miércoles, 26 de noviembre de 2025

Ojos grises

Karla Fernanda García Oropeza


Braulio siente la arena fina y suave deslizarse entre los dedos de sus pies mientras camina. Su mirada está perdida en el horizonte donde el mar se encuentra con el cielo. Respira el aire salado del océano y su memoria retrocede quince años.

Era la primera vez que visitaba Rincón de Guayabitos, Nayarit, México. Con su maleta en mano buscaba dónde hospedarse, ya que con el exceso de trabajo y no estar seguro si le permitirían tomar vacaciones, olvidó hacer una reservación.

Preguntó en varios hoteles; ninguno tenía habitaciones disponibles. Llegó a la plaza principal y se sentó en una banca de fierro. «Qué fuerte está el sol, ya son más de las cuatro de la tarde y sigo sin encontrar hospedaje», pensaba. De pronto alguien se colocó a su izquierda.

—Hola, señor, yo lo puedo llevar a un hotel —le dijo una voz juvenil muy femenina.

Braulio giró su cabeza y miró a una jovencita de piel clara con ojos marrones, nariz pequeña, cabello café oscuro largo y ensortijado. Antes de que él pudiera hablar, ella agregó.

—Desde hace un buen rato lo he visto entrar y salir de varios hoteles y no se queda en ninguno, por eso me animé a acercarme a usted.

—Sí, señorita, si me hace favor de darme el nombre del lugar —le contestó mientras contemplaba su hermosa sonrisa.

—Yo lo llevo, señor.

—Gracias, señorita.

Caminaron por veinte minutos hasta llegar a unos bungalós a pie de playa. Entraron y Braulio hizo su reservación. Al terminar él solo le agradeció y se fue.

—¡Está súper guapo! ¿Verdad? —le exclamó a Carmen, su amiga la recepcionista.

—Sí, amiga, pero olvídate a leguas se le ve lo gringo. Esos solo se divierten con una y luego ya no los vuelves a ver.

El resto del día Braulio se la pasó durmiendo. «Al fin el celular va a dejar de sonar, por quince días podré dormir de corrido», pensó en voz alta.

Al día siguiente por la tarde Braulio descansaba en uno de los tantos camastros que había sobre la arena frente al mar. Rosa hacía su recorrido de todos los días vendiendo tostadas de ceviche con sus abuelos cuando lo miró.

—Hola, señor.

Braulio levantó la vista y miró a la jovencita de hermosa sonrisa. Se puso de pie.

—Hola, me llamo Braulio Smith —le dijo mientras se quitaba los lentes de sol.

—Mi nombre es Rosa. —Con su mirada recorría sus bien definidos músculos.  

—¿En qué te puedo ayudar?

—Solo quiero invitarlo a este lugar. —Le dio un pedazo de papel con el nombre de un cabaré.

—No entiendo.

—Ahí canto los viernes y sábados, bueno no toda la noche, solo una canción. Ojalá pueda ir y si va llegue antes de las once. —Sonriente le dio un beso en la mejilla y se fue.

Braulio, desconcertado, se dirigió a su habitación y, tendido boca arriba en la cama, se preguntaba qué era lo que esa joven pretendía. Rosa, en cambio, no podía dejar de pensar en él. Y todas las noches aparecían en sus sueños los lindos ojos grises de Braulio.

El viernes, Braulio, no muy convencido, decidió ir al cabaré. A su llegada, Rosa lo recibió, lo tomó del brazo y lo dirigió muy cerca del minúsculo escenario. Él se sentó en una de las cuatro sillas que rodeaban la redonda mesa de madera. Ella de pie acercó sus labios a su oído izquierdo para que pudiera escucharla debido al volumen de la música.

—¿Le traigo algo de tomar?

—Una cerveza —le contestó sin mirarla.

Poco después Rosa llegó con un par de cervezas, las puso ante él y se fue. Braulio observaba el pequeño local iluminado con luces bajas. El aroma a licor estaba por doquier y las risas de los clientes se escuchaban en todo el lugar.

