viernes, 1 de julio de 2011

La historia de Efraín Trelles


Clara Pawlikowski


Paquita nos contaba que cuando escuchó que Efraín Trellles tenía en sus manos la cabeza reducida de su padre le pareció asombroso y además a ella le costaba aceptar ese tipo de historias.
    
Recordando mis años universitarios dije:

─ El Trelles que conocí provenía de la sierra y era familia de gamonales. En Lima llevaba una vida de lujos. Era poco aspirante,  de esos que fungen de intelectuales y  gustan de la buena vida.
    
─Uno de ellos ─replicó Alda─ fue mi compañero de universidad, se metió en la política en la década del Chino, se hizo congresista y sólo abría la boca para decir asuntos incomprensibles, proponer reformas fuera de foco y cosas por el estilo.

─ ¿Te refieres al que tiene cara en forma de pera?  ─riéndose como de costumbre ─participó Maruja.

─ ¿Congresista? Pienso que fue ministro ─intervine.

─No me acuerdo lo que fue, pero hace poco durante la campaña electoral  fue vocero de Fujimori-Vito por un día ─volvió a replicar Alda, apurada en intervenir en nuestra conversación.

─ ¿Vocero por un día? Ya no te pases, se parece a Fernando Olivera que fue canciller por una noche.

─ A este Trelles le pasó lo mismo, le entrevistaron en la tele y dijo que durante el gobierno de Fujimori mataron menos, comparando con las muertes que ocasionó sendero, al toque le quitaron la vocería.

─O sea tú tenías razón, el pata era torpe por decir lo menos.

─En la guía de teléfonos hay como una cincuentena de Trelles, debe haber Trelles como Pérez,  no sé cuál de ellos será.

Nos habíamos salido del tema y Paquita fumando su cigarrillo y balanceándose en la mecedora nos miraba mientras nosotros destripábamos al famoso Trelles que de alguna forma conocíamos.

Había cesado la lluvia, estábamos en el rincón en que Paquita solía recibirnos, al costado de un patio cercado por una pared irregular donde se enmarañaban algunas enredaderas florecidas, como el jazmín que invadía con sus olores todo el ambiente.

Siempre la encontrábamos en su mecedora, de tanto en tanto se levantaba o pedía a Claudia que le alcance un cigarrillo y otras veces sin decir nada iba en busca de un caramelo y regresaba, chupándolo. Nunca la vi diferente, hace unos diez años que la visito y siempre es la misma, últimamente la veo más delgada hablando con dificultad. Dice mi hermana que tiene los dientes postizos flojos, por eso habla casi sin abrir la boca.

Las tertulias en ese lugar fresco, perduran en mi memoria. Cuando la visito ella está acompañada de algunos vecinos o familiares pero siempre contando algo interesante. Muchas de sus anécdotas son inventadas, los amigos lo sabemos y eso hace que la visitemos seguido para escucharla.

 Esta vez éramos un grupo grande, cuando finalmente nos callamos, Paquita, que ya pasó largamente los ochenta y es hija de caucheros arrancó:

     ─Ya recuerdo, este Trelles, hijo de un antiguo cazador de jíbaros, es de otra rama. No es de los que ustedes conocen. Provienen de una familia que se ubicó en la selva, por el Putumayo; allá en el norte por donde vivía esa tribu.

─Definitivamente no es el Trelles que conocimos ─dijo Alda.

─Ese Trelles nunca conoció a los jíbaros ni tuvo negocios con el caucho y no se llamaba Efraín tenlo por seguro ─sentenció Maruja.

Acomodándose al borde de su mecedora y cambiando el tono de voz nos relató Paquita que:

─Su padre conoció muy bien a Efraín Trelles, el cauchero. Era cierto que tenía sangre fría, porque cuando los nativos no cumplían su tarea, los azotaba y a algunos hasta los amarraba en un poste cerca de nidos de hormigas devoradoras que carcomían la piel y el maldito Trelles no cedía a sus lamentos. Cuando las hormigas les  destruían las piernas, los lanzaban al río.

    ─Eran unos abusivos ─exclamó Alda.
    
     ─Por eso los indios en venganza de tantas atrocidades lo mataron a machetazos y se dieron el trabajo de reducirle la cabeza y dejarla en la puerta de la casa de su mujer  ─con la mano tapándose la boca para impedir que se le caigan los dientes, casi balbuceando habló Paquita, que no le gustaba que le interrumpan.

      ¿Qué será esto? –dijo atónita Doña Marcelina, abriendo su puerta y alzando de un mechón de pelos la bola negra que alguien había dejado allí. Lo miró muy bien, lo alumbró con su linterna  y se dio cuenta  que pese a su boca bien cocida  era ni más ni menos que su marido.

 Efraín  Trelles ─continúo Paquita─ se había ausentado unos meses atrás para revisar, como siempre lo hacía, la recolección de caucho de un grupo de jíbaros. Tenía almacenado ya suficiente pero Trelles siempre quería más y más. Exigía y no pagaba por los extraordinarios esfuerzos que hacían los aborígenes. Ellos lo miraban recelosos, no comentaban, comían en silencio su fariña tostada y sus pescados. Veían que Don Efraín tenía muchas latas donde guardaba azúcar, café, galletas y otras cosas más que le vendían los regatones (1) y  como ellos nunca habían  probado deseaban hacerlo, entonces se quedaban mirando lánguidos y saboreándose largo rato mientras su patrón desayunaba.

