C.M. Hollens
Emilio San Román apuró el último sorbo de su café espresso. Eran las nueve menos diez de la mañana. Sentado en una esquina olvidada del restaurante, se ocultaba en esa penumbra cómplice, con los ojos profundamente azules brillando ante el resplandor tenue de su celular. El aroma del café flotaba entre las notas de Beethoven, mientras en su mente punzaban las lacerantes palabras del doctor: «Te queda poco tiempo con ella».
Apretó la taza con fuerza. Al soltarla, se levantó sin titubeo, llamó con autoridad a uno de los meseros, firmó la cuenta y abandonó a paso enérgico aquel mágico refugio.
Con la destreza que da la asiduidad, cruzó la avenida
de cuatro carriles hasta alcanzar la esquina opuesta. A esa hora, el ruido de
la ciudad era una sinfonía desordenada in crescendo, y el bullicio de
las tertulias en los locales cercanos daba vida a una urbe vibrante y colorida.
Emilio suspiró antes de entrar a su oficina, miró su reloj inteligente y sonrió,
satisfecho al ver que eran exactamente las nueve menos cinco de la mañana.
—Carmen,
no me transfiera llamadas. No estoy para nadie —dijo, dirigiéndose en tono
recio al pasar frente a la mesa de trabajo de la joven.
La chica detuvo sus actividades, dirigió la mirada a su compañero del
escritorio contiguo, Roberto Fonseca y, sin pensarlo mucho, apuró el paso
detrás de San Román.
—¿Qué quiere, Carmen? —vociferó, impaciente, Emilio al notar que su
asistente lo seguía.
—Na... nada, señor —respondió la joven, visiblemente nerviosa—. So... sólo
espero instrucciones, señor.
San Román resopló con impaciencia.
—Esas son mis instrucciones, Carmen: que nadie me moleste. ¿Está claro?
—Sí, señor. Di… disculpe, señor —. Se retiró la chica, sudando
copiosamente, de nuevo a su escritorio.
Roberto la abordó de inmediato con intención de calmarla. Le dijo, en
voz susurrante que, ocasionalmente, el jefe llegaba de mal humor, pero con el
transcurrir del día lo notaría más sereno. La joven esbozó una sonrisa leve y
continuó su trabajo.
—Sé que es tu primer día, dulzura —dijo Roberto, intentando seguir la
conversación—, pero pronto te acostumbrarás a la bipolaridad del jefe. No por
nada conocemos entre seis y ocho asistentes nuevos cada año… aunque,
honestamente, espero que tú te quedes mucho más tiempo.
La chica lo miró, estoica, por un momento y continuó tecleando la
información que le habían solicitado en Recursos Humanos. Roberto regresó a su
lugar, esperando volver a construir la oportunidad de acercarse a ella.
San Román era un hombre extremadamente disciplinado. Sonreía pocas
veces, pero cuando lo hacía, dejaba entrever una bondad genuina. Nadie se
imaginaba el vacío que experimentaba la mayor parte del tiempo: buscaba sin
saber qué era lo que debía encontrar.
A sus cuarenta y dos años había construido —durante quince años de
trabajo arduo, con errores, aprendizajes y superación de obstáculos— una
franquicia mediana de restaurantes que fusionaban la comida internacional
contemporánea, café de alta especialidad y postres artesanales.
La sucursal matriz quedaba justo enfrente de las oficinas centrales,
donde se encontraba el despacho de Emilio, quien además fungía como presidente
ejecutivo. Desde la ventana, se podía observar que se alzaba ufano el elegante
letrero que ostentaba el nombre Maison San Román, en cuyo interior, cada
día de seis a nueve menos diez, Emilio repetía su rutina con exactitud
matemática.
La fama de la cadena residía en su ambiente exquisito, casi hogareño, y en
la música clásica envolvente que rescataba un espacio perfecto para conversaciones
profundas y románticas. La atmósfera intimista contrastaba de forma curiosa con
la naturaleza evitativa de Emilio, quien era una mezcla desconcertante de líder
amado y temido.
Los gerentes de todas las sucursales sabían que durante el horario
laboral —aunque faltara apenas un minuto para concluir—, debían estar
completamente disponibles, e incluso dejar todo para entrar a junta virtual en
el momento que deseara el jefe. Era agotador, sí, pero posible, gracias a que
San Román había dotado a cada restaurante con la mejor tecnología para asegurar
una comunicación eficaz e inmediata. Ya cerca del final de la jornada, llamó a
su asistente.
