Víctor Mondragón
Algunas vez rememoré aquella noche del verano de mil novecientos setenta, recuerdo que subimos al segundo piso de un chifa(1) de la calle Capón, había una orquesta que entonaba agradables melodías; un camarero nos condujo cordialmente hacia un ambiente privado, mientras otros delimitaron el espacio con unos biombos a fin de brindarnos relativa privacidad; iba a compartir una cena en compañía de la familia de mi vecino David Tang, quien se acababa de graduar de ingeniero, aquel compañero de juegos y estudios de mi niñez.
Imagino que un hermano pudiera no ser un amigo, pero un amigo siempre es un hermano; alguna vez David me contó que las exquisiteces de la cocina china se debían a sus dioses, quienes enseñaron a los cocineros de los mandarines ciertos conocimientos que eran ajenos al pueblo; así mismo, mis vecinos me dijeron que para una buena conversación y comodidad, la mesa debería ser redonda, los platos dispuestos para que cada persona se sirva a sí misma, solamente el tazón de sopa y el de arroz blanco deben ser individuales; la verdadera felicidad consiste en compartir, por eso los demás potajes serian para todos y la delicada etiqueta oriental se manifiesta en que cada persona jamás tome el bocado más delicado para sí mismo, debería ser el anfitrión o un tercero quien lo sirviera para uno.
Seguidamente empecé a inhalar olores a especies orientales y un nítido aroma a salsa agridulce en proceso de cocimiento; tras ello otras imágenes cruzaron por mi mente, en esos años no existía el concepto de menú en los chifas; íbamos a ellos a celebrar eventos especiales y disfrutar de banquetes; también aprendí a notar que el éxito dependía de los contrastes de sabor en las salsas, ya fuesen saladas, agridulces o picantes; en aquel tiempo las entradas se solían componer de dos o cuatro platos fríos, se servían dos sopas, una después de las entradas y otra al final; el antepenúltimo plato solía ser tallarines para dar prosperidad a los comensales y el penúltimo un plato agridulce.
En cierto momento pregunté por el chino viejo, mi amigo me contestó que un mes atrás había fallecido; sentí como si un viento frío golpease mi rostro, ¿cómo no me había enterado que el anciano había fallecido?; súbitamente, manchado con la lógica erosión de los años, reabrí la puerta de mis recuerdos; tenía acaso diez años cuando en las noches, en una casona republicana de la calle Lechugal, mi vecino, un chino anciano, encorvado, con piernas arqueadas, como otros de su linaje, de menguada estatura, delgado y pálido nos contaba que su padre nunca olvidó una tarde de mil ochocientos setenta cuando a lo lejos contemplaron las costas de América; aquel inmigrante junto a parientes y amigos procedían de Cantón y habían navegado ciento dieciocho días para llegar al puerto del Callao, fueron días de emociones, nostalgia, ilusión, desconcierto, todo a la vez; les dijeron que en el Perú ganarían mucho dinero, algunos nunca vieron aquello pues murieron en el trayecto por lo cual sus cuerpos terminaron arrojados al mar; los cantoneses habían viajado hacinados en una bodega estrecha y sucia, cada inmigrante recibió un número de identificación pues al parecer del capitán, los cantoneses eran casi todos iguales, sus nombres le sonaban raro y lindaban con la confusión.
Seguidamente seguí recordando lo que me contó el anciano vecino: los viajeros por fin volvieron a caminar sobre tierra firme dejando a un lado el vaivén constante de aquella larga travesía, los internaron en galpones durante unos días mientras eran aseados y recibían dos juegos de ropa, un peine, un par de ojotas (2), un plato y un espejito; a los pocos días los visitaron personas muy bien vestidas que discutían entre ellos como si negociasen un tira y afloja; años después comprendieron que habían sido re-vendidos al mejor postor cual si fuesen animales u objetos; a la semana siguiente, los trabajadores fatigaron sus pasos por trescientos cincuenta kilómetros hasta una hacienda de sembríos de algodón en Ica, los inmigrantes trabajaron de sol a sol y cuando reclamaron por días de descanso les dijeron que eso no estaba acordado en el contrato; recibían una paga de un peso semanal; sin embargo cada uno debía a los patrones el costo del viaje, las ropas y demás enseres recibidos; lo cual ascendió a una deuda aproximada de cuatrocientos pesos; no había capacidad de elección, el contrato los mantuvo atados por ocho años con cláusulas de penalidad en caso de incumplimiento.
