Luis Rivera
Fue un vuelo de ocho horas desde
Chile hasta Atlanta. Mi espalda me está matando y la fila en migración parece
interminable. No pude dormir y menos trabajar, como era mi intención. Los
aviones los fabrican ahora con asientos cada vez más incómodos. La comida parece plástico recalentado y lo único que valió la
pena fueron las tres películas que vi. Lloré, reí y temblé del miedo en el
mismo vuelo con cada una de ellas. Detesto los aeropuertos norteamericanos. Recojo
mi pelo antes de pasar con el oficial para la revisión de documentos. Sin razón
aparente, siempre me pongo nerviosa momentos previos a esta entrevista. Tres
preguntas, biométricos, un par de sellos y listo. Dos horas y media después de
aterrizar —ya cerca de las nueve de la noche—, estoy en la calle esperando un
taxi, muerta de frío. Cinco grados centígrados bajo cero con viento incluido
son demasiados para mí. Envuelvo mi cuello con una bufanda, cierro el broche de
la chaqueta y me coloco el gorro de lana que a última hora puso en la mochila
mi madre, al despedirme en el aeropuerto. Bendita sea ella.
—¿A nombre de quién está la
reservación, señora? —pregunta amablemente un simpático joven, con anteojos
grandes y de pelo parado.
—Rosemary Mondragón, de Lácteos
Pradera —contesto exhausta, añorando esa bañera con agua caliente que me espera
en la habitación, si logro que este niño guapo agilice mi registro.
—¿Cuántas noches estará con
nosotros, señora Mondragón?
—Solo una, mañana salgo temprano
con un grupo hacia Athens.
Estos hoteles son inmensos y
siempre logran impresionarme. Subo la vista desde el vestíbulo y no puedo
terminar de contar los pisos que se emergen, imponentes. Tomo mis cosas y me
dirijo al elevador.
—¿Qué piso? —pregunta sin mirarme
un robusto caballero, con chaleco de cuero negro y una barba descuidada, teñida
con canas. Asumo que también está hospedado en el hotel.
—Piso
sesenta y cuatro, por favor. —Recorremos en silencio el largo trayecto. Observo
al intrigante pasajero con una extraña curiosidad. Él tiene su mirada perdida
a través del vidrio en el trayecto ascendente. Logro captar que porta en su
mano izquierda, en el dedo medio, un anillo grande de plata con la forma de una
calavera. «Vaya joya tan rara, este país está lleno de locos…», pienso,
mientras sacudo el escalofrío que me causó.
Al día siguiente —deseando más
horas de sueño— termino de empacar y bajo al vestíbulo, sin tiempo para
desayunar. «Maquillarse es más importante que comer», diría mi madre. Me veo al
espejo antes de cerrar la habitación, desconociendo a esta señora de cuatro décadas
que tengo enfrente. ¿Dónde se ha ido el tiempo? Al salir del ascensor, diviso a
mi grupo —ya congregados cerca de la barra de café con bocadillos— todos con
maletas a reventar, aglomeradas sin orden, interrumpiendo el tránsito. Es fácil
identificar latinoamericanos. Estamos siempre cerca de las regalías, somos
ruidosos y viajamos con mucho más de lo que necesitamos. Sonrío con pena ajena,
dudosa de acercarme, viendo alrededor como el resto de la gente esquiva incómoda
el tumulto. Encuentro al catedrático que organiza el curso y me acerco para
presentarme. Me saluda, besa y abraza como si nos conociéramos de toda la vida.
Es mexicano que reside en Estados Unidos y para él, todo lo que huele al sur de
la frontera provoca nostalgia y ternura. Me informa que ya el bus está por
llegar y que debemos salir en diez minutos.
El grupo es lo más heterogéneo
posible. Por el resumen que enviaron por correo electrónico de los
participantes, contabilicé que procedemos de doce países diferentes, predominando
los suramericanos. Veo niñas que no deben de superar los veinticinco años, señores
que rebasan fácilmente los cincuenta y todo lo que se le ocurra en medio. El
curso es de carácter técnico en procesamiento de proteínas, por lo que me ha
sorprendido que atraiga un conjunto tan diverso de profesionales. Serán
interesantes los próximos días que estaremos juntos.
Se estaciona el autobús. Todos al
mismo tiempo buscan atravesar la puerta giratoria con
sus maletas. Se genera un pequeño caos peatonal, ya que parecen temer que el
autobús partirá sin ellos. «Tranquilos y con paciencia, muchachos. ¡No empujen
que se lastimarán! ¡Para todos hay espacio!», suplica el coordinador al ver que
por poco arrollan a dos señoras ajenas al grupo. Cada uno —muerto de frío— entrega
su maleta al saturado conductor y aborda el autobús. Al llegar mi turno, me
ubico junto a una guapa colombiana.