—Carmen, envíe los mensajes pertinentes para una junta virtual con los
gerentes de las sucursales. Genere el enlace correspondiente y anote que el
asunto es la cultura de calidad dentro de la compañía. Quiero que se
incorpore a la reunión para redactar la minuta —ordenó mostrándose
indiferente, mientras pensaba escéptico si por fin habrían contratado a la
secretaria adecuada.
—Sí, señor —respondió Carmen con una sonrisa
forzada.
Justo terminando el día, pensó la joven. ¿A quién se le ocurre empezar a
trabajar a las cuatro de la tarde? Esto es un atropello…—mascullaba para sí,
mientras identificaba los correos de los gerentes y enviaba el enlace de la
videoconferencia—. Su habilidad era, por demás, evidente. Organizó todo lo
necesario y completó la tarea con precisión. Emilio se sorprendió cuando,
quince minutos después, recibió la llamada de Carmen anunciándole que todo
estaba listo para iniciar.
La pantalla pronto mostró los recuadros
encendidos, sin que faltara ninguno de los gerentes. San Román apareció en el
suyo: camisa blanca impecable, sin corbata, el gesto serio y una taza de espresso
en la mano. Detrás de él, apenas visible, se distinguía una estantería con
botellas de vino, libros de arte culinario y una placa con el logotipo de Maison
San Román.
—Buenas tardes, ya saben por qué estamos aquí
—dijo sin preámbulos, mientras revisaba que los asistentes pertenecieran a
todas las sucursales. Conocía a cada uno por su nombre—. ¿Ya llegó Laura? —preguntó,
buscando entre los recuadros.
—Sí, Emilio, aquí estoy —contestó una voz dulce
y vivaz que provenía de una hermosa joven morena, de ojos grandes y largo cabello
obscuro y rizado.
—Muy bien —respondió complacido y luego continuó
con tono recio—, ustedes saben que el éxito de la empresa que juntos vamos
expandiendo depende de continuar con excelencia lo que sabemos hacer. No quiero
que nadie se desvíe un milímetro del sistema de la compañía.
En la esquina inferior, Jorge Cisneros —gerente
de la sucursal de Monterrey— frunció el ceño. Hizo clic en su micrófono.
—Emilio, la gente quiere cosas nuevas. He
recibido comentarios de que el menú es reducido y sólo hay música clásica.
Un silencio tenso siguió al comentario.
—Esto no es un mercado de antojos —replicó
Emilio—. Nuestro menú es una sinfonía. Si un músico improvisa, arruina todo el
concierto. O, para los que son visuales: cuando cada uno hace lo que se le
viene en gana, se desdibuja nuestro propósito.
Andrea, de la sucursal de Querétaro, no pudo
evitar esbozar una sonrisa. Emilio continuó con tono enfático:
—La musicalidad del ambiente de los
restaurantes tampoco está en discusión. A las seis de la tarde, hora central,
debe escucharse Claro de Luna en todas nuestras sucursales. No quiero
excusas. En un sistema diseñado, no cabe mucho lugar a la creatividad. Cada uno
tiene que hacer lo que está establecido, y ya. ¿Entendido?
Todos asintieron, excepto Fernando, quien, desde
la sucursal matriz en Guadalajara, intervino con voz contenida:
—Pero también podría ser una oportunidad, jefe.
Eso impulsaría nuestra ya exitosa presencia en redes.
Emilio entrecerró los ojos. Inclinó el cuerpo
hacia la cámara y respondió con pasión:
—No me interesa ser viral, Fernando. Me
interesa ser inolvidable. Que las personas encuentren un
espacio para ser, en profundidad, ellos mismos, en medio del insufrible barullo
de la vida diaria. Maison San Román es un oasis en medio de la jungla urbana.
Todos guardaron silencio. Nadie sabía los
motivos de fondo de Emilio. En su historia había dolor, amor, lealtad… y un
interminable vacío que había sido cavado en el olvido. Antes de cerrar la
sesión, sostuvo la mirada fija en la cámara. La voz, más baja, más lenta:
—Maison San Román no es un nombre. Es una
promesa. Y yo no rompo promesas.
