lunes, 30 de junio de 2025

Desalojo

Rosario Sánchez Infantas


«¡Me costó mucho sacarlo del ataúd!».

Eso dijo. Lo escuché claramente.

Con enormes letras de color amarillo sobre las mamparas de vidrio negro se leía Funeraria Descanso Eterno. Entré a ella para averiguar el horario de atención de una imprenta vecina. Sin darme cuenta, ya estaba atravesando un salón alfombrado: A ambos lados se alineaban ataúdes de diversos modelos, tamaños y colores. La pintura de una hermosa pradera cubría la pared del fondo. El sexagenario dueño de la funeraria, a quien conozco solo de vista, hablaba por un teléfono fijo. Cuando me vio, se despidió apresurado y colgó. Parecía sentirse descubierto haciendo algo de lo que se avergonzaba pues abrió mucho la boca y llevó sus manos crispadas delante de ella.   

Me pregunté: ¿Con quién hablaba? ¿Qué fue lo que extrajo?

Pienso que se refería a algo valioso, parte del ajuar de un difunto. Imagino que podría ser un anillo de oro encajado en el dedo de su dueño. El rigor mortis habría dado batalla aferrando la joya, aunque inútilmente por lo visto.

Parece increíble. Creo que alguien, como don Eugenio Villafuerte, cercano a la idea de la muerte, debería estar más próximo a la virtud en comparación con los demás mortales. Eso agrava lo repudiable de su comportamiento. En varias décadas que viene regentando su empresa, ¡cuántas cosas habrá extraído de los ataúdes! Y al parecer tiene un cómplice porque comentaba su fechoría con alguien.

Lo que le oí decir me desconcentró del propósito de mi ingreso a la funeraria. Tartamudeando formulo mi pregunta y él, balbuceante, me da información vaga, siendo necesario repreguntarle. Me despido y salgo torpemente. Siento que me observa porque he puesto en evidencia su delito.

Quedé conmocionado. Enfocarme en el asunto de la imprenta me tomó algunos minutos. Todavía falta una hora para que abra. No estoy dispuesto a perder el viaje. Esperaré en el café de la esquina.

¡Tengo que hacer algo! No puedo dejar que este aparente viejito nervioso y bonachón medre a costa de la confianza de sus clientes. Especialmente en momentos tan dolorosos.

Luego de dos tazas de café me reafirmé en que tenía que ser valiente y asumir la defensa de tanta gente cándida.

Visitaré nuevamente al viejo. ¿Qué invento? Debe ser creíble, algo como que... mi suegro tiene los días contados y quiero aprovechar que estoy aquí para obtener información y tomar decisiones cuando le llegue la hora final.

Traspongo las mamparas de vidrio, atisbo al interior. Villafuerte no está a la vista, ingreso silenciosamente hacia el fondo del salón. Sí que son hermosos los ataúdes. Estos lucen acabados barnizados relucientes: negros, marrones, unos blancos y pequeños para niños e incluso diminutos para parvulitos. ¿Quién es el socio del viejo? ¿A quién le contaba su atropello? Quizás a un hijo no satisfecho con lo que le tocó en el testamento de su padre.

¡El corazón me da un vuelco y se me enfría el cuerpo! En la esquina más alejada del salón, bastón en ristre, pálido y aparentemente amenazante está el viejo. Levanté ambas manos instintivamente y pensé que se sentía descubierto y me atacaría. Don Eugenio también se sorprendió y tardó unos instantes en reconocer al hombre que lo había visitado media hora antes. Suspiró, se acercó y tartamudeando se disculpó. Titubeante le conté la historia que había preparado, solicitándole información acerca de los servicios que ofrecía su empresa.

El hombre mayor me indicó que tomara asiento en el sofá que, con su mano temblorosa, señalaba, y puso en mis manos un fino catálogo en papel satinado. Señaló que en tres minutos se reuniría conmigo; así terminé dando la espalda al lugar en el que lo encontré con el bastón amenazante. Avanzó con pasitos apurados hacia un ataúd de color nogal que tenía la parte superior del cajón levantada. Levantó nuevamente el bastón. Yo no perdía detalle a través del reflejo en un espejo que tenía delante de mí.

