María Paz Navea Tolmos
Amancio Fitzpatrick nunca pensó en volver a Puerto Bruma…
Había intentado ser escritor en la ciudad, pero su rutina de cafés oscuros, editoriales que nunca respondían y muchas páginas que casi nadie leía, lo habían llevado a la quiebra.
Al morir su tío —el último farero de la familia—, heredó el faro y las libretas donde los Fitzpatrick habían registrado cada tormenta durante los últimos cincuenta años. Sabía que, con una casa en la ciudad, mantener ambas propiedades sería demasiado costoso. Pero ni su corazón ni sus recuerdos le permitían vender el faro, así que, cuando el invierno empezó a cerrarse sobre Puerto Bruma, decidió instalarse allí.
A veces, cuando el viento golpeaba las
ventanas, recordaba la primera vez que había cruzado aquella puerta: el
chirrido metálico que le sonó como una bienvenida torcida, los muebles
cubiertos por sábanas amarillentas hinchadas por la humedad, y las libretas
esperándolo contra la pared norte.
Llevaba ya algún tiempo en el pueblo, estaba casi
acostumbrado al frío y al silencio del faro, convenciéndose de que, si no podía
vivir de la escritura, al menos podría escribir sin que nadie lo interrumpiera.
Una noche sin mucho que hacer, encendió una lámpara de
aceite, arrastró una silla y alcanzó una de las libretas de su tío. No buscaba
nada en particular, solo distraerse del frío; sin embargo, notó que su
contenido no estaba del todo dedicado al clima: entre registros exactos de
tormentas, surgían de pronto confesiones escritas como si fueran parte de la
bitácora misma:
«Su piel aún guardaba el aroma del mar. Quisiera
naufragar en ella cada noche».
«Si vuelve mañana, encenderé la luz solo para que ella
pueda ver que la amo».
Amancio frunció el ceño; un presentimiento, como una
ola contra los acantilados, le sacudió la sien.
«Después de todo, quizá mi tío no haya pasado sus
últimos días solo», pensó.
Esa noche la tormenta llegó temprano: el cielo se
ennegreció antes de lo previsto y el aire se volvió espeso, casi irrespirable.
A Amancio le resultaba imposible conciliar el sueño; daba vueltas en la cama
mientras las olas azotaban los acantilados y la lluvia golpeaba con furia el
techo del faro.
Casi de madrugada, un golpe seco lo arrancó de la
cama. Al principio creyó que era el viento, pero pronto escuchó el repiqueteo
insistente contra la puerta metálica del faro.
—¿Quién anda ahí? —gritó, forzando
la firmeza de su voz.
El golpeteo se detuvo un segundo y entonces llegó la
respuesta, quebrada por el llanto y el viento:
—¡Abre la puerta! Hace muchísimo frío.
Amancio tragó saliva. La voz le golpeaba la memoria
con un eco imposible de identificar del todo. Se aferró a la lámpara de aceite
y, con la otra mano, liberó el cerrojo. La puerta cedió apenas un resquicio, lo
suficiente para que el viento se deslizara por la abertura.
Entonces la vio. Una joven empapada lo
miraba con una súplica muda. Tenía las pestañas pegadas por el agua, el pecho
agitándose con dificultad, y un hilo de sangre seca en la comisura de los
labios. Había en ella una belleza extraña, la clase de belleza que duele mirar
demasiado tiempo.
—Por favor… —murmuró ella, con un hilo de voz—. Déjame
entrar.
Amancio retrocedió sin pensar y la dejó pasar. Apenas
cruzó el umbral, la muchacha se desplomó sobre el frío suelo. Él se agachó
enseguida, la envolvió con una manta y la ayudó a llegar hasta el sillón junto
al fuego. El resplandor de la lámpara iluminó su rostro: los pómulos afilados,
la piel traslúcida, el temblor incesante en sus manos. Su fragilidad parecía
absoluta, y al mismo tiempo irresistible.
—Gracias… —dijo, apenas recuperando el aliento—. Procura
no tardar tanto la próxima vez.
