Patricio Durán
Mi vuelo de Los
Ángeles a Quito llevaba más de veinticuatro horas detenido en El Salvador. El
aire acondicionado del hotel en San Salvador no lograba quitarme de encima el
bochorno pegajoso de Centroamérica. Por culpa de un volcán con un nombre
impronunciable: el Chaparrastique, todos los vuelos estaban cancelados. Me
hallaba varado. La aerolínea cubrió hospedaje y comidas.
El vuelo me dejó
exhausto. Sentía el rumor del avión en los oídos y el cuerpo entumecido por las
horas de espera. Apenas llegué a la habitación, caí sobre la cama y cerré los
ojos. Dormí como no lo hacía desde hacía años: sin sueños, sin pensamientos,
solo el silencio que envolvía el recuerdo de Marcela.
Temprano sonó el
teléfono. Era la recepcionista que me apresuraba para no perder el vuelo.
Llegué justo a tiempo al Aeropuerto San Óscar Arnulfo Romero y Galdámez. En Los
Ángeles se quedaba parte de mi vida: Marcela. A veces me pregunto cómo empezó
todo, y siempre regreso a esa tarde en Santa Mónica, con su figura orlada por
la luz de la puesta del sol. Quizás fue su cabello rubio, que en mi memoria
conserva la tibieza de esa luz, o sus ojos azules. En ellos dejé algo mío.
Había en su mirada
una calma que me desarmaba, su silencio invitaba a quedarse. No sé si fue amor,
o simplemente la nostalgia anticipada de saber que algún día la perdería. Pero
desde entonces, cada vez la memoria me tiende una trampa; su rostro vuelve
primero, como una ola que no se resigna a morir en la orilla.
En mi ciudad me
esperaba una relación inconclusa con Rocío, y un séquito de acreedores. Mi
compulsión por los préstamos me esperaba en casa. Ya no era solo el capital;
eran los intereses de mora, los gastos judiciales. Un monstruo que crecía sin
control.
Aterrizamos en
Quito en la madrugada del 31 de diciembre. Los pasajeros, a pesar del ambiente
festivo, avanzábamos en silencio con nuestras maletas. A la salida del
aeropuerto me esperaba un hombre vestido con uniforme de conductor. Me observaba fijamente. Se acercó y preguntó:
—¿El licenciado
Leonardo?
—¿Sí?
—Soy empleado de
su hermano, el doctor Eusebio. He venido a ayudarle con su equipaje y
trasladarlo hasta su casa.
—¡Bien! ¡Vámonos!
El viaje fue
cansado. Llegamos a casa de Eusebio. El reloj marcaba las tres y diez de la
madrugada. Conversé con Eusebio hasta bien entrada la mañana. Nos retiramos a
descansar. No pude dormir. Me fui a mi apartamento. Antes de salir, Eusebio me
invitó a la cena de noche vieja. No tenía intenciones de asistir. No quise ver
a nadie, ni familiares ni amistades. Decidí emborracharme. Compré una botella
de vodka y otra de jugo de naranja, la combinación perfecta. Me comuniqué con
Marcela, bastante preocupada por falta de noticias.
—Hola, Marcela.
Tuve un vuelo bastante agitado. Debí pernoctar en San Salvador por la erupción
de un volcán.
—Te noto extraño,
Leonardo. ¿Qué pasa? Por eso no quería que regresaras a tu pueblo.
—No pasa nada.
Solo necesito descansar un poco.
Las mujeres tienen
ese sexto sentido que detectan al paso que algo no marcha bien. Luego de calmar
sus dudas y temores me despedí.
Al día siguiente
Eusebio estuvo a primera hora en mi apartamento:
—Leonardo, ¿Por
qué no fuiste a la cena familiar? —preguntó.
—Estuve cansado
—contesté.
—Lo que has hecho
es emborracharte. Ya vas a empezar con tus pendejadas ni bien llegado. Lo mejor
es que te internes en el centro de recuperación de mi amigo Carlos Alberto,
hasta que te pase la ansiedad.
—No estoy ansioso,
estoy cansado, además he vuelto a tomar a los cuatro años…
—Esa es una excusa
barata, adicto una vez, adicto siempre. Dios te va a castigar por todo esto
—sentenció Eusebio.
—No sé —dije. Pero
luego me acordé de la horda de acreedores que me esperaban, y esta era una
forma de escapar temporalmente de ellos.
—Es una gran
oportunidad para que superes tus defectos de carácter que dices tener. El
centro no es solo para adicciones al alcohol y drogas, sino para los defectos
de carácter.
