viernes, 17 de junio de 2011

Callapiña en Teoponte

Clara Pawlikowski

Mi padre bordeaba los 70. Cuando fue joven estuvo vinculado a las guerrillas del norte del país. Era uno de los pocos saurios que quedaban de esa época. A esas alturas de su vida se olvidaba de todas sus consignas guerrilleras. Abandonó a mi madre luego de casi treinta años de matrimonio y ahora vivía con una muchacha que podría ser su hija. O mi hermana menor.

Solíamos tomar café de tanto en tanto como para no desvincularnos, hablábamos de todo un poco pero nunca tocamos el tema de la separación. Nuestras reuniones no pasaban de una hora porque se me hacían aburridas.

Verlo con sandalias o con mocasines sin medias, vaqueros y politos ajustados como si fuera un chiquillo –me  llevaban los demonios– se le veía ridículo. Un día me preguntó qué me parecía si se pintaba las canas. Lo único que atiné a decirle fue que dejara de hacerse el payaso. No le gustó nadita mi respuesta, acabó el café y diciendo que tenía mucho que hacer se despidió rápido.

–Ay, qué huachafo el señor Tito –se rio Marina, la cocinera selvática que nos acompañaba muchos años en la casa, no bien le conté las ocurrencias de mi padre.

Sin embargo, como para comprenderlo, me dediqué en cuerpo y alma a leer las historias de todos esos bichos raros que en los años sesenta lucharon en las guerrillas.

En este lío metí a Fabricio, mi enamorado; para él mi padre era un fanfarrón, pasado de moda, reptil de otra época. Lo catalogaba por su vestir y porque cuando nos reuníamos sólo hablaba de cosas sin importancia; hasta dudaba que hubiese sido guerrillero. Buscando temas cayó en nuestras manos la historia de Teoponte. Fabricio me dijo:

–A ese peruano su jefe lo mató de un tiro en la nuca.

–Loco, ¿Qué dices? Te estás adelantando demasiado –le dije.

–Ay, niños. ¿Qué hablan? –metió su cuchara Marina.

A Fabricio no le gustó el tema y quería terminar de un solo tirón; al fin y al cabo era estudiante de ingeniería y estas cosas no le interesaban.

Lo que yo deseaba era encontrar tema para conversar con mi padre ya que me tenía podrida preguntándome si se teñía las canas o si se colocaba un piercing en las cejas.

Decidí prescindir de Fabricio y corretear a este peruano que se fue a Teoponte a luchar como lo hizo unos años antes el Che Guevara y mi padre.

Leí a trancazos a Rodríguez Ostria, un historiador boliviano que hacía poco había investigado minuciosamente la experiencia de Teoponte. Sólo enumeraba entre los extranjeros que participaron en la expedición al peruano Antero Raúl Callapiña Hurtado.

El sábado que me encontré con mi viejo, después de saludarlo, le hablé que estaba investigando sobre Teoponte como parte de una tarea en la universidad.

– ¿Teoponte? –Me preguntó–, ¿de dónde sacaste ese nombre?

–En ese lugar mataron a muchos guerrilleros como tú pero en Bolivia –afirmé.

–Me acuerdo muy poco, creo que no participaron peruanos  –me dijo.

–Sucedió hace cuarenta años en Bolivia, tres años después de la muerte del Che Guevara en Ñancahuazu. ¿Te acuerdas? ¿O es que los viejos van perdiendo la memoria, como dicen en internet? Yo creí que tú sabías sobre esto y que me podías ayudar  –me miró irritado, no sé si porque tocaba sus fibras de luchador social o porque le sonaba a sorna.

 Al poco rato se acercaron a la mesa unas muchachas amigas de su actual mujer. Y después de besitos van y besitos vienen, me las presentó y yo me retiré al toque.

De todas maneras, ya me había enganchado con el tema, así que seguí leyendo sobre Callapiña. En la expedición, que duró muy poco, participaron en su mayoría jóvenes de la clase media boliviana, unos pocos obreros, otros campesinos; aunque colaboraron también argentinos, chilenos, fue Callapiña el único peruano.