Todos estábamos atentos, apenas se oía el ruido del ventilador que trataba de refrescar la gran sala con sus pequeñas aspas. Paquita fue mi maestra de escuela, con ella aprendí el gusto por la lectura. No ha cambiado mucho, quizás su pelo cano pero siempre, como ahora, fue ondulado y cortado a la altura de la nuca, siempre fue austera en su vestir y siempre la vi balanceándose en su mecedora. En este momento, detuvo su balanceo y mirándonos prosiguió:

           Una noche, cuando los jíbaros miraban silenciosos a Efraín Trelles fue el más joven: Julio Napuche  el que finalmente tuvo el coraje de lanzarle el dardo envenenado, luego todos corrieron a destrozarlo con sus machetes.

     Que este hijo de Efraín Trelles mostrara la cabeza reducida de su padre, más que un  trofeo  es una vergüenza, todo el mundo sabe que su padre tiene una historia larga de abusos y de mentiras.

      ¿Ustedes se preguntarán que pasó con Marcelina? ─insistió Paquita  ─despavorida salió en el primer bote que pudo, dejándolo todo. Se olvidó hasta del mosquitero y de su hamaca. Por las noches se la “comían” los zancudos y ella ni dormía espantándolos, agitando como ventilador su pañuelo y dándose palmazos para lograr matar alguno de ellos. Los brazos y piernas los tenía hinchados de tanta picadura.

     El bote estaba lleno de gente y de víveres, iba en dirección a Güeppy, en sentido opuesto a donde Marcelina hubiera querido ir. Pero ni modo, tuvo que soportar semanas navegando sin parar. El miedo a que la reconocieran era indefinible, trataba de pasar desapercibida con un sombrero de alas anchas que le cubría la frente  cada vez que el bote se detenía  para dejar o recoger pasajeros, sobre todo cuando algunos nativos se acercaban ofreciendo pescado salado y tapioca.
    
Cuando llegó a Güeppí, se acordó que allí vivía su comadre Ashuca, pero la famosa comadre hacía tiempo había dejado la guarnición. Le informaron que se casó  muy jovencita con un cauchero y nada más se supo de ella. Pobre Marcelina estaba desesperada, con las heridas de los zancudos en todo el cuerpo, sin un centavo con qué comer, ni dónde alojarse y lo que menos se imaginaba era que además estaba embarazada. Se quedó cerca al puerto mirando el río, tratando de solucionar sus problemas.

Finalmente, la contrataron de cocinera en un bote con destino a Iquitos. Mitigó sus pesares disfrutando por las noches del ruido y la luz  de las luciérnagas  y a pesar que el peque peque avanzaba lentamente, asando  pescados y  plátanos para los pasajeros, le pareció que el tiempo
transcurría rápido y después de varias semanas de navegar llegó a Iquitos.

En ese tiempo como en  Iquitos no había peluquerías, la bandida se arregló como pudo el cabello, compró ropa nueva con lo que ganó en el viaje ajustándose la barriga para esconder el embarazo y fue apresurada a casa de Shego.

     Lo encontró saliendo, se chocaron cara a cara y le preguntó:

     ─ ¿Te casaste?

     ─ ¡No! -afirmó Segundo, más conocido como Shego.

     ─Entonces, cumple tu palabra, me quité de encima a un sinvergüenza que me llevó por el río, lo vi matar gente a su antojo y ahora estoy aquí.

     ─ ¿Yo te prometí algo?

     ─Sí, casarte conmigo y tener por lo menos tres hijos.

     ─ ¡Estás loca! Con tu hermana Hermenegilda no estoy casado pero ya tengo cinco hijos. Tú te juistes (2)  con ese tipo por su dinero ahora búscate otro que te mantenga que yo a mi Hermenegilda y mis cinco huambrillos (3) y otro que está por venir, no los dejo  por ninguna otra…menos por ti.

      ¿Sabes qué? Surca el Putumayo, lleva bastante mentol para los zancudos para que  sanen tus heridas y por allí vas a encontrar otros caucheros, como ese viejo por el que me dejastes,(4) ya me contaron que te regalaron su cabeza reducida. Que seas “jueliz”(5) como yo soy con la Hermenegilda  ─le contestó  Shego tirándole la puerta en sus narices.

─ ¿Qué les pareció? ─dijo Paquita bajando la voz, nosotros nos habíamos quedado  boquiabiertos mientras escuchábamos sobre Efraín Trelles y  doña Marcelina. Ninguno sabía esta historia a pesar que Marcelina vive en el barrio. No pasa los cuarenta sin embargo luce avejentada y se dedica a preparar y vender tamales y humitas.

─ ¿Pensará en Trelles? ─alguien preguntó.

─ ¿Qué fue del hijo que tuvo con Trelles? Jamás lo vimos por aquí ni lo conocemos siquiera. ¿Cuánto de realidad hay en la historia de la cabeza reducida?  ─curioseó con insistencia otro.

Paquita recordando que Marcelina no era ninguna santa de su devoción, en un arranque de dulce venganza, obvió las preguntas y terminó el cuento

─La infeliz tomó contacto con Chesterfield Yahuarcani, ese ribereño que trabaja con un gringo de Los Ángeles, le mostró la cabeza reducida y como se la veía muy natural dicen que la vendió de inmediato. Estoy segura que le habrá pagado buena plata porque con eso comenzó su negocito.
         
(1)   Comerciante de los ríos.
(2)   Fuiste
(3)   Niños
(4)   Dejaste
(5)   Feliz

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