Con estas palabras, desde su silla de caoba tapizada
en piel genuina, Emilio despidió a todos de la junta, incluida su asistente. Solo
pidió que se quedara la gerente de la sucursal de Oaxaca: Laura Altamirano, reconocida
por su inteligencia y su nobleza. La profunda mirada de la joven hacía que
Emilio se sintiera desnudo, descubierto y casi inerme. Le gustaba estar con
ella sin saber bien por qué; su presencia era para él, un manantial en medio de
su desierto.
—Laura. —Se dirigió a ella con un tono más
suave.
—Presente —respondió Laura con una risa
juguetona, muy acorde a su carácter extrovertido.
—Estoy enterado que solicitaste vacaciones en Recursos
Humanos.
—Ajá —respondió aun sonriendo—. ¿Tengo algún
impedimento? ¿O me vas a inventar una nueva tarea imprescindible e ineludible
de último momento?
Emilio sintió el rubor subirle al rostro. Las
dos veces anteriores que Laura pidió receso, él abrió un par de nuevas
sucursales y acompañó a Oaxaca a los gerentes en entrenamiento. Sorprendido por
su franqueza, San Román gesticuló una sonrisa para disimular el bochorno.
—No, Laura —continuó más serio—, tú sabes que
valoro mucho tu eficiencia.
Poniéndose creativo inventó:
—Es que quiero integrar el café oaxaqueño
artesanal al menú del restaurante.
—Pensé que el objetivo de esta junta era
aclararnos que no harías cambios —respondió ella ágilmente.
—No diametralmente opuestos al espíritu de la
compañía —dijo ya más dueño de la situación.
—Está bien, mientras no me suspendas mis
vacaciones, dime con qué te apoyo.
—Quiero que me acompañes a un tour por los
diferentes pueblos de Oaxaca para identificar la mejor especie de café. Me queda claro que será arabica por la
región, pero estoy entre la bourbon, caturra o garnica.
—Emilio —contestó Laura con la confianza que le
daba intuir que era muy aceptada—, sabes que para Maison San Román, la mejor
opción es una mezcla con arabica typica y mundo novo.
Emilio sonrió. Se sintió expuesto, ella conocía
el negocio y a él se le habían acabado las excusas. De verdad estaba interesado
en convivir más con ella. Algo de Laura le parecía irresistible. Quizás su
serenidad, su confianza desenfadada, su elegancia simple y la pulcritud de sus
maneras. Nadie más le había interesado de esa forma. A él, que era hermético,
evitativo y solitario, considerado de los hombres solteros más apuestos de su entorno,
le era totalmente aburrido el perfil de mujeres con las que trataba en su exiguo
círculo social.
—Laura —reiteró enfático—, será cuestión de
tres días. Tú tendrás tu habitación y yo me encargaré del itinerario.
Laura se quedó pensativa con la mirada ligeramente
perdida. ¿Qué pretendía Emilio? ¿Sería una treta del destino? ¿Una prueba en el
camino que ella había elegido? Su silencio permaneció unos segundos más de los
que exige la cortesía y tras un profundo y suave suspiro, contestó:
—¿Cuándo necesitas que te acompañe?
Emilio sintió brincar su espíritu como un niño
en un parque de diversiones, pero haciendo un estupendo control de sus
emociones, contestó de manera profesional mientras revisaba su agenda.
—Sería… a ver… 2018… marzo, sería el 28, 29 y
30 de marzo.
—¡Emilio, eso es la próxima semana y es Semana
Santa! —exclamó Laura, casi contrariada.
—No se diga más. Carmen te mandará todo el
itinerario y yo llegaré el 28 a tu sucursal.
—Espera, espera, espera… —interrumpió Laura— ¿viste
mi fecha de vacaciones? Salgo el 26 de marzo y regreso el 9 de abril. No puedo
cambiar mis planes, Emilio. Incluso estoy dispuesta a rescindir mi contrato de
trabajo, que tanto disfruto, si me obligas a cambiar mi itinerario.
