miércoles, 16 de mayo de 2018

Jugarretas


Eliana Argote Saavedra


Se mira al espejo, la imagen que tiene enfrente va deshaciéndose hasta convertirse en una nebulosa y aparece ella en su pensamiento, Melba, jugando con el cabello mientras pasa por su oficina, irguiendo su figura, contoneando las caderas provocativamente.

Una sonrisa se dibuja en el rostro que vuelve a aparecer con nitidez en el espejo. Hacía tiempo que no se sentía de esa forma; ha cambiado, las líneas cuadradas de su rostro se han ensanchado, debe de haber subido un par de tallas, el abdomen aparece abultado bajo la camisa abriendo espacios entre los botones. Sí, el tiempo ha pasado, por más que intente ocultarlo, no volverá a ser el mismo.

«Ya está el desayuno —interrumpe la voz de su esposa. Alberto la ve entrar y todo desaparece de su cabeza—. Estás poniéndote muy guapo —comenta Lisa arrugando la nariz y acercándose para acomodarle el nudo de la corbata—, no estarás poniéndote lindo para alguien más, ¿o sí?», agrega frunciendo la boca. Lo coge de la cintura y le da un beso.

Él responde al beso y la abraza con ternura, Lisa lo ha acompañado más de veinte años. Ella también ha cambiado, pero aún permanece la expresión traviesa en sus ojos detrás de los gruesos lentes, el moño y las ropas holgadas; esa mujer es el calor tibio de cada noche, el cuerpo que se adapta en una íntima danza al suyo para quedar completamente a su merced, su amiga y confidente. Ya no hay deseo, es cierto, el sexo se ha convertido en un compartir silencios, en afianzar los «te quiero» que no salen ya de su boca, lo que siente por Lisa va más allá de todo eso, es suya, siempre lo fue y lo seguirá siendo. Las caricias y los abrazos que su esposa le proporciona tienen más bien un tinte maternal, se preocupa por él, lo engríe, lo espera. Hay momentos en que nota cierta tristeza en su mirada, mas no hay tiempo para esas cosas, suele ser algo melodramática, «como toda mujer». En las mañanas mientras comparten el desayuno vuelven a ser los amigos de siempre, los confidentes a prueba de todo. A veces quisiera contarle de esas cosquillas que ha comenzado a sentir cuando ha sorprendido a Melba mirándolo; «No estoy tan mal, las chicas todavía me miran», quisiera decirle, pero de un porrazo borra ese deseo. Lisa es su mujer, esas confidencias la lastimarían porque creería que se interesa por otra mujer y eso no es así, para él la única mujer será siempre ella.

Y mientras Alberto razona, Lisa intenta serenarse. Ha notado el cambio en su esposo. Se observa más frente al espejo, ha dejado de comprarse ropa por tallas y ha vuelto a usar los servicios de un sastre que le hace los trajes a medida. Tela suave con caída perfecta, piernas rectas bastante más estrechas de lo que solía usar, lociones para después de afeitar, y un estilo completamente nuevo de calzado. Continúa siendo un hombre sobrio pero unos cambios aquí y otros allá, sutiles matices de color que complementan el nuevo estilo y cierta seguridad en su actitud, han hecho de él una persona distinta. «¿Qué está pasando en su cabeza?», se pregunta. 

Seis meses más tarde…

Alberto se contempla en el espejo, de pronto la imagen que tiene enfrente va deshaciéndose hasta convertirse en una nebulosa y aparece Melba interrumpiendo sus pensamientos, su cuerpo desnudo y perfecto, la piel sedosa que se extiende sobre la sábana, el cabello largo, enmarañado sobre la cara, y esa expresión de gozo.

Una sonrisa se dibuja en la imagen que vuelve a aparecer con nitidez en el espejo. Se ve más feliz sin duda, las líneas de su rostro se han perfilado con la pérdida de peso que ha conseguido tras la rutina diaria en el gimnasio, debe de haber bajado una medida, el abdomen se ve bastante bien bajo la camisa entallada. Sí, el tiempo ha pasado, pero sabe que se ve mejor que nunca, se lo ha escuchado decir a Melba. Ya no se estremece cuando sus miradas se cruzan, ahora, cada vez que la ve pasar, rememora pleno de deseo cada espacio de su cuerpo. Ella se escabulle dentro de su oficina luego de mirar hacia ambos lados, bordea su escritorio con la mirada fija, retándolo. Se aproxima hasta que casi no hay espacio entre ellos y lo rodea con sus brazos mientras Alberto cree estallar al percibir el aroma intenso que escapa desde la profundidad de su escote, y acaricia el talle hasta estacionar las manos en sus caderas como si fuera un trofeo.

