miércoles, 20 de abril de 2011

El precio de la otra cabeza

Clara Pawlikowski

Viajé a Iquitos para visitar a mi hermana Estefita como lo hago todos los años durante mis vacaciones. Ella vive en Picuroyacu. Picuro como le conocen todos, es un pueblo muy pequeño. Estaba al borde del río Nanay pero ahora que los ríos han aumentado en sinuosidad y han hecho de sus riberas un misterio, Picuro ha terminado al borde del Amazonas.
Navegué el río Nanay un par de horas en el peque-peque hasta que llegamos. Las aguas del Nanay oscuras y calmas las sentí balancear al bote con un oleaje leve. No hubo nubarrones, el sol quemaba bastante,  de tanto en tanto, estiraba mis brazos para mojar las manos en el río y refrescarme.
En el puerto nos esperan como siempre, ciento cincuenta gradas de cemento que remontarlas no es cosa fácil. Alcancé la cima literalmente con la lengua afuera.
Los escalones hechos como para gigantes son agotadores, tuve que descansar de trecho en trecho. A la expectativa de pasajeros estaba el único motocarro que da servicios entre el puerto y el pueblo. Es una moto a la que le han acoplado una especie de tolva  que en ambos lados tiene un par de bancas angostas de madera. Apretados entramos seis personas, más las canastas y un par de gallinas.
Después de un penoso crujir arrancó la moto aullando por el excesivo peso, me quedaba la última media hora de viaje en un sendero angosto lleno de baches y bordeado de árboles frondosos y de yerbas altas.
 Estefita, mi única hermana,  vive sola en una casita de madera con techo de calamina, no le gusta Iquitos, dice que le ahuyenta el ruido, sobrevive vendiendo mermelada de guayaba y mantequilla de maní.
Para mí, es un descanso visitarla, me olvido del tráfico de Lima, de los accidentes, de los robos y ahora último de las discusiones entre los políticos.
Cuando estoy en Picuro mi objetivo es armar mi historia, esa historia que uno la tiene a pedazos o con vacíos que los llenamos de cualquier modo. Esta vez rebuscando entre papeles viejos encontré escrito lo siguiente:
 “Cuando abrieron la extraña encomienda, todos quedaron perplejos. Ahí, con los ojos y los labios cosidos estaba la cabeza decapitada y reducida de don Juaneco Poma, por cinco años desaparecido en la espesura de la selva. Y como nota, aún más curiosa, entre los hilos que cosían los labios, lucía un diamante.”
Lo leí varias veces. Cuando llegó mi hermana Estefita no le puso mucha atención; después de preparar el almuerzo me dijo:
─Eso fue lo que salió en el periódico El Oriente.
 ─ ¿Y a quién se refería? ─le pregunté.
Estefita aún con las manos amarillas manchadas de guisador, limpiándose en su delantal respondió:
─A nuestro abuelo. Para despistar pusieron ese nombre. No quisieron comprometer al alcalde, todos en el pueblo sabían que el abuelo andaba en negocios turbios con él. Su verdadero nombre era Celso Manama Sahuarico. Por eso somos Manama. Le apodaban “cara de huicungo”, tenía el pelo trinchudo, era retaco, flaco como una tangana, medio rengo y feísimo.
─ ¡Qué tal tipo nos resulto el abuelo! ¿Y eso del diamante dirás que es otro cuento?
─Claro, antiguamente la gente se engastaba “una chispa” de oro entre sus dientes delanteros en señal de prestigio. Pero acá ¿dónde iban a sacar diamantes?
─ ¿Y eso de la cabeza reducida?
─También eso es otro cuento. En realidad la historia es la siguiente: Celso, el abuelo, se encontró con Karaki en la Polinesia; en uno de esos viajes que como grumete hizo por el mundo. Karaki lo vio y no le quitó la vista de encima hasta que se hizo su amigo. Como Celso era aventurero aceptó ir a Bonganville con Karaki, dicen que allí la cabeza de un blanco vale mucho.
 Cuando llegaron Celso se puso contento porque los recibieron con danzas de tambores, todos vestían taparrabos y se acercaron a la orilla bailando acompasados por el sonido del tan tan para darles la bienvenida. Se veían muchas flores y el día estaba radiante, con mucho sol y una brisa marina muy agradable; el agua era turquesa, cristalina.
Después lo cargaron en andas adornadas con hojas de palmeras y pasearon a Don Celso  por toda la isla, caminaron por el borde del mar y  entonaron diferentes canciones. Luego lo bajaron y en un tris, uno de ellos descargó su hacha filuda, cortándole limpiamente la cabeza.
 ─Dime Estefita ¿Y tú cómo sabes tanto?
─Bueno mi hijita, prefiero dar rienda suelta a mi imaginación, leer a John Russell, en la biblioteca de mi compadre Fonseca,  que leer las mentiras que sacó ese pasquín.
─ ¿Así?
─Aquí no te reducen la cabeza, ni te dejan en la boca un diamante. Si eres narco y además soplón como Don Celso, el abuelo, te dan la vuelta con un wínchester y te tiran al río.
─ ¿De lo demás, se ocupan las pirañas?

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