San Román se sintió desilusionado. Fue un balde
de realidad. De repente, se dio cuenta de que no importaba tener un imperio de
restaurantes o ser un hombre considerado atractivo, si no era capaz de relacionarse
con la mujer que le gustaba y ganarse un lugar a su lado para compartir la
vida. Tendría que cambiar su manera de acercarse. Hasta ahora, había sido frío,
formal y distante, siempre dentro del ámbito profesional… ¿Qué tendría que
hacer para que ella le abriera un espacio en su cotidianidad?
—Entiendo, Laura —respondió, tratando aún de
disimular su desencanto—. De ninguna manera sería capaz de obligarte de nuevo a
cambiar las vacaciones a que tienes derecho. Verás —dijo en tono más humilde—, ese
es el único tiempo que tengo y, a decir verdad, me gustaría compartirlo contigo
—agregó tragando saliva y deseando que ella no lo rechazara de manera cruenta. Era
curioso ver en esa posición al siempre estoico empresario San Román.
—Oh, Emilio —profirió perpleja Laura, quien no
esperaba que su jefe abriera así su corazón. Le inspiró tanta ternura. Su amiga
Tina, de la sucursal de Guerrero, constantemente le hacía ver las preferencias
que San Román tenía con ella, pero pensó que eran especulaciones de una celosa ilusa.
Este giro la obligaba a tener que abrirse. Laura tenía un secreto que no era
fácil que el mundo entendiera.
—Mira, seré más claro —continuó Emilio con
valentía—. Quiero conocerte, convivir contigo en otro plano que no sea el
profesional. Me interesa ser tu amigo… y también…
—¿Ser mi amigo? —interrumpió Laura—. Así la
cosa cambia. Ven conmigo a donde iré de vacaciones —se atrevió a invitarlo,
apostando internamente a que no aceptaría.
Los ojos vivaces de Emilio se iluminaron.
¿Escuchó bien? ¿O sus deseos le estaban jugando una broma inesperada? Su mente
saltó de improviso a los pasillos pulcros de una casa familiar para él. Sabía
que era difícil dejar tanto tiempo su mayor responsabilidad, más profunda que
su exclusiva cadena de restaurantes, pero tenía que apostar por esta relación.
—De acuerdo —contestó más que emocionado.
—Espera, espera, espera —declaró Laura tratando
de regresar las cosas a su lugar.
—Te estoy invitando, como amigo, a la misión a
la que iré en Semana Santa. ¿Estás dispuesto a pasar de miércoles a domingo
bajo mis términos, para regresar el Lunes de Pascua?
—Por supuesto. ¿Qué debo hacer?
—Te mando un email con las instrucciones.
—Excelente.
Emilio se despidió sin poder disimular su
alegría, y Laura, más que preocupada. Siendo sincera, no creía que Emilio pudiera
sobrellevar con éxito aquel viaje. A ella le había costado muchas renuncias
realizarlo y a pesar del atractivo de su jefe, no estaba interesada en
compartir tiempo con él, sin embargo, algo en su interior le decía que debía
permitirle vivir esa experiencia a su lado, incluso aunque se metiera en
problemas sentimentales.
San Román salió sin despedirse de los empleados
que se habían quedado haciendo horas extra, incluida su novel asistente. Condujo
a una velocidad inusual hacia esa casa familiar para él: un oasis de descanso situado
en una zona exclusiva de la ciudad.
Al llegar, saludó al personal encargado de
turno y se dirigió hacia una mujer que estaba sentada en el patio, con la
mirada perdida y las manos entrelazadas.
Emilio se sentó frente a ella y la contempló con
cariño desbordado. Ella era su dulce secreto y al mismo tiempo el motor de su
vida. Observó detenidamente su pelo cano, sus arrugas profundas, y tomó sus
pálidas manos. Su mente agolpaba un sin fin de recuerdos con ella y el dolor
atravesaba su corazón. El olvido duele más que la muerte.
Desde lejos, dos enfermeras encargadas del
turno —ambas ya en sus sesentas— los observaban.
—Ahí está Emilio, como siempre —comentó una con
tono cálido.
—Hoy llegó un poco más tarde —respondió su
compañera.
—No he conocido un hijo más devoto. Mira,
Lupita —añadió con énfasis—, llevo quince años trabajando aquí. Yo iba
iniciando cuando ingresó doña Selene San Román. Fue cuatro meses después de la
muerte de su esposo. En todo este tiempo, este muchacho ha sido el único
familiar que le he visto. Todas las tardes las pasa a su lado, trabajando y
platicando como si aún tuviera la esperanza de que ella le conteste.