Amancio la miró en silencio, con un nudo en la
garganta tratando de recordar si la conocía. Ella acercó las manos al fuego y,
tras unos segundos, giró hacia él con una sonrisa suave.
—Enciende el faro, cariño. Recuerda que durante la
tormenta no podemos quedarnos a oscuras —dijo, frotándose
los brazos como quien intenta recuperar el calor.
El estómago se le encogió: había leído aquella frase
en una de las libretas de su tío.
—¿Quién eres? —logró preguntar, pero sonaba más a
súplica que a duda.
Ella no respondió de inmediato. Se levantó despacio,
todavía con la manta sobre los hombros, y caminó hacia la escalera que conducía
a la linterna. El crujido de sus pasos en la madera parecía marcar un camino
que ya conocía de memoria. Amancio la siguió con la lámpara temblándole en la
mano. Arriba, el aire olía a hierro y a aceite rancio. El depósito esperaba, la
mecha intacta, los engranajes quietos como un reloj detenido. La mujer se
volvió hacia él mientras la tormenta azotaba los cristales.
—Enciende el faro —susurró—. Yo no tengo la fuerza
suficiente para hacerlo.
—Así está mejor —dijo ella, y cerró los ojos contra el
vidrio empañado, mostrándose serena pese al
rugido de la tormenta.
—No me has dicho quién eres…, ¿piensas responderme?
Ella sonrió con dulzura, pero sus labios temblaban.
—Solo una mujer esperando que regrese su esposo. Él
siempre vuelve, con cada tormenta.
Amancio le pidió que se sentara en el sillón. No podía
apartar la vista de sus ojos: tenían una intensidad tan profunda que parecían
capaces de hipnotizar a cualquiera que se cruzara con ellos.
—¿Nos conocemos?
—De nada sirve contártelo aún, si lo hago no me
creerás.
—¿De dónde vienes? —insistió Amancio.
Ella desvió la mirada hacia la ventana, donde las
gotas de lluvia corrían como hilos de plata. Parecía dudar, como si cada
palabra fuera un secreto que debía elegir cuidadosamente.
—No puedo explicarlo ahora… —susurró—. Él prometió que
nos veríamos aquí de nuevo, aunque siempre se le olvida.
Un escalofrío recorrió la espalda de Amancio. La frase
sonaba demasiado amplia, demasiado ambigua. Como si no fuera la primera vez que
repetía ese ritual.
—Amancio… —dijo por primera vez su nombre, con un tono
que le heló la sangre—. En la próxima tormenta deja la puerta abierta.
Se desprendió de la manta y cruzó el
umbral sin mirar atrás. La lluvia la envolvió de inmediato, empapándole el
cabello y pegándole la ropa al cuerpo. La vio avanzar entre la niebla,
encorvada por el viento, hasta que su figura se perdió en la distancia. Amancio
permaneció inmóvil, sobrecogido por aquella belleza imposible y consumido por
el deseo de volver a verla, de arrancarle al menos una respuesta.
A la mañana siguiente, la tormenta se había
desvanecido. El cielo amaneció despejado, sereno, aunque el faro aún destilaba
humedad y en sus muros persistía el murmullo sordo de la lluvia. Amancio no
pudo soportar la quietud entre aquellas paredes: la necesidad de respuestas lo
empujaba hacia afuera. Aprovechó la calma del día para descender al pueblo.
Puerto Bruma era pequeño; casi todos se conocían, y
casi todos lo conocían a él. Había pasado su infancia allí, corriendo por las
mismas calles estrechas y saludando a los mismos vecinos.
En la panadería, mientras compraba un par de hogazas,
se atrevió a preguntar:
—Anoche, con la tormenta… ¿vieron a alguien rondar por
aquí?
No insistió. Pagó y salió con una sensación amarga. Más
tarde, en la taberna, se topó con un hombre de barba cana, amigo de su tío.
Este, al reconocerlo, le dio un apretón de manos firme.