Habían formado el Ejército de Liberación Nacional (ELN), un conglomerado de diversos partidos de izquierda y con algunos cristianos seguidores de la Teología de la Liberación.
Por esto último, hasta antes del estudio realizado por Rodríguez Ostria, en Bolivia creían que fue una expedición exclusiva de jóvenes cristianos.

El siguiente sábado, mi padre vistiendo un polito rojo y sus jeans desteñidos, me esperaba como siempre en la cafetería.

 –Estuve leyendo sobre Teoponte  –me dijo.

 –Qué bueno que te hayas acordado. No me refiero a tu edad, me refiero al tema por si acaso.

 –Dejémonos de ironías Zarela, hablemos como adultos.

 Me hice la desentendida, mi padre siempre ganaba, tenía una gran habilidad “para voltear la tortilla”.

 Fue así que comenzó a contarme sobre la experiencia de Teoponte.

–Estas personas se embarcaron en dos camiones con enlatados para su sustento y armas de fuego camufladas, aparentando ser alfabetizadores y se dirigieron al norte de la Paz. Este viaje duró aproximadamente cien días y pocos fueron los que terminaron vivos.

El ejército boliviano con el apoyo de los Estados Unidos los acorraló y los dejaron morir en la selva. Coparon todos los pueblos de los alrededores. Así que los guerrilleros no pudieron pedir ayuda de ningún tipo. Estaban desconectados con el exterior porque lo primero que hicieron, vencidos por la fatiga, fue abandonar un equipo de radio antiguo y muy pesado. Muchos murieron de hambre, otros fueron ejecutados por el que dirigía la expedición.

– ¿De dónde sacaste todo eso? ¿Fue tu experiencia o en efecto así sucedió? ¿Y tú cómo saliste vivo? –lo abarroté de preguntas. 

 –Leí en mis ratos libres para ayudarte, se conoce poco sobre Teoponte  –me dijo.

 Realmente, este tema no era una charla de café. Esta vez no fueron sus amigas, fui yo quien cortó la conversación, tuve que despedirme volando porque tenía clases en la universidad. Vi que se quedaba contento, al menos no habíamos hablado de sus piercings, más bien lo vi con un corte de pelo un poco raro.
Cuando me informaba de este suceso imaginé primero que Callapiña se había escapado con un compañero,  anduvieron dando vueltas en el monte y volvieron a encontrar a sus camaradas después de algunos días.
Fueron juzgados como desertores y asesinados por el Chato Peredo, jefe de la expedición. Creí que así murió Callapiña, porque leí que a uno de los fugitivos lo  llamaban Perucho, lo ligué con Perú, pero informándome mejor, resultó ser el seudónimo de un boliviano.

Tenía razón mi padre, algunos fueron muertos por sus mismos compañeros; en este sentido coincidía con Fabricio, pero lo de mi enamorado era un tiro al aire. Pura intuición.

Poco tenía para contarle sobre este estudiante que aparentemente nadie reclamó por él;  así que me enfrasqué en mis fantasías y resultó lo siguiente:

Raúl, como nombre, generalmente corresponde a una persona de naturaleza diligente, cuidadosa y emotiva.

Le gusta sentirse realizado y mejorado. Pero, ¿habrá sido así Callapiña?

Paremos un rato en este párrafo y pensemos en Raúl. Tal vez en ese entonces tendría veintitantos años, mi edad y la de la nueva mujer de mi padre.

Qué difícil se me hacía cualquier cosa en esta etapa de mi vida. Mis referentes se hicieron las extravagancias de mi padre y las tristezas de mi madre.

En lugar de lanzarle un huevo en la cabeza a mi padre, decidí meter a la madre de Callapiña por algún lado.

Le iba a saber a “chicharrón de sebo” cuando lo supiese. Nada de mencionar a la madre de cualquiera, como él abandonó a la mía, me cambiaba de tema cuando lo hacía. Imaginé la emotividad de Callapiña cultivada por su madre, quizás maestra de escuela o agente pastoral. 

