lunes, 28 de mayo de 2018

El hombre que vino de las estrellas


Leticia Natalia Garcete Galeano


Ramoncito tenía la costumbre de subir a la terraza y hacer girar la voladora para cazar murciélagos, lo hacía todas las noches desde la vez cuando Juancito cazó uno que se convertía en hombre; entonces, aguardaba paciente por la noche y se escabullía al tercer piso. Aquella vez en particular las estrellas parecían más brillantes de lo normal y la luna estaba muy cerca de la Tierra. Allí en lo alto se podían ver los tejados de zinc de las casitas amontonadas una al lado de otras, con una gran cantidad de objetos perdidos puestos sobre ellos e incluso en el techo de la casa de María estaba el colchón que andaba buscando hace meses, pues según ella, el duende le había gastado una broma robándole su colchón favorito. Las luces del alumbrado público luchaban por iluminar esos pasillos oscuros los cuales se volvían tenebrosos al son de las seis de la tarde. Los murmullos de conversaciones lejanas llegaban hasta Ramoncito traídos por el viento fresco de mayo, así como una cumbia vallenata mezclada con el grito de auxilio proveniente de la garganta de ese laberinto de barrio. Sin embargo, para Ramoncito esa noche tenía como una magia especial, por lo que tomó una pequeña piedra, la fijó al extremo de la soga y empezó a girarla sobre su cabeza. El giro fue ganando intensidad y los murciélagos se acercaban curiosos a él revoloteando entre aleteos nerviosos, pero el niño de diez años estaba tan concentrado en su hazaña, y no advirtió la cercanía de una nave espacial la cual cayó sobre la terraza al ser golpeada por la piedra. El estruendo fue tal, que la vibración sacudió las ventanas de las casitas apilonadas provocando que los vecinos se asomaran a los balcones para entender lo sucedido.

El niño, tumbado en el suelo, levantó la mirada, vio el destello plateado de la nave cuyas lucecillas de colores iban apagándose y una hilera delgada de humo surgía de una abolladura en el propulsor trasero. Mientras se acercaba cauteloso al objeto brillante con forma de plato, oyó los pasos apresurados de su familia subiendo las escaleras. El niño sintió la falta de aire, salió disparado hacia la puerta para trancarla, pero Liz, la hermana mayor llegó antes y vio con sorpresa la nave plateada apostada al borde de la terraza, apenas sostenida por los barrotes de hierro que los albañiles dejaron sin terminar a falta de dinero.

Cuando su madre estuvo a punto de regañarlo por desobedecer sus órdenes, un sonido eléctrico llamó la atención de todos; la puerta metálica se abrió dejando salir una humareda blancuzca y una mano se aferró a los bordes de la entrada. El extraterrestre avanzó unos pasos al exterior de la nave hasta que cayó desplomado en el suelo. Entre los cuatro rodearon al alienígena y vieron con asombro que no era diferente a ellos. Su piel tornasolada destellaba brillos dorados, de cabellos largos casi transparentes y tan finos que danzaban ante la respiración de los curiosos. Traía puesto un enterizo tan brillante como el papel de aluminio, y luego de examinarlo con cautela vieron un hilillo de sangre contorneando los suaves ángulos de su rostro. Decidieron llevarlo dentro de la casa y lo recostaron sobre un sofá, pues doña Ramona, la madre del niño, había dicho que también era una criatura de Dios. Los vecinos se agolparon en la entrada queriendo descubrir la razón del estruendo, doña Ramona abrió la puerta de la casa y se encontró con medio barrio reunido en la calle. Entre ellos reconoció a la enfermera Raquel, a quien preguntó si alguna vez había realizado los primeros auxilios a un alienígena, esta respondió que no, pero en una ocasión curó al hombre murciélago de Juancito de un empacho que se ganó por beber la sangre de don Luis sin su permiso. Doña Ramona la hizo pasar convencida de su relato.

La enfermera al verlo, pensó en la belleza de los ángeles. Por fortuna no se encontró ninguna lesión interna y solo procedió a desinfectar la pequeña contusión en la sien colocándole una bendita. Sin embargo, advirtió que lo dejaran descansar pues el cambio de horario seguramente lo había confundido.

El alienígena despertó cinco días después. Al principio creyeron que había muerto envenenado por el aire, pero luego lo oyeron balbucear en sueños en su idioma extraterrestre. Ramoncito le tomó fotografías y las subió al Instagram e incluso llegó a crearle una cuenta en Facebook, en donde publicaba los videos del alien mientras hablaba dormido. Los mismos se hicieron virales y al cabo de dos días había una fila inmensa frente a la casa queriendo tomarse una selfie con el extraterrestre. Solo Liz estaba en desacuerdo con semejante espectáculo, pues consideraba una total falta de respeto a la humanidad del pobre alienígena. Entonces, al quinto día la muchacha decidió protegerlo; trató de levantarlo del sofá para esconderlo en su habitación. Al apoyar la mano bajo la cabeza del alien, este aspiró una gran bocanada de aire y abrió los ojos. Liz, del espanto, trastrabilló hacia atrás y terminó por caer al suelo.