Braulio ordenó dos cervezas más y cuando estaba por beber la última escuchó la voz de Rosa por los altavoces. Alzó la vista y ahí estaba sobre el pequeño escenario. Vestía un pegado vestido azul que le llegaba arriba de las rodillas y dejaba al descubierto sus hombros.

Después de saludar al público empezó a entonar la canción Secuéstrame, de Nadia. Su preciosa voz embelesó a todos incluido Braulio. Parecía que ella cantaba solo para él, ya que su mirada estaba clavada en esos bellos ojos grises que le robaban el sueño.

Al terminar la canción Rosa agradeció a los espectadores sus gritos y aplausos llenos de júbilo. De cuatro pasos llegó a la mesa donde Braulio sentado la seguía con la mirada.

—Me paso a retirar —dijo él dejando sobre la mesa dinero.

—¿Lo puedo acompañar, por favor?

Braulio no pudo negarse, salieron del local y caminaron en silencio hasta que él lo rompió.

—¿Y tus padres te dejan trabajar en ese lugar?

—Mi mamá falleció cuando nací. Vivo con mis abuelos maternos y no tienen problema con que yo cante ahí.

—¿No vas a la escuela?

—No. Terminé la secundaria hace un año.

—O sea que… ¿tienes dieciséis años?

—Sí, ¿y usted?

«Soy mayor que ella por casi veinte años, es una niña», pensó Braulio.

—Eh… te voy a pedir un favor no me vuelvas a hablar de usted, solo dime Braulio —contestó evadiendo la pregunta.

—Está bien, Braulio.

Poco antes de llegar a los bungalós Rosa tomó la mano de Braulio y le pidió que se quedara un rato más con ella. Se sentaron en la arena mirando la espuma del mar.

—Cantas muy bonito, me gustó mucho la canción —le expresó él y giró su cabeza para mirarla.

—Te la dediqué a ti —musitó—. Tienes unos ojos hermosos.

Braulio le tomó la mano, se pusieron de pie y la atrajo hacia él, uniendo sus cuerpos. El abrazo la sorprendió. Mientras él le acariciaba sus hombros desnudos, Rosa sintió un escalofrío a pesar del calor: su olor a cerveza y piel limpia, el roce áspero de sus manos. Cerró los ojos, intentando memorizar esa sensación.

«No debo sentir este deseo», pensó Braulio, «es muy joven para mí». Jamás se había sentido tan atraído por una mujer. Sintió el impulso conocido, la alarma interna que le avisaba que era momento de encontrar un pretexto, de soltarla e irse, como siempre hacía antes de que algo lo atara. Pero esta vez sus manos no obedecieron. Siguió aferrado a ella, a esa sensación que mezclaba peligro y fascinación.

El sábado, después de que Rosa cantó en el cabaré, se metieron al mar solo en ropa interior a petición de Braulio.

—Las aguas de aquí son tan tranquilas y cálidas —dijo Braulio.

—Sí, es la alberca natural más grande.

—El otro día solo mencionaste a tu mamá y a tus abuelos, ¿qué hay de tu papá?

—Mi papá se fue con una mujer cuando yo tenía tres años y desde entonces no volví a saber nada de él.

Braulio se acercó a ella y mirándola fijamente le confesó.

—¡Tengo muchas ganas de besarte!

—Y yo de que me beses.

Lentamente juntaron sus labios, fue un beso que se prolongó por varios minutos. Rosa deslizaba sus manos por la blanca espalda de Braulio. En el calor del momento él intentó quitarle el sujetador, pero ella no lo permitió.

—Discúlpame, linda, no quise…

—Lo que pasa es que yo nunca he estado con ningún hombre y…

—No te preocupes, linda, yo entiendo.

—¿Tú has tenido relaciones sexuales con muchas mujeres?