—¿Y cuánto cuesta
el tratamiento en el centro de Carlos Alberto? La verdad es que yo no tengo
dinero para esto. Entiendo que es caro.
—No te preocupes.
Yo sé cómo me arreglo con él. Lo importante es que te internes. Ya vas a ver,
esa clínica es una hostería con psicólogos. Te van a tratar bien y te vas a
recuperar.
«¿A recuperar? ¿De
qué me voy a recuperar?», pensé. Lo que estoy es estresado, un tanto deprimido.
Quizás sí me faltan unos días en recuperación. Así que acepté internarme.
—¡Está bien! —dije
rendido.
—¡Bacán! —exclamó
Eusebio. —Ya le llamo este rato a Carlos Alberto para que te espere. Ahora
están en la playa, en Tonsupa, para que veas el nivel que tiene este centro.
Vas a pasar chévere.
El centro se
encontraba en Tumbaco, pero los internos estaban «meditando» en las playas de
Tonsupa, ubicada en la ruta costera del Océano Pacífico, allí se observa las
más bellas puestas de sol.
Preparé maletas y
partí en autobús a Esmeraldas. Le dije a Marcela que me iba de retiro
espiritual por unos días, sin saber que esos días se convertirían en meses.
Llegué al terminal de Ingahurco. Me pareció más pequeño que nunca, luego de
haber transitado por los terminales de California.
Me aletargaba por instantes,
las preocupaciones evitaban que conciliara el sueño. «¿Cómo será este centro de
recuperación?», pensaba, mientras una sombra de inquietud se extendía en mi
pecho. Eusebio insistía en que era el mejor del país. Yo quería creerle, pero
mis lecturas sobre historias oscuras: gritos detrás de puertas cerradas,
rostros vencidos por el miedo, suicidios, me hacían dudar. Este lugar —decían—
era distinto, exclusivo, caro. Tal vez por eso me sacudía más, porque el
sufrimiento, cuando se disfraza de prestigio, puede ser aún más cruel.
No tenía claro si
realmente funcionaba este tipo de rehabilitación en que el adicto debe estar
interno. Había escuchado de opciones en las que no se permanecía dentro del
centro durante todo el proceso. Lo que sí estaba claro es que la persona adicta
no puede recuperarse por sí sola, para hacerlo debe, primeramente, aceptar su
problema con el alcohol y la asistencia de profesionales especializados en el
tema que le ayuden en su tratamiento. Yo no me consideraba adicto en el sentido
de ser esclavo de alguna sustancia, sino más bien asumía algunos defectos de
carácter: falta de compromiso, irritabilidad, egocentrismo e irresponsabilidad.
El autobús llegó
al terminal de Esmeraldas. Tomé otro a Tonsupa. Unos muchachitos me ayudaron a
conseguir el transporte correcto. Les di un dólar de propina, acostumbrado a
darla por todo, como lo hacen en Norteamérica. Los muchachos saltaron de
alegría.
En el autobús, la
mayoría de los pasajeros eran negros, afroecuatorianos, mejor dicho.
—Voy a Tonsupa —le
dije a una chica morena que, coqueta, se sentó a mi lado.
—Todavía falta. Yo
le aviso cuando tenga que bajarse —dijo—, este autobús va por Atacames, Súa,
Tonchigue, Muisne…
—Quiero conocer
Muisne —le interrumpí.
—Pues ahora es su
oportunidad, yo vivo en Muisne y le puedo ayudar a conseguir hospedaje. Me
llamo Roberta.
—Leonardo
—respondí.
Conocía Muisne,
pero era una manera de entablar conversación con ella. Tenía una silueta
estilizada, tipo Whitney Houston. De ojos grandes, almendrados y expresivos;
las cejas bien definidas, la nariz recta y los labios carnosos. El cabello
rizado, color azabache, grueso, con mucho volumen que le daba una belleza
exótica. La muchacha me indicó que ya pronto estaríamos en Tonsupa y preguntó
si me iba a quedar o a seguir hasta Muisne. Decidí bajarme. Dora apuntó su
número de teléfono en un papel.
«Me
llamas», dijo y me dio un beso rápido en los labios, como el picotazo de
un pájaro.
El reloj marcaba
las siete de la noche. Tomé un transporte un tanto extraño: una motocicleta
adaptada con una pequeña carrocería, lo que le permitía transportar varios
pasajeros con su equipaje. Todavía tenía el sabor dulzón de Dora en mis labios
y su olor a almizcle en la ropa. Miré el papel con su número telefónico en mi
mano. Otra complicación. No necesitaba una más. Lo arrugué y dejé caer al
costado del camino.