Melba se aparta y le da la espalda, no sin antes voltear y jugar con el dedo índice sobre el labio inferior.

—Ya está el desayuno —interrumpe la voz de su esposa volviéndolo a la realidad.

La observa y un sentimiento de culpa lo invade.

—Gracias, amor —le dice mientras se acerca para darle un beso en la frente—. ¿Qué planes tienes para hoy?, ¿vas a casa de tu madre?

—Sí, al salir del trabajo —comenta Lisa mientras lo observa disimuladamente, el cambio en él es tan evidente que cualquiera lo notaría, pero ya no le importa. Termina de alistarse y le da un beso apurado—. Nos vemos en la noche.

Al llegar al restaurante de siempre, un espacio ideal para saborear un café, con sofás confortables y música suave, luego de recibir su pedido, se acomoda en un sillón y coloca sobre la pequeña mesa el celular, un libro y su café. El asiento frente a ella está vacío, pero nadie lo ocupará porque en ese horario viene poca gente, lo sabe porque desde hace buen tiempo acude sin falta cada viernes. Un tiempo relajante con un buen libro, antes de comenzar la jornada.

Pasados aproximadamente diez minutos, ingresa un hombre de unos cincuenta años, enfundado en un abrigo grueso, anteojos de marco dorado y una barba bien cuidada. La busca con la mirada y le sonríe. Avanza con el vaso de café en la mano sin dejar de observarla mientras Lisa se pregunta si esta vez se atreverá a compartir su mesa, pero el hombre se detiene junto a una mesa contigua, acomoda una silla para quedar frente a ella, saca su laptop y se sumerge en alguna tarea al parecer reconfortante porque su rostro luce relajado.

Casi dos meses han pasado desde que coincidieron allí por primera vez y la rutina no ha cambiado. Lisa se deleita con el amargor del café mientras imagina sabores distintos y prohibidos. Él intenta voltear hacia la ventana que da a la calle, pero su mirada se estaciona en las piernas cruzadas de Lisa, en sus manos de dedos largos que sujetan un libro, en los ojos que se distraen de la lectura para encontrarse con los suyos, esa mirada acaramelada de pestañas largas y las mejillas que se enrojecen ligeramente al saberse descubierta. Ambos desean más del otro, ninguno da el primer paso; sin embargo, la mujer conoce cada línea de su rostro, los libros que ha leído. «Un intelectual maduro, superexcitante», piensa.

En la pantalla del ordenador, el perfil de Facebook de Lisa está siendo minuciosamente observado. Él también conoce sus gustos, los libros que ha leído, los lugares donde ha viajado. En su tableta hay información puntual respecto a la mujer que tiene enfrente, pero se inquieta ante su presencia. Sabe que Alberto desconfía de Lisa, por eso contrató los servicios de la agencia para la que trabaja, debe seguirla y proporcionarle a su cliente la tranquilidad que desde hace un tiempo lo ha abandonado. Ambos continúan observándose, tropezando las miradas. El restaurante de pronto se ve invadido por un grupo de escolares y un celular suena, es el de ella, la alarma le avisa de que ya es hora de marcharse. Él levanta el rostro, intenta incorporarse, pero solo atina a sonreírle y a pactar en silencio su próximo encuentro.
  
La relación que Alberto ha iniciado con Melba ocupa casi todo su tiempo: encuentros en la cochera del edificio para un beso apurado en la entrada, ir al gimnasio a la salida para luego sumergirse en el tráfico insufrible de la avenida Javier Prado, en plena hora punta. Llegar a su departamento, el mejor momento del día, embriagarse con sus caricias, sentirse joven nuevamente, y cuando saborea el sentirse en la cúspide de placer, tener que interrumpir el descanso posterior al sexo para regresar a casa y fingir que es el mismo ejecutivo cansado por tanto trabajo, deseoso de las atenciones de su esposa. Se siente exhausto, cada vez es más fuerte la necesidad de poner un freno a ese ritmo de vida, pero no puede. Esa mujer es como una droga, a sus veintiocho años la energía de Melba está al tope. Le ha dicho que lo quiere, que él es todo para ella, sin embargo, algunos hechos que permanecían ocultos se muestran nítidos ante sus ojos. La muchacha coquetea con otros hombres, con sus propios compañeros de trabajo, casi todos los fines de semana va a fiestas y cuando él no la acompaña igual se marcha; de pronto la ropa de la muchacha le parece provocadora, su forma de hablar, de cruzar las piernas en las reuniones. Siente celos de todos y quisiera que fuese más sensata, se lo ha pedido, pero es tan desenfadada, «siempre he sido así», le ha respondido la joven, «antes eso no te molestaba», y es cierto, pero Alberto creía que todo ese derroche de sensualidad estaba destinado exclusivamente a él, ahora no está tan seguro.

Las salidas de la oficina son siempre como un tren a toda velocidad, y como si fuera poco asiste a reuniones con su círculo de amigos para entablar conversaciones que lo cansan. Se armará de valor, esa relación no lo llevará a ninguna parte, piensa, y si Lisa se entera, eso la destrozaría. ¿Acaso valdría la pena perder todo lo que ha construido por años con su esposa por esos momentos de locura?, y para rematar el asunto, Lisa parece cambiada, al comienzo le reclamaba su desinterés, su alejamiento; lucía triste e impotente ante sus mentiras, pero ahora se ve tan feliz, algo la tiene ilusionada, de pronto es su esposa quien ha comenzado a preocuparse más por su aspecto, ha renovado su clóset por completo y aunque no ha cambiado el estilo, se ve tan bien. Cualquier hombre se sentiría a gusto a su lado. Por eso fue que decidió contratar un detective, no podría soportar que su esposa estuviese interesada en otro hombre. En la agencia le aseguraron que la seguirían con mucho cuidado para que no se diera cuenta, Lisa se indignaría si supiera que ha mandado seguirla.
  
En casa del hombre del café las cosas no andan muy bien, la esposa viaja muy seguido, su hija mayor, «la niña de sus ojos», luce alborotada, ha peleado con el esposo, algo extraño sucede, desde hace un tiempo exhibe un nivel de gastos por encima de sus posibilidades de muchacha de clase media, y casi no se ocupa de su hijo. Él es un investigador privado, podría averiguar qué es lo que pasa en la vida de su hija, hasta ahora se ha resistido a hacerlo porque no quiere invadir su privacidad, pero las cosas van saliéndose de control. Ha decidido hablar seriamente con la joven cuando recibe una llamada en su móvil, es Gustavo, su yerno claramente irritado, ya no quiere volver con Melba, dice, le han llegado noticias de sus andanzas con un hombre mayor; «Cálmate —le pide el investigador—, seguramente todo es mentira», aunque muy dentro sabe que el muchacho tiene razón, él mismo sospecha que algo así está sucediendo. Va a averiguarlo.

Esa tarde espera fuera del trabajo de la muchacha, frente al edificio revestido de lunas, uno de los más altos de la ciudad. La ve salir en su moderno auto recién adquirido, la sigue, apenas a dos cuadras se estaciona frente a un hotel, ingresa a corta distancia y la ve acercarse a un hombre en el bar. Se dirige también a la barra, lo suficientemente lejos para poder observar a su hija sin ser descubierto. Ella abraza por detrás al hombre y le susurra algo al oído, él voltea y la coge de la cintura. El elegante barman le ha servido un trago y casi se atraganta cuando ve el rostro del amante de su hija. Es Alberto, el cliente que lo ha contratado. El investigador, lleno de furia, camina hacia ellos, alguien se cruza haciéndolo tropezar, en ese momento reflexiona, no puede hacer un escándalo, se levanta y estrella un puño contra la barra mientras la pareja se aleja rumbo a las habitaciones. Tiene que pensarlo mejor, hacer algo, pero ¿qué? 

