bus!... ¡perderemos otra fuente de ingresos! La gente ya se
está yendo a buscar un futuro mejor. Quizás cierren el colegio por falta de
alumnos. Nosotros a dónde iremos con mi padre enfermo». Tendríamos que
prestarnos dinero, pero... ¡a ningún pobre le prestarán los bancos! Quizás a la
comunidad... y si no pudiéramos pagar... ¡nos quitarían los terrenos o los
animales de la comunidad! Maldice al río. De pronto recuerda haber escuchado a Sifuentes
que la tierra árida podría conservar la memoria de antiguos ríos. Siente un
golpe de calor y a su corazón latir intensamente. Vuelve a sentir la fuerza que
sintió al oírlo. Piensa que la resignificación es algo muy poderoso. ¡Podríamos
darle nuevos significados al pueblo, hacerlo atractivo... y ¡generar ingresos!
Yo tengo
algunas ideas... necesitamos muchas ideas... Los padres en el trabajo, tengo que
ir al colegio para que los chicos ayuden... ¡Yo no soy nada en el colegio!¡Se
van a reír de mí! Siente un nudo en el pecho, sus ojos se nublan de llanto contenido... recuerda el abrazo vigoroso y prolongado de Sifuentes mientras le
decía: ¡Eres admirable, Henry! Rompe a llorar, ahora aliviado, comprendido, validado,
acompañado. Respira profundamente, se sabe vulnerable, pero siente que ahora no
es el mismo. Los problemas siguen ahí... sin tanta ofuscación ni oscuridad. Una
lucecita de esperanza los alumbra. Se le ha deshecho el nudo en el pecho. Le
queda claro que solo no hará nada. Apenas salió el sol, llamó por teléfono al
profesor Armando para pedirle ayuda con el director de su antiguo colegio a fin
de contar con la participación de los chicos de los últimos años. 
Este, muy
sorprendido, le promete visitar el colegio en una semana. Hace muchas llamadas,
esboza documentos y un lunes a primera hora convence a la autoridad de
implementar proyectos comprometiéndose a asesorar a docentes y estudiantes. Guiados por Sifuentes y los
docentes del colegio, se formaron veinte equipos de escolares que se lanzaron a
redescubrir su comunidad. El entusiasmo fue tal, que pronto el alcalde, al
principio reacio, no se daba abasto redactando cartas de intención para
convenios con diferentes instituciones. Los roquedales más escarpados ahora podían ser espacios
de escalado en roca y descenso en rapel, las instalaciones de piscicultura serían
centros de prácticas de los futuros ingenieros acuícolas, el chaco de
vicuñas podría incluirse en un plan de turismo vivencial, los ingenieros
zootecnistas realizarían sus investigaciones en los criaderos de camélidos u
ovinos. Los tramos reconocibles del Qhapaq Ñan y los abrigos rocosos deben ser
valorados como ancestrales y sagrados, además de ser objeto de estudios de las
escuelas de antropología.
Las
ideas bullen y algunas se desbordan:
—Haremos
el festival de la trucha.
—Un
observatorio de aves.
—Un
museo de fósiles. 
—Circuitos
para ver la Puya de Raimondi.
—Envasaremos
agua sagrada de los manantiales incas.
—Alquilemos
las ruinas del centro metalúrgico colonial para películas de terror. 
El aire del atardecer vibraba con la música de la
fiesta. Henry Carhuamaca Surichaqui, ahora estudiante de Ciencias Geográficas e
Históricas, se sentó en un banco de la plaza a contemplar el paisaje. En los roquedales
brillaban los arneses de los últimos escaladores. Desde el auditorio salían
aplausos del Congreso de Cosmovisión Andina.  Vio, reflejado en el río, el incendio del
crepúsculo, la colorida pista de canotaje y una esperanza compartida. 
En el cielo el sol descendía, como hacía siglos,
transitando el camino de dioses rumbo al mar.  
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