El anciano me contó también que Tang Siu Pin era primo de Chi Kuan Tang Kou, al partir de Cantón ambos juraron que se protegerían mutuamente y que algún día regresarían a China con la ganancia obtenida; ambos llegaron a América a la edad de dieciocho años, Tang Siu Pin conocía muy bien el sembrío de arroz y pronto mejoró las técnicas que aplicaban las haciendas peruanas; Chi Kuan era cocinero y gozaba de trato especial por parte de patrones y trabajadores; en las tardes él aprovechaba para experimentar cultivos alternos a las verduras chinas, fue así como de cebollas maduras y secas obtenía brotes tiernos de cebolletas, años más tarde a aquellas les llamarían “cebollita china”; así transcurrieron siete largos años tras los cuales les dijeron que la cifra de la deuda había aumentado por los intereses y el costo de alojamiento; así como por el traspaso incurrido con el anterior contratante, Chi Kuan se veía en el espejo recibido pero no le reflejaba, aquello era un engaño y no tenían a quien quejarse, peor aún ya que no hablaban bien el castellano, lamentablemente las autoridades no se preocuparon por el asunto y más bien tomaron partido por los patrones de las haciendas.
En aquellas noches de mi infancia, el anciano vecino nos alimentó con más detalles: Chi Kuan ignoró el número total de los días trabajados; su desventura y su ansiedad los habían multiplicado; pese a ser amigo de los patrones, se vio obligado a trabajar adicionalmente dos años, al obtener su libertad, viajó a la capital donde había ya algunos chinos residentes; llegar de lejanas tierras y que la cocina fuese su oportunidad, le hizo pensar que todo hombre debía confundirse, gradualmente, con la forma de su destino, dado que todos los hombres son moldeados por sus circunstancias; decidido a salir adelante se ubicó en una puerta del entonces Mercado Central, frente al hoy conocido jirón Andahuaylas; apoyado en los pilares de su trabajo y persistencia, consiguió establecer una fonda ambulante de comida; disponía de una tabla apoyada en cajas de madera, un par de canastas, un par de sartenes, algunos platos y palitos; para los más exigentes tenía tenedores de tres dientes labrados sobre rústica madera; los comensales se sentían atraídos por el olor de la comida, así como por la energía que el cocinero mostraba al saltear las carnes y verduras, las cuales se servían con arroz blanco; no había sillas ni mesas, su mobiliario consistía de ocho piedras grandes pintadas de color rojo (cual remedo de tronos imperiales), los demás comensales comían de pie; sus primeros clientes eran inmigrantes chinos así como gente muy pobre que acudía en busca de comida barata; a un costado discurría una acequia, la gente común de la capital, en general, segregaba a los asiáticos disimulando en su seno prejuicios étnicos y racistas, era muy raro que algún limeño de clase medía comiera en la fonda de Chi Kuan, los más atrevidos mandaban llevar comida del chino, a escondidas para evitar “el qué dirán”; el sueño de Chi Kuan se había hecho realidad, vivía cada día con entusiasmo y fue así que conoció a una mestiza que le ayudaba en la fonda y quien tras un año dio a luz a su primogénito; Chi Kuan ahorraba pacientemente pues deseaba tener una bodega propia para mandar a estudiar a su hijo al colegio que él nunca alcanzó y que de ese modo eludiese los dardos zigzagueantes del destino;
-Algún día mis hijos también serán unos señores- se decía el cocinero, esperaba que en el futuro sus hijos tendrían la patria que a él le fue negada.
