Miguel Ángel Salabarría Cervera
Era una fresca tarde de
diciembre, caminaba rumbo a mi hogar cuando pasé por la puerta de la casa de mi
padre, quien en ese momento salía, me detuve para saludarlo, y nos pusimos a
platicar, conforme se desarrollaba la charla observé que su expresión cambiaba,
como si se sintiera librado de un recuerdo que le atormentara o dejara de
llevar el peso de un sinsabor de la vida. Me atreví a preguntarle si le ocurría
algo, él miró el cielo grisáceo de la temporada y me dijo de manera lacónica:
—Don Cándido, tu abuelo falleció.
La noticia me sorprendió de forma
desmedida, guardé silencio unos minutos, hasta que le inquirí más datos sobre
este lamentable acontecimiento.
―Fue la semana pasada, lo
operaron de la próstata, salió bien, pero después tuvo complicaciones y
feneció, estaba con su última familia.
No hice ningún comentario de lo
escuchado, me referí solamente a su fallecimiento y lo lamentable que es la pérdida
de un familiar; despidiéndome de él con un abrazo y continué mis pasos rumbo a
mi domicilio.
A los pocos minutos llegué a la
casa, no había nadie, me dirigí a mi silla metálica que es mi favorita,
sentándome en ella para pensar en la noticia que había recibido.
Todavía recuerdo como si fuera
ayer: una mañana llegó mi papá a la casa diciéndome que su padre se encontraba de
visita en casa de la abuela quien vivía con una tía, quería verme, lo acompañé
para conocerlo, me quedé sorprendido a mis casi siete años de edad, porque
nunca lo habías visto, solo había escuchado su nombre en pláticas de mayores,
sin comprender por qué no habitara aquí.
Cruzamos la calle pero la puerta
estaba cerrada, entramos por el taller de acumuladores que fabricaba mi
progenitor, llegamos al patio y entramos a la casa de la más antigua de la
familia, porque lo compartían; pasamos al comedor, ahí se encontraba mi abuela
Josefa, mi tía Tita y un señor que supuse era mi abuelo, el desconocido.
Me miró poniéndose de pie, me
sorprendió su altura porque era de mayor estatura que mi padre, sacó de su
maleta un barco de madera y me dijo:
—Es para ti, yo te lo hice.
Le di las gracias, mientras
miraba sorprendido el barco, pues nunca había tenido uno como ese, además lo
que más me impactó es que él me lo hubiera hecho, me voló la imaginación y le
pregunté:
―¿Sabe hacer barcos chico y
grandes?
—Sí, se hacer barcos de todos los
tamaños.
―¿Quién le enseñó?
Soltó una estruendosa carcajada,
para luego decirme:
—Me enseñó mi papá hace muchos
años, cuando era yo muy joven, así me convertí en carpintero de ribera, que son
los que hacemos barcos, él vino cruzando el mar, de un lugar lejano.
Quienes estaban presentes
continuaron su plática mientras yo jugaba con mi barco en mares imaginarios.
Este fue el primer encuentro que tuve con mi abuelo.
Al día siguiente le pregunté a mi
padre por el abuelo y me respondió que se había marchado a la isla de Tris,
donde vivía con su familia.
No entendí nada, solo conservaba
el barco y la imagen del abuelo más alto que mi papá, porque ya lo conocía en
persona. Lo volví a ver unas tres veces durante mi infancia, en cada una de
ellas me traía de regalo un barco; que me hacía ponerme muy contento, porque
soñaba que navegaba en un mar distante, de donde me dijo que había venido su
padre.
Siendo un joven, estando en casa
de la abuela durante una tarde lluviosa de agosto, le pregunté a mi tía por el
abuelo, porque habían pasado varios años sin que viniera; ella hizo como si no
escuchara mis palabras, sin embargo le insistí, caminó hasta la sala se sentó
en un sillón, hice lo mismo, se me quedó mirando y me dijo:
—Él nos abandonó de niños, lo
hizo cuando tu abuela estaba encinta esperando que naciera tu padre, fue una
situación difícil económicamente que nos hizo venirnos del pueblo a la ciudad,
trabajar y estudiar con sacrificio. No volvimos a saber de su existencia hasta
los veintiún años cuando tu papá regresaba de estudiar de la capital. Es por
esta razón que no lo trata como padre, sino le dice: don Cándido.
Me sorprendí al conocer esta
historia de familia, sin embargo comprendí la frecuencia de este tipo de situaciones
y que no me correspondía dar un juicio.
―Tía, ¿de dónde vino el papá de
mi abuelo, que le enseñó a hacer barcos?
—De Vasconia, a mediados del
siglo XIX, llegó con un hermano a Isla Aguada ahí pusieron un astillero, en que
ambos trabajaron, hasta que su hermano emigró rumbo para Atasta. Nunca
regresaron a su tierra.
Al vivir toda la familia cerca
era frecuente que nos encontráramos en cualquier momento, así como al mes de
enterarme del fallecimiento del abuelo, me crucé con otra tía que iba
acompañada, me detuvo para decirme:
—Hijo —me dijo la tía Yoya―,
¿conoces a esta persona?
La miré y me di cuenta del gran
parecido que tenía con la que me preguntaba, le respondí, nunca haberla visto.
―Es tu tía Carmela vive en Tenosique,
es también hija del finado tu abuelo Cándido y llegó a mi casa a pasar unos
días, es menor que yo.
La saludé con respeto y le dije
que me gustaría platicar con ella, a lo que accedió y entramos a la casa de la
tía Yoya.
Ingresamos sentándonos a platicar
en la sala, al principio con mucha formalidad hablando de cosas intrascendentes
hasta que me animé y le pregunté sobre su familia. Me dijo que eran dos
hermanos hijos del abuelo Cándido, que él nunca vivió con ellos sino solo por
temporadas, porque se iba a otro lado con alguna mujer que conocía.
Agregó que había conocido a otros
medio hermanos de diversas edades, los hijos de mi abuela Josefa eran los
mayores, porque fue su primer matrimonio, él nunca se divorció de ella, pero
siempre tenía compañera, por decirlo así.
Me quedaba sorprendido al saber la vida del abuelo Cándido, a quien yo le tuve cariño desde que lo conocí siendo niño, por los barcos que me regalaba, sin embargo me interesó el relato de la nueva tía que tenía enfrente.
—Es asombroso, ¿conoce algún otro
dato o anécdota de su vida?
―Sí varios, te voy a contar un
suceso que te hará quedar boquiabierto.
¿Qué podrá ser? ―Pensaba, cuando
la tía Carmela me sacó de mis reflexiones cuando empezó a narrar.
Un sobrino, hijo de una de las
tantas mujeres que tuvo mi padre Cándido, se fue a trabajar a Coatzacoalcos,
rentaba un cuarto e iba a comprar a una tienda cercana a donde habitaba, la
cual era atendida por una joven, quien le llamó la atención y comenzó a
cortejarla, la chica al final lo aceptó y quiso formalizar la relación,
invitándolo a conocer a sus padres, él aceptó con agrado, se presentó a cenar a
la casa de la chica, lo pasaron al comedor, al presentarse la madre de ella
dijo su apellido, que era el mismo que él tenía como apellido paterno, se
sorprendió pero pensó que era una coincidencia.
Sintió curiosidad y preguntó el nombre de su papá, le dijo que era Cándido,
y del mismo apellido que él llevaba, su sorpresa fue mayúscula, pues era el
nombre de su progenitor. Desencajado contó su origen a los presentes, mientras
la chica lloraba ante la tragedia. Se puso de pie, despidiéndose para siempre
de toda esa familia.
Sí, me quedé como me pronosticó
la tía, aturdido sin saber qué decir.
—Ay, hijo, él era muy terrible y
mujeriego, hasta su muerte.
Me despedí de las dos tías y me
dirigí a mi casa, pensando que el nombre del abuelo no era el apropiado que le
puso su padre, que vino de Vasconia.
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