—Belkis Soraya, mucho gusto de
conocerla —me recibe con una sonrisa de concurso de belleza.
—Igualmente. Yo me llamo Rosemary.
—¡Rose!
¡Como en el Titanic! Gusto de conocerla, Rose
—exclama mi nueva amiga, sin darme oportunidad de rectificarle que mi nombre es
Rosemary. Esa broma del Titanic me ha disgustado desde el día que salió la película
en el año noventa y siete.
—Chicas: ¡les presento a Rose! —grita
Belkis con tono agudo, dándose la vuelta y dirigiéndose a un par de chicas en
el asiento de atrás—. Rose: le presento a Patricia y Luisa. Ambas colombianas y
paisas como yo, a mucha honra.
—¡Hola, Rose! —declaman al unísono —con
una voz escandalosa— mis otras nuevas mejores amigas. Se dejan ir conversando
de que es primer viaje que hacen a los Estados Unidos, mientras yo termino de
acomodarme.
De todos los asientos del bus, me
fui a sentar con las más escandalosas. Tengo edad para ser la mamá de estas
tres. Pero bueno, a sacarle provecho al destino…
Durante mi niñez y juventud,
siempre fui la callada del grupo. Nunca formé parte del clan popular, del
centro de atención. Pero tampoco me hizo falta. Era feliz en el segundo plano.
Esa clasificación social trascendió a mis años universitarios. Las parrandas y
los romances eran para los demás. Mi sitio estaba en casa, estudiando y acompañando
a mis padres. Por eso, creería yo, fue que me encontré al marido más aburrido
del mundo, uno que se acoplara a ese microcosmos en el que yo orbitaba. Duramos
juntos lo que tardó en nacer nuestro único hijo. Unos meses después, ambos
civilmente interrumpimos la pantomima en la que se había convertido nuestra
rutina matrimonial estéril. Él se marchó sin dramas; yo dediqué mi vida a la
crianza de Emilio y Lácteos Pradera. Hubo después unos cuantos intentos de
acercamiento de pretendientes, pero yo saboteaba a cualquiera desde la primera
insinuación. Esa pasión en mí se apagó, o —lo
más probable— nunca existió.
Ahora, por esas cosas del destino,
voy en un bus cruzando el sur de Estados Unidos, cantando a toda voz con este
trío de colombianas, como nunca lo hubiera hecho en mi juventud. Media hora
después de haber iniciado el viaje terrestre, habían instalado un parlante inalámbrico
y un brasileño se convirtió en el DJ,
combinando ritmos bailables actuales con canciones ochenteras. Fue el viaje más
alegre que he realizado. Bailé en el pasillo del bus con mis nuevas amistades,
riendo y gritando como si estuviéramos en un concierto. Pronto todos los demás
pasajeros estaban volteados en nuestra dirección, aplaudiendo y coreando. Los
varones nos sacaban en turnos para no cansarnos, decían ellos. No me reconocía
a mí misma saltando y bailando con todos. Yo era el centro de la atención. Me
fascinaba.
Llegamos en la noche a un pequeño
hotel en la zona rural de Georgia. Sus instalaciones se habían detenido en el
tiempo, cerca de mediados del siglo pasado. Las llaves eran convencionales de
metal y no con banda magnética. Los teléfonos tenían marcación de disco, con
tremendo auricular. No había red inalámbrica ni televisión por cable. Uno tenía
que dejar la llave en el lobby si salía. Tardaron una eternidad en poder
registrarnos a todos. Después de la cena, que también tardó mucho por la
cantidad de gente, varios nos fuimos al bar. Tenían un grupo que tocaba música
en vivo. Habían pocos clientes locales. Nuestra comitiva fue una invasión
total. Los dos meseros presentes vieron como la barra y la cocina colapsaron en
pocos minutos. Pero nadie tenía prisa. Comenzamos a consumir —al estilo de náufragos recién rescatados— las
cervezas, luego los licores y posteriormente el tequila. Bebíamos como si no
hubiera mañana. Bailamos la música country que
tocaba el grupo, la mayoría sin saber la manera correcta de hacerlo. Seguía
envalentonada por los tequilas y la euforia de atención que estaba recibiendo. «¡Ahora
entiendo lo que se siente la popularidad que nunca tuve!», meditaba mientras veía
a todos bailar a mi alrededor.
De repente lo vi en la esquina. Por
poco y derramo mi trago. Jamás esperé volver a cruzar su camino. Me miraba a
través del salón, penetrante, mientras daba sorbos a su copa, como esperándome.