—No, imposible. Tu tío no se volvió a enamorar desde
Carlota. Siempre le fue fiel, incluso en soledad.
Amancio estaba más confundido que nunca. Recordaba las
páginas leídas en la libreta de José Antonio, los márgenes escritos con una
devoción ardiente hacia otra mujer. Aquellas palabras no podían pertenecer a
alguien resignado a la soledad. Quizá ahí, en esas contradicciones, estaba la
clave. No lograba sacarse de la cabeza a la dama que recorría el faro con la
familiaridad de quien siempre lo había habitado. Tenían que ser más que amigos,
pensó.
—Espero verlo pronto. Siempre es un placer —dijo
Amancio al despedirse.
Corrió a casa y se lanzó sobre las libretas con una
ansiedad enfermiza. Pasó una tras otra, buscando alguna pista que revelara si
aquella mujer había sido realmente la amante de su tío. Pero las páginas no
coincidían con nada que hubiese visto: eran registros de tormentas, datos
precisos, anotaciones rutinarias. Nada más.
Y justo cuando estuvo a punto de rendirse, abrió un
cuaderno al azar. El corazón se le detuvo al encontrar que en la última página
había un mensaje escrito con la fecha de ese mismo día. Narraba, con una
exactitud escalofriante, todo lo vivido en la madrugada: el golpe en la puerta,
la mujer empapada, su súplica por entrar. No hablaba del resto de la jornada,
solo de la tormenta, como si el tiempo que importara realmente empezara y
terminara en esas horas de furia.
Amancio sintió un sudor helado recorrerle la espalda.
No reconocía del todo la letra, y aun así había algo insoportablemente familiar
en el trazo. Las dudas lo devoraban. Estaba desesperado; lo único que lo
sostenía era la certeza de que, cuando ella regresara, le preguntaría todo.
«Pobre tío José Antonio», pensó, con un nudo en la garganta. «Quisiera, al
menos, saber que no se fue de este mundo en soledad».
Ella temblaba como si el viento la atravesara entera.
—Tengo mucho frío… —susurró.
Se levantó un momento, encendió el fuego y calentó
agua. Volvió con un té humeante, ella lo observaba fijamente, como si lo
hubiera estado esperando desde siempre.
—No he dejado de pensar en ti —dijo él, con la voz
rota. Luego bajó la mirada, arrepentido de sonar tan débil.
Cada pausa entre ellos se le hacía insoportable. Y aunque
afuera el mar rugía, Amancio solo podía escuchar el latido acelerado en su
pecho.
Esa noche no pudo dormir. Ella permaneció en silencio,
sentada frente al fuego, con la manta resbalando por sus hombros. Había algo en
su quietud que lo tenía fascinado.
Él quedó paralizado, con la mejilla aún ardiente por
el roce. Era imposible que aquello haya sido un sueño.
Los días siguientes los pasó explorando las libretas,
intentando descubrir algo más sobre la misteriosa dama. Ya no le importaban las
deudas ni la ciudad que había dejado atrás: solo esperaba que el cielo volviera
a oscurecerse.
Cuando la tormenta regresó, no esperó dormido. Esta
vez encendió la lámpara del faro y subió hasta la linterna, convencido de que
la luz sería su señal. Desde allí, vio una figura avanzando entre la lluvia. Su
corazón se detuvo: era ella, caminando contra el viento.
Al llegar, no pidió auxilio. Subió las escaleras del
faro con paso firme y, al verlo, sonrió como si lo conociera de toda la vida.
—Gracias por encender la luz —dijo suavemente.
La voz de Amancio se atoró en su garganta. Era
exactamente lo que había leído en una de las libretas de su tío, y sin embargo
no se atrevió a recordárselo.
La mujer inclinó la cabeza, como si lo estudiara.
—Últimamente tardas más en reconocerme… —murmuró.
