miércoles, 26 de noviembre de 2025

Ojos grises

Karla Fernanda García Oropeza


Braulio siente la arena fina y suave deslizarse entre los dedos de sus pies mientras camina. Su mirada está perdida en el horizonte donde el mar se encuentra con el cielo. Respira el aire salado del océano y su memoria retrocede quince años.

Era la primera vez que visitaba Rincón de Guayabitos, Nayarit, México. Con su maleta en mano buscaba dónde hospedarse, ya que con el exceso de trabajo y no estar seguro si le permitirían tomar vacaciones, olvidó hacer una reservación.

Preguntó en varios hoteles; ninguno tenía habitaciones disponibles. Llegó a la plaza principal y se sentó en una banca de fierro. «Qué fuerte está el sol, ya son más de las cuatro de la tarde y sigo sin encontrar hospedaje», pensaba. De pronto alguien se colocó a su izquierda.

—Hola, señor, yo lo puedo llevar a un hotel —le dijo una voz juvenil muy femenina.

Braulio giró su cabeza y miró a una jovencita de piel clara con ojos marrones, nariz pequeña, cabello café oscuro largo y ensortijado. Antes de que él pudiera hablar, ella agregó.

—Desde hace un buen rato lo he visto entrar y salir de varios hoteles y no se queda en ninguno, por eso me animé a acercarme a usted.

—Sí, señorita, si me hace favor de darme el nombre del lugar —le contestó mientras contemplaba su hermosa sonrisa.

—Yo lo llevo, señor.

—Gracias, señorita.

Caminaron por veinte minutos hasta llegar a unos bungalós a pie de playa. Entraron y Braulio hizo su reservación. Al terminar él solo le agradeció y se fue.

—¡Está súper guapo! ¿Verdad? —le exclamó a Carmen, su amiga la recepcionista.

—Sí, amiga, pero olvídate a leguas se le ve lo gringo. Esos solo se divierten con una y luego ya no los vuelves a ver.

El resto del día Braulio se la pasó durmiendo. «Al fin el celular va a dejar de sonar, por quince días podré dormir de corrido», pensó en voz alta.

Al día siguiente por la tarde Braulio descansaba en uno de los tantos camastros que había sobre la arena frente al mar. Rosa hacía su recorrido de todos los días vendiendo tostadas de ceviche con sus abuelos cuando lo miró.

—Hola, señor.

Braulio levantó la vista y miró a la jovencita de hermosa sonrisa. Se puso de pie.

—Hola, me llamo Braulio Smith —le dijo mientras se quitaba los lentes de sol.

—Mi nombre es Rosa. —Con su mirada recorría sus bien definidos músculos.  

—¿En qué te puedo ayudar?

—Solo quiero invitarlo a este lugar. —Le dio un pedazo de papel con el nombre de un cabaré.

—No entiendo.

—Ahí canto los viernes y sábados, bueno no toda la noche, solo una canción. Ojalá pueda ir y si va llegue antes de las once. —Sonriente le dio un beso en la mejilla y se fue.

Braulio, desconcertado, se dirigió a su habitación y, tendido boca arriba en la cama, se preguntaba qué era lo que esa joven pretendía. Rosa, en cambio, no podía dejar de pensar en él. Y todas las noches aparecían en sus sueños los lindos ojos grises de Braulio.

El viernes, Braulio, no muy convencido, decidió ir al cabaré. A su llegada, Rosa lo recibió, lo tomó del brazo y lo dirigió muy cerca del minúsculo escenario. Él se sentó en una de las cuatro sillas que rodeaban la redonda mesa de madera. Ella de pie acercó sus labios a su oído izquierdo para que pudiera escucharla debido al volumen de la música.

—¿Le traigo algo de tomar?

—Una cerveza —le contestó sin mirarla.

Poco después Rosa llegó con un par de cervezas, las puso ante él y se fue. Braulio observaba el pequeño local iluminado con luces bajas. El aroma a licor estaba por doquier y las risas de los clientes se escuchaban en todo el lugar.

Braulio ordenó dos cervezas más y cuando estaba por beber la última escuchó la voz de Rosa por los altavoces. Alzó la vista y ahí estaba sobre el pequeño escenario. Vestía un pegado vestido azul que le llegaba arriba de las rodillas y dejaba al descubierto sus hombros.

Después de saludar al público empezó a entonar la canción Secuéstrame, de Nadia. Su preciosa voz embelesó a todos incluido Braulio. Parecía que ella cantaba solo para él, ya que su mirada estaba clavada en esos bellos ojos grises que le robaban el sueño.

Al terminar la canción Rosa agradeció a los espectadores sus gritos y aplausos llenos de júbilo. De cuatro pasos llegó a la mesa donde Braulio sentado la seguía con la mirada.

—Me paso a retirar —dijo él dejando sobre la mesa dinero.

—¿Lo puedo acompañar, por favor?

Braulio no pudo negarse, salieron del local y caminaron en silencio hasta que él lo rompió.

—¿Y tus padres te dejan trabajar en ese lugar?

—Mi mamá falleció cuando nací. Vivo con mis abuelos maternos y no tienen problema con que yo cante ahí.

—¿No vas a la escuela?

—No. Terminé la secundaria hace un año.

—O sea que… ¿tienes dieciséis años?

—Sí, ¿y usted?

«Soy mayor que ella por casi veinte años, es una niña», pensó Braulio.

—Eh… te voy a pedir un favor no me vuelvas a hablar de usted, solo dime Braulio —contestó evadiendo la pregunta.

—Está bien, Braulio.

Poco antes de llegar a los bungalós Rosa tomó la mano de Braulio y le pidió que se quedara un rato más con ella. Se sentaron en la arena mirando la espuma del mar.

—Cantas muy bonito, me gustó mucho la canción —le expresó él y giró su cabeza para mirarla.

—Te la dediqué a ti —musitó—. Tienes unos ojos hermosos.

Braulio le tomó la mano, se pusieron de pie y la atrajo hacia él, uniendo sus cuerpos. El abrazo la sorprendió. Mientras él le acariciaba sus hombros desnudos, Rosa sintió un escalofrío a pesar del calor: su olor a cerveza y piel limpia, el roce áspero de sus manos. Cerró los ojos, intentando memorizar esa sensación.

«No debo sentir este deseo», pensó Braulio, «es muy joven para mí». Jamás se había sentido tan atraído por una mujer. Sintió el impulso conocido, la alarma interna que le avisaba que era momento de encontrar un pretexto, de soltarla e irse, como siempre hacía antes de que algo lo atara. Pero esta vez sus manos no obedecieron. Siguió aferrado a ella, a esa sensación que mezclaba peligro y fascinación.

El sábado, después de que Rosa cantó en el cabaré, se metieron al mar solo en ropa interior a petición de Braulio.

—Las aguas de aquí son tan tranquilas y cálidas —dijo Braulio.

—Sí, es la alberca natural más grande.

—El otro día solo mencionaste a tu mamá y a tus abuelos, ¿qué hay de tu papá?

—Mi papá se fue con una mujer cuando yo tenía tres años y desde entonces no volví a saber nada de él.

Braulio se acercó a ella y mirándola fijamente le confesó.

—¡Tengo muchas ganas de besarte!

—Y yo de que me beses.

Lentamente juntaron sus labios, fue un beso que se prolongó por varios minutos. Rosa deslizaba sus manos por la blanca espalda de Braulio. En el calor del momento él intentó quitarle el sujetador, pero ella no lo permitió.

—Discúlpame, linda, no quise…

—Lo que pasa es que yo nunca he estado con ningún hombre y…

—No te preocupes, linda, yo entiendo.

—¿Tú has tenido relaciones sexuales con muchas mujeres?

—Mmm… sí, bueno no tantas, quizá unas, la verdad no recuerdo bien el número exacto.

—Quiero saber de ti, Braulio; tú ya sabes mucho de mí.

—¿Cómo qué te gustaría saber?

—Todo.

—Vivo en Estados Unidos en la ciudad de Nueva York. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía cinco años, tengo una hermana mayor, se llama Kelly, trabajamos juntos y… no sé, ¿que más te puedo decir?

—Hablas muy bien el español para ser gringo.

—Eso es porque mi mamá es mexicana y yo siempre he sido muy apegado a ella. Mi papá es gringo, así que afortunadamente domino muy bien el inglés y el español.

—¿Y en qué trabajas?

—Soy detective del departamento de policía.

Los días pasaban. Ellos buscaban cualquier oportunidad para estar juntos. Braulio no podía quedarse quieto cuando nadie los veía, siempre sus manos terminaban en los senos, nalgas o debajo de la falda de Rosa. Pero ella, aunque se moría por hacer el amor con él, se resistía.

El último viernes que Braulio estaría ahí en Rincón de Guayabitos, fueron en lancha a la isla del coral. Sentados en la arena miraban el hermoso atardecer, escuchaban el grito de las gaviotas que sobrevolaban la costa y comían coco picado.

—¿Entonces te vas el lunes? —preguntó con un tono triste.

—Sí, linda, quisiera quedarme para siempre, pero no puedo.

—¡Te amo, Braulio! —Recargó su cabeza en el hombro de él.

—Dímelo otra vez. —Con su mano tomó su mentón y alzó su rostro hacia él.

—¡Te amo! ¡Te amo! ¡Te amo!

Apasionados se besaron mientras las manos de Braulio recorrían las finas piernas de ella.

Esa noche Rosa daba vueltas en la cama de su habitación y hablaba en su mente:

«Quiero ser suya, pero tengo miedo. Él se va a ir y quizá no lo vuelva a ver nunca, pero deseo tanto que me posea. No sé lo que va a pasar después, pero mañana me voy a entregar a Braulio».

El sábado en el cabaré Rosa miró entrar a Braulio, vestido con una playera blanca, pantalón de mezclilla y su cabello oscuro peinado hacia atrás. Sintió un cosquilleo que le recorrió todo el cuerpo cuando ese hombre, que le parecía el más guapo del mundo, clavó sus ojos grises en ella.

Esa noche Rosa entonó la canción Me lo pide la piel, de Myriam. Braulio al igual que toda la audiencia, se dio cuenta de que la cantaba para él, e inmediatamente supo que al fin pasaría lo que tanto deseaba.

Bajo la luna llena, acompañados del sonido de las hojas de las palmeras movidas por el viento y el rumor del mar, Braulio y Rosa hicieron el amor sobre la arena.

El lunes Braulio partió y aunque pudo regresar antes no lo hizo.

Hoy quince años después el destino lo puso nuevamente en Rincón de Guayabitos.

El mar sigue siendo el mismo, pero el pueblo es tan diferente. El cabaré ahora es una tienda de artesanías. En el lugar de los bungalós hay un resort. Y Rosa, ¿dónde está? Quiero verla para decirle que nunca pude olvidarla. Mis dos matrimonios fracasaron, porque siempre la recordé y nadie me llenó tanto como ella en esos pocos días. La tengo que encontrar, gritarle cuánto la amo y no soltarla nunca.

Hay muchas cosas que desconoces Braulio, pero hoy mismo al anochecer te pondrás al tanto. Vas a entrar a un club nocturno donde una chica con antifaz va a bailar eróticamente sobre tu mesa. Te tomará de la mano y te llevará a la planta alta dónde vende sus caricias. Y mientras en las bocinas suena a todo volumen la canción Luces de Nueva York, de La Sonora Santanera, te vas a quitar los lentes de sol y al mismo tiempo ella la careta. Y no tendrás que buscar más.

viernes, 21 de noviembre de 2025

Amor platónico

Silvia Martínez Rondanelli


Viví con mis padres y siete hermanos en una casa amplia, con corredores, jardín y patio interior. Desde los ventanales se oía el río y se veía el centro. En las tardes entraba la brisa y, cuando llovía, el segundo piso una terraza inmensa— se inundaba. Pero lo mejor era la luz natural que en el solario creaba un ambiente acogedor.  Su amplitud nos permitía disfrutar de los balones, las bicicletas, los patines, las pistas de los trenes y una minimoto de pedal.

Tengo gratos recuerdos de los años de la infancia y la adolescencia que pasamos en ese apacible y agradable barrio en compañía de nuestras vecinas. La gallada estaba conformada por nueve chicas de tres familias que nos divertíamos con juegos en nuestras casas, en la calle y los alrededores. En esa época el peligro no se vislumbraba, todo era tranquilidad y seguridad. Hacíamos competencias en la piscina, recorridos en patines, carreras de atletismo, jugábamos rayuela, quemado y escondite.

A los catorce años para mi cumpleaños, Claudia, una vecina de mi misma edad, me regaló un disco de Piero de carátula azul: “Mi viejo”. Apenas lo abrí, lo puse en el tocadiscos de la biblioteca y lo empecé a escuchar. Ahí era habitual que en las noches nos sentáramos a conversar después de que mi papá llegara de su trabajo.

Recuerdo que llegaba del colegio a escuchar las canciones del disco. A los pocos días me las había aprendido todas: Mi viejo, Pedro nadie, Tengo la piel cansada de la tarde, Llegando llegaste, De vez en cuando viene bien dormir, Juan Boliche, Pepito en Pensilvania. Las repetía varias veces y las cantaba, me parecían hermosas. Desde entonces copiaba las letras en un cuaderno y cantaba bajito para no molestar. Si en cualquier lugar escuchaba una emisora en la que sonara una canción suya, el día cambiaba de color.

A veces en las emisoras de radio que escuchaban Tránsito y Luz, las empleadas de la casa, sonaban los discos de Piero y yo sentía una alegría salvaje. Era tanta mi emoción al escucharlas que ellas me decían cuando regresaba del colegio cuáles canciones habían oído ese día, me indicaban la emisora, el programa y la hora. Esto hizo que ellas empezaran a amar a Piero igual o más que yo.

Mis hermanos me recriminaban que estuviera varias horas al día escuchando el mismo disco. No les hacía caso. Seguía con mi pasatiempo hasta que me acordaba de que tenía que realizar alguna tarea o aprenderme de memoria las lecciones para el día siguiente.

Desde hace mucho tiempo a fin de año se realiza en la ciudad la Feria de Cali donde se presentan diferentes espectáculos artísticos. Los que realizaban alguna exhibición debían efectuar una presentación gratuita que se llevaba a cabo en el teatro al aire libre ubicado a unas cuadras de nuestra casa. Tránsito y Luz con las empleadas de las vecinas armaron parche para la presentación de Piero. Cuando me contaron les dije que yo las acompañaba.

Recuerdo que le pregunté a mi mamá si podía asistir con las empleadas al teatro y me negó el permiso, consideró que habría demasiada gente por ser gratuito y que yo no debía acudir. En ese momento, un dolor me oprimió el pecho, tan agudo que lo sentía superior a mis fuerzas. Incapaz de procesar la negativa, decidí encerrarme en el clóset con llave, gritar y llorar.  

Gabriela y Ximena, mis dos hermanas menores, al escuchar mi berrinche, entraron al cuarto.

—¿Qué le pasa? —preguntaron preocupadas.

Llorando desconsolada y sollozando con intensidad, les dije:

—No puedo entender por qué mi mamá no me deja ir a ver a Piero esta noche —contesté gimoteando con vehemencia—. Yo amo a Piero, quiero conocerlo, es gratis, van Tránsito y Luz y me puedo ir con ellas.

Ellas se preocuparon y de inmediato llamaron a mi mamá.

Apenas escucharme ordenó:  

—Abra la puerta, por favor, y salga de allí.

Yo lloraba cada vez más fuerte y gritaba. Me empezó un hipo prolongado que se volvía cada vez más intenso.

Mi mamá recordó que la llave de ese clóset se había perdido hacía unos pocos días y se fue desesperando. Me repetía, una y otra vez, que le quitara el seguro a la chapa y abriera.

El espacio era reducido. Estaba tirada encima de nuestros zapatos; desde el perchero colgaban los vestidos rozándome medio cuerpo. El aire pronto se sintió viciado, pesado, y la sensación de agobio crecía con la falta de oxígeno.

Yo empecé a subir el tono de la voz y vociferaba:

—No tengo aire, me voy a ahogar, no puedo respirar.

La rabia que sentía me hacía palpitar la garganta y notaba un nudo apretado en el estómago. La tristeza infinita me salía a gritos por los ojos.

Mis hermanas y mi mamá estaban mortificadas, me suplicaban que abriera la puerta.

Cuando pensé que me podría ahogar, decidí abrir. Recuerdo que me demoré varios minutos en lograr que la respiración se me normalizara y dejar de llorar.

Después de dos años pude asistir a un concierto de Piero en uno de los teatros de la ciudad. Lo recuerdo como uno de los días más mágicos de mi existencia, estuve embelesada, no podía creer que se me había cumplido un sueño.

Un día trabajando en Armenia, después de haber transcurrido muchos años de aquel suceso del clóset, y mientras daba una conferencia en el hotel donde me había alojado, Raquel, una de las personas que había asistido a la disertación comentó que Piero estaba en el salón de al lado.

Me paré inmediatamente y, con el corazón acelerado, salí a saludarlo. Le conté que me había enamorado de él a los catorce años. Él me miraba con esa tristeza larga y los ojos buenos que yo conocía de sus canciones. Conversamos unos minutos y, para sellar aquel sueño que había tardado décadas en cumplirse, nos tomamos varias fotos.

Afrodita

Ruth Rosales


Lo primero que percibió al llegar al mundo fue el contacto de las lágrimas de su madre sobre su rostro. El agua salada le inundaba la garganta, devolviéndola al espacio amniótico en el que había estado durante nueve meses.

«¡Es una niña!», oyó gritar a su padre. Aunque el sonido que escuchaba aún no tenía significado, pudo percibir que la emoción impregnada era de éxtasis y alegría.

Así llegó a esta tierra olvidada, entre júbilos y esperanza. La niña prometida había nacido.

Con ella se cerraba el número de hijos señalados en la carta astral del padre. «Tendrás ocho herederos», le habría dicho el astrólogo, «y uno de ellos será el que te lleve a la gloria». El primero llegó en medio de fiestas y gritos de entusiasmo. ¡Es un varón! ¡Es un varón! ¡Qué bendición más grande! Exclamaban las mujeres de la iglesia y los hombres del bar, pero cuando el chamán del pueblo supo del día, la hora y el lugar de su nacimiento al momento de ser consultado, dictaminó el triste destino del primogénito de la familia: «Marte gobierna y Saturno acecha; su camino es corto, ardiente y lleno de traición». Cuando cumplió quince años, se unió al cártel de la zona y, al cumplir diecisiete, fue arrojado en un estacionamiento de un supermercado, con doce balazos distribuidos por todo el cuerpo.

El segundo y el tercero fueron gemelos que arribaron con solo diez segundos de diferencia. Fue como si ambos hubieran estado compitiendo por ser el primero en cruzar ese túnel que le garantizaría la vida. Hambrientos de conocer el mundo, no dieron espacio a su madre para respirar y llegaron uno tras otro. Primero, la hembra, quien años después se convertiría en macho, seguida por el hermano gemelo, que, a temprana edad, escucharía el llamado de los ángeles y se uniría al monasterio jesuita de su congregación para satisfacer su curiosidad por conocer los secretos de la humanidad.

Después de que la niña, luz de los ojos de su progenitor, empezara a vestirse de niño y se pusiera un ovillo de calcetines en los calzones para simular tener ese órgano que su cuerpo echaba en falta, los padres confirmaron que ella tampoco sería la que sacaría a la familia de la miseria. Lo bueno es que la pareja se atraía como el mercurio y no paraba de ponerse a trabajar para fabricar el total de hijos que las estrellas habían predestinado. Como el día en que el padre se creyó un semental divino de los dioses esa noche de carnaval.

Portando su máscara de fariseo, el hombre se puso a penetrar a cuanta ninfa se le atravesara enfrente, olvidando que su semilla debería quedar en el vientre de su mujer y no en ningún otro. Así que ella, incapaz de apaciguar la efervescencia de su marido, se vistió con las ropas que recordaba a las hijas de Atlas y empinó el trasero para recibir el miembro encabritado del embriagado verraco. Según él, montaba a una jovencita de carnes maceradas y, con ello en mente, se dejó ir vaciándose tres veces seguidas. Así fue como llegó el cuarto hijo a este mundo.

Desde pequeño, este niño carnavalesco fue muy inquieto. Sentía que la ciudad le quedaba chica. Cuando tuvo conciencia de que existía un mundo más allá de la carretera que conducía a Villa Ahumada, tomó un camión rumbo a la capital para hacer realidad su sueño de ser reportero sensacionalista.

Sus fotografías de cuerpos desmembrados ganarían fama internacional y serían fuente de inspiración en los talleres de escritura gore, donde saldrían relatos que después se proyectarían en la pantalla grande. Aunque este hijo podría haber sido el famoso que los hubiera sacado de la pobreza, sus trabajos periodísticos nunca fueron firmados. Su nombre quedó impreso únicamente en el gafete que lo identificaba como un elemento más de la prensa nacional amarillista. 

El siguiente niño fue concebido a las cuatro semanas de haber nacido su hermano reportero. La madre, presa de la seducción del vino que circulaba en abundancia en la celebración del equinoccio de primavera, no esperó a llegar a casa y arrastró a su marido para esconderse entre un rebaño de vacas y fabricar al que sería, nueve meses después, el niño prodigio de los borrachines del pueblo.

Desde pequeño mostró una curiosidad excesiva por las frutas y verduras. Aprendió el arte de la fermentación y, en la adolescencia, se dedicó a cultivar uvas para convertirlas en vino. La familia tenía altas expectativas en sus experimentos, ya que el joven hacía mezclas extrañas que mandaban a cualquier ser humano a volar hacia otras dimensiones, pero el padre tardó más en lamerse los bigotes, saboreando su hipotética fortuna, que el mocoso en empacar sus fórmulas y emigrar a lugares desconocidos. Salió en busca de diferentes elixires que la tierra desértica, donde vivía, no podía proporcionarle.

El sexto y el séptimo fueron dos niños que llegaron con diez meses de diferencia. Ambos fueron fuertes y pendencieros. Al ser expulsados del kínder, los amigos del hermano mayor, aquel cuyo cuerpo se encontraría años después desparramado en un estacionamiento, quisieron reclutarlos para convertirlos en sicarios, pero ese no era el plan que tenían proyectado para sus vidas y huyeron al chuco, al gabacho, a ese lugar que era conocido como «el otro lado», buscando el sueño americano. Se olvidaron de sus padres, hermanos, amigos e incluso del idioma. Entraron al ejército gringo para obtener la ciudadanía más rápido y fueron enviados a una de las múltiples guerras compradas por el país capitalista. Meses después, el equipo forense de las fuerzas armadas norteamericanas desprendió de un tanque M1 Abrams lo que quedaba de sus cuerpos, desinflados y ya sin forma de contener una ilusión. Dejaron que el eco de esa añorada gloria fertilizara otro desierto desconocido.

La madre tendría cincuenta años; había empezado a tener meses sin sangre y brotes de calor que despertaban deseos olvidados, por lo que ese verano su cuerpo se sintió navegando entre los círculos del infierno dantesco. Debido al calor extremo, la pareja empezó a dormir desnuda en dos hamacas colgadas en el porche de su casita de adobe. Ambos se impulsaban de un lado a otro, con la pierna que colgaba para alcanzar el suelo y ayudar al viento escaso a esparcir el rocío de la noche sobre su humanidad.

Tal vez fueron las últimas hormonas que circulaban por el cuerpo agrietado de la mujer, o quizá el sueño húmedo adolescente que se proyectaba en la mente del hombre, pero en un descuido del sereno, un esperma desorientado salió volando de su uretra y cayó en el ombligo del vientre abultado de su vecina. Se resbaló, dejándose llevar por la gravedad, hasta adentrarse en la caverna carnosa, custodiada celosamente por sus muslos rebultados. Una vez dentro, inició una carrera contra el endometrio para llegar al último huevo sano de los cuatrocientos ochenta y siete que logró ovular ese ser añejado durante su vida fértil. Las células fueron creadas en el acto y se pusieron a trabajar sin descanso para hacer, durante los siguientes doscientos ochenta días, a la niña prometida, que estimularía la voluntad de todo aquel que le entregara el corazón.

Eso fue lo que le contaron y esa fue la historia que la niña materializó.

Desde el primer día, su destino estuvo marcado por el deseo de encontrar a ese hombre que lograra apaciguar el fuego que su presencia despertaba en las personas. Cualquiera que tuviera la suerte de encontrarse con su mirada quedaba atrapado en el abismo asfixiante de sus ojos amarillos, tan extraños de color, pero al mismo tiempo tan normales para su cara cuadrada y su piel morocha. Era como ver a una serpiente que te invitaba a entrar sin permiso bajo la advertencia de terminar enloquecido por la falta de voluntad propia. Tanto el padre como la madre evitaban mirarla de frente. Los hermanos hicieron lo mismo más por imitación que por entendimiento. Carentes de albedrío le tenían miedo, pero empezaron a sacar provecho del embrujo que provocaba especialmente en los hombres.

Cada noche, antes de acostarse, su madre le pasaba un algodón empapado en agua de rosas por toda su figura. Le ponía paños calientes recién sacados de una olla con agua hirviendo, impregnados con lavanda y manzanilla. Untaba en cada rincón de su cuerpo una mezcla de aceites de almendra y flores de la estación. Le ponía su camisón de seda y tapaba sus pies con calcetines de lana, no sin antes cubrirlos con una crema de caléndula, coco y miel de abeja, para evitar que el frío se escapara de su cuerpo y mantuviera ese calor que se desprendía en forma de vapor a través de los poros trigueños de su piel.

Ella se dejaba hacer y se entregaba a las sensaciones que le provocaban los olores que las distintas plantas desprendían. Disfrutaba de las caricias que las manos maternas le ocasionaban al rozar su piel. Se dejaba arrullar con aquel canto que, tiempo después, recordaría acostada al lado del único hombre capaz de vulnerarla.


De la espuma del mar naciste,

polvo de estrella de dios;

tierra en fuego, luz de viento,

fragmentos del deseo ingrato,

cueva ensangrentada que nos consumió.


A diario recibía propuestas de matrimonio por correo y la fila de hombres pernoctando afuera de su casa crecía conforme la pequeña iba cambiando de ropa. Había vecinos de otras colonias, ciudades y estados. Los extranjeros fueron llegando conforme el cuerpo de la niña se transformaba en el de una mujer. Primero, los gringos que habitaban del otro lado del río fronterizo; luego, encontraron el camino los del continente viejo que entraban por el puerto de Veracruz y recorrían los dos mil kilómetros de distancia, ya fuera en carretera o en tren, según correspondiera a sus bolsillos y a la urgencia de cada quien.

Al principio, la familia estaba fascinada por la atención excesiva y los regalos de todo tipo, por lo que se aseguró de que la muchacha cumpliera horarios establecidos en los que fuera vista lo suficiente para mantener el interés y, al mismo tiempo, ocultarla, alimentando el deseo de posesión de la belleza prohibida. Con esta estrategia preservaban la leyenda y hacían que las ofertas de matrimonio incrementaran los beneficios a los que tendría acceso la familia en caso de que el pretendiente resultara seleccionado. Mientras esto ocurría, las invitaciones a conversar con la preciada doncella llegaban siempre acompañadas de exquisitos banquetes, flores abundantes, vestidos bordados con hilos de oro, joyas y todo aquello que tanto el padre como la madre jamás se hubieran imaginado que existiera en este mundo.

Esos fueron tiempos de abundancia incluso en la ciudad. Los comercios alrededor de la casa se vieron beneficiados al atender a los curiosos y a los pretendientes. Se construyeron nuevos hoteles, restaurantes, cafés e incluso un centro comercial con pista de patinaje en hielo. La ciudad creció mientras la niña paseaba por sus calles en construcción; primero tomada de la mano de su madre y después del brazo del pretendiente finalista seleccionado por el padre.

Al principio, las caminatas fueron una buena estrategia para permitir que la joven también tomara parte en la elección de su futuro esposo; sin embargo, después de que los pretendientes salían un par de veces a pasear con ella y se perdían en el abismo de sus pupilas doradas, hablaban con el padre para retirar su oferta. Semanas después, la familia se enteraba de que el susodicho había contraído matrimonio con otra chica o había realizado algún proyecto o transacción exitosa en la que se le veía pleno y feliz.

El padre quiso saber qué ocurría en esos paseos y obligó a las chaperonas, que siempre los acompañaban, a no separarse nunca de la pareja y a escuchar la conversación. Empezó a suceder que los hombres cambiaban sus intenciones hacia las mujeres de compañía o ellas renunciaban para irse a viajar por el mundo, abrir un negocio propio o incluso dedicarse al arte que siempre habían deseado. Divertido por lo que ocurría, el hermano borrachín, que nunca se atrevía a mirar a su hermana a los ojos, sugirió hacer una mascarada con todos los pretendientes pudientes, en la que, mediante un juego de baile, el azar seleccionara al que sería su cuñado.

El evento fue todo un acontecimiento en el pueblo. Tanto la prensa nacional como la internacional viajaron a la tierra odiada por Tláloc para cubrir la noticia. El hermano periodista se vio de repente sorprendido por regalos y jugosas ofertas de trabajo con tal de obtener un pase para poder entrar y presenciar el desfile de los acaudalados pretendientes.

El nuevo cura de la iglesia de la plaza, que no era otro que el hermano de la futura novia, se puso en cólera por tan carnavalesco espectáculo. Llegó hecho una furia a casa de sus padres después de haber estado una larga temporada en Roma y exigió que pararan de una buena vez con la comedia, pero se detuvo en seco cuando se encontró con la mirada de esa mujer que no había visto desde que era una niña.

Culpó al maligno del calor asfixiante que despertó a su miembro dormido. En un instante, los años de seminario, los viajes y los miles de libros leídos —filosofía, esoterismo, religión— se volvieron inútiles. Nada podía explicar lo que sintió al tropezar con los ojos de serpiente de su hermana. Incapaz de procesar el arrebato, lo redujo a la única figura que sus instituciones le permitían culpar: el diablo.

El día de la mascarada acudieron hombres de todo tipo. Había blancos, morenos, negros, apiñonados; altos, chaparros, medianos; gordos, flacos, musculosos, todos desfilando por la alfombra roja que la hermana (ahora hermano) había mandado poner haciendo eco de los eventos sociales que tanto veía en programas de televisión y revistas.

El hermano boticario, que vendía vinos artesanales en una playa que antaño había sido catalogada como pueblo mágico para atraer al turismo extranjero, viajó a su tierra desértica con un cargamento de elixires que prometían transportar a los invitados a realidades paralelas. Empezó sirviendo bebidas refrescantes a los curiosos y curiosas que habían acampado fuera del lugar. El calor hizo que todos pidieran más de la extraña bebida herbal hecha con damiana, ginseng, un poquito de clavo y una estrella de anís.

A las dos horas, los hombres empezaron a sentir el efecto de las plantas, arrimándose a las mujeres que tenían más cerca. Ellas, sintiendo el mismo efecto del elixir, recordaron los rostros de los pretendientes que un par de horas atrás habían desfilado por aquel tapete rojo y corrieron para satisfacer sus deseos en esos cuerpos, y no en los que estaban al lado de ellas. Ignoraron el estigma establecido durante siglos de ser catalogadas como sexo débil y derribaron las mallas de contención que el gobierno municipal había impuesto para resguardar el evento.

Dentro del Casino Juárez, minutos antes de que se desatara el zafarrancho, los pretendientes portaban con gusto sus rostros de fariseos. El hermano borrachín, sabedor del embrujo de su hermana, mandó poner en los espacios abiertos de la máscara una delgada gasa que permitía velar el brillo de los ojos de la futura novia.

El salón estaba decorado con telas de gasa multicolores que colgaban del techo alto. Había cuatro grandes peceras que enmarcaban la pista de baile y separaban las diez mesas redondas distribuidas alrededor. Al fondo se encontraba el escenario, donde se habían colocado tres sillas de madera, tapizadas de lino bordado con motivos geométricos y florales; ahí estaban sentados la madre, el padre y la codiciada hija menor.

La hermana, que ahora era hermano, accedió a que sus amigos, actores y actrices, se colaran a la fiesta como esculturas humanas que representaban deidades antiguas según las diversas culturas de los pretendientes, y cobraban vida si se les ponían unas monedas en una especie de coqueras individuales que llevaban cargadas en sus brazos. Se podía ver a Zeus con su rayo, a Shiva con la serpiente bailando sobre sus hombros, mientras Anubis, con su mirada de lobo, observaba cómo Atenea e Isis se apretaban los vestidos cada que alguien les ponía una moneda para que sus cuerpos quedaran más expuestos a la poca imaginación de los espectadores.

Al lado opuesto del escenario se encontraba una escalera de caracol que subía al segundo piso, abierto y con vista a la pista de baile. Se podían ver de frente las sillas aterciopeladas de los anfitriones y, al dar la vuelta, se salía a una terraza cuya vista daba a los jardines de la entrada del lugar. Ahí es donde fueron colocados los de la prensa, a quienes se les asignaron máscaras de diablos feroces con cuernos, colmillos, lenguas largas y expresiones exageradas. Tanto hombres como mujeres estaban felices con sus artefactos de madera que expresaban su identidad y, al consumir el té frío de damiana cuando tomaban las fotos de los pretendientes afuera en la alfombra roja, empezaron a sentir esa efervescencia contenida, reprimiendo los deseos de restregar sus cuerpos unos con otros.

Los meseros se paseaban con máscaras de animales fantásticos o híbridos, repartiendo las bebidas que el hermano, amante de las plantas, había seleccionado con gran cuidado. Había jaguares, coyotes, toros y quimeras sirviendo cócteles de Chartreuse, Amaro, Benedictine y otros más fuertes hechos con el sotol de la región. Estos últimos tuvieron tal éxito que los pretendientes y reporteros empezaron a tomarlo como si fuera agua en medio del desierto sin conocer las peculiares propiedades de tan exquisito fermento.

La hija prometida observaba todo desde su lugar privilegiado. Después del desfile, en el que los hombres le besaron la mano y expresaron sus más puras intenciones de cuidarla y respetarla todos los días de su vida, se sentó en ese trono escarlata y escuchó las conversaciones que mantenían entre sí.

Alcanzó a oír conversaciones sobre el calor seco y sofocante de cuarenta grados centígrados que se sentía en esa tierra abandonada de la mano de los dioses. Sus sentidos percibieron temas más entretenidos como el deporte, la política, los autos, los avances tecnológicos y los negocios. Ya más entrada la tarde, logró captar conversaciones sobre amores perdidos que alguna vez habían sentido por alguna mujer que ahora se encontraba lejos del Casino Juárez y que deseaban sustituir por ella.

Una vez que la noche hizo su aparición y el viento cálido les regaló destellos de frescura, el padre y la madre reunieron a los pretendientes en la pista de baile. El grupo musical empezó a tocar una melancólica cumbia con los característicos sonidos fronterizos y la hermosa muchacha fue pasando de un cuerpo a otro, despertando con mayor intensidad el deseo por aquellos amores perdidos.

La nostalgia empezó a circular por el lugar. El efecto de los cócteles, junto con las notas melancólicas de las cuerdas, hacía que los cuerpos de los hombres buscaran en sus corazones censurados la aprobación del amor a través de la mirada hipnótica de esa extraña mujer.

Los reporteros tomaban fotos mientras sus miembros se restregaban con timidez y nostalgia detrás del culo de sus colegas. Pareciera que esa pasión que sintieron por la bebida de damiana se apaciguó al percibir el efecto del sotol en su sangre. Tan inmersos estaban por el efecto hipnótico de la música, el baile lastimero de los pretendientes y el deseo reprimido de sus entrepiernas, que no se percataron de la multitud que cruzaba el cerco de seguridad y se acercaba enardecida por el deseo de posesión.

Tanto las mujeres como los hombres del exterior atravesaron las puertas del Casino Juárez y se lanzaron a la pista de baile, buscando al pretendiente que habían admirado horas antes, desfilando entre los destellos de las cámaras y sonrisas forzadas. En esta ocasión no había nadie que las detuviera. Se acercaron sin reservas, chorreando el deseo y desprendiendo el olor del apareamiento.

El encuentro fue sorpresivo, pero a la vez esperado. Los pretendientes recibieron el amor de aquellas desconocidas con aceptación y gozo.  Los hombres que venían persiguiendo a las mujeres interceptaron a las meseras y a las actrices que hacían de diosas, para después pasar también por los meseros, actores, periodistas y por todos aquellos que se iban quedando sin compañero por agotamiento físico.

Mientras el amor inundaba cada rincón del establecimiento, unos ojos negros dilatados se encontraban con la mirada ausente de la que debía encontrar marido esa noche. Era el sacerdote del pueblo que ahora portaba la máscara del fariseo. Se tomó completita una botella del vino de consagrar, combinado con unos polvos preparados con hierba de San Juan y ajenjo, que su hermano, el boticario, le preparó para disolver los miedos y abrirle las puertas a lo prohibido. Se acercó a ella con la firmeza y la puntería de un cañón. La cargó y la sacó del salón sin responder a los lastimosos llamados de su madre, que en ese momento estaba siendo penetrada por su padre, y a la vez por la estatua viviente de Dionisio.

Mientras corría con su invaluable joya, la hermana que ahora era hermano quiso detenerlo, pero sus ojos se encontraron con la mirada amarilla de esa mujer a la que había envidiado desde que nació. Percibió el reflejo femenino del que siempre había renegado y entendió que el amor no residía en la transformación de su cuerpo, sino en su aceptación y cuidado. Tomó a dos de las ninfas que en ese momento le besaban el cuerpo y se las llevó lejos de la orgía. Años después, las tres serían conocidas a nivel mundial por su activismo a favor de los derechos de las mujeres sometidas a cirugías estéticas sin su consentimiento, o bien engañadas por doctores que las dejaban deformadas.

Cuando el cura y su presa estaban a punto de salir del pueblo, el hermano reportero los detuvo con el destello del flash de su cámara. Las pupilas de su hermana se dilataron hasta convertirse en dos huecos oscuros infinitos. Se vio entonces envuelto en la ilusión de un torbellino de cuerpos mutilados a los que quería recomponer con desesperación. Sintió cómo rozaba su rostro una mano ardorosa, al tiempo que su corazón comprendía que no bastaba con inmortalizar la muerte en una imagen, sino con embellecerla. Meses después, inauguraría su primer velatorio, de los muchos que se abrirían en el país, donde los cuerpos lucían más bellos dormidos que cuando estaban despiertos.

La pareja siguió su carrera rumbo al único cerro que tenía la ciudad. Entre las plantas rodadoras, conocidas en el mundo como estepicursoras, se encontraba hincado el hermano herbolario. Llevaba una venda que le tapaba los ojos. «Deja de cubrirte, querido», le dijo su hermana sin mover los labios. Sin saber con exactitud por qué, su intuición de chamán le había susurrado que huyera del resplandor dorado de su mirada. Unas lágrimas esquivaron la tela y rodaron sobre su piel. En un arrebato de pudor, limpió con brusquedad el llanto, llevándose, sin querer, aquello que le protegía la vista. Bastaron dos segundos para que su corazón entendiera lo que la razón se negaba a ver. Sintió cómo sus pupilas se quemaban ante las imágenes de epidemias, guerras y enfermedades que acechaban en los rincones del planeta. Sus manos empezaron a formar símbolos sagrados que lo conectaron con las bacterias y los virus que habitaban en los cuerpos de todos los seres vivos. Abrazó sin miedo el don que sabía estaba destinado a entregar y morir por ello. Tomó a esa mujer medicina entre sus manos y le besó las pupilas. Desde entonces se dedicó a recorrer el mundo sanando cuerpos con sus manos y remedios, junto con sus inseparables hierbas.

Llegaron a la punta de aquel cúmulo de tierra que separaba un país del otro. Se detuvieron sin aliento dejando atrás las luces artificiales del pueblo y fue entonces cuando por fin, lejos de la locura y el juicio de los hombres, el cura pudo besar y poseer a su hermana mientras le susurraba en el oído: «De la espuma del mar naciste, polvo de estrella de dios; tierra en fuego, luz de viento, fragmentos del deseo ingrato, cueva ensangrentada que nos consumió».

Cuando el hermano terminó de verter el amor obsesivo que el diablo había engendrado en su cuerpo, se observó, por vez primera, en la profundidad de los destellos melados de los ojos de su hermana. Supo, con la certeza de un desahuciado, que ella no era más que la extensión de su propia alma. Pudo ver con claridad las próximas batallas como salvador de los ausentes predicando la palabra de su amor verdadero. Entendió el lugar de su corazón en el mundo, tal como lo habían hecho los otros pretendientes. La besó con respeto, ya ausente de deseo, y se marchó, dejando una estela de suspiros en el vientre poseído.

Nadie supo lo que había sucedido cuando despertaron al día siguiente entre montañas de cuerpos blanquecinos por los fluidos secos de la noche anterior. Uno de los pretendientes, heredero de numerosas minas en Madagascar, se enteró de que había sido elegido y se había casado con la hermosa doncella de aquel desierto fronterizo. No recordaba cómo fue su boda, pero estaba feliz de llevarse a casa la única joya que aún no era suya y que llevaba en sus entrañas la semilla prohibida de las batallas perdidas.

La familia se hizo rica de la noche a la mañana y abandonó su casa para irse a algún lugar del norte más allá del norte mismo a vivir sin la resaca de aquella noche que todos ubicaban, pero que, al parecer, nadie recordaba. A los nueve meses hubo múltiples nacimientos y un extraño sentimiento embriagador se albergó durante años en la región. El pueblo se vio bendecido durante siete años de lluvias abundantes. Brotaron en los jardines y camellones flores desérticas perfumadas y una que otra exótica, cuyas semillas, con seguridad, fueron transportadas por aquella multitud de fariseos extranjeros. La leyenda cuenta que fue el embrujo de aquella muchacha que hacía que vieras tus verdaderas pasiones y que sacaba a la luz aquellos sentimientos escondidos en los huecos inaccesibles del alma.

De ella ya no se supo nada, pero se dice que cada que hay alguna rencilla menor o un pleito acalorado, una serpiente aparece y calma la situación con la mirada. También se ha visto la silueta de un sacerdote en el monte dando golpes al aire que se confunden con truenos. Los que han viajado al otro lado del continente aseguran haber encontrado a los hermanos caminando por las calles, tomados de la mano.

viernes, 14 de noviembre de 2025

Centro de recuperación

Patricio Durán


Mi vuelo de Los Ángeles a Quito llevaba más de veinticuatro horas detenido en El Salvador. El aire acondicionado del hotel en San Salvador no lograba quitarme de encima el bochorno pegajoso de Centroamérica. Por culpa de un volcán con un nombre impronunciable: el Chaparrastique, todos los vuelos estaban cancelados. Me hallaba varado. La aerolínea cubrió hospedaje y comidas.

El vuelo me dejó exhausto. Sentía el rumor del avión en los oídos y el cuerpo entumecido por las horas de espera. Apenas llegué a la habitación, caí sobre la cama y cerré los ojos. Dormí como no lo hacía desde hacía años: sin sueños, sin pensamientos, solo el silencio que envolvía el recuerdo de Marcela.

Temprano sonó el teléfono. Era la recepcionista que me apresuraba para no perder el vuelo. Llegué justo a tiempo al Aeropuerto San Óscar Arnulfo Romero y Galdámez. En Los Ángeles se quedaba parte de mi vida: Marcela. A veces me pregunto cómo empezó todo, y siempre regreso a esa tarde en Santa Mónica, con su figura orlada por la luz de la puesta del sol. Quizás fue su cabello rubio, que en mi memoria conserva la tibieza de esa luz, o sus ojos azules. En ellos dejé algo mío.

Había en su mirada una calma que me desarmaba, su silencio invitaba a quedarse. No sé si fue amor, o simplemente la nostalgia anticipada de saber que algún día la perdería. Pero desde entonces, cada vez la memoria me tiende una trampa; su rostro vuelve primero, como una ola que no se resigna a morir en la orilla.

En mi ciudad me esperaba una relación inconclusa con Rocío, y un séquito de acreedores. Mi compulsión por los préstamos me esperaba en casa. Ya no era solo el capital; eran los intereses de mora, los gastos judiciales. Un monstruo que crecía sin control.

Aterrizamos en Quito en la madrugada del 31 de diciembre. Los pasajeros, a pesar del ambiente festivo, avanzábamos en silencio con nuestras maletas. A la salida del aeropuerto me esperaba un hombre vestido con uniforme de conductor.  Me observaba fijamente. Se acercó y preguntó:

—¿El licenciado Leonardo?

—¿Sí?

—Soy empleado de su hermano, el doctor Eusebio. He venido a ayudarle con su equipaje y trasladarlo hasta su casa.

—¡Bien! ¡Vámonos!

El viaje fue cansado. Llegamos a casa de Eusebio. El reloj marcaba las tres y diez de la madrugada. Conversé con Eusebio hasta bien entrada la mañana. Nos retiramos a descansar. No pude dormir. Me fui a mi apartamento. Antes de salir, Eusebio me invitó a la cena de noche vieja. No tenía intenciones de asistir. No quise ver a nadie, ni familiares ni amistades. Decidí emborracharme. Compré una botella de vodka y otra de jugo de naranja, la combinación perfecta. Me comuniqué con Marcela, bastante preocupada por falta de noticias.

—Hola, Marcela. Tuve un vuelo bastante agitado. Debí pernoctar en San Salvador por la erupción de un volcán.

—Te noto extraño, Leonardo. ¿Qué pasa? Por eso no quería que regresaras a tu pueblo.

—No pasa nada. Solo necesito descansar un poco.

Las mujeres tienen ese sexto sentido que detectan al paso que algo no marcha bien. Luego de calmar sus dudas y temores me despedí.

Al día siguiente Eusebio estuvo a primera hora en mi apartamento:

—Leonardo, ¿Por qué no fuiste a la cena familiar? —preguntó.

—Estuve cansado —contesté.

—Lo que has hecho es emborracharte. Ya vas a empezar con tus pendejadas ni bien llegado. Lo mejor es que te internes en el centro de recuperación de mi amigo Carlos Alberto, hasta que te pase la ansiedad.

—No estoy ansioso, estoy cansado, además he vuelto a tomar a los cuatro años…

—Esa es una excusa barata, adicto una vez, adicto siempre. Dios te va a castigar por todo esto —sentenció Eusebio.

—No sé —dije. Pero luego me acordé de la horda de acreedores que me esperaban, y esta era una forma de escapar temporalmente de ellos.

—Es una gran oportunidad para que superes tus defectos de carácter que dices tener. El centro no es solo para adicciones al alcohol y drogas, sino para los defectos de carácter. 

—¿Y cuánto cuesta el tratamiento en el centro de Carlos Alberto? La verdad es que yo no tengo dinero para esto. Entiendo que es caro.

—No te preocupes. Yo sé cómo me arreglo con él. Lo importante es que te internes. Ya vas a ver, esa clínica es una hostería con psicólogos. Te van a tratar bien y te vas a recuperar.

«¿A recuperar? ¿De qué me voy a recuperar?», pensé. Lo que estoy es estresado, un tanto deprimido. Quizás sí me faltan unos días en recuperación. Así que acepté internarme.

—¡Está bien! —dije rendido.

—¡Bacán! —exclamó Eusebio. —Ya le llamo este rato a Carlos Alberto para que te espere. Ahora están en la playa, en Tonsupa, para que veas el nivel que tiene este centro. Vas a pasar chévere.

El centro se encontraba en Tumbaco, pero los internos estaban «meditando» en las playas de Tonsupa, ubicada en la ruta costera del Océano Pacífico, allí se observa las más bellas puestas de sol.

Preparé maletas y partí en autobús a Esmeraldas. Le dije a Marcela que me iba de retiro espiritual por unos días, sin saber que esos días se convertirían en meses. Llegué al terminal de Ingahurco. Me pareció más pequeño que nunca, luego de haber transitado por los terminales de California.

Me aletargaba por instantes, las preocupaciones evitaban que conciliara el sueño. «¿Cómo será este centro de recuperación?», pensaba, mientras una sombra de inquietud se extendía en mi pecho. Eusebio insistía en que era el mejor del país. Yo quería creerle, pero mis lecturas sobre historias oscuras: gritos detrás de puertas cerradas, rostros vencidos por el miedo, suicidios, me hacían dudar. Este lugar —decían— era distinto, exclusivo, caro. Tal vez por eso me sacudía más, porque el sufrimiento, cuando se disfraza de prestigio, puede ser aún más cruel.

No tenía claro si realmente funcionaba este tipo de rehabilitación en que el adicto debe estar interno. Había escuchado de opciones en las que no se permanecía dentro del centro durante todo el proceso. Lo que sí estaba claro es que la persona adicta no puede recuperarse por sí sola, para hacerlo debe, primeramente, aceptar su problema con el alcohol y la asistencia de profesionales especializados en el tema que le ayuden en su tratamiento. Yo no me consideraba adicto en el sentido de ser esclavo de alguna sustancia, sino más bien asumía algunos defectos de carácter: falta de compromiso, irritabilidad, egocentrismo e irresponsabilidad.

El autobús llegó al terminal de Esmeraldas. Tomé otro a Tonsupa. Unos muchachitos me ayudaron a conseguir el transporte correcto. Les di un dólar de propina, acostumbrado a darla por todo, como lo hacen en Norteamérica. Los muchachos saltaron de alegría.

En el autobús, la mayoría de los pasajeros eran negros, afroecuatorianos, mejor dicho.

—Voy a Tonsupa —le dije a una chica morena que, coqueta, se sentó a mi lado.

—Todavía falta. Yo le aviso cuando tenga que bajarse —dijo—, este autobús va por Atacames, Súa, Tonchigue, Muisne…

—Quiero conocer Muisne —le interrumpí.

—Pues ahora es su oportunidad, yo vivo en Muisne y le puedo ayudar a conseguir hospedaje. Me llamo Roberta.

—Leonardo —respondí.

Conocía Muisne, pero era una manera de entablar conversación con ella. Tenía una silueta estilizada, tipo Whitney Houston. De ojos grandes, almendrados y expresivos; las cejas bien definidas, la nariz recta y los labios carnosos. El cabello rizado, color azabache, grueso, con mucho volumen que le daba una belleza exótica. La muchacha me indicó que ya pronto estaríamos en Tonsupa y preguntó si me iba a quedar o a seguir hasta Muisne. Decidí bajarme. Dora apuntó su número de teléfono en un papel.

«Me llamas», dijo y me dio un beso rápido en los labios, como el picotazo de un pájaro.

El reloj marcaba las siete de la noche. Tomé un transporte un tanto extraño: una motocicleta adaptada con una pequeña carrocería, lo que le permitía transportar varios pasajeros con su equipaje. Todavía tenía el sabor dulzón de Dora en mis labios y su olor a almizcle en la ropa. Miré el papel con su número telefónico en mi mano. Otra complicación. No necesitaba una más. Lo arrugué y dejé caer al costado del camino.

Llegué al hotel Iberia, lugar en donde se hospedaba el grupo del centro de recuperación. Llamé por varias ocasiones, pero nadie acudía. El conductor de la motocicleta me advirtió:

—Aquí hay que tener mucho cuidado porque enseguida lo asaltan a uno. Voy a esperar hasta que le abran la puerta.

—Muchas gracias, eres muy amable.

El tiempo se había detenido, transformando cada minuto en una eternidad, hasta que, de repente, una cabeza se asomó por una ventanilla

—¿Sí?

—Busco al doctor Carlos Alberto, ¿se hospeda aquí?

—No sé, déjeme preguntar.

Al rato volvió, abrió la puerta:

—Pase, ya lo atienden.

El lugar era modesto, con piscina vacía y pocas comodidades. Allí apareció Carlos Alberto, sonriente:

—Tú debes ser Leonardo, hermano de Eusebio.

—Así es. Ya debes estar al tanto de mi situación…

—Qué bueno que viniste, Leonardo. Aquí vas a encontrar recuperación y fortaleza espiritual.

—Yo vengo por un mes —aclaré.

—No pienses en el tiempo. Relájate y confía en el proceso.

—Está bien, pero no tengo dinero para pagar este tratamiento…

—No te preocupes por nada. Yo me arreglo con tu hermano. Más que un amigo, Eusebio es mi hermano.

—Muy bien. Voy a la tienda a comprar algo y regreso.

—Lo siento, no se permite salir, ya estás aquí y debes acatar las reglas y disposiciones del centro. Debemos revisar tu equipaje, todo lo que traes. No puedes cargar efectivo, ni teléfono. Poco a poco te irás familiarizando con la comunidad.

Todavía no me convencí de haber hecho lo correcto al internarme. En fin. Ya estaba dentro. Relax y a disfrutar del paseo, tal como había sugerido Carlos Alberto. Además, la cena estaba servida. Conocí al grupo de internos, todas caras nuevas, ningún conocido. Cenamos y subimos a las habitaciones. La habitación compartía con dos «personas de apoyo» —Stalin y Bryan— que trabajaban para el centro. Revisaron mi equipaje. Me retiraron el teléfono, una foto con Marcela en el muelle de Santa Mónica, el poco dinero que cargaba, la tijera de uñas, la loción para después de afeitar, el enjuague bucal. Al indagar sobre la razón por la que no podía tener la loción y el enjuague bucal respondieron que contenían alcohol y que los podía beber. Los he llevado todo el tiempo y no los había bebido. No permitieron ninguno de los libros que tenía, aduciendo que debo dedicar todo el tiempo al programa de rehabilitación.

De regreso en Quito, en el valle de Tumbaco —considerado un lugar para personas con alto poder adquisitivo— se encontraba el centro de recuperación. Parecía una hostería de lujo como lo dijo mi hermano. Su entorno era natural, con un ambiente familiar y rústico, con huerto, piscina y caballos. El contacto con la naturaleza ayudaba en el proceso de recuperación de los internos. A simple vista, un lugar de descanso. No tardé en descubrir la otra cara. La primera señal fue el control absoluto de cada minuto. Luego vinieron las humillantes duchas heladas, los castigos retorcidos, las amenazas. «Si no obedecen tienen tres opciones: el hospital, la cárcel o el cementerio», dijo un terapista con rostro siniestro. Tenía una cicatriz en la frente, producto de una pelea con un interno.

Hablé con Carlos Alberto. Repetí que ingresé voluntariamente y mi intención era permanecer un mes. Su cambio fue notorio. Ya no era la persona amable y comprensiva que había conocido en Tonsupa.

—¿Qué te pasa? —me dijo enojado—, aquí te vas a quedar por lo menos un año, así que ya puedes quitarte esa idea de la cabeza.

—Cuando yo conversé con Eusebio le dije que vendría por un mes, y me respondió que está bien.

—Eso te lo dijo para que no pongas resistencia, pero aquí las cosas son diferentes —dicho esto, Carlos Alberto se alejó.

Me quedé pasmado. Un año encerrado, sin mis libros, sin escribir, sin Marcela.

Pedro era uno de los internos que más problemas tenía por su falta de humildad, falta de compromiso, exacerbado egocentrismo, manía por andar siempre metido en líos. Cuando Pedro se divorció de su mujer —mejor dicho, ella se divorció de él—, se puso a beber todos los días. Terminó en el centro de recuperación donde las terapias eran violentas.

En una ocasión en la que Pedro había peleado con uno de los terapistas, sentaron a Pedro en una silla de plástico desportillada —la «silla eléctrica»—, en el centro exacto del salón de terapia. Nosotros, los demás internos, recibimos la orden de formar un círculo cerrado a su alrededor. Podía oler el sudor nervioso de los que me rodeaban y ver la sonrisa anticipada de Stalin y Bryan, los «apoyos», que dirigían la sesión.

«Pedro», comenzó Stalin, con una calma teatral, «sigues creyendo que eres mejor que nosotros. Sigues atascado en tu soberbia».

Pedro mantenía la vista fija en el suelo. «Yo no...».

«¡Cállate!», gritó un interno flaco desde el otro lado del círculo. «¡Egocéntrico de mierda! ¡Por eso tu mujer te botó, por inútil!».

Fue el primer mordisco. El resto de la jauría le siguió.

«¡Borracho!», gritó otro.

«¡Mírenlo, está temblando!», soltó alguien a mi izquierda, y una risa áspera le acompañó.

Yo me quedé en silencio. Las acusaciones se convirtieron en un bombardeo de insultos: «¡Fracasado!», «¡Basura!», «¡Ni para tus hijos sirves!».

Pedro se encogió sobre sí mismo, protegiéndose la cabeza con los brazos: «Por favor... ya...»...

Bryan se acercó hasta que su rostro quedó a centímetros del de Pedro. «¿Por favor qué?», le susurró, lo suficientemente alto para que todos oyéramos. «¡Aquí tus súplicas de niño bonito no valen nada, cabrón!».

Vi cómo Pedro apretaba los párpados. Sus hombros comenzaron a sacudirse. El primer sollozo fue seco, ahogado por la vergüenza. El círculo se apretó más, las risas se mezclaron con los gritos.

«¡Llora!», le ordenó Stalin. «¡Llora, maricón! ¡Saca toda la basura que tienes dentro!».

Y Pedro cayó al suelo. El llanto se volvió un lamento animal que emergía del fondo de ese bulto encogido en el que se había convertido.

Pasé seis meses recluido en el centro. Gracias a una situación familiar que requería de mi presencia, logré salir antes del año al que me habían sentenciado. Salir no fue el final, sino el comienzo de la verdadera batalla. El primer paso fue una llamada a Rocío, una conversación honesta y dolorosa que llevaba años pendiente:

—Rocío, soy yo —dije, sintiendo la voz áspera y quebradiza. Al otro lado de la línea, su silencio era una losa que podía sentir sobre el pecho—. Necesito que seamos sinceros, por una vez. Todo este tiempo, mi vida ha sido un desastre... y tú mereces algo mejor que esto, algo mejor que yo.

Hubo una larga pausa, solo rota por el suave chasquido que hizo al suspirar.

—Sé que has estado en el centro, Leonardo. Me llamó tu hermana. ¿Estás bien? ¿Qué quieres decir con esto? —Su voz era cautelosa, llena de la paciencia agotada que me había ofrecido durante años.

—Quiero decir que... se acabó. —Cerré los ojos, el nudo en la garganta apretándome el aire—. He tocado fondo tantas veces que ya no me quedan fuerzas para fingir que voy a ser el hombre que necesitas. Quiero que seas libre, que rehagas tu vida sin la carga de esperar por mí o de disculpar mis fallos. Estoy roto, Rocío, y el camino para arreglarme es solo mío. Ya no puedo arrastrarte. Lo siento.

—¿Y qué pasa si yo no quiero ser libre? ¿Si lo que quiero es ayudarte? —Su tono se elevó ligeramente, dejando entrever la frustración—. Siempre es lo mismo contigo, Leonardo. Tú decides. ¿Y yo? ¿Mis años, mi vida, la tiras a la basura con una llamada y un lo siento?

—No te estoy tirando, Rocío. Te estoy soltando. —Una lágrima caliente se deslizó por mi mejilla—. Si realmente me importas, si de verdad te quiero, tengo que dejarte ir para que seas feliz. Yo no puedo dártelo ahora. No puedo. Encuentra a alguien que sepa quererte bien, sin dudas, sin este caos. Yo no soy ese. No soy justo contigo.

El silencio que siguió fue peor que cualquier grito. Finalmente, ella dijo con voz firme:

—Mejor di la verdad alguna vez, Leonardo. Sé lo de Marcela. Estoy cansada de tus mentiras. Ojalá arregles tu vida. Adiós.

Permanecí con el auricular en la oreja un buen rato. Con la mano temblándome tanto que tuve que apoyarme en la pared. Rocío facilitó las cosas. Sabía que era lo correcto, pero sentí como si me arrancara una parte vital.

En cuanto a mis acreedores, acepté un pago fijo al mes durante los próximos cinco años. Esa cifra me permitía pagar capital e interés, que me obligaba a trabajar todo el tiempo: fregando platos, cargando cajas, barriendo suelos. Sentí por primera vez el verdadero costo de cada centavo ganado: el dolor en la espalda al final de una jornada de catorce horas, el olor a sudor rancio en la ropa, la humillación tragada para evitar un despido. El dinero ya no era algo que caía o se esfumaba; era la prueba tangible, metálica y pesada de mi penitencia. Me quedé con lo justo para alquilar una habitación barata y empezar de cero.

El plan era simple, brutal y despojado de toda dignidad. La deuda sumaba casi veinte mil dólares a tres bancos distintos. Lo primero fue vender. Vendí la vieja motocicleta que Rocío y yo habíamos usado, la cambié por un puñado de billetes. El reloj de mi padre, mi única herencia real, fue a parar en una casa de empeño. Incluso el televisor que tanto me gustaba lo puse en venta. Sumando todo, apenas reuní cuatro mil dólares.

Llamé a cada uno de los acreedores con la voz más firme que pude fingir:

—He pasado enfermo y ahora estoy trabajando para honrar mis deudas. No puedo pagar el total, pero puedo pagar una porción, una mensualidad fija y pequeña. —Les rogué, negocié, prometí. Me ofrecieron una reestructuración de deuda a la que accedí desesperado.

A los pocos días recibí una llamada de Marcela:

—Leonardo, ya no puedo esperarte más. He conocido a alguien. Quiero rehacer mi vida. Tú has lo mismo. No me llames ni me escribas. ¡Adiós!

La línea se cortó con un zumbido hueco, dejando mi oído sordo. No hubo gritos ni súplicas; solo un punto final, seco y definitivo, puesto a miles de kilómetros. Por un instante, el dolor de la pérdida fue tan físico que me hizo doblar la espalda. Caí de rodillas en el piso de linóleo de mi miserable habitación alquilada.

Reí. No de alegría, sino del absurdo del castigo. Primero Rocío, luego la cárcel de la sobriedad, y ahora Marcela. La vida no pedía un cambio; exigía una erradicación de todo lo que fui.

Levanté la vista hacia el techo manchado, sintiendo un vacío que ni el vodka más puro podría llenar. Me di cuenta de algo crucial: Marcela no me dejó; yo ya la había perdido mucho antes, en cada mentira, en cada recaída, en cada préstamo que antepuse a nuestra felicidad.

Me puse de pie. El reloj marcaba las 5:00 a. m. Dentro de una hora, la alarma sonaría para ir a mi nuevo trabajo, cargando cajas en la bodega de un supermercado. El dolor de Rocío y Marcela, el miedo a los acreedores, la humillación del centro: todo eso se condensó. No era la estocada final; era la energía cruda que necesitaba.

No tenía nada que perder, y por primera vez en años, esa ausencia total de ancla se sintió como libertad. La prueba tangible, pesada y triste de mi penitencia por mi vida disoluta se había transformado en el único motor que quedaba: el trabajo. Salí de la habitación, sin esperar la alarma, con los nudillos blancos y el corazón duro similar a una piedra.

Crucé la calle cuando el sol parecía una promesa fría tras las montañas. En la bodega del supermercado, el aire olía a cartón húmedo y desinfectante barato. La primera caja de tomates, grande y pesada, me hizo crujir los huesos. Un peso muerto, innegable, y la levanté con toda la rabia contenida. Cada palada de sudor, cada músculo que protestaba, un pago. El pasado se había esfumado en una llamada; el futuro: cinco años de deuda. La familia y amigos brillaban por su ausencia. Allí estaba el licenciado, el hombre que soñó bajo el sol de Santa Mónica, ahora, un anónimo cargador, reconstruyéndose centavo a centavo, bajo la luz fluorescente de aquel almacén, por haber saboreado el manjar de la impunidad por mucho tiempo.