Me paralicé por un instante, invadida por mis habituales inseguridades. Pero me
repetía a mí misma: «Tranquila, niña, aquí nadie sabe quién fuiste. Ahora eres Rose. Y al que no le gusta, ¡qué se aguante!». Sin
recato, caminé hacia la esquina de la barra, donde se encontraba ese
desconocido con el que me había cruzado en el elevador la noche anterior. Todas
me aplaudían a mis espaldas. «¡Cómaselo entero, tigresa!», me vitoreaban.
—¿Me debo preocupar porque me anda
siguiendo, caballero? —le dije sin preámbulos, totalmente desinhibida, con tono
elevado para sobreponerme al rugir de los altoparlantes del concierto. Me asusté
de mi propia mala crianza, pero no retrocedí. Él no lo esperaba. Su sorpresa
fue evidente; mantuvo la compostura.
—El que está preocupado soy yo.
Pero primero es lo primero. Mucho gusto, Adionir da Silva, al servicio de usted
—respondió, con un coqueto acento portugués y una voz ronca como de fumador,
muy cerca de mi oído.
—Tiene razón, Adionir. Mi nombre es
Rose —dije tajante mientras terminaba mi trago y sonaba mi vaso en la barra, señalando
al cantinero que lo volviera a llenar.
Observaba sin disimulo su cabellera
teñida de canas, con grandes ojeras, sin duda causadas por muchos desvelos y
abusos al cuerpo. Tenía marcadas líneas profundas en su frente y alrededor de
sus ojos. Sus dientes, separados como castor y manchados de nicotina, adornaban
una sonrisa muy peculiar. Poseía brazos gruesos y ásperos, que denotaban labor
física cotidiana. Sus manos tenían las uñas más largas de lo debido, un poco
sucias, gruesos vellos y ese anillo. Era de plata barata, grande y abultado,
contenía la forma de una calavera con corona de plumas indígena. Me detuve
hipnotizada mientras Adionir hablaba de algo y él lo notó al instante.
—Veo que le ha gustado mi anillo.
—Me llama la atención, nunca había
visto uno tan raro y feo.
Reí a carcajadas. Creo que fui
demasiado directa con alguien que venía conociendo, pero no pude contenerme.
Traté de cambiar el tema, ya que no se contagió de risa como yo lo esperaba.
Seguimos platicando casual, disfrutando la música y con la intriga de la
novedad. De repente, lo vi sacar un frasco de su chaqueta, derramando un tipo
de licor en su copa.
—¿Y qué toma, señor calavera? ¿No
le gusta el licor de este bar?
—Es un licor de mi tierra,
artesanal. No hay marca comercial, porque su contenido no sería legal en muchos
países. Le llaman bataka.
—¿Ah sí? Me gustaría probarlo
entonces —respondí mientras vaciaba lo que quedaba en mi vaso. Lo coloqué a su
alcance, y él —celosamente— me sirvió dos medidas.
—Con cautela, señorita. Este trago
no es para cualquiera.
Con mi ego lastimado, respondí:
—Yo no soy cualquiera, señor
calavera.
Desde que lo acerqué a mi nariz,
sentí repugnancia. Pero no me dejaría intimidar. En la pista mis amigas
bailaban y saltaban; me hacían señales discretas de aprobación, aunque yo
dudaba en lo que me estaba metiendo. Logré repetir la dosis una vez más. Luego,
inventé una ida al baño para comprar tiempo y tratar de recomponerme. Al
regresar, Adionir había partido. El cantinero me indicó que él canceló mi
cuenta completa. Contrariada, salí al estacionamiento para ver si lograba
alcanzarlo, pero no tuve suerte. No supe si estaba hospedado en el hotel o no.
Una hora después llegué a mi
habitación, muy pero muy mareada. Como pude, tomé una ducha, lavé mis dientes y
me instalé en una de las dos camas. Tenían un edredón para el frío, abundantes
almohadas, me sentía como en las nubes. Tomé dos aspirinas con un poco de agua,
buscando anticiparme al malestar de la mañana y sintonicé en mi celular una estación
de música clásica, la que normalmente escucho para dormirme. Me temblaba el estómago
aún por el trago que le robé a Adionir. Cerré los ojos, arrepentida de los
abusos de la noche, incrédula de los extremos a los que había llegado.
Escuchaba a Vivaldi hasta que caí dormida.
Corría
por el campo frío, descalza. Solo tenía puesta una camiseta que llegaba hasta
mis rodillas. Nada más. El suelo magullaba mis pies, pero no podía detenerme.
Lo llevaba protegido entre mis brazos. Mi respiración estaba exhausta. Tropecé un
par de veces, eso lastimó mis rodillas. Pero me levantaba. Tenía que
esconderlo. Lograba salir del campo abierto y entraba al bosque. Habían más
piedras, raíces y hojas en el suelo. La luna me alumbraba cada vez menos por la
densa cubierta. Volteaba y lo veía venir al acecho, era mi Adionir. Pero su
cara era una calavera y su sombrero una corona de plumas indígena. Las botas
sonaban pesadas contra el suelo. Seguí tan rápido como pude, hasta que vi
varios árboles que formaban el perímetro de un círculo y supe que ese era el
lugar. Ingresé y me arrodillé en el centro. Recogí mi cabello y coloqué la caja
dorada a mi lado. Subí la mirada y veía la luna llena en todo su esplendor,
alrededor de ella las puntas de los pinos como espadas. Comencé a cavar un
agujero con mis manos, tenía que esconderlo rápido. La tierra estaba compacta y
mis uñas desgarraban la superficie. Sin pensar en el dolor, enterraba mis dedos
y removía la capa vegetal, hasta llegar al suelo húmedo por la escasa capa de nieve.
Sentía que no lograba profundidad y a lo lejos se escuchaban las botas firmes
en persecución. Logré perforar un agujero apropiado y coloqué la caja de madera
en él. Apresuradamente la cubrí de nuevo con tierra y hojas, tratando de
desaparecer mis huellas, que delatarían el escondite. Salí de la arboleda y
continué mi huida en dirección al río. Al llegar, no medí el riesgo. Me lancé de
inmediato. Era tan profundo que me cubría hasta la altura del pecho. El agua
estaba casi congelada. Mi cuerpo no podía moverse tan rápido como mi mente se
lo ordenaba. Crucé y, consumida por el esfuerzo, me arrastré para sacar mi
cuerpo del agua. Temblaba convencida de que no podría dar un paso más, que llegó
el final. Me acurruqué en dirección al sonar de las botas. Vi venir al señor
calavera con fuego en sus ojos. Saltó sobre el pequeño río y aterrizó con un
estruendo a mi lado izquierdo. Yo no podía moverme del pánico. Me tomó del
pelo, elevando mi cabeza, acercando mi oído a sus labios y murmurando con una
voz ronca, diabólica, me dijo: «Esta vez has logrado escapar. Pero ya pronto
volverás, Rose…».
Desperté de golpe, con un grito
desgarrador. Sentí alrededor de mí, tenía almohadas y sábanas calientes. Me tomó
unos segundos ubicarme. Con mi mano izquierda, fui palpando hasta encontrar la
lámpara central y encendí la luz. Me contuve de gritar cuando vi la cama
manchada de sangre. Mis manos estaban rojas, los puños lacerados. Las rodillas
rayadas con sangre; los pies tenían heridas como de piedras que perforaron la
piel. Por un momento me paralicé creyendo que seguía en el sueño, pero rápidamente
comprobé que ya estaba despierta. Con mucho dolor, caminé hasta la ducha. Con
agua caliente lavé mis heridas. «¿Qué diablos fue lo qué pasó?», me repetía. Vi
la hora, eran las cinco de la mañana. En el invierno norteamericano, amanece
mucho más tarde. Cuando se detuvo la hemorragia, volví a acostarme en la otra
cama, aterrada.
No lo pensé mucho. Llamé a la aerolínea
buscando un vuelo a Santiago para hoy mismo. El próximo que yo podría alcanzar
salía a las dos de la tarde. Tenía que salir de este lugar. Empaqué y en una
hora estaba esperando un taxi que me llevaría hasta Atlanta. Volteaba sobre mi
hombro atemorizada de ver a Adionir. Usaba guantes para ocultar las heridas de
mis manos. Todo el camino hasta al aeropuerto lloraba, confundida sobre lo que
estaba sucediendo. En el camino le escribí un correo electrónico al
coordinador, explicándole que por una emergencia familiar tuve que regresar a
Chile de inmediato. Buscaba mantener mi mente ocupada para no dormirme.
Pasada la medianoche estaba
llegando a mi casa. Dejé las maletas en la sala. Subí al cuarto de Emilio.
Estaba dormido en su cama, abrazado de su almohada, con el televisor encendido.
Me descalcé, apagué el aparato, besé su frente y le cerré la puerta. Llegué a
mi habitación. Procedí a ducharme. Curé mis heridas con pomadas y me cambié a
ropa de trabajo. Debía hacer lo que fuera para engañar al cuerpo de que no debía
tener sueño. Me senté en una silla a un costado de la cama. Encendí todas las
luces. Me aterraba dormirme y volver a soñar. De repente, en mi celular se
encendió la estación de música clásica…
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