Y así mi memoria prosiguió reconstruyendo los relatos escuchados: cada día el cocinero convertía su sueño en vida y su vida en sueño; ya tenía clientes asiduos cuyo platillo más solicitado era el “chau fan”, arroz salteado acompañado de carne asada; inicialmente sofreía jengibre y ajos finamente picados, seguidamente era todo un espectáculo ver como el frío arroz se desplazaba por el wok, volaba por los aires y retornaba respetuoso de la ley de gravedad; el cocinero había innovado el tradicional arroz frito cantonés añadiéndole cebollita china picada y sillau (3), finalmente remataba el plato con un chorrito de vino de arroz, aceite de ajonjolí y una pizca de canela china; no faltó algún atrevido que le pidió fiado y nunca más volvió, aquello le disgustaba a Chi Kuan quien solía decir -peluano tlamposo-; pero reconocía que eso era parte de su posicionamiento inicial; el cocinero se proveía de salsa fermentada de soja, salsa de ostras y demás especias que preparaba con los insumos de la zona; pasaban los días y Chi Kuan seguía innovando sus platos con verduras tiernas que salteaba vigorosamente; el aroma llamaba la atención de los transeúntes que aún así se resistían a acercarse por sus prejuicios de clase; su vida se había convertido en una secuencia de vastos amaneceres con jornadas de olor a trabajo; cuando la gente se le acercaba el cocinero solía inquirir -¿Chi fan?- que en cantonés quiere decir comer arroz, así fueron los inicios de la palabra “chifa” con la que posteriormente los peruanos denominamos a los restaurantes de comida china; cierto día mientras Chi Kuan atendía a sus comensales se le acercó sorpresivamente un capitán con tres soldados:
-¡Quedan ustedes detenidos!- exclamó el oficial.
-¿Qué hemos hecho? contestó el cocinero sin obtener respuesta alguna, seguidamente lo detuvieron junto a dos comensales, los trasladaron al Cuartel Santa Catalina para cumplir con un libreto ya escrito y asignado puesto que la ciudad estaba amenazada por tropas del país del sur.
El cuartel era un caos, Chi Kuan recibió como uniforme un traje de lino blanco y un par de ojotas; en su destino habían colaborado las circunstancias, la resignación y el azar; desde que fue enrolado le asignaron por nombre el número setecientos treinta y nueve, no era más que una cifra señalada por la suerte y nuevamente la vida le negaba un nombre, el estaba harto que le llamasen coolie pues esa palabra era hindú (4) y no china; no había fusiles para todos así que compartían uno entre veinte reclutas, el idioma era nuevamente un obstáculo, tanto Chi Kuan como algunos indígenas no dominaban el castellano por lo cual no entendían a cabalidad las instrucciones, peor aún, pues recibían insultos y las órdenes solían estar matizadas de palabras soeces, algunas nunca antes oídas por ellos; los reclutas habían encarado con incertidumbre los porvenires que les aguardaban; fue así que pasados tan sólo veinte días fueron enviados al frente de batalla, el día anterior habían llegado los fusiles que fueron prontamente distribuidos.
Era la tarde del diez de enero de mil ochocientos ochentaiuno, los reclutas marcharon presurosos hacia el balneario de Chorrillos; el cocinero ignoró el tiempo que recorrió ese día; sabía que alguna vez imaginó, con la misma melancolía, la infausta idea de perecer por una causa ajena, finalmente fue instruido en defender una posición en una cuesta del Morro Solar, demás está decir que aquella noche el cocinero no pudo conciliar el sueño, pensaba en la posibilidad de saludar a la muerte; era natural que pensase en sus ancestros, ya que tan cerca estaba de sus recuerdos, ya que de algún modo ya era ellos.
El trece de enero a las cinco y media de la mañana empezó la batalla en las tierras bajas de Villa hasta San Juan; tanto Chi Kuan como un indio de apellido Choquehuanca, parapetados en la subida al Morro Solar, escucharon de un oficial:
-Carajo, no se muevan de aquí, ¡soldado que retrocede es soldado muerto!.
Horas después, las tropas defensoras fueron cediendo terreno ante la superior potencia de fuego de los cañones enemigos, apoyados éstos por nutrida artillería desde buques en la costa; Chi Kuan y Choquehuanca, guarecidos en sus trincheras, no disponían de agua para beber; por los comentarios previos de otros oficiales, el cocinero interpretó que sus compañeros simularían un retroceso para sorprender con un contra ataque.
Pasaron las horas y las tropas sureñas siguieron avanzando mientras unos soldados le gritaron a Chi Kuan: -chino cojudo retrocedamos-; pero él se mantuvo en su puesto esperando un contra ataque, pasaban las horas y no llegaría dicha contra ofensiva.