Las enseñanzas maternas le hicieron tomar conciencia de la realidad de Cusco y Puno de la época, de las condiciones paupérrimas en que vivían los campesinos. Y que, a pesar de eso, tenían que pagar a los gamonales tributos como el yerbaje para el pastoreo de sus animales, y como el famoso “reparto” que era la entrega anual de lana a los notables.        

Vivió de cerca las tomas de tierras, las masacres a los campesinos por los policías en los desalojos, de las injusticias que no  se superaban a pesar de las reformas ofrecidas por el presidente Velasco.

Los exámenes me alejaron, por momentos, de este asunto, deje de ver a mi padre por unas semanas. Él me escribía mensajitos de texto en el celular: “Te extraño Zarela”, “¿Cuándo nos vemos?” “¿Cómo saliste en tus exámenes?”

Pensé que si tanto le interesaba, ¿por qué se fue de la casa? ¿Sería su conciencia sucia la que le hacía mandarme esos mensajes? ¿O era quizá parte de su comportamiento de jovencito, para estar a tono con su mujer?

Nuevamente volví a Teoponte.  Hablarle a mi padre de mis cursos sobre literatura europea o de lingüística, sería recontra aburrido. Mejor  era darle en la yema del gusto: hablarle de guerrilleros.
Por eso cuando nos encontramos de nuevo, le largué de paporreta todo lo que sabía y lo que me había inventado de Callapiña. Él me seguía atento, no atinó a decir palabra, desconcertado, esta vez gané por goleada, me dije.

Pero como él nunca era buen perdedor, y le gustaba lucirse hasta la petulancia, abrió la boca:
         
–Flores Galindo ubicó en esos años ciento treinta siete movimientos campesinos, cuarentainueve de los cuales eran en el sur.

Gran cosa que no me decía nada. Entonces mis quimeras no estaban por mal camino, él solía citar libros y hacer gala de sus lecturas. Yo volaba con mis fantasías, tratando de romperle los esquemas, y seguro que lo descuadré. No me preguntó dónde había leído. Eso daba pie para  discutir, pero se quedó callado.

Yo seguía conjeturando sobre Callapiña: era un joven diligente, dinámico y de respuestas rápidas. Abandonó un buen día su hogar y viajó a Bolivia donde se adhirió al ELN. Y, por ese espíritu más de seguidor que de líder, no  hizo mella en su persona el recibir órdenes de Peredo, sin dilación. Por su carácter cuidadoso el grupo lo admitió porque no aparentaba ser un delator.

Según yo, Callapiña Hurtado era un estudiante citadino y no entendía cómo sin ninguna experiencia de caminar en la selva boliviana aceptó participar en Teoponte. Se entrenó, como los otros participantes, con una mochila repleta subiendo y bajando las calles de la Paz.
Hablando con Fabricio, pregunté:

– ¿Dónde se habrá entrenado mi padre? ¿Cómo así fue que no lo mataron? Le escuché sus historias pero nunca le paré bola. Me parecía un hombre falso. Al  final, cuando se fue de la casa, me convencí que de guerrillero no tenía nada. Por eso me empeñé en curiosear cada vez con mayor ahínco la vida de Callapiña.
Creía que todos eran unos poseros.

Hasta escuché la grabación de uno de los guerrilleros que había salido vivo, y refería lo siguiente:

–A las dos semanas se nos acabaron los víveres. Faltos de experiencia y de vida en el monte, como ninguno conocía la selva, nos alimentábamos de raíces y tallos que parecía comestibles. Por eso muchos se enfermaban y no podían caminar. Nunca pudimos cazar nada. Algunos se caían caminando, sus cuerpos les pesaban demasiado, nuestra ropa estaba hecha jirones. Algunos se suicidaron, otros murieron de agotamiento. 

En conclusión, conociendo a mi padre, estos patas eran unos inútiles.

Tan inútiles que, los que se escapaban, fueron encontrados y fusilados por los soldados del ejército que los tenían acorralados.

–Tampoco juzgues tan mal a tu viejo, Zarela. Tal vez estuvo en lo que ellos llaman la retaguardia cuando luchó con De la Puente–me consoló Fabricio  para calmarme.