Una semana después…

Alberto se contempla en el espejo, se ve cansado, ojeroso, la última semana ha dormido muy poco por las discusiones con su esposa hasta altas horas de la madrugada, ella ha decidido dejarlo, la vida ha dado un giro abrupto, está a punto de perder lo que ha construido durante tantos años. «Cómo puede siquiera hablar sobre dejarme?», se pregunta. La maldita amiga del trabajo le ha contado que lo ha visto con Melba, ha tratado de voltear las cosas en su favor, convencerla a costa de lo que sea de que son imaginaciones suyas, que esa muchacha no tiene vida por eso se mete en la de los demás, que jamás le ha faltado. Lisa no le reprocha nada, solo quiere recomenzar su vida y no le da ninguna razón sólida. ¿No será que hay alguien más y tomas como pretexto lo que te ha dicho tu amiga?, le reclama. Lisa no quiere discutir, pero él la sigue, insiste, la acusa hasta que por fin la mujer confiesa. Sí, estoy interesada en alguien más, estamos en lo mismo, no estás en posición de reclamarme nada. La discusión se convierte entonces en una pelea llena de insultos y mutuas acusaciones, algunos adornos sufren la ira de uno y de otro, hechos trizas en contraste con la armonía de su departamento miraflorino. Ella no tiene como probar mi engaño, piensa Alberto. De pronto el interés por Melba ha quedado relegado, solo importa retener a Lisa. La quiere, se lo ha dicho, ¿acaso todo lo que han vivido no vale nada?

En la mañana, luego de que Lisa se marcha, Alberto toma una decisión, terminará con Melba y reconquistará a su esposa, volverá a usar las herramientas de siempre, flores, regalos, promesas de viaje. Horas más se encuentra con Melba, tenemos que terminar, le dice. Extrañamente su amante acepta, luce alterada, hasta se podría decir que triste.

—¿Qué sucede? —pregunta Alberto—. ¿Qué te pasa?

—Tu esposa —responde ella—, me escribió hace unos meses.

Alberto no puede creerlo.

—Entonces, ¿sabe de lo nuestro?

—No, le dije que no pasaba nada entre nosotros, pero me aseguró que sabía de nuestros encuentros, no sé cómo se enteró. Me pidió que lo piense bien, que ustedes tienen muchos años de casados, que tú no estabas solo.

—¿Y entonces?

—Eso fue todo, pasó tanto tiempo que le resté importancia. Esta mañana mi esposo encontró el chat y me obligó a confesar, me ha amenazado con decirle a mi familia, a mis amigos, dice que, si no te dejo, va a quitarme a mi hijo.

—¿Esta mañana? Me dijiste que habían terminado.

—Te mentí, ya no me importa admitirlo —confiesa Melba entre lágrimas— no quiero perder a mi esposo y menos arriesgarme a perder a mi hijo. 

Luego de su encuentro con Melba, Alberto ha resuelto continuar con su plan para reconquistar a Lisa, aparece en el trabajo de su esposa para invitarla a almorzar, una tienda de venta de artículos de decoración en plena calle Dasso, le dicen que ya ha salido. Ingresa en un restaurante, a unos metros de allí cuando la ve pasar, se levanta para llamarla, pero un hombre se acerca a ella, lo conoce, es el investigador privado que ha contratado, se estremece, si Lisa se da cuenta de que la están siguiendo la perderá para siempre.

El investigador se aproxima a Lisa y le dice algo al oído, ella sonríe y se sonroja. Ambos caminan juntos. Alberto no puede creer lo que ve, ¿acaso? Decide seguirlos. Grande es su sorpresa cuando ve al hombre rodeando con un brazo a su esposa por la cintura, quien parece estar cómoda con el gesto, tanto, que le da un beso en la boca y le acomoda la corbata. Completamente indignado los enfrenta.

—¿Este es el hombre por el que quieres dejarme? ¿Sabes quién es?, yo te voy a decir quién es.

 Lisa lo observa con cierta complacencia, está dolido, piensa.

—No me hagas una escena —dice— sé quién es este hombre, es el padre de Melba, ¿quieres que hablemos de él? 

Un mes después…

Sentado en el borde de la cama, Alberto observa a través del espejo a Lisa que aún duerme. El peso de la angustia que ha vivido parece haberse disipado. Todavía le duele saber que su esposa estuvo a punto de dejarlo, aún no sabe si creer que entre ella y el detective no pasó nada aparte de unos besos, es consciente de que le costará volver a tener lo que tenía, pero por lo pronto Lisa está allí en su cama, despertando a su lado.

Minutos más tarde despierta Lisa, mira a Alberto detenidamente mientras él hojea el periódico, ya no luce inquieto, pareciera que los años hubiesen dibujado arrugas en su rostro de golpe y las primeras canas han comenzado a colorear su cabello. Así me gusta, piensa. Aún duda sobre lo que le contaron de Melba y Alberto, no sabe hasta dónde llegaron, pero ahora le dedica cada minuto libre. Ha decidido dejar al investigador en su pasado, todavía siente el cosquilleo al pensar en él, pero no ha vuelto al café, ahora lo prepara para su marido y lo toman juntos mientras observan la televisión.

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