Esa frase lo sacudió. Una ráfaga de imágenes lo
atravesó: el mismo faro, la misma lámpara, la misma tormenta. Todo idéntico,
repetido hasta el cansancio. Sintió, con una claridad aterradora, que ya había
vivido esa escena. Sabía lo que ella iba a decir antes de que abriera la boca,
conocía la forma en que apoyaría la mano en su pecho, el modo exacto en que lo
miraría. Atónito, comprendió que no era la primera vez que estaba con esa
mujer, sino una de muchas, demasiadas para contarlas. Y; sin embargo, presentía
que ella repetía esos gestos para guiarlo, que podía elegir otras palabras,
pero siempre volvía a las mismas para obligarlo a recordar.
Se llevó la mano a la sien, mareado.
—Yo… yo ya estuve aquí —balbuceó.
Entonces tropezó con una de las libretas caídas. La
abrió sin querer y el corazón le dio un vuelco: reconoció por fin que los
escritos estaban hechos con su propia letra, describiendo exactamente ese
instante. No solo lo anticipaban, lo narraban como si hubiera ocurrido
incontables veces.
Ella sonrió con una dulzura que le heló la sangre.
Amancio retrocedió un paso, pero ella lo siguió con
calma, como si no tuviera prisa.
—No entiendo… ¿Quién eres?
La joven lo miró como si fuera lo más obvio del mundo.
—Yo regreso con la tormenta para encontrarte. Y tú,
Amancio… tú eres el que siempre me abre la puerta.
Amancio acarició el borde de la libreta con los dedos,
el corazón golpeándole como si quisiera escapar de su pecho. El trazo era suyo,
no había duda, y relataba exactamente lo que estaba viviendo en ese instante. Una
ola de vértigo lo partió en dos. Entonces, sintió como un rayo que lo iluminaba
por dentro y lo recordó: no era la primera vez que encendía la
lámpara con ella a su lado. La había visto antes, en esa misma escalera, con el
rostro empapado de lluvia y las manos temblando. La había sostenido, la había
amado y la había perdido.
Se llevó las manos al rostro, jadeando.
—Dios mío… —murmuró—. ¿Cuántas veces hemos hecho esto?
Ella no dijo nada. Lo miraba con esa calma que solo
tienen los que no se han rendido a pesar de haber esperado demasiado. Alzó la
mano y le rozó la mejilla.
—Al fin lo recuerdas —susurró—. No sabes cuánto he
temido que nunca volvieras a hacerlo.
Amancio dejó escapar una risa quebrada, entre
incrédula y desesperada. Le tomó la mano antes de que pudiera apartarla y la
besó con una devoción febril, como si quisiera grabar su piel en la memoria.
—¿Y por qué… por qué lo olvido cada
vez? —preguntó, con los labios aún rozando sus dedos.
Ella respiró hondo, como quien se
prepara para decir una verdad que duele.
—Porque aquella noche no solo
encendimos la luz, Amancio. Alteramos el tiempo.
—¿Alteramos… el tiempo?
—La tormenta actuó como un
catalizador. El rayo cayó justo cuando la lámpara del faro alcanzó su máxima
frecuencia lumínica. Esa combinación de energía eléctrica y radiación generó
una distorsión en el campo electromagnético del lugar. Fue como abrir una
grieta entre dos segundos.
—¿Una grieta?
—Sí. El tiempo se fracturó. Parte de
esa energía nos atravesó: tú recibiste la descarga directa, y tu cerebro se
reinicia con cada repetición. Por eso olvidas. En cambio, yo absorbí la
resonancia del campo; quedé anclada al recuerdo. Cada tormenta nos devuelve al
mismo punto, pero tú vuelves nuevo, y yo sigo cargando la memoria completa del
ciclo.
—Entonces… ¿vivimos el mismo instante?
—Una y otra vez. La tormenta lo
reescribe, y nosotros somos su ecuación incompleta.
Amancio la miró sin poder hablar. Ella
sonrió, pero sus ojos temblaban.
—Queríamos atrapar el tiempo, y lo
hicimos. Solo que el tiempo también nos atrapó a nosotros.
—¿Por qué lo hicimos? —susurró.
Ella lo miró como si esa pregunta hubiera
tardado siglos en llegar.