–Oye, Fabri, mejor, ¿por qué no dices que vio muchas películas? Conociéndolo, a él le hubiera gustado ser el actor principal.
Cuando me encontré con mi padre la última vez, casi me caigo de espaldas. Llegó tarde a la cafetería en una moto rockera y con una casaca negra un poco extraña.
– ¿No me digas que ahora eres un emo, la secta que se visten de negro? –lo saludé.

Ya me habían contado en la universidad que vieron a mi padre con la nueva enamorada, “una de sus alumnas que vive en La Punta”, mis amigos sólo atinaron a reírse. Ahora sospecho por qué lo hicieron.

–No es para tanto, Zarela, un amigo me la ha prestado y quería ver si te animabas a dar una vuelta.

– ¿Vuelta? –exclamé–. Si con las justas puedes ver. Qué loco eres manejando sin lentes.
–No los necesito. Me operé de la vista. Quizá otro día te animes.

Me parecía forzado hablarle en ese momento de Callapiña, él estaba interesado en otras cosas. Nunca me habló de sus enamoradas ni me preguntaba sobre mi madre. Siendo profesor en una universidad, cuando le pedía dinero decía que tenía con las justas. Lástima. Le llegó tarde jugar a ser un adolescente sin preocupaciones.

Mi madre encontró un trabajo en una ONG y yo no la veía todo el día. Había tratado de salir airosa del divorcio aunque a veces se le notaba triste. Por otro lado, mi padre quería cumplir conmigo pero sólo invitándome una taza de café semanalmente. Entonces, ¿qué me quedaba? ¿Con quién terminar esta historia?
¿Qué hacer con mi vida? Sólo Marina me acompañaba durante los almuerzos.  

Tenía en la cabeza un carrusel  de preguntas sencillas pero no encontraba respuesta. Mis padres andaban en lo suyo. Cada vez me alejaba de Fabricio, a él le empezaban a interesar otras cosas. Terminar su carrera, hacer su maestría, triunfar, ganar dinero a raudales construyendo una ciudad entera, tal vez lejos de mí.

Yo no creía en las guerrillas, por dentro me rebullía una gran rebeldía, con la potencia de un AKM; pero, ¿a quién dirigirla?                    

He pensado durante semanas. He  cavilado sobre mi vida y sobre Callapiña. Me resisto a entender que sabiendo que iban a travesar la selva estos jóvenes nunca habían ido ni quiera a visitarla.

Yo también me sentía atrapada en una hondonada sin salida; todos ocupados y yo buscando complacer a mi padre con un bendito tema.

Marina, nuestra empleada que era de la selva, me escuchó una noche entera sobre Callapiña, y me dijo:

–Zareta, si donde estuvieron era un bajeal o sea una selva pantanosa, era difícil de avanzar. Todo es húmedo.  Plagado de mosquitos y de culebras. Pero  si han estado en selva de altura, podrían haberse alimentado del corazón de las palmeras y de frutos de algunos árboles. Y si era una selva virgen pudieron cazar añuje y majaz. ¿Sabes, niña Zarela?, las alturas terminan en quebradas  y ahí pudieron pescar.

De hambre murió Néstor Paz, el Comisario del grupo, una persona muy querida. Su cadáver fue cargado durante varios días hasta que al cruzar un río, la  corriente se lo llevó.

En Bolivia se tejieron muchas historias alrededor de esta expedición, una de ésas fue precisamente, la de Néstor Paz. ¿Cómo pudieron encontrarlo luego de 19 años de muerto, cuando su hermano Jaime fue presidente de la república?

Si alguien se ahoga en algún río de la selva  y lo encuentran en los días siguientes sólo recogerían el esqueleto, lo demás lo devoran los peces sobretodo las pirañas y los caneros pero después de diecinueve años ya no quedarían ni los huesos. Sin embargo, no hay duda son hallazgos que sólo los presidentes de nuestras naciones pueden hacer. Los restos de Néstor Paz encontrados cuando su hermano fue presidente, reposan cerca de un molle en Santa Cruz de la Sierra.

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