—Ya quisiera yo que mis hijos me hablaran al
menos una vez por semana —replicó Lupita. Ambas suspiraron al unísono antes de
continuar con sus labores.
—Mamá hermosa —susurró Emilio con ternura—,
escucha —dijo mientras buscaba un canal de música en su celular.
Un breve momento después, comenzó a sonar la
entrañable melodía que tanto significaba para ella: Claro de Luna. Aquellas
hermosas notas vibraban en el corazón de la dulce anciana y de sus ojos comenzaron
a fluir sendas lágrimas. Aunque permaneció inmóvil, presionó ligeramente la
mano de Emilio y él sonrió, increíblemente reconfortado en medio del doloroso
eco de la voz que, dos días atrás, había sentenciado: «Te queda poco tiempo con
ella».
—Sé que sabes que estoy aquí, viejita hermosa.
Sí, me quedaré contigo, como siempre. También trabajaré a tu lado, como cada
tarde. Mamá —continuó, casi susurrando—, creo que conocí a la indicada, y una
vez me dijiste: «Cuando la encuentres, lucha por ella hasta donde Dios lo
permita». No he sido muy amigo de Dios en este tiempo, pero el recuerdo de tus
palabras me impulsa a seguir mi corazón —dijo, mientras sellaba la frente de su
anciana madre con un beso tierno. Bajo la luz del atardecer que se extinguía,
Emilio sacó su tableta y comenzó a trabajar hasta pasadas las once de la noche.
Tal como lo acordaron, una semana después,
siguiendo las indicaciones de Laura, Emilio aterrizó en la capital de Oaxaca y,
desde ahí, localizó el camión que lo llevaría a un pequeño pueblo en la zona
mixe, llamado Santo Domingo Latani.
Latani era un pueblo pintoresco enclavado en el
corazón de una zona montañosa del noroeste de Oaxaca. Su banda musical, las
fiestas del pueblo y la fe sencilla de su gente, enmarcaban la deliciosa
comida, siempre acompañada de un humeante café negro y grandes tortillas
amarillas como girasoles.
Al llegar a Latani, el grupo misionero de Laura
fue recibido entre música y alboroto. La gente amaba el tiempo que los
misioneros pasaban entre ellos, pues se mezclaban con la comunidad y llevaban
palabras de esperanza a un pueblo sediento de enseñanzas… con sabor a
eternidad.
Emilio estaba impresionado con el recibimiento.
Se sentía fuera de lugar, pero, al mismo tiempo, sorprendido de conocer aquella
faceta de Laura. Recordaba con amor a su madre, aunque seguía sintiendo un
vacío que creía poder llenar con la mujer indicada.
Laura aprovechaba cualquier momento para
explicarle el trasfondo de cada actividad: desde la historia de la salvación
humana hasta la cosmovisión católica que animaba su misión.
Cada noche, Emilio terminaba exhausto por las
andanzas vividas junto a Laura. Recostado en un sencillo petate, sonreía al
recordarse tratando de controlar a los párvulos en el catecismo; cuando estuvo
en el río, intentando atrapar acociles para la comida principal; o cuando debía
atravesar largos silencios que no sabía cómo llenar, mientras buscaba, sin
éxito, la mirada de Laura, capaz de pasar más de dos horas en profunda y quieta
reflexión. Sin embargo, en medio de tanta felicidad, había en ella algo que no
alcanzaba a descifrar: era tan cercana y a la vez tan lejana. Buscaba en su
mirada algún gesto de coqueteo, una señal de atracción…pero ese anhelo quedaba
suspendido sin respuesta.
La noche del lunes de Pascua, justo antes de
regresar, cansados, pero felices, se dieron un momento para conversar bajo la
luz de la hermosa luna oaxaqueña.
—Gracias, Laura —dijo Emilio, abriendo la
conversación.
—Nada que agradecer. Estoy sorprendida de lo
bien que te adaptaste a la comunidad y a las actividades —respondió ella, sonriendo.
—Te voy a ser sincero —dijo Emilio, en tono
solemne—: vine aquí por ti… pero me voy con el alma llena. La felicidad de la
gente, en medio de lo sencillo, es algo nuevo para mí. El romper con mis
estructuras… eso sí —añadió, frunciendo el entrecejo— les falta mucha organización.