Llegué al hotel
Iberia, lugar en donde se hospedaba el grupo del centro de recuperación. Llamé
por varias ocasiones, pero nadie acudía. El conductor de la motocicleta me
advirtió:
—Aquí hay que
tener mucho cuidado porque enseguida lo asaltan a uno. Voy a esperar hasta que
le abran la puerta.
—Muchas gracias,
eres muy amable.
El tiempo se había detenido,
transformando cada minuto en una eternidad, hasta que, de repente, una cabeza
se asomó por una ventanilla
—¿Sí?
—Busco al doctor
Carlos Alberto, ¿se hospeda aquí?
—No sé, déjeme
preguntar.
Al rato volvió,
abrió la puerta:
—Pase, ya lo
atienden.
El lugar era
modesto, con piscina vacía y pocas comodidades. Allí apareció Carlos Alberto,
sonriente:
—Tú debes ser
Leonardo, hermano de Eusebio.
—Así es. Ya debes
estar al tanto de mi situación…
—Qué bueno que
viniste, Leonardo. Aquí vas a encontrar recuperación y fortaleza espiritual.
—Yo vengo por un
mes —aclaré.
—No pienses en el
tiempo. Relájate y confía en el proceso.
—Está bien, pero
no tengo dinero para pagar este tratamiento…
—No te preocupes
por nada. Yo me arreglo con tu hermano. Más que un amigo, Eusebio es mi
hermano.
—Muy bien. Voy a
la tienda a comprar algo y regreso.
—Lo siento, no se
permite salir, ya estás aquí y debes acatar las reglas y disposiciones del
centro. Debemos revisar tu equipaje, todo lo que traes. No puedes cargar
efectivo, ni teléfono. Poco a poco te irás familiarizando con la comunidad.
Todavía no me convencí
de haber hecho lo correcto al internarme. En fin. Ya estaba dentro. Relax y a disfrutar
del paseo, tal como había sugerido Carlos Alberto. Además, la cena estaba
servida. Conocí al grupo de internos, todas caras nuevas, ningún conocido.
Cenamos y subimos a las habitaciones. La habitación compartía con dos «personas
de apoyo» —Stalin y Bryan— que trabajaban para el centro. Revisaron mi
equipaje. Me retiraron el teléfono, una foto con Marcela en el muelle de Santa
Mónica, el poco dinero que cargaba, la tijera de uñas, la loción para después
de afeitar, el enjuague bucal. Al indagar sobre la razón por la que no podía
tener la loción y el enjuague bucal respondieron que contenían alcohol y que
los podía beber. Los he llevado todo el tiempo y no los había bebido. No permitieron
ninguno de los libros que tenía, aduciendo que debo dedicar todo el tiempo al
programa de rehabilitación.
De regreso en
Quito, en el valle de Tumbaco —considerado un lugar para personas con alto
poder adquisitivo— se encontraba el centro de recuperación. Parecía una
hostería de lujo como lo dijo mi hermano. Su entorno era natural, con un
ambiente familiar y rústico, con huerto, piscina y caballos. El contacto con la
naturaleza ayudaba en el proceso de recuperación de los internos. A simple
vista, un lugar de descanso. No tardé en descubrir la otra cara. La primera
señal fue el control absoluto de cada minuto. Luego vinieron las humillantes
duchas heladas, los castigos retorcidos, las amenazas. «Si no obedecen tienen
tres opciones: el hospital, la cárcel o el cementerio», dijo un terapista con
rostro siniestro. Tenía una cicatriz en la frente, producto de una pelea con un
interno.
Hablé con Carlos
Alberto. Repetí que ingresé voluntariamente y mi intención era permanecer un
mes. Su cambio fue notorio. Ya no era la persona amable y comprensiva que había
conocido en Tonsupa.
—¿Qué te pasa? —me
dijo enojado—, aquí te vas a quedar por lo menos un año, así que ya puedes
quitarte esa idea de la cabeza.
—Cuando yo
conversé con Eusebio le dije que vendría por un mes, y me respondió que está
bien.
—Eso te lo dijo
para que no pongas resistencia, pero aquí las cosas son diferentes —dicho esto,
Carlos Alberto se alejó.
Me quedé pasmado.
Un año encerrado, sin mis libros, sin escribir, sin Marcela.
Pedro era uno de
los internos que más problemas tenía por su falta de humildad, falta de
compromiso, exacerbado egocentrismo, manía por andar siempre metido en líos.
