martes, 14 de diciembre de 2010

El Duende

Gianfranco Mercanti


Corrían los años cincuenta, y el General Odría se había hecho de la presidencia de la república en el Perú. Fue una época pródiga en grandes obras estatales: Colegios, hoteles y estadios que hasta la fecha perduran, y con las obras, la bonanza económica para ciertas personas. Era el caso de don Alfredo Rodríguez, quien por aquél entonces labró una cuantiosa fortuna, que compartía con ciertas autoridades, para que le adjudicaran la ejecución de los proyectos.
Además de una hermosa casona en San Isidro,  y varias tiendas en el exclusivo Jirón de la Unión, don Alfredo compró una linda casa de madera en el balneario de Ancón, al norte de Lima. La casa tendría ya veinte años de construida cuando la adquirió, sin embargo, su ubicación con frente al malecón, y con un parque en su parte posterior, hacían de ella una propiedad privilegiada. Sin embargo, había permanecido desocupada durante varios años. Se decía que poco tiempo después de construida, una niña, hija única de sus propietarios había sido raptada. Sus padres, abatidos por el dolor, nunca más volvieron a ocuparla, hasta que finalmente decidieron ponerla a la venta.
Para don Alfredo estos sucesos, aunque ciertos, eran cosa del pasado. Ya Ancón había dejado de ser una alejada e insegura caleta de pescadores, para convertirse en una ciudadela, donde toda la élite limeña se congregaba durante la temporada. Luego de la remodelación y decorado, la propiedad quedó más hermosa que en sus mejores momentos, y ahí pasaba los veranos, junto con su esposa Antonia y sus dos pequeñas niñas: Yolanda y Rosita.
En la habitación de las hijas, predominaba el color melón, con hermosas molduras blancas, que combinaban con el color de las camas. Sus ventanales ubicados justo encima de las camas, permitían ver el parque y disfrutar por las noches del suave olor de las madreselvas, que crecían frondosas en la pérgola central. Además, por la noche, se oía lejano, proveniente de algún punto de la playa, el sonido de una quena, cuyas melodías parecían cabalgar y juguetear entre los rumores de las olas del mar. 
Nadie de había percatado que ciertas noches, muy tarde, alguien merodeaba el parque, y luego, escondido entre las plantas que florecían bajo la ventana de la habitación de las niñas, pasaba largo rato escuchándolas, y recordando a aquella hermosa niña a la que embriagó con floripondios, y luego ya aletargada e incapaz de resistirse llevó a una cueva en el acantilado.
Aquella noche de domingo don Alfredo y su esposa habían ido a la casa de los Miróquesada a jugar naipes. Doña Juana, la criada, ya había bañado y acostado a las niñas y apagó la lámpara del velador dándoles las buenas noches. No se había percatado del intenso olor a floripondio que saturaba la atmósfera del cuarto.
-Juana cuéntanos un cuento –le pidió Yolanda a doña Juana. A las niñas les daba temor quedarse solas en la oscuridad, y se valían de cualquier pretexto para que la doméstica se quede un poco más. Juana se sentó al borde de la cama de Rosita, y mientras que pensaba que historia contarles, sintió que se adormecía cada vez más, hasta que los ojos se le cerraron. De pronto, sonó la ventana -que dejaban entreabierta- como golpeada por un objeto duro, inmediatamente sintió que algo pesado le había caído encima, y gritó por el susto y el dolor que le ocasionó el golpe. Al sentir que el misterioso bulto se movía, lo agarró a través de la sábana, sujetándolo firmemente de algo que parecía una piernecita, tibia y gruesa como la de un bebé, que con mucha fuerza trataba de liberarse de su captora. Juana sentía su respiración, y su olor que era como el de un caballo.
-¡Yola, prende la lámpara rápido!  ¡Apúrate, creo que es un palomilla! –gritaba Juana desesperada, pensando que había atrapado a algún ladronzuelo.
Con gran esfuerzo y valiéndose de las dos manos, pudo mantener sujeta a la criatura, cuya pierna por momentos se le resbalaba. Cuando por fin Yolanda prendió la lámpara, todas gritaron aterrorizadas con lo que vieron: Era un viejito que no medía más de ochenta centímetros, tenía la nariz prominente, los ojos hundidos y la barba crecida. Estaba vestido con unas ropas de una tela similar al yute, cosidas toscamente, y con una gorra, como un chullo con punta, que cubría su cabeza dejando salir por los costados sus orejas y su pelo blanco y enmarañado.
Afectada por el pánico, Juana soltó al viejo. Por un instante, que pareció una eternidad se miraron sin atinar a moverse, como si incluso un leve parpadeo, pudiera romper un equilibrio mágico entre la criatura y su captora. Yolanda gritó un vez más, y el viejo, con una agilidad felina saltó de la cama e impulsándose en el velador salió rápidamente por la ventana. Juana abrazó a las niñas y lloraron juntas.
Luego de calmarse, Juana recordó que en Chincha, durante su juventud,  había visto seres similares, enanos, viejos y escurridizos,  trepando  a los árboles de papaya, y le decían que eran duendes, seres de otra dimensión que en ciertas épocas del año irrumpen en nuestro mundo. Aquí, tienen la mala fama de raptar niñas y ser guardianes de cuantiosos tesoros.
 Al regresar de su reunión don Alfredo y su esposa escucharon la historia con curiosidad.
- ¡De que duendes habla doña Juana!,  de seguro ha sido un ratero que pensó que la casa había quedado sola –dijo don Alfredo, mientras se aprestaba para ir a la comisaría.

1 comentario:

  1. Me encanta: un cuento de hadas pero en versión peruana moderna. Hace recordar la sesión sobre literatura infantil que vimos en el nivel avanzado la parte que las hadas duendes y esos seres en su origen eran vistos como muy peligrosos

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