Siendo ya las primeras horas de la tarde, Chi Kuan descubrió que parte de las municiones recibidas no correspondían a su fusil, fue así que corrió cincuenta metros para recuperar el fusil de un compañero muerto y una pieza de artillería asestó un certero disparo que impactó cerca de sus pies; si bien la herida había sido de gravedad, más sangraba lo más íntimo de su alma por una incurable y negra melancolía: a lo lejos el obediente defensor debió contemplar como el aristocrático balneario de Chorrillos era invadido mientras algunos defensores, carentes ya de municiones, se dispersaban cual espigas que el viento diseminaba, en la cima del morro los últimos espartanos ofrendaban sus vidas por la patria; pasadas las dos de la tarde la cima era una carnicería humana, al parecer, solitariamente Chi Kuan y Choquehuanca mantuvieron sus posiciones; bajo un ímpetu más profundo que la razón, los dos acataron ese impulso que no hubieran sabido justificar; el olor a pólvora se inhalaba por doquier, el sol de verano se vistió bajo un traje de humo mientras el polvo se colaba hasta sus gargantas, era tarde para huir pues la cúspide del cerro estaba tomada por los invasores; en tanto aquellos dos solitarios defensores se disponían a agotar sus últimas municiones, sin esperanza pero también sin humillación.
Mientras transcurría la tarde, el sol abrasador del verano daba paso a una fresca brisa marina; en su vana devoción, Chi Kuan había disparado su última munición, el recluta reflexionaba que quien había entrevisto los curiosos designios del universo, no podía pensar en los hombres, en sus triviales dichas o desventuras, aunque aquel hombre fuese él, aquel presentía que pronto dejaría de serlo; cuanto le importaría la nación de aquellos otros, si él, en ese momento, ya era nadie.
Un cabo de regimiento del ejército invasor ordenó a un soldado acercarse a la trinchera que tanto dolor de cabeza les había causado, ¡cruel capricho del destino!, ¡qué ironía! el soldado era nada menos que su primo Tang Siu Pin y formaba parte de un regimiento de chinos que fueron liberados en las haciendas del sur y conformaba el batallón de avanzada del ejército invasor, Chi Kuan con sequedad en su garganta pronunció –tengo sed-, su primo corrió y le alcanzó agua:
-Carajo, está muy mal herido- dijo el cabo al ver que sus piernas parecían un despojo humano- mejor mátalo -ordenó.
Chi Kuan miró por última vez el hermoso atardecer, el sol buscaba besar el mar justo por donde un día había llegado.
-Busca en el mercado Central a nuestro amigo Chang, el conoce a mi mujer e hijos, cuida de ellos por favor- suplicó el cocinero, su primo movió la cabeza afirmativamente con más ligereza que culpa y no hubo más palabras.
A Siu Pin le resultaba difícil compartir la congoja del cocinero, dilatar la vida de éste hubiese sido dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes, un disparo de fusil en la sien condujo al cocinero al templo de la inmortalidad.
-Llévenlo a la fosa común- instruyó el cabo mientras Siu arrancaba del cuello del muerto una burda pita donde colgaba un pequeño cartón que indicaba el número 739; ¡Qué injusto final!, no justo para la vida de alguien que nadie recordaría, por eso el chino anciano me repitió varias veces aquella historia, como queriendo carcomer aquel monumento a la ingratitud; él aseguraba haber tenido entre sus manos aquel cartón y pita que le fueron entregados por su padre Tang Siu Pin quien obtuvo detalles de los últimos momentos de su primo al tomar prisionero al defensor Choquehuanca.
No había tiempo para más, comprendí que el anciano había muerto llevándose consigo detalles que faltaron indagar; en el chifa, la bulliciosa orquesta calló sus melodías, la sobremesa había sido extensa, solo algunos comensales consumían en minúsculas tazas de porcelana china sus últimos sorbos de te jazmín.
Lo narrado acerca de Chi Kuan Tang había repasado por mi mente en unos breves segundos; el apetito satisfecho y las sonrisas de los comensales hacían ver más rasgados nuestros ojos; así como el banquete había sido una mezcla de sabores, mis remembranzas se tradujeron en una mezcla de sentimientos encontrados, recuerdos que mi temerosa memoria apenas los abarca, imágenes que hoy son nostalgia de unos vagos recuerdos que se enterraron en el cementerio del olvido.
(1) Chifa: Vocablo peruano para referir a restaurante de comida china. Es probable que provenga de las palabras cantonesas “chi fan” (comer arroz) ó “Chiu faan” (cocinar)
(2) Ojota: sandalia rústica
3) Sillau: salsa de soja en idioma cantonés.
(4) Coolie o culie: trabajador golondrino en acepción hindú.
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