Cuando Pedro se divorció de su mujer —mejor dicho, ella se divorció de él—, se
puso a beber todos los días. Terminó en el centro de recuperación donde las
terapias eran violentas.
En una ocasión en
la que Pedro había peleado con uno de los terapistas, sentaron a Pedro en una
silla de plástico desportillada —la «silla eléctrica»—, en el centro exacto del
salón de terapia. Nosotros, los demás internos, recibimos la orden de formar un
círculo cerrado a su alrededor. Podía oler el sudor nervioso de los que me
rodeaban y ver la sonrisa anticipada de Stalin y Bryan, los «apoyos», que
dirigían la sesión.
«Pedro», comenzó
Stalin, con una calma teatral, «sigues creyendo que eres mejor que nosotros.
Sigues atascado en tu soberbia».
Pedro mantenía la
vista fija en el suelo. «Yo no...».
«¡Cállate!», gritó
un interno flaco desde el otro lado del círculo. «¡Egocéntrico de mierda! ¡Por
eso tu mujer te botó, por inútil!».
Fue el primer
mordisco. El resto de la jauría le siguió.
«¡Borracho!»,
gritó otro.
«¡Mírenlo, está temblando!», soltó alguien a mi izquierda, y una risa áspera le acompañó.
Yo me quedé en silencio. Las acusaciones se convirtieron en un bombardeo de insultos: «¡Fracasado!», «¡Basura!», «¡Ni para tus hijos sirves!».
Pedro se encogió sobre sí mismo, protegiéndose la cabeza con los brazos: «Por favor... ya...»...
Bryan se acercó hasta que su rostro quedó a centímetros del de Pedro. «¿Por favor qué?», le susurró, lo suficientemente alto para que todos oyéramos. «¡Aquí tus súplicas de niño bonito no valen nada, cabrón!».
Vi cómo Pedro apretaba los párpados. Sus hombros comenzaron a sacudirse. El primer sollozo fue seco, ahogado por la vergüenza. El círculo se apretó más, las risas se mezclaron con los gritos.
«¡Llora!», le ordenó Stalin. «¡Llora, maricón! ¡Saca toda la basura que tienes dentro!».
Y Pedro cayó al suelo. El llanto se volvió un lamento animal que emergía del fondo de ese bulto encogido en el que se había convertido.
Pasé seis meses recluido en el
centro. Gracias a una situación familiar que requería de mi presencia, logré
salir antes del año al que me habían sentenciado. Salir no fue el final, sino
el comienzo de la verdadera batalla. El primer paso fue una llamada a Rocío,
una conversación honesta y dolorosa que llevaba años pendiente:
—Rocío, soy yo —dije, sintiendo
la voz áspera y quebradiza. Al otro lado de la línea, su silencio era una losa
que podía sentir sobre el pecho—. Necesito que seamos sinceros, por una vez.
Todo este tiempo, mi vida ha sido un desastre... y tú mereces algo mejor que
esto, algo mejor que yo.
Hubo una larga pausa, solo rota
por el suave chasquido que hizo al suspirar.
—Sé que has estado en el centro,
Leonardo. Me llamó tu hermana. ¿Estás bien? ¿Qué quieres decir con esto? —Su
voz era cautelosa, llena de la paciencia agotada que me había ofrecido durante
años.
—Quiero decir que... se acabó.
—Cerré los ojos, el nudo en la garganta apretándome el aire—. He tocado fondo
tantas veces que ya no me quedan fuerzas para fingir que voy a ser el hombre
que necesitas. Quiero que seas libre, que rehagas tu vida sin la carga de
esperar por mí o de disculpar mis fallos. Estoy roto, Rocío, y el camino para
arreglarme es solo mío. Ya no puedo arrastrarte. Lo siento.
—¿Y qué pasa si yo no quiero ser
libre? ¿Si lo que quiero es ayudarte? —Su tono se elevó ligeramente, dejando
entrever la frustración—. Siempre es lo mismo contigo, Leonardo. Tú decides. ¿Y
yo? ¿Mis años, mi vida, la tiras a la basura con una llamada y un lo siento?
—No te estoy tirando, Rocío. Te
estoy soltando. —Una lágrima caliente se deslizó por mi mejilla—. Si realmente
me importas, si de verdad te quiero, tengo que dejarte ir para que seas feliz.
Yo no puedo dártelo ahora. No puedo. Encuentra a alguien que sepa quererte
bien, sin dudas, sin este caos. Yo no soy ese. No soy justo contigo.
