viernes, 23 de marzo de 2018

La verdadera historia de la muerte de la risa

Constanza Aimola



En Cachambo, un pueblo que pasaba desapercibido en la geografía del país, la cinta amarilla enmarcaba la escena de un crimen Era mediodía y arreciaba el calor.

El sol apuntaba directamente al cuerpo de Patricio Payaso, como era conocido un empleado del circo que estaba instalado en el lugar.

La tierra de Cachambo era en extremo árida. Sus habitantes y dirigentes no lograban que progresara ninguna plantación, ni siquiera crecían los cactus que sembraron en una jornada verde a la orilla de la carretera. Tenían que traer de otros lugares todo lo que consumían, era un pueblo que según los viejos que lo habitaban, estaba maldito y condenado a desaparecer.

El circo lo creó Guío hace veintidós años, era quien trabajaba como maestro de ceremonias. Este maravilloso personaje tenía ciento ocho años, pero parecía de algo más de sesenta. Había múltiples hipótesis acerca de este extraño suceso, inclusive que había hecho un pacto con el diablo. Guío fundó este circo, después de que el anterior con el que trabajó desde niño se quemara junto con sus integrantes. Fue encontrado entre las cenizas, abrazado a la caja fuerte, solo tenía algunos rasguños y manchas de carbón.

La carpa de este circo tenía rayas de colores de arriba abajo, ya descoloridas por el paso de los años. Se veía sucia y descuidada, sin embargo, en la noche la iluminaban y parecía que adquiría nueva vida. Se veía brillante y hermosa, llamando a que la visitaran. A las siete en punto se paraba en la puerta Guío; en el pueblo en el que estuvieran y sin necesidad de micrófono invitaba a los habitantes a entrar.

Patricio Payaso un hombre de sesenta interesantes años como él decía, extranjero, de alguna parte del mundo porque nadie sabía de dónde era a ciencia cierta. Gordo e inmenso, dentro de su acto medía la circunferencia de su abdomen y se pesaba, equiparando esto con las medidas y el peso de un grupo de diez personas promedio del público.

Era calvo de la frente hasta la mitad de su cabeza, desde donde le salían mechones crespos de pelo blanco, escaso pero largo. Tenía una prominente nariz, larga pero sobre todo ancha, sudorosa y llena de venas rojas y negras, con huecos dejados por el acné de la adolescencia. Todas estas características quedaban ocultas debajo del maquillaje y una nariz hecha con medio pimpón rojo. Recogía sus mechones de cabello y lo metía debajo de su chaqueta. El cambio era asombroso, tanto que nadie podría reconocerlo. Nunca se veía triste a este personaje, era alegre y bonachón, famoso por comer de todo y en exceso, amplio con sus bienes, el dinero y por supuesto sus bromas pesadas.

Ese fatídico día, la escena era en extremos triste. El tierrero que se formaba hacía poco claro el desolado panorama. El olor a excremento de los animales era hediondo, ese día nadie había querido hacer la labor de limpiar las jaulas, trabajo que se tenía que hacer muy temprano para que el sol no lo empeorara. A diferencia de otras escenas como esta, todos habían desaparecido esperando no tener que ver el cuerpo sin vida de Patricio.

Sentada contra una de las estacas que sostenían la carpa del circo estaba La Mosca, como era llamada Susana, una adolescente que vivía en el circo con su mamá desde que tenía cuatro años. Sonia, quien se embarazó contra cualquier pronóstico de la naturaleza, en una edad en la que las mujeres ya no pueden aspirar a ser madres. Susana padecía una rara malformación; tres piernas y brazos muy largos. Tenía una gran cantidad de pelusa negra por todo el cuerpo, ojos saltones y en exceso grandes con párpados cortos, además de un síndrome que le impedía hablar. A pesar de todo, su mamá nunca la escondió ni evitó que saliera a la calle y compartiera con los demás. La educó para que ignorara a las personas que la despreciaban y encontró para ella la alternativa de trabajar y vivir en el circo, en donde era aceptada y tratada con benevolencia. Patricio payaso la molestaba de vez en cuando, pasaba por su lado y le gruñía como si se estuviera enfrentado con una fiera. Susana le respondía dando alaridos en señal de disgusto.

Dentro de una de las casas rodantes de los empleados del circo, estaba Samara, una mujer negra, de talla grande, con vestigio de bigote y barba, pero con una hermosa voz. Antes de llegar a este circo había trabajado en líneas calientes, haciendo voces para la industria del doblaje y cuñas radiales. Aunque le habían tocado la puerta varias veces, para informarle de la muerte de Patricio, no quería salir, se negaba a ver su cuerpo sin vida, tirado en el arenal. Permaneció todo el día encerrada de rodillas orando por el descanso de su alma. No habían tenido una buena relación, pero estaba lejos de quererle desear la muerte.

Hace dos meses Patricio Payaso y Rodolfo se vieron envueltos en un trágico suceso que inició con una discusión. Mientras Rodolfo ensayaba su acto, Patricio llegó por detrás y lo asustó pegando un grito provocando que los leones reaccionaran agresivamente. Uno de ellos se abalanzó sobre él mordiéndole el brazo con el que se protegía el rostro. Por lo general Patricio hacía este tipo de bromas, que nunca terminaban en algo positivo. En esta ocasión Rodolfo tuvo que ir al hospital en donde fue internado, permaneciendo aún ahí por la gravedad de las heridas.

Mientras la policía estudiaba la escena del crimen, aparece en escena Imelda la malabarista. Se había ido la noche anterior a visitar a un hermano que se accidentó de gravedad cuando fue atacado por una multitud en una manifestación en contra del maltrato y el tráfico animal. Siempre ha sido un detractor de los circos y debido a que Imelda trabaja en uno, había tomado distancia de ella durante varios años. Había hecho varias manifestaciones frente al circo con pancartas, la última vez Patricio Payaso lo enfrentó y logró sacar a él y sus amigos de los alrededores del circo.

Al regresar se encuentra con el cuerpo de Patricio Payaso mientras lo suben embolsado a un carro de la Fiscalía. Lloraba enloquecida con el maquillaje de los ojos escurriendo por sus mejillas. El labial rojo se había corrido y el cabello estaba hecho una maraña, a medio recoger con un caucho de amarrar bolsas de verduras en el supermercado.

Había rumores acerca de que Imelda y Patricio Payaso habían tenido un amorío, nunca les comprobaron nada, pero atando cabos, tal vez fue por ella que le incendiaron la casa rodante a Isaac el mentalista. Un «psíquico» que estaba a cargo del acto de hipnotizar incautos y encantar serpientes, más bien era un charlatán de antaño, que tenía su casa rodante cerca a la carpa de Imelda, donde se había escabullido por lo que no salió lastimado.

Una noche, después de la función de las ocho, justo antes de la despedida en la que los actores hacían una venia al público, Isaac se le declaró a Imelda. Hizo aparecer un ramo de flores de entre un sombrero, mientras se arrodillaba a sus pies. Patricio Payaso se retiró del escenario no sin antes tirar su gorro, llamando la atención de los presentes.

Pasaron varias semanas y la muerte de Patricio seguía siendo un misterio. Había varios sospechosos según la policía, pero nadie decía nada. De vez en cuando los investigadores pasaban por el circo y se entrevistaban con la gente, permanecían inexpresivos, tomaban nota en una libreta con un diminuto lápiz que se metían a la boca mientras su interlocutor respondía, cuando terminaban lo encajaban en el espiral del cuaderno.

Una mañana mientras los actores del circo dormían, un personaje llegó al circo. Se paró en el círculo de arena en la mitad de las casas rodantes y las jaulas de los animales. Aún no sabían quién era.

Decía a grito herido: «A despertar que la cama al hombre mata, y si tiene moza peor la cosa y si tiene mujer se acaba de joder» terminó con una estruendosa risa y balanceó la cabeza hacia adelante y atrás.

Era un hombre de cincuenta y tantos años, con una prominente barriga que se salía del pantalón mientras jalaba los botones dejando la piel al aire. Tenía bigote estilo charro mexicano y el pelo blanco, crespo y largo por debajo de los hombros, aunque algo calvo en el frente.

Empezaron a salir con los ojos casi cerrados de sus casas rodantes, al principio no podían reconocerlo: era Zamudio, el hermano de Patricio, quien por ser el mayor le había enseñado la profesión de payaso.

Los reunió y les contó con la voz entrecortada que lo llamaron de medicina legal a darle el parte de la causa de la muerte de su hermano. Murió como sueñan los payasos, de un ataque de risa.





Ilustraciones por: Luisa Fernanda Vaca

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