—Porque tú no soportabas la idea de
haberlo dejado morir solo —dijo en voz baja.
Amancio sintió un golpe seco en el
pecho.
—Mi tío…
—Sí. Pasó años esperándote en este
mismo faro, ¿recuerdas? Nunca le respondiste las cartas. Creíste que aún tenías
tiempo, pero el invierno llegó antes que tú.
Amancio apretó sus manos. Lo recordaba
ahora.
—Yo solo quería disculparme —murmuró.
Ella bajó la mirada.
—Y yo… yo también necesitaba
despedirme —confesó—. Mi hija murió lejos de mí. Nunca pude despedirme, no
llegué a tiempo.
Lo miró con un temblor en los labios.
—Te convencí de hacerlo, Amancio.
Cuando hablaste de este faro y de tu tío, supe que ambos necesitábamos un
momento más. No para salvarlos, sino para decir adiós sin interrupciones.
Amancio sintió sus lágrimas desplazarse
por sus mejillas.
—Dediqué mi vida a estudiar el tiempo y
aun así nunca supe que esto podría pasar. En concepto, entendía perfectamente
cómo la luz alteraba la materia, cómo el tiempo se curva en los campos
electromagnéticos. Sabía que, si lográbamos sincronizar la energía del faro con
la tormenta, abriríamos un pliegue diminuto, una grieta entre segundos, y podríamos
asomarnos a ese instante perdido.
—¿Y funcionó?
Ella sonrió con tristeza.
—Sí. Por un momento, lo logramos. Pero
el rayo cayó antes de que pudiéramos regresar. La tormenta no nos dejó volver.
Nos encerró dentro de ese mismo segundo, repitiéndolo una y otra vez.
—Y por eso olvido…
—Porque cada ciclo vuelve a empezar.
La tormenta te limpia, te devuelve al punto donde aún puedes intentarlo. Yo, en
cambio, no olvido nada. Te he perdido incontables veces.
Sus ojos se llenaron de lágrimas que no caían,
suspendidas como el propio tiempo que los condenaba.
—Quizá este sea mi castigo —susurró, quebrada—. Haber
querido más tiempo del que me correspondía.
En ese instante, Amancio lo entendió todo. La tormenta
no era un accidente: era la trampa en la que habían quedado atrapados, el
precio por desafiar al tiempo. Recordó cada bucle encerrado en esa misma noche,
cada vez que ella volvía a él y cada vez que él la olvidaba. Y, pese a la
condena, comprendió que lo único real en medio de todo eso era lo que sentía
por ella.
Habían intentado romper el ciclo evitando encender el
faro, pero era inútil. La tormenta siempre los devolvía al inicio, como si se
burlara de su resistencia. En ese instante, Amancio comprendió que no había
nada que repensar, ningún cálculo que rehacer: lo único que valía la pena hacer
era amar a esa mujer incalculables veces.
Entonces la tomó del rostro y la besó con una
desesperación feroz, como si quisiera tragarse cada tormenta, cada espera, cada
vida entera. Sus labios sabían a todo lo que había olvidado y a todo lo que
siempre había amado. La apretó contra su pecho, hundió los dedos en su cabello
empapado y la amó como si no hubiera un después.
Ella respondió con la misma urgencia, con una entrega
que parecía infinita. Afuera, los relámpagos desgarraban el cielo, pero dentro
del faro solo existían ellos dos, encendidos como la verdadera luz que cortaba
la noche.
No supo cuándo se quedó dormido entre sus brazos. Solo
despertó al amanecer y ella ya no estaba. La manta aún guardaba su calor y en
la mesa, abierta como esperándolo, en la última página de su libreta, reconoció
la letra de su amada:
«Enciende el faro, cariño. No tardes tanto».
Amancio cerró los ojos y sonrió, exhausto y dichoso al
mismo tiempo. Comprendió que esa vez sería distinta: había tomado la decisión
de vivir en el bucle, pues si de parar el tiempo se tratase, encendería el faro
y lo congelaría solo para verla de nuevo.
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