—Mmm… sí, bueno no tantas, quizá unas, la verdad no recuerdo bien el número exacto.

—Quiero saber de ti, Braulio; tú ya sabes mucho de mí.

—¿Cómo qué te gustaría saber?

—Todo.

—Vivo en Estados Unidos en la ciudad de Nueva York. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía cinco años, tengo una hermana mayor, se llama Kelly, trabajamos juntos y… no sé, ¿que más te puedo decir?

—Hablas muy bien el español para ser gringo.

—Eso es porque mi mamá es mexicana y yo siempre he sido muy apegado a ella. Mi papá es gringo, así que afortunadamente domino muy bien el inglés y el español.

—¿Y en qué trabajas?

—Soy detective del departamento de policía.

Los días pasaban. Ellos buscaban cualquier oportunidad para estar juntos. Braulio no podía quedarse quieto cuando nadie los veía, siempre sus manos terminaban en los senos, nalgas o debajo de la falda de Rosa. Pero ella, aunque se moría por hacer el amor con él, se resistía.

El último viernes que Braulio estaría ahí en Rincón de Guayabitos, fueron en lancha a la isla del coral. Sentados en la arena miraban el hermoso atardecer, escuchaban el grito de las gaviotas que sobrevolaban la costa y comían coco picado.

—¿Entonces te vas el lunes? —preguntó con un tono triste.

—Sí, linda, quisiera quedarme para siempre, pero no puedo.

—¡Te amo, Braulio! —Recargó su cabeza en el hombro de él.

—Dímelo otra vez. —Con su mano tomó su mentón y alzó su rostro hacia él.

—¡Te amo! ¡Te amo! ¡Te amo!

Apasionados se besaron mientras las manos de Braulio recorrían las finas piernas de ella.

Esa noche Rosa daba vueltas en la cama de su habitación y hablaba en su mente:

«Quiero ser suya, pero tengo miedo. Él se va a ir y quizá no lo vuelva a ver nunca, pero deseo tanto que me posea. No sé lo que va a pasar después, pero mañana me voy a entregar a Braulio».

El sábado en el cabaré Rosa miró entrar a Braulio, vestido con una playera blanca, pantalón de mezclilla y su cabello oscuro peinado hacia atrás. Sintió un cosquilleo que le recorrió todo el cuerpo cuando ese hombre, que le parecía el más guapo del mundo, clavó sus ojos grises en ella.

Esa noche Rosa entonó la canción Me lo pide la piel, de Myriam. Braulio al igual que toda la audiencia, se dio cuenta de que la cantaba para él, e inmediatamente supo que al fin pasaría lo que tanto deseaba.

Bajo la luna llena, acompañados del sonido de las hojas de las palmeras movidas por el viento y el rumor del mar, Braulio y Rosa hicieron el amor sobre la arena.

El lunes Braulio partió y aunque pudo regresar antes no lo hizo.

Hoy quince años después el destino lo puso nuevamente en Rincón de Guayabitos.

El mar sigue siendo el mismo, pero el pueblo es tan diferente. El cabaré ahora es una tienda de artesanías. En el lugar de los bungalós hay un resort. Y Rosa, ¿dónde está? Quiero verla para decirle que nunca pude olvidarla. Mis dos matrimonios fracasaron, porque siempre la recordé y nadie me llenó tanto como ella en esos pocos días. La tengo que encontrar, gritarle cuánto la amo y no soltarla nunca.

Hay muchas cosas que desconoces Braulio, pero hoy mismo al anochecer te pondrás al tanto. Vas a entrar a un club nocturno donde una chica con antifaz va a bailar eróticamente sobre tu mesa. Te tomará de la mano y te llevará a la planta alta dónde vende sus caricias. Y mientras en las bocinas suena a todo volumen la canción Luces de Nueva York, de La Sonora Santanera, te vas a quitar los lentes de sol y al mismo tiempo ella la careta. Y no tendrás que buscar más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario