Lucía Yolanda Alonso Olvera
No
me queda mucho tiempo, por ello, me he propuesto escribir mi historia. Tal vez
no sea interesante para todos, pero he tenido experiencias emocionantes y
plenas y quisiera dejar testimonio de cómo cambié mi destino.
Nací
en una familia mexicana de clase media, mis padres, docentes, daban clases en
el Colegio Americano de la capital del país, ahí se habían conocido y después
de varios años de noviazgo y de ahorrar para comprar su departamento, se
casaron. A los pocos años vine al mundo, fui su única hija.
Cuando
tenía seis años mis padres compraron un coche último modelo y para estrenarlo nos
escapamos un puente de vacaciones a Acapulco, recuerdo todavía estar en el mar
con mi papá jugando con la pelota y el castillo de arena que construimos en la
playa, esas son las únicas imágenes que tengo de estar juntos los tres. Cada
vez que estoy cerca del mar y me llega la brisa con su inconfundible olor y
escucho la cadencia de las olas vienen a mi memoria estas escenas familiares
que siguen siendo entrañables.
Al
volver, un camión nos arrolló en la carretera provocando un accidente
espeluznante y mis padres murieron ipso facto. Nunca he podido acordarme
de nada después del accidente, solo la imagen del camión que se nos vino encima
y los gritos de mis padres. Después, la
película de mi vida se borra hasta que despierto en una cama de hospital y veo
a mi abuela Estela a mi lado con los ojos rojos e hinchados de tanto llorar.
Tampoco
me acuerdo de cómo me dio la noticia de que había quedado huérfana, solo tengo
en la memoria que salí del hospital de la mano de mi abuela, con muchos
arañazos en el cuerpo y el brazo derecho enyesado porque sufrí una fractura de
radio distal. Esa fractura fue el inicio de una infancia trastocada y todo
indicaba que no habría buenos augurios.
Tela,
mi abuela materna, se hizo cargo de mí y me llevó a vivir a su casa que estaba
muy lejos del Colegio Americano, donde empecé la primaria y que me ofreció una
beca de orfandad para cursar mi educación básica.
Todas
las mañanas pasaba muy temprano el autobús a recogerme. Por las tardes me
recibía en la parada, Catita, una vecina que me hizo el favor durante toda la
primaria, de recibirme en su casa, darme de comer y ayudarme a hacer las
tareas, porque mi abuela trabajaba de enfermera en un hospital y llegaba hasta
las siete de la noche a recogerme.
Fueron
unos años de tristeza y soledad, extrañaba mucho a mis padres, pero siendo
honestos, Catita fue mi segunda mamá, una estupenda compañía, cariñosa y
paciente conmigo. Creo que ella fue el primer ángel que mis padres me enviaron
para cuidarme y apapacharme.
Con
Catita lo pasé bien, era muy religiosa y ordenada, iba los fines de semana a la
iglesia. Los sábados siempre tenía jolgorio con los feligreses y, como le
gustaba cocinar, todos los martes empezaba a hacer planes de los platillos que
iba a preparar para llevar a las fiestas. Generalmente siempre aportaba un plato
fuerte y un postre.
Con
Catita le tomé el gusto a la cocina, le ayudaba a pelar las zanahorias, los
chícharos, las papas, los ajos, a picar la cebolla y los jitomates, a desvenar
los chiles, a batir los huevos, salpimentar los platillos, a reconocer las
hierbas de olor y un sinfín de secretos culinarios que me compartía. Como yo
era muy pequeña, compró un banquito especial para que me subiera y alcanzara a
mover los guisados en la lumbre y agregar los ingredientes. Esas tardes a su
lado cocinando fueron los momentos más cálidos de mi infancia junto al fogón y
la presencia alegre de Catita.
Hace
unos años, cuando se puso muy enferma y me escribió, la fui a ver al hospital
para despedirme de ella. Fue cuando me confesó que gracias a que me quedé
huérfana y llegué a su vida se salvó de una terrible soledad, ya que dos años antes
había enviudado y con mi compañía su existencia cobró de nuevo sentido.
Ahora
reparo en que, cocinando con Catita dejé de sentirme desamparada, empecé a
disfrutar de los sabores y olores de la comida. Me encantaba agregar las
hierbas aromáticas e ir degustando el cambio de sabor en cada guiso que
preparábamos, esos recuerdos los tengo muy nítidos y cuando cierro los ojos y
pienso en ello regreso de inmediato a esa cocina y puedo olfatear el aroma de
la comida que condimentábamos juntas.
Mientras
cocinábamos, Catita siempre ponía la radio y escuchábamos música. Le gustaba la
clásica y también los boleros, era muy entonada y cantábamos juntas, así me
aprendí muchas viejas canciones de aquella época y me hice melómana.
A
mi abuela Tela la veía poco, me recogía en las noches muy cansada y nos íbamos
a casa para cenar y dormir. Ella no era una mujer fácil, su vida fue dura,
trabajaba en la mañana en un hospital público y por las tardes como enfermera
de una pequeña clínica privada cerca de nuestro hogar. Necesitaba dos salarios
para que pudiéramos vivir cómodas y modestamente. Nunca fue parlanchina como
Catita y se le daba mal cocinar, así que los sábados comíamos, generalmente, una
carne asada con ensalada y por las tardes me llevaba al cine.
A
Tela, le gustaba leer novelas y siempre fue organizada y previsora. El
departamento que compraron mis padres lo alquiló y ese dinero lo ahorró para
que yo pudiera vivir en caso de que ella me faltara.
Cuando
acabé la primaria, el colegio me quitó la beca de orfandad y mi abuela no podía
darse el lujo de pagar una colegiatura tan cara. En las vacaciones decidimos
buscar una escuela secundaria pública, pero Catita influyó para que ese no
fuera mi destino, le sugirió a mi abuela ir a ver una escuela de monjas que
estaba relativamente cerca de casa y bastante accesible de precio y en donde
podían aceptarme como interna.
Yo
no tenía ni voz ni voto, pero no me pareció mala idea convivir con chicas de mi
edad en el internado y las instalaciones de la escuela no estaban mal, no eran
lujosas, pero eran cómodas, limpias y ordenadas. La escuela estaba entre los
dormitorios y el convento. Era pequeña y austera, solo tenía tres salones, uno
para cada grado de la secundaria, la biblioteca, un salón de actos, el
laboratorio, un patio con una cancha de voleibol y el huerto. La mitad de las niñas éramos internas, la otra
se iba a su casa a las dos de la tarde que terminaban las clases. Después de
comer, las internas hacíamos la tarea en la biblioteca y luego teníamos labores
en el convento.
Desde
el primer día como interna, le pedí a Sor Alicia, la madre superiora, incorporarme
para ayudar en la cocina y fui aceptada de inmediato. No tengo la menor duda de que fue ahí donde me
convertí en una excelente cocinera y eso fue determinante para mi vida.
Sor
Chabe era la cocinera del convento, en cuanto llegué congeniamos de inmediato y
me fui haciendo poco a poco su mano derecha. Muchos de los guisados que hice
con Catita se los enseñé y con eso me granjeé su cariño y aceptación. Sin embargo,
con Sor Chabe aprendí a preparar miles de platillos, varios tipos de moles,
tamales, chiles en nogada, cochinita pibil, pozoles y una infinidad de postres
y galletas deliciosas.
Después
de hacer la tarea, me pasaba a la cocina para recibir las indicaciones de Sor
Chabe, luego corría al huerto a recolectar los ingredientes que íbamos a
utilizar y toda la tarde cocinábamos y escuchábamos música. De aquella época,
mis recuerdos son profundamente sensoriales: me persiguen los olores de los
condimentos y las hierbas, el intenso calor de los fogones y las risas que nos
provocaban las simpáticas ocurrencias de Sor Chabe para agregar siempre nuevos
ingredientes para mejorar los platillos.
Catita,
al entrar al internado, me había regalado su radio y de inmediato lo coloqué en
la cocina. Ahí empezamos a escuchar un famoso programa vespertino de jazz que
nos inspiraba para preparar los alimentos. Nunca he olvidado las canciones de
Billy Holiday, Duke Ellington, Ella Fitzgerald y Sinatra. Estos años los
recuerdo con nostalgia y alegría. Con Chabe trabajábamos tres internas
huérfanas: Flora, Selma y yo. Durante este tiempo, además de aprender a cocinar
muy bien, nos hicimos íntimas amigas y construimos entre las cuatro un fuerte e
inquebrantable lazo de cariño y solidaridad.
En
la secundaria, las monjas también nos enseñaron a coser y a bordar ya que era
el único taller que había en la escuela para aprender un oficio. Sor Adriana, la
maestra del taller, era la monja más joven del convento y la que nos alentó a
hacernos nuestras primeras minifaldas y blusas strapless, que en esa
época estaban de moda. De ella aprendí a combinar los colores para diversos
tipos de prendas y distinguir, a través de la textura y el olor de las telas, la
calidad de las lanas, linos y algodones. El ambiente del taller de costura era
íntimamente femenino y gozábamos con ver en las revistas las últimas novedades de
los más famosos diseñadores de moda en Europa.
Recuerdo
que Catita me compraba saldos de telas cuando iba al centro y los fines de
semana que acudía a casa me las entregaba para mis nuevos diseños. Le tomé el
gusto también a la costura y aprendí a hacer patrones. Corté y cosí muchas
prendas, le hice varios uniformes de enfermera a mi abuela con su nombre
delicadamente bordado.
Cuando
terminé la secundaria, las monjas me convencieron de meterme a novicia. Acepté
la propuesta, aunque no tenía vocación religiosa, pero también es cierto, que
no sentía que tuviera un hogar cálido donde vivir. Mi abuela era distante y no
habíamos construido un lazo afectivo que nos uniera. Sin embargo, ella puso
como condición que me podía ir de monja, siempre y cuando estudiara el
bachillerato en el sistema de educación a distancia, para que si algún día
descubría mi verdadera vocación pudiera seguir estudiando.
Como
era una buena alumna no puse reparos y las monjas aceptaron gustosas, pues
había muy pocas muchachas que quisieran entrar al convento.
Cuando
ingresé en el noviciado, empecé a desarrollarme físicamente, ya que hasta la
secundaria tuve cuerpo y cara de niña. Crecí mucho, alcancé pronto a medir un
metro setenta, se me formaron las curvas del cuerpo y me convertí en una mujer
atractiva. Poco a poco fui descubriendo mi cuerpo y los deseos sexuales fueron
despertando paulatinamente. Durante esos años seguí trabajando en la cocina con
Sor Chabe, quien ya se fiaba de mí para dejarme diseñar los menús y dirigir a
las ayudantas.
Además
de las clases de religión, estudié el bachillerato en el sistema a distancia,
por lo que tenía que ir los fines de semana a presentar exámenes fuera del
convento y aprovechaba después para escaparme al cine con mis amigas o con
Catita.
Creo
que las monjas siempre se hicieron de la vista gorda conmigo. Sabían que no me
quedaría con ellas por mucho tiempo, pero me querían porque era fresca y
alegre, cocinaba bien, cosía, les hacía y les arreglaba su ropa y les ayudé a
formar el coro, que unos años más tarde se hizo bastante famoso.
Fue
una época en la que sentí mucho afecto, hice lazos muy estrechos con varias
monjas, entendí las carencias y las limitaciones económicas y sociales que las
llevaron a ponerse los hábitos y comprendí que la mayoría no tenían opción para
construirse una vida independiente, lejos de la violencia y la miseria
familiar.
Cuando
terminé el bachillerato decidí salirme del convento y esto fue gracias a que Flora
me buscó, porque recién se había casado con Melchor, un muchacho guapo y rico y
quien le ofreció invertir en un negocio para que se entretuviera mientras él se
hacía millonario.
No
lo dudé ni un segundo, me despedí llorando de mis queridas y adorables monjas y
me fui a vivir unos meses con mi abuela, mientras arrancamos nuestro proyecto.
La
suegra de Flora, doña Nuria, tenía una casa muy grande en una zona céntrica y
exclusiva de la ciudad y nos propuso poner la pastelería en un local anexo a la
entrada de la casa. Con el dinero que nuestro socio capitalista invirtió
equipamos y abrimos nuestra hermosa pastelería «Catita».
Como
estábamos ubicadas en uno de los mejores barrios del centro de la ciudad y
nuestros pasteles, gelatinas y galletas eran riquísimas, tuvimos éxito muy
pronto.
Doña
Nuria de inmediato se unió al grupo de pasteleras, porque era una mujer rica,
sola y viuda, que estaba profundamente aburrida. A los tres meses de abrir el
negocio me invitó a irme a vivir a su casa porque yo no tenía coche y perdía mucho
tiempo en los trayectos de la pastelería a casa de mi abuela.
Me
mudé con doña Nuria y fue una de las mejores decisiones que tomé en la vida.
Ella era una mujer distinguida, culta y sobre todo generosa. No solo me dio
alojamiento para estar al lado del negocio, sino que me acogió en su vida, me introdujo
en ese mundo sofisticado de los ricos y me impulsó a seguir estudiando.
Ella
había sido profesora de inglés y francés y me planteó enseñarme ambas lenguas a
cambio de que yo le diseñara y le hiciera vestidos elegantes. Me daba las
clases en las noches, una vez que cerrábamos la pastelería y gracias a ella aprendí
a hablar perfectamente los dos idiomas, además me asesoraba para arreglarme
bien, sacarme partido y a explotar mis cualidades. Ella tuvo dos hijos y decía que le había
faltado tener una hija y yo era esa chica que tanto había deseado.
Mientras
tanto, Flora y yo aprendíamos con Melchor a administrar el negocio que iba
viento en popa. Para festejar el tercer aniversario
de la pastelería organizamos una fiesta y doña Nuria invitó a un amigo francés
que estaba en México de vacaciones con su hijo Jacques, un muchacho un poco
mayor que yo, delgado, alto, con la nariz afilada y la cara larga, parecía un pájaro.
Desde que nos vimos nos gustamos y nos enamoramos.
Jacques
vivía en París y durante un año vino cuatro veces a verme hasta que me
convenció de irme con él. Nunca había pensado que mi vida podía dar un giro así
de tremendo, pero estaba perdidamente enamorada y tenía ganas de salir volando.
Flora se quedó con la pastelería al lado de doña Nuria, y les fue tan bien que
ahora las hijas de Flora están a cargo de una cadena de siete sucursales en
distintos puntos de la Ciudad de México.
A
París llegué cuando recién cumplí veintiocho años, muy enamorada y llena de
ilusiones. Pronto encontré trabajo en la Brasserie Gallopin, un
histórico y reconocido restaurante situado al lado de la Place de la Bourse,
en donde aprendí los secretos de la cocina burguesa tradicional francesa.
Ahí
estuve tres años trabajando muy duro, hasta que un día, muy cansada, decidí que
tenía que emprender algún proyecto propio en Francia, me había casado con
Jacques, ya estaba asentada y quería formar una familia.
Volví
a la Ciudad de México de vacaciones para ver a Tela, a Catita, a mis monjas y a
mis amigas. Mi abuela me sorprendió al entregarme el dinero que había ahorrado
para mí, desde que mis padres habían muerto, así como las escrituras del
departamento para que hiciera con él lo que más me conviniera.
Le
dejé a mi abuela la mitad del dinero en una cuenta de inversión que Melchor le
manejó hasta que ella murió y así le garanticé una vejez sin apuros. Me llevé a
Francia el resto del dinero que junté con lo que me dieron por la venta del
departamento y con ese capital monté una pequeña cafetería en el Barrio Latino
de París, llamada L´Etoile. Fue un éxito
de inmediato con las recetas de los pasteles y galletas de Catita y de Sor
Chabe. Selma, mi vieja amiga de los años de internas en el convento, acababa de
terminar una especialidad en gastronomía en la L´Ecole Ducasse de París,
se entusiasmó con la pastelería, se quedó trabajando a mi lado y algunos años
después nos hicimos socias.
Mientras
tanto, mi relación con Jaques se fue enfriando, no compartíamos muchos
intereses, yo me volqué en el negocio y reconozco que no le puse mucha atención
a la relación. Nos divorciamos y nos despedimos
en buenos términos y se fue a vivir al sur de Francia.
Soltera
de nuevo y con un buen negocio montado en París, hice mucha vida social nocturna
y me dediqué a recorrer los bares con una pandilla de amigos pachangueros. Una
noche, de casualidad, llegamos al Duc des Lombards, un famoso bar de jazz parisino.
Después de varias copas acabé en el foro cantando. Nunca hubiera pensado que
podía dedicarme a ser cantante de jazz, pero ahí empezó una nueva fase de mi
vida.
En
mi nueva racha bohemia le dejé casi por completo la cafetería a Selma mientras cantaba
en los mejores bares de jazz de París, hasta que me integré a una banda y
organizamos varias giras para presentarnos en diversas ciudades europeas. Esta
etapa fue loca, estrepitosa y muy divertida. Me alcoholicé y fumé mucho y le di
vuelo a la hilacha.
Cuando
cumplí cincuenta me volví a enamorar perdidamente de Saad, un famoso productor
musical marroquí y me fui a vivir con él a su departamento cerca de la iglesia
de La Madelaine. La cafetería seguía dejando buenos ingresos, pero yo ya no
tenía interés en ese negocio y quería un cambio de vida así que decidí venderle
mi parte a Selma, quien ya había formado familia y tenía dos hijos.
Unos
años más tarde dejamos Francia, nos casamos y nos vinimos a Marrakech. Dejé de
cantar en los bares y empecé a tener una vida más tranquila en esta bella
ciudad llena de color y cultura. Ya solo canto mientras cocino, como lo hacía
con mi adorada Catita. Con el dinero de la cafetería abrí, dentro de la Medina,
una linda tienda de artesanías y de ropa que diseñamos varias amigas y yo.
Estoy
cerca de cumplir setenta años, hace cuatro me detectaron un cáncer muy invasivo
en los huesos que es doloroso y ha ido acabando conmigo. Sé que muy pronto me
iré. He tenido en una vida, muchas vidas. Perdí de muy pequeña a mis padres,
pero conocí infinidad de personas amables y cariñosas a las que quiero y me han
querido y es importante, antes de marcharme, agradecerles a todos, porque he
sido inmensamente feliz y gracias a que aproveché con toda libertad las
oportunidades que me ofreció la vida pude cambiar mi destino.