El silencio que siguió fue peor
que cualquier grito. Finalmente, ella dijo con voz firme:
—Mejor di la verdad alguna vez, Leonardo.
Sé lo de Marcela. Estoy cansada de tus mentiras. Ojalá arregles tu vida. Adiós.
Permanecí con el auricular en la
oreja un buen rato. Con la mano temblándome tanto que tuve que apoyarme en la
pared. Rocío facilitó las cosas. Sabía que era lo correcto, pero sentí como si
me arrancara una parte vital.
En cuanto a mis acreedores, acepté
un pago fijo al mes durante los próximos cinco años. Esa cifra me permitía
pagar capital e interés, que me obligaba a trabajar todo el tiempo: fregando
platos, cargando cajas, barriendo suelos. Sentí por primera vez el verdadero
costo de cada centavo ganado: el dolor en la espalda al final de una jornada de
catorce horas, el olor a sudor rancio en la ropa, la humillación tragada para
evitar un despido. El dinero ya no era algo que caía o se esfumaba; era la
prueba tangible, metálica y pesada de mi penitencia. Me quedé con lo justo para
alquilar una habitación barata y empezar de cero.
El plan era simple, brutal y
despojado de toda dignidad. La deuda sumaba casi veinte mil dólares a tres bancos
distintos. Lo primero fue vender. Vendí la vieja motocicleta que Rocío y yo
habíamos usado, la cambié por un puñado de billetes. El reloj de mi padre, mi
única herencia real, fue a parar en una casa de empeño. Incluso el televisor
que tanto me gustaba lo puse en venta. Sumando todo, apenas reuní cuatro mil
dólares.
Llamé a cada uno de los
acreedores con la voz más firme que pude fingir:
—He pasado enfermo y ahora estoy
trabajando para honrar mis deudas. No puedo pagar el total, pero puedo pagar
una porción, una mensualidad fija y pequeña. —Les rogué, negocié, prometí. Me ofrecieron
una reestructuración de deuda a la que accedí desesperado.
A los pocos días
recibí una llamada de Marcela:
—Leonardo, ya no
puedo esperarte más. He conocido a alguien. Quiero rehacer mi vida. Tú has lo
mismo. No me llames ni me escribas. ¡Adiós!
La línea se cortó con un zumbido
hueco, dejando mi oído sordo. No hubo gritos ni súplicas; solo un punto final,
seco y definitivo, puesto a miles de kilómetros. Por un instante, el dolor de
la pérdida fue tan físico que me hizo doblar la espalda. Caí de rodillas en el
piso de linóleo de mi miserable habitación alquilada.
Reí. No de alegría, sino del absurdo
del castigo. Primero Rocío, luego la cárcel de la sobriedad, y ahora Marcela.
La vida no pedía un cambio; exigía una erradicación de todo lo que fui.
Levanté la vista hacia el techo
manchado, sintiendo un vacío que ni el vodka más puro podría llenar. Me di
cuenta de algo crucial: Marcela no me dejó; yo ya la había perdido mucho antes,
en cada mentira, en cada recaída, en cada préstamo que antepuse a nuestra
felicidad.
Me puse de pie. El reloj marcaba las
5:00 a. m. Dentro de una hora, la alarma sonaría para ir a mi nuevo trabajo,
cargando cajas en la bodega de un supermercado. El dolor de Rocío y Marcela, el
miedo a los acreedores, la humillación del centro: todo eso se condensó. No era
la estocada final; era la energía cruda que necesitaba.
No tenía nada que perder, y por
primera vez en años, esa ausencia total de ancla se sintió como libertad. La
prueba tangible, pesada y triste de mi penitencia por mi vida disoluta se había
transformado en el único motor que quedaba: el trabajo. Salí de la habitación,
sin esperar la alarma, con los nudillos blancos y el corazón duro similar a una
piedra.
Crucé la calle cuando el sol parecía una promesa fría tras las montañas. En la bodega del supermercado, el aire olía a cartón húmedo y desinfectante barato. La primera caja de tomates, grande y pesada, me hizo crujir los huesos. Un peso muerto, innegable, y la levanté con toda la rabia contenida. Cada palada de sudor, cada músculo que protestaba, un pago. El pasado se había esfumado en una llamada; el futuro: cinco años de deuda. La familia y amigos brillaban por su ausencia. Allí estaba el licenciado, el hombre que soñó bajo el sol de Santa Mónica, ahora, un anónimo cargador, reconstruyéndose centavo a centavo, bajo la luz fluorescente de aquel almacén, por haber saboreado el manjar de la impunidad por mucho tiempo.