Lo primero en ver después de despertar fue su nave espacial. El ánimo del alien se desmoronó luego de examinarla minuciosamente y le dijo a Liz en lenguaje de señas que debía repararla. Ella comprendió al dedillo sus mímicas, pues enseñaba a los niños sordomudos a comunicarse, y se convirtió en la traductora oficial del hombre de las estrellas. Liz contó a la familia el problema con el ovni. Don Casiano, el padre de familia, tuvo la idea de hablar con Laura, la mecánica del barrio y le preguntó si durante sus viajes al interior del país tuvo la oportunidad de reparar una nave extraterrestre; ella respondió que no, pero en una oportunidad logró bajar un satélite atorado entre las hojas de un cocotero y supuso que una nave alienígena no debía ser tan diferente. Con ayuda de Laura lograron reparar parte del propulsor utilizando caños de escape y engranajes, pero había surgido otro inconveniente; a la computadora central le había tomado un virus muy terrestre, y como la máquina no tenía el antivirus instalado dentro de su sistema operativo, el hombre de las estrellas tardó meses en volver a instalar los programas de arranque.

Enlil, de Nibiru ⸺es así como este se presentó después de que Liz le haya enseñado lo básico del castellano, aunque todavía no lograba pronunciar ni una palabra en guaraní⸺, se convirtió en un miembro más de la familia y del barrio. La gente lo saludaba al pasar mientras caminaba por los pasillos en compañía de Ramoncito, o al verlo en la fila del supermercado cuando acompañaba a doña Ramona con las compras. Incluso le enseñó a don Casiano cómo utilizar agua con cloro para crear una luz que no consumiera electricidad, gracias a esto las facturas del proveedor de energía se redujeron a la mitad. Sin embargo, se pasaba más tiempo metido dentro de la nave, rodeado por esas pantallas negras que titilaban incansablemente la amenaza del virus. Dentro, se respiraba un aroma limpio como si acabasen de repasar con algún desinfectante. Siempre hacía fresco a pesar de que gran parte del día los rayos del sol le daban sin clemencia a la nave. Esto era gracias a las células fotovoltaicas instaladas a lo largo y ancho del ovni, las cuales absorbían el calor del astro, lo convertía en energía pura para luego almacenarlo dentro de un superbatería.

Liz se dio cuenta de que a Enlil le entró añoranza, pues lo encontró una noche cuando le llevaba la cena tirado entre los cables, arropado con las placas de metal resplandeciente con el chillido constante de la alarma electrónica del virus en la computadora. A la mujer le dio tanta pena que, a la mañana siguiente mientras este recorría el barrio en compañía de los vecinos estudiando más al detalle la especie humana, sacudió la mesa de control con un paño seco, barrió las pelusas amontonadas en el suelo y extendió unas mantas en un rincón en donde podría recostarse a dormir. Enlil, al ver esto, la tomó de las manos y le sonrió ⸺imagen que la mujer guardaría en su memoria hasta su muerte⸺. Pero a medida que el tiempo y la frustración por lograr eliminar el virus se dilataban, Enlil fue volviéndose taciturno. Se pasaba más tiempo en su mundo dentro del ovni e incluso ya no iba a recorrer el barrio y mucho menos se sentaba al borde de la terraza con la libreta en manos en donde anotaba todo lo aprendido de su experiencia terrenal. Liz lo observaba desde la distancia, temerosa de molestarlo o hacer algo indebido.

La mujer se percató de que era la única a quien su presencia no molestaba cuando empezó a escuchar a su madre comentando con las vecinas los deseos de que él se marchara de una vez, pues en el lugar donde había caído la nave tenía pensado instalar un tendero más largo de ropas. Incluso su padre decía que el alienígena comía demasiadas frutas, pues las mismas estaban con el precio por las nubes a causa del aumento de costo del gasoil y no veía la hora en que Enlil regresara a su planeta. Ni Ramoncito preguntaba más por él, más bien se pasaba el día entero jugando sus partidas online de videojuegos. Las escasas veces que Enlil bajaba para ir al baño o para buscar algo de comer, todos le decían que estorbaba, o que se hiciera a un lado.

Hasta una mañana mientras doña Ramona lavaba los trastes de la cena anterior; una ráfaga de viento entró por la ventana provocando que las ropas en el tendedero dieran un sinfín de vueltas hasta quedar totalmente enrolladas por la soga. Luego, un conjunto de sonidos eléctricos despertó a todos llevándolos a subir a la terraza donde contemplaron cómo la nave espacial se perdía en la inmensidad del cielo azul. Quedaron callados mirando el infinito, recordando la convivencia con el hombre de las estrellas. Bajaron la cabeza mientras iban retirándose uno detrás del otro. Liz quedó un rato más contemplando el esplendor celeste, con ese horizonte entrecortado por las casitas apilonadas mientras acariciaba con los dedos el anillo en forma de estrella que tenía puesto en el dedo anular.

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