jueves, 24 de mayo de 2018

Cándido


Miguel Ángel Salabarría Cervera


Era una fresca tarde de diciembre, caminaba rumbo a mi hogar cuando pasé por la puerta de la casa de mi padre, quien en ese momento salía, me detuve para saludarlo, y nos pusimos a platicar, conforme se desarrollaba la charla observé que su expresión cambiaba, como si se sintiera librado de un recuerdo que le atormentara o dejara de llevar el peso de un sinsabor de la vida. Me atreví a preguntarle si le ocurría algo, él miró el cielo grisáceo de la temporada y me dijo de manera lacónica:

—Don Cándido, tu abuelo falleció.

La noticia me sorprendió de forma desmedida, guardé silencio unos minutos, hasta que le inquirí más datos sobre este lamentable acontecimiento.

―Fue la semana pasada, lo operaron de la próstata, salió bien, pero después tuvo complicaciones y feneció, estaba con su última familia.

No hice ningún comentario de lo escuchado, me referí solamente a su fallecimiento y lo lamentable que es la pérdida de un familiar; despidiéndome de él con un abrazo y continué mis pasos rumbo a mi domicilio.

A los pocos minutos llegué a la casa, no había nadie, me dirigí a mi silla metálica que es mi favorita, sentándome en ella para pensar en la noticia que había recibido.

Todavía recuerdo como si fuera ayer: una mañana llegó mi papá a la casa diciéndome que su padre se encontraba de visita en casa de la abuela quien vivía con una tía, quería verme, lo acompañé para conocerlo, me quedé sorprendido a mis casi siete años de edad, porque nunca lo habías visto, solo había escuchado su nombre en pláticas de mayores, sin comprender por qué no habitara aquí.

Cruzamos la calle pero la puerta estaba cerrada, entramos por el taller de acumuladores que fabricaba mi progenitor, llegamos al patio y entramos a la casa de la más antigua de la familia, porque lo compartían; pasamos al comedor, ahí se encontraba mi abuela Josefa, mi tía Tita y un señor que supuse era mi abuelo, el desconocido.

Me miró poniéndose de pie, me sorprendió su altura porque era de mayor estatura que mi padre, sacó de su maleta un barco de madera y me dijo:

—Es para ti, yo te lo hice.

Le di las gracias, mientras miraba sorprendido el barco, pues nunca había tenido uno como ese, además lo que más me impactó es que él me lo hubiera hecho, me voló la imaginación y le pregunté:

―¿Sabe hacer barcos chico y grandes?

—Sí, se hacer barcos de todos los tamaños.

―¿Quién le enseñó?

Soltó una estruendosa carcajada, para luego decirme:

—Me enseñó mi papá hace muchos años, cuando era yo muy joven, así me convertí en carpintero de ribera, que son los que hacemos barcos, él vino cruzando el mar, de un lugar lejano.

Quienes estaban presentes continuaron su plática mientras yo jugaba con mi barco en mares imaginarios. Este fue el primer encuentro que tuve con mi abuelo.

Al día siguiente le pregunté a mi padre por el abuelo y me respondió que se había marchado a la isla de Tris, donde vivía con su familia.

No entendí nada, solo conservaba el barco y la imagen del abuelo más alto que mi papá, porque ya lo conocía en persona. Lo volví a ver unas tres veces durante mi infancia, en cada una de ellas me traía de regalo un barco; que me hacía ponerme muy contento, porque soñaba que navegaba en un mar distante, de donde me dijo que había venido su padre.

Siendo un joven, estando en casa de la abuela durante una tarde lluviosa de agosto, le pregunté a mi tía por el abuelo, porque habían pasado varios años sin que viniera; ella hizo como si no escuchara mis palabras, sin embargo le insistí, caminó hasta la sala se sentó en un sillón, hice lo mismo, se me quedó mirando y me dijo:

—Él nos abandonó de niños, lo hizo cuando tu abuela estaba encinta esperando que naciera tu padre, fue una situación difícil económicamente que nos hizo venirnos del pueblo a la ciudad, trabajar y estudiar con sacrificio. No volvimos a saber de su existencia hasta los veintiún años cuando tu papá regresaba de estudiar de la capital. Es por esta razón que no lo trata como padre, sino le dice: don Cándido.

Me sorprendí al conocer esta historia de familia, sin embargo comprendí la frecuencia de este tipo de situaciones y que no me correspondía dar un juicio.

―Tía, ¿de dónde vino el papá de mi abuelo, que le enseñó a hacer barcos?

—De Vasconia, a mediados del siglo XIX, llegó con un hermano a Isla Aguada ahí pusieron un astillero, en que ambos trabajaron, hasta que su hermano emigró rumbo para Atasta. Nunca regresaron a su tierra.

Al vivir toda la familia cerca era frecuente que nos encontráramos en cualquier momento, así como al mes de enterarme del fallecimiento del abuelo, me crucé con otra tía que iba acompañada, me detuvo para decirme:

—Hijo —me dijo la tía Yoya―, ¿conoces a esta persona?

La miré y me di cuenta del gran parecido que tenía con la que me preguntaba, le respondí, nunca haberla visto.

―Es tu tía Carmela vive en Tenosique, es también hija del finado tu abuelo Cándido y llegó a mi casa a pasar unos días, es menor que yo.

La saludé con respeto y le dije que me gustaría platicar con ella, a lo que accedió y entramos a la casa de la tía Yoya.

Ingresamos sentándonos a platicar en la sala, al principio con mucha formalidad hablando de cosas intrascendentes hasta que me animé y le pregunté sobre su familia. Me dijo que eran dos hermanos hijos del abuelo Cándido, que él nunca vivió con ellos sino solo por temporadas, porque se iba a otro lado con alguna mujer que conocía.

Agregó que había conocido a otros medio hermanos de diversas edades, los hijos de mi abuela Josefa eran los mayores, porque fue su primer matrimonio, él nunca se divorció de ella, pero siempre tenía compañera, por decirlo así.

Me quedaba sorprendido al saber la vida del abuelo Cándido, a quien yo le tuve cariño desde que lo conocí siendo niño, por los barcos que me regalaba, sin embargo me interesó el relato de la nueva tía que tenía enfrente.

—Es asombroso, ¿conoce algún otro dato o anécdota de su vida?

―Sí varios, te voy a contar un suceso que te hará quedar boquiabierto.

¿Qué podrá ser? ―Pensaba, cuando la tía Carmela me sacó de mis reflexiones cuando empezó a narrar.

Un sobrino, hijo de una de las tantas mujeres que tuvo mi padre Cándido, se fue a trabajar a Coatzacoalcos, rentaba un cuarto e iba a comprar a una tienda cercana a donde habitaba, la cual era atendida por una joven, quien le llamó la atención y comenzó a cortejarla, la chica al final lo aceptó y quiso formalizar la relación, invitándolo a conocer a sus padres, él aceptó con agrado, se presentó a cenar a la casa de la chica, lo pasaron al comedor, al presentarse la madre de ella dijo su apellido, que era el mismo que él tenía como apellido paterno, se sorprendió pero pensó que era una coincidencia.

Sintió curiosidad y preguntó el nombre de su papá, le dijo que era Cándido, y del mismo apellido que él llevaba, su sorpresa fue mayúscula, pues era el nombre de su progenitor. Desencajado contó su origen a los presentes, mientras la chica lloraba ante la tragedia. Se puso de pie, despidiéndose para siempre de toda esa familia.

Sí, me quedé como me pronosticó la tía, aturdido sin saber qué decir.

—Ay, hijo, él era muy terrible y mujeriego, hasta su muerte.

Me despedí de las dos tías y me dirigí a mi casa, pensando que el nombre del abuelo no era el apropiado que le puso su padre, que vino de Vasconia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario