Horacio Vargas Murga
Con
gran júbilo alzó la copa que tanto tiempo había ansiado. Parecía increíble.
Eran los ganadores del campeonato de fulbito escolar. Una sonrisa le iluminaba
el rostro. La sudoración, que impregnaba todo su cuerpo, también llegaba a los labios,
con ese sabor agridulce que por primera vez resultaba sabroso. Los aplausos y
vivas se escuchaban en toda la tribuna. Un olor a anticuchos recién preparados
se percibía a lo lejos. Era hora de comer y refrescarse luego de la victoria.
Pensar que años atrás la situación era muy diferente y nadie hubiera pensado
verlo triunfante como ahora.
«No
me consideraron para la selección del aula. Lo mismo que en primero, segundo y
tercero de primaria. Ahora que estamos en cuarto, pensaba que sería diferente. Nunca
me dan la oportunidad. Es injusto. Encima, la profesora los apoya. Odio a mis
compañeros de clase, odio este colegio».
Miguel
observaba con cierto fastidio los partidos de fulbito del campeonato escolar. Todos
los grados de primaria se presentaban para la contienda. Una mezcla de
sentimientos encontrados lo invadía. En algunos momentos deseaba que su salón
ganara y en otros que fuera derrotado. Nunca llegaron a ser campeones de la
primaria.
Algunos
compañeros de clase se burlaban de él, otros lo miraban con sorpresa, los más
cercanos sentían pena, pero ninguno compartía sus argumentos ni su descontento.
Yo
no sé cómo Miguel quiere que lo convoquen a la selección del salón, si no juega
nada. Con lo gordo que está, con las justas puede moverse, encima es torpe con
la pelota, todas las bolas se le pasan, se queda siempre en el mismo sitio, los
pases le salen mal, siempre le quitan la pelota. Anda resentido con el mundo. Debe
darse cuenta de que él no sirve para el deporte, lo suyo es el estudio.
Durante
la secundaria creció y se esmeró para bajar de peso. Se sentía ágil y con
bastante energía. Percibía que podía correr más tiempo en la cancha de fulbito,
pero nadie le daba pase, a pesar de que él reclamaba. Cuando quería quitar la
pelota le ganaban en velocidad, pero en algunas ocasiones frenaba los avances «tirándose
de carretilla». En una oportunidad, un alumno se sorprendió al ver la longitud
de sus dedos.
—¡Hala,
qué tales dedazos! Si yo tuviera esos dedos qué cosas no haría.
—Cállate,
mañoso.
—¿Por
qué no tapas? Con esos dedos podrías ser un arquero de la puta madre.
—A
mí no me gusta tapar, nunca he tapado.
—Haz la prueba, cojudo, en cualquier otra
posición estás hasta las huevas.
Siempre
te gustó ver los mundiales de fútbol en la televisión. En ese momento, el sabor
de la Coca Cola heladita, se hacía más rica, humedeciendo con alivio la lengua
y el paladar. El olor de la canchita te ponía en las nubes. La ovación de la
hinchada retumbaba en tus oídos y un júbilo enorme agitaba tu pecho, soñando
algún día con alzar la copa.
Sin
estar muy convencido, empezó a probarse en el arco y notó que la talla y los dedos
le proporcionaban ciertas ventajas, además tenía buenos reflejos. Cada vez se
fue sintiendo mejor en el arco, con más seguridad y con la exclusividad de ser
el único que podía coger el balón con una sola mano. Los alumnos del aula elogiaban
cada vez más las excelentes tapadas y se fue convirtiendo en un referente en el
pórtico.
Mi
hijito querido, siempre sufriste por jugar y yo sufriendo contigo. Han pasado
los años y Dios ha querido que llegue este momento. Estás en la gran final. Te
he comprado guantes y rodilleras para que no te hagas daño y tapes como nunca.
Espero que ganen, pero si no fuera así, yo siempre estaré orgullosa de ti y te
seguiré queriendo muchísimo.
La
ovación por cada equipo en la tribuna era desbordante. Las olas de personas se
agitaban de arriba abajo. Los espectadores saboreaban deliciosos refrescos y
degustaban panes calientes con chorizo mientras esperaban la gran final del
campeonato. Muy pronto aparecieron en la cancha de fulbito los equipos de
cuarto y quinto de secundaria. Miguel, como guardameta del cuarto de
secundaria, se colocó en el pórtico con cierta firmeza y algo de ansiedad. El
árbitro tocó el silbato y empezó el partido.
Ya
sigue corta el balón que no patee vamos rápido desmárcate cuida la espalda como
te fallas ese gol vamos regresen cuidado contragolpe bajen carajo no me dejen
solo puta madre chocó en el palo cojudo como le metes falta cerca del área
atentos tiro libre no me tapen colóquense bien hey cuidado pasó cerca llévatelo
se fue la bola cabecea retrocede saca rápido márcalo no lo dejes solo.
El
árbitro tocó el silbato dando por finalizado el partido. Habían terminado cero
a cero y se irían a los penales. Los jugadores nerviosos se alistaron para la
ejecución. Al llamado del árbitro acudían a patear la pelota con cierto temblor
en las piernas y opresión en el pecho. Cada penal mantenía en angustia a toda
la tribuna y sobre todo a los arqueros, que permanecían firmes y alertas,
esperando el lanzamiento del balón.
Se
ejecutaron cinco penales por cada equipo, los cuales fueron convertidos en gol,
generando los gritos de ovación de la tribuna y la celebración jubilosa de los
jugadores. Solo quedaba que patearan los arqueros.
—Es
tu turno, Miguel, rompe el arco —le dijo el entrenador.
—Así
lo haré —respondió con aplomo, pero algo nervioso.
Puso
la pelota en el punto de penal y con mucha energía, colocó el balón en la
esquina derecha fusilando al arquero. Un grito masivo se escuchó en la tribuna.
Luego se trasladó al arco y miró a los ojos de su contrincante, quien mostraba
una mirada de temor y ansiedad. Sonó el silbato y la pelota fue lanzada
rápidamente. Miguel se estiró lo más que pudo, logrando tocar la pelota con los
dedos, desviándolo fuera del arco. Inmediatamente todos los jugadores del
equipo corrieron hacia él y lo felicitaron con gran algarabía. Luego lo
cargaron en hombros. Se sentía muy feliz y emocionado, al igual que todo el equipo.
El sudor se mezcló con las lágrimas que bebió con mucho agrado. Era el sueño
cumplido. Pronto alzaría la copa que había ansiado toda su vida.
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