Ambos rieron divertidos, y él continuó:
—Esto es lo que yo estaba buscando y no lo
sabía: entregar mi vida al servicio. Sin interés. Sin ganancias económicas. Sin
matemáticas. Pero aún me falta algo…
—Me alegro tanto, Emilio —interrumpió Laura,
anticipándose a cualquier situación romántica que pudiera ponerla en aprietos.
Aún no sabía cómo decirle su secreto a aquel atractivo hombre. ¿Sería el
momento indicado? Una vez dicho, no habría retroceso. Hablar es renunciar,
pensaba.
—Laura, estoy muy interesado en seguir
compartiendo tiempo contigo…
—Emilio —pronunció su nombre dulcemente y con
la resolución de quien ha tomado una decisión sin vuelta atrás—: hay algo que
debes saber de mí.
—Me encantará conocer todo de ti —susurró
Emilio, ilusionado.
—Quizá ya lo hayas notado, Emilio —continuó
Laura, ahora más seria—. Yo… estoy consagrada.
Un silencio profundo se apoderó del instante.
Emilio se quedó con el alma suspendida.
—No entiendo —atinó a decir—. ¿Qué significa
eso?
—Significa que he consagrado mi soltería al
servicio de Dios desde mi ser laico. Entiendo que no lo comprendas. No es
sencillo. Pero, en términos mundanos, soy como una monja que puede vivir en su
casa y trabajar, pero he elegido no formar una familia y quedarme al servicio
de Dios y de mis hermanos.
Emilio se quedó en silencio. El «luchar hasta
donde Dios lo permita» de su madre, retumbó en su corazón. En ese instante
comprendió los límites de Dios, donde ya no se puede pelear.
—Laura, eso es… eso es… —titubeó Emilio—
extraordinario… creo.
Ambos rieron juntos y pasaron un momento de
entrañable amistad. Emilio aceptó la realidad de Laura y comprendió la
necesidad de construir relaciones más significativas, agradecer lo que tenía y
servir sin esperar nada a cambio. Pidió, al Dios que empezaba a tratar, que la
ilusión que sentía por Laura, fuera semilla para sembrar nuevas esperanzas de
encontrar, un día, a la indicada.
El camino de regreso a casa fue un tiempo de
reflexión profunda. Mientras observaba las límpidas nubes desde el cómodo
asiento del avión, pensaba en la magnificencia de cada elemento de la creación.
Sabía que todo había sido hecho por amor… y desde el amor. Por vez primera, se sentía
enamorado de la vida.
Al reincorporarse el martes, aún flotaba entre
aquellos campos de algodón que había observado en el azul sereno del cielo. Esa
mañana decidió abandonar la seguridad de su rincón en el restaurante y comenzó
a conversar con el personal. Llegó al trabajo animado, notando incluso el
impecable desempeño de Carmen. Inició sus jornadas más temprano, decidido a
respetar el horario de sus colaboradores. Bromeó con su asistente, quien le
respondió con un tímido guiño. San Román reparó entonces en sus grandes ojos
verdes, su candor e inteligencia. Roberto Fonseca, atento a cada gesto,
percibió el cambio, temiendo tener un nuevo y fuerte rival. Emilio, por su
parte, también miró con recelo a Fonseca, pero supo que era un adversario al
que sí podría enfrentar.
Agradeció con hondura la amistad de Laura y las
silenciosas lecciones de la anciana que le había regalado la vida. Sabía que
estaría a su lado mientras Dios lo permitiera. Pero su mente también regresó a
aquella tarde oscura, a las seis en punto, cuando el corazón de su amado padre
colapsó y se apagó para siempre. Se veía entonces, abrazado a su madre,
llorando, mientras le prometía honrar la memoria de su viejo, amante del
buen café, de las tertulias profundas y de Claro de Luna, la apasionada
melodía de Beethoven.
Selene, ese satélite de nombre antiguo, tendría
siempre un significado profundo para Emilio. Como las letras doradas de su
logotipo: Maison San Román, sostenidas sobre la base de una luna llena plateada
entre las montañas, símbolo del hombre que, al fin, cambió el vacío por
plenitud, el dolor por gratitud y el olvido por recuerdos encendidos.