sábado, 16 de julio de 2011

Un pillo poco conocido

Clara Pawlikowski

Una neumonía no es nada extraordinario como para causarle la muerte a uno de los estafadores más grandes de la historia – divagaba Cecilia.
                                    ─ ¿Una neumonía? Se preguntó mientras dejaba         atrás a sus amigos de la universidad y se dirigía al paradero a tomar su combi.
─ A veces las historias tienen finales banales ─se dijo sin dejar de caminar.
Victor Lustig murió de neumonía en el Alcatraz donde cumplía una condena de veinticinco años.
Muy joven trabó amistad con un hombre adinerado en un crucero de lujo. Este individuo fue su blanco. Lustig le embaucó con el cuento sobre una máquina que transformaba papel blanco en  billetes de cien dólares.
─ Te la compro ─le habría dicho el millonario, bajando la voz y mirándolo con desconfianza
─ Tarda mucho y cansa esperar ─supongo que le habrá contestado Lustig poniendo cara triste para convencer al incauto. Finalmente, como lo tenía planeado vendió el falso aparato, concretando una de sus primeras estafas.
Victor Lustig era capaz de inventar historias que resultaban convincentes. A mí, por el contrario, me cuesta hacerlo. Frente a una página en blanco  me sudan las manos, mi lapicero no escribe, alguien me llama por teléfono para invitarme a la última de Tom Cruise o de Jack Nicholson o me acuerdo súbitamente que dejé unas alcachofas hirviendo en la cocina.
Los cuentos de Lustig no sólo eran convincentes sino que los elaboraba con gran facilidad de palabras y como tenía una memoria prodigiosa recordaba cada detalle por minúsculo que fuese.
Mientras yo, trato de leer los ejercicios del taller de narrativa varias veces y cuando creo que los entendí, mi mano se mueve en automático. Confundo el presente con el pasado y de repente cuando ya estoy volado, como ese picaflor que no descansa de picar la única fruta madura de mi higuera, aterrizo en pleno futuro soñando con varios cuentos terminados.
Tampoco recuerdo con facilidad los ejercicios, tengo  mil cosas en la cabeza y no sé por dónde empezar. Entonces acabo con un cuento que no tiene nada que ver con el pedido de mi profesor. A los pormenores siempre los dejo fuera.
Donde Lustig se graduó de estafador fue aquella oportunidad en la que después de prepararse con sellos y formularios oficiales falsos, se reunió con un grupo de comerciantes de chatarra para venderles la Torre Eiffel.
Hubo un interesado porque el negocio era tentador, se trataba de unas 7,000 toneladas de hierro.
─Cómprela ─le dijo sutilmente ─yo le ayudaré si usted gana la licitación.
Cuando observé su fotografía y lo vi con su sombrero de fieltro, cara angulosa y ojos penetrantes, me impresionó la gran cicatriz que cruzaba la parte izquierda de su rostro, iba desde el ojo hasta el lóbulo de la oreja. Entonces, cavilé que le correspondía morir descuartizado con un verduguillo y no con una simple neumonía.

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