¿Qué iba a hacer? ¿Qué se hace con un bastón al interior de un ataúd? Vi que dio varios golpes con los nudillos en la madera del féretro. Miró hacia el interior. Introdujo varias veces el bastón hacia el fondo. ¿Qué quería lograr? ¿Pretendía ocultar algo? Yo no creo en la vida después de la muerte. Pero que se ofendiera así a un ser destinado al descanso eterno me despertó un temor atávico: de existir el Todopoderoso podría fulminarnos en el acto por tal atropello. Villafuerte alternó algunos golpecitos en el exterior del cajón y remociones enérgicas del bastón en el interior. Secó el sudor de la frente en la manga de la camisa y se acercó a explicarme el catálogo. Ambas manos no dejaban de temblarle. Sí que era un pillo el tal Don Eugenio, aunque yo no lograba apreciar objeto valioso alguno que hubiera salido de algún ataúd.

¡Quizás vendía órganos!... o partes de los cuerpos que le confiaban. ¿Quién revisaría un cadáver embalsamado, vestido y peinado, colocado convenientemente en un ataúd cerrado con tornillos? Quedaba apenas una ventanilla para ver el tercio superior del cuerpo.

Mientras él hablaba de maderas, barnices, placas personalizadas, acolchados, velatorios, y carrozas, yo pensaba que le resultaba muy conveniente tener el cadáver de un día para el otro para su arreglo. Y hay tantos estudiantes de medicina deseosos de aprender aunque ello requiera comprar piezas anatómicas. ¡Motivo y oportunidad! Engaña fácilmente su pequeña estatura, cuerpo rechoncho y rostro sonrosado. ¡Este es el rostro de la maldad, la ambición y el irrespeto extremo!

De pronto se me enfrió el cuerpo y mi corazón comenzó a latir como loco. Los bisturíes, sierras eléctricas y cuchillos deben ser parte de su arsenal en la trastienda.

Mientras el hombrecillo seguía ofreciéndome el libro de condolencias, servicios religiosos y asistencia psicológica a los deudos, yo me preguntaba cuál sería la mejor estrategia de acción. ¿Denunciar ante una fiscalía? ¿No tendrá cómplices en el poder público? ¿A cuál de las fiscalías debo denunciar? Quizás a la de Prevención del Delito.

¡Cristo! ¡Ya sé lo que hace Villafuerte! Vende un ataúd, por la noche con la ayuda de un cómplice, lo recupera, lo arregla y lo vuelve a vender. ¡Deja el pobre cuerpo sin ataúd! Tiene que estar involucrado el vigilante del cementerio. ¡Cómo avanza la corrupción! Literalmente desalojan al muertito.

El viejo me dijo que podía conservar el catálogo y me dio su tarjeta de presentación. Secó el sudor de su frente en el dorso de su mano y me preguntó con una vocecilla que se extinguía:

—Creo que es suficiente, ¿verdad? ¿Desea ver los ataúdes? —Como no contesté, añadió—: Puedo mostrarle solamente los de la derecha. Vamos a pintar el local, el encargado estuvo lijando y no he podido limpiar, aun, los de la izquierda.

El calor me encendió el rostro al corroborar mi hipótesis: algo escondía en esa parte del salón.

Acepté observar los féretros que me mostraba mi guía mientras no cesaba de preguntar sobre la edad, anterior ocupación y preferencias de mi pariente agónico candidato a difunto. Para no cometer errores le iba describiendo a mi único tío, entretanto no dejaba de pensar que con ese interrogatorio el inescrupuloso imaginaba qué botín podía esconder cada ataúd.

En ese momento, un sonido suave llamó mi atención. Giré rápidamente la cabeza y vi cómo un gordo gato amarillo cruzaba la sala y desaparecía tras la puerta de salida. Durante unos segundos me quedé paralizado. Salí finalmente de la funeraria, con el corazón aún latiendo con fuerza.

Me dirigí a la imprenta, donde me alegró saber que mi próximo libro de narrativa estaría listo en una semana. Por la tarde voy a estar muy sonrojado cuando el psicoterapeuta que me atiende diga que abordaremos mi hostilidad... que yo llamaría creatividad.

miércoles, 25 de junio de 2025

Claro de luna

C.M. Hollens


Emilio San Román apuró el último sorbo de su café espresso. Eran las nueve menos diez de la mañana. Sentado en una esquina olvidada del restaurante, se ocultaba en esa penumbra cómplice, con los ojos profundamente azules brillando ante el resplandor tenue de su celular. El aroma del café flotaba entre las notas de Beethoven, mientras en su mente punzaban las lacerantes palabras del doctor: «Te queda poco tiempo con ella».

Apretó la taza con fuerza. Al soltarla, se levantó sin titubeo, llamó con autoridad a uno de los meseros, firmó la cuenta y abandonó a paso enérgico aquel mágico refugio.

Con la destreza que da la asiduidad, cruzó la avenida de cuatro carriles hasta alcanzar la esquina opuesta. A esa hora, el ruido de la ciudad era una sinfonía desordenada in crescendo, y el bullicio de las tertulias en los locales cercanos daba vida a una urbe vibrante y colorida. Emilio suspiró antes de entrar a su oficina, miró su reloj inteligente y sonrió, satisfecho al ver que eran exactamente las nueve menos cinco de la mañana.

Carmen, no me transfiera llamadas. No estoy para nadie dijo, dirigiéndose en tono recio al pasar frente a la mesa de trabajo de la joven.

La chica detuvo sus actividades, dirigió la mirada a su compañero del escritorio contiguo, Roberto Fonseca y, sin pensarlo mucho, apuró el paso detrás de San Román. 

—¿Qué quiere, Carmen? —vociferó, impaciente, Emilio al notar que su asistente lo seguía.

—Na... nada, señor —respondió la joven, visiblemente nerviosa—. So... sólo espero instrucciones, señor.

San Román resopló con impaciencia. 

—Esas son mis instrucciones, Carmen: que nadie me moleste. ¿Está claro?

—Sí, señor. Di… disculpe, señor —. Se retiró la chica, sudando copiosamente, de nuevo a su escritorio.

Roberto la abordó de inmediato con intención de calmarla. Le dijo, en voz susurrante que, ocasionalmente, el jefe llegaba de mal humor, pero con el transcurrir del día lo notaría más sereno. La joven esbozó una sonrisa leve y continuó su trabajo.

—Sé que es tu primer día, dulzura —dijo Roberto, intentando seguir la conversación—, pero pronto te acostumbrarás a la bipolaridad del jefe. No por nada conocemos entre seis y ocho asistentes nuevos cada año… aunque, honestamente, espero que tú te quedes mucho más tiempo. 

La chica lo miró, estoica, por un momento y continuó tecleando la información que le habían solicitado en Recursos Humanos. Roberto regresó a su lugar, esperando volver a construir la oportunidad de acercarse a ella.

San Román era un hombre extremadamente disciplinado. Sonreía pocas veces, pero cuando lo hacía, dejaba entrever una bondad genuina. Nadie se imaginaba el vacío que experimentaba la mayor parte del tiempo: buscaba sin saber qué era lo que debía encontrar.

A sus cuarenta y dos años había construido —durante quince años de trabajo arduo, con errores, aprendizajes y superación de obstáculos— una franquicia mediana de restaurantes que fusionaban la comida internacional contemporánea, café de alta especialidad y postres artesanales.

La sucursal matriz quedaba justo enfrente de las oficinas centrales, donde se encontraba el despacho de Emilio, quien además fungía como presidente ejecutivo. Desde la ventana, se podía observar que se alzaba ufano el elegante letrero que ostentaba el nombre Maison San Román, en cuyo interior, cada día de seis a nueve menos diez, Emilio repetía su rutina con exactitud matemática.

La fama de la cadena residía en su ambiente exquisito, casi hogareño, y en la música clásica envolvente que rescataba un espacio perfecto para conversaciones profundas y románticas. La atmósfera intimista contrastaba de forma curiosa con la naturaleza evitativa de Emilio, quien era una mezcla desconcertante de líder amado y temido.

Los gerentes de todas las sucursales sabían que durante el horario laboral —aunque faltara apenas un minuto para concluir—, debían estar completamente disponibles, e incluso dejar todo para entrar a junta virtual en el momento que deseara el jefe. Era agotador, sí, pero posible, gracias a que San Román había dotado a cada restaurante con la mejor tecnología para asegurar una comunicación eficaz e inmediata. Ya cerca del final de la jornada, llamó a su asistente.

—Carmen, envíe los mensajes pertinentes para una junta virtual con los gerentes de las sucursales. Genere el enlace correspondiente y anote que el asunto es la cultura de calidad dentro de la compañía. Quiero que se incorpore a la reunión para redactar la minuta ordenó mostrándose indiferente, mientras pensaba escéptico si por fin habrían contratado a la secretaria adecuada.

Sí, señor respondió Carmen con una sonrisa forzada. 

Justo terminando el día, pensó la joven. ¿A quién se le ocurre empezar a trabajar a las cuatro de la tarde? Esto es un atropello…—mascullaba para sí, mientras identificaba los correos de los gerentes y enviaba el enlace de la videoconferencia—. Su habilidad era, por demás, evidente. Organizó todo lo necesario y completó la tarea con precisión. Emilio se sorprendió cuando, quince minutos después, recibió la llamada de Carmen anunciándole que todo estaba listo para iniciar.

La pantalla pronto mostró los recuadros encendidos, sin que faltara ninguno de los gerentes. San Román apareció en el suyo: camisa blanca impecable, sin corbata, el gesto serio y una taza de espresso en la mano. Detrás de él, apenas visible, se distinguía una estantería con botellas de vino, libros de arte culinario y una placa con el logotipo de Maison San Román.

—Buenas tardes, ya saben por qué estamos aquí —dijo sin preámbulos, mientras revisaba que los asistentes pertenecieran a todas las sucursales. Conocía a cada uno por su nombre—. ¿Ya llegó Laura? —preguntó, buscando entre los recuadros.

—Sí, Emilio, aquí estoy —contestó una voz dulce y vivaz que provenía de una hermosa joven morena, de ojos grandes y largo cabello obscuro y rizado.

—Muy bien —respondió complacido y luego continuó con tono recio—, ustedes saben que el éxito de la empresa que juntos vamos expandiendo depende de continuar con excelencia lo que sabemos hacer. No quiero que nadie se desvíe un milímetro del sistema de la compañía.

En la esquina inferior, Jorge Cisneros —gerente de la sucursal de Monterrey— frunció el ceño. Hizo clic en su micrófono.

—Emilio, la gente quiere cosas nuevas. He recibido comentarios de que el menú es reducido y sólo hay música clásica.  

Un silencio tenso siguió al comentario.

—Esto no es un mercado de antojos —replicó Emilio—. Nuestro menú es una sinfonía. Si un músico improvisa, arruina todo el concierto. O, para los que son visuales: cuando cada uno hace lo que se le viene en gana, se desdibuja nuestro propósito.

Andrea, de la sucursal de Querétaro, no pudo evitar esbozar una sonrisa. Emilio continuó con tono enfático:

—La musicalidad del ambiente de los restaurantes tampoco está en discusión. A las seis de la tarde, hora central, debe escucharse Claro de Luna en todas nuestras sucursales. No quiero excusas. En un sistema diseñado, no cabe mucho lugar a la creatividad. Cada uno tiene que hacer lo que está establecido, y ya. ¿Entendido?

Todos asintieron, excepto Fernando, quien, desde la sucursal matriz en Guadalajara, intervino con voz contenida:

—Pero también podría ser una oportunidad, jefe. Eso impulsaría nuestra ya exitosa presencia en redes.

Emilio entrecerró los ojos. Inclinó el cuerpo hacia la cámara y respondió con pasión:

—No me interesa ser viral, Fernando. Me interesa ser inolvidable. Que las personas encuentren un espacio para ser, en profundidad, ellos mismos, en medio del insufrible barullo de la vida diaria. Maison San Román es un oasis en medio de la jungla urbana.

Todos guardaron silencio. Nadie sabía los motivos de fondo de Emilio. En su historia había dolor, amor, lealtad… y un interminable vacío que había sido cavado en el olvido. Antes de cerrar la sesión, sostuvo la mirada fija en la cámara. La voz, más baja, más lenta:

Maison San Román no es un nombre. Es una promesa. Y yo no rompo promesas.

Con estas palabras, desde su silla de caoba tapizada en piel genuina, Emilio despidió a todos de la junta, incluida su asistente. Solo pidió que se quedara la gerente de la sucursal de Oaxaca: Laura Altamirano, reconocida por su inteligencia y su nobleza. La profunda mirada de la joven hacía que Emilio se sintiera desnudo, descubierto y casi inerme. Le gustaba estar con ella sin saber bien por qué; su presencia era para él, un manantial en medio de su desierto.  

—Laura. —Se dirigió a ella con un tono más suave.

—Presente —respondió Laura con una risa juguetona, muy acorde a su carácter extrovertido.

—Estoy enterado que solicitaste vacaciones en Recursos Humanos.

—Ajá —respondió aun sonriendo—. ¿Tengo algún impedimento? ¿O me vas a inventar una nueva tarea imprescindible e ineludible de último momento?

Emilio sintió el rubor subirle al rostro. Las dos veces anteriores que Laura pidió receso, él abrió un par de nuevas sucursales y acompañó a Oaxaca a los gerentes en entrenamiento. Sorprendido por su franqueza, San Román gesticuló una sonrisa para disimular el bochorno.

—No, Laura —continuó más serio—, tú sabes que valoro mucho tu eficiencia.

Poniéndose creativo inventó:

—Es que quiero integrar el café oaxaqueño artesanal al menú del restaurante.

—Pensé que el objetivo de esta junta era aclararnos que no harías cambios —respondió ella ágilmente.

—No diametralmente opuestos al espíritu de la compañía —dijo ya más dueño de la situación. 

—Está bien, mientras no me suspendas mis vacaciones, dime con qué te apoyo.

—Quiero que me acompañes a un tour por los diferentes pueblos de Oaxaca para identificar la mejor especie de café.  Me queda claro que será arabica por la región, pero estoy entre la bourbon, caturra o garnica.

—Emilio —contestó Laura con la confianza que le daba intuir que era muy aceptada—, sabes que para Maison San Román, la mejor opción es una mezcla con arabica typica y mundo novo.

Emilio sonrió. Se sintió expuesto, ella conocía el negocio y a él se le habían acabado las excusas. De verdad estaba interesado en convivir más con ella. Algo de Laura le parecía irresistible. Quizás su serenidad, su confianza desenfadada, su elegancia simple y la pulcritud de sus maneras. Nadie más le había interesado de esa forma. A él, que era hermético, evitativo y solitario, considerado de los hombres solteros más apuestos de su entorno, le era totalmente aburrido el perfil de mujeres con las que trataba en su exiguo círculo social.

—Laura —reiteró enfático—, será cuestión de tres días. Tú tendrás tu habitación y yo me encargaré del itinerario.

Laura se quedó pensativa con la mirada ligeramente perdida. ¿Qué pretendía Emilio? ¿Sería una treta del destino? ¿Una prueba en el camino que ella había elegido? Su silencio permaneció unos segundos más de los que exige la cortesía y tras un profundo y suave suspiro, contestó:

—¿Cuándo necesitas que te acompañe?

Emilio sintió brincar su espíritu como un niño en un parque de diversiones, pero haciendo un estupendo control de sus emociones, contestó de manera profesional mientras revisaba su agenda.

—Sería… a ver… 2018… marzo, sería el 28, 29 y 30 de marzo.

—¡Emilio, eso es la próxima semana y es Semana Santa! —exclamó Laura, casi contrariada.

—No se diga más. Carmen te mandará todo el itinerario y yo llegaré el 28 a tu sucursal.

—Espera, espera, espera… —interrumpió Laura— ¿viste mi fecha de vacaciones? Salgo el 26 de marzo y regreso el 9 de abril. No puedo cambiar mis planes, Emilio. Incluso estoy dispuesta a rescindir mi contrato de trabajo, que tanto disfruto, si me obligas a cambiar mi itinerario.

San Román se sintió desilusionado. Fue un balde de realidad. De repente, se dio cuenta de que no importaba tener un imperio de restaurantes o ser un hombre considerado atractivo, si no era capaz de relacionarse con la mujer que le gustaba y ganarse un lugar a su lado para compartir la vida. Tendría que cambiar su manera de acercarse. Hasta ahora, había sido frío, formal y distante, siempre dentro del ámbito profesional… ¿Qué tendría que hacer para que ella le abriera un espacio en su cotidianidad?

—Entiendo, Laura —respondió, tratando aún de disimular su desencanto—. De ninguna manera sería capaz de obligarte de nuevo a cambiar las vacaciones a que tienes derecho. Verás —dijo en tono más humilde—, ese es el único tiempo que tengo y, a decir verdad, me gustaría compartirlo contigo —agregó tragando saliva y deseando que ella no lo rechazara de manera cruenta. Era curioso ver en esa posición al siempre estoico empresario San Román.

—Oh, Emilio —profirió perpleja Laura, quien no esperaba que su jefe abriera así su corazón. Le inspiró tanta ternura. Su amiga Tina, de la sucursal de Guerrero, constantemente le hacía ver las preferencias que San Román tenía con ella, pero pensó que eran especulaciones de una celosa ilusa. Este giro la obligaba a tener que abrirse. Laura tenía un secreto que no era fácil que el mundo entendiera.

—Mira, seré más claro —continuó Emilio con valentía—. Quiero conocerte, convivir contigo en otro plano que no sea el profesional. Me interesa ser tu amigo… y también…

—¿Ser mi amigo? —interrumpió Laura—. Así la cosa cambia. Ven conmigo a donde iré de vacaciones —se atrevió a invitarlo, apostando internamente a que no aceptaría.

Los ojos vivaces de Emilio se iluminaron. ¿Escuchó bien? ¿O sus deseos le estaban jugando una broma inesperada? Su mente saltó de improviso a los pasillos pulcros de una casa familiar para él. Sabía que era difícil dejar tanto tiempo su mayor responsabilidad, más profunda que su exclusiva cadena de restaurantes, pero tenía que apostar por esta relación.

—De acuerdo —contestó más que emocionado.

—Espera, espera, espera —declaró Laura tratando de regresar las cosas a su lugar.

—Te estoy invitando, como amigo, a la misión a la que iré en Semana Santa. ¿Estás dispuesto a pasar de miércoles a domingo bajo mis términos, para regresar el Lunes de Pascua?

—Por supuesto. ¿Qué debo hacer?

—Te mando un email con las instrucciones.

—Excelente.

Emilio se despidió sin poder disimular su alegría, y Laura, más que preocupada. Siendo sincera, no creía que Emilio pudiera sobrellevar con éxito aquel viaje. A ella le había costado muchas renuncias realizarlo y a pesar del atractivo de su jefe, no estaba interesada en compartir tiempo con él, sin embargo, algo en su interior le decía que debía permitirle vivir esa experiencia a su lado, incluso aunque se metiera en problemas sentimentales.

San Román salió sin despedirse de los empleados que se habían quedado haciendo horas extra, incluida su novel asistente. Condujo a una velocidad inusual hacia esa casa familiar para él: un oasis de descanso situado en una zona exclusiva de la ciudad.

Al llegar, saludó al personal encargado de turno y se dirigió hacia una mujer que estaba sentada en el patio, con la mirada perdida y las manos entrelazadas.

Emilio se sentó frente a ella y la contempló con cariño desbordado. Ella era su dulce secreto y al mismo tiempo el motor de su vida. Observó detenidamente su pelo cano, sus arrugas profundas, y tomó sus pálidas manos. Su mente agolpaba un sin fin de recuerdos con ella y el dolor atravesaba su corazón. El olvido duele más que la muerte.

Desde lejos, dos enfermeras encargadas del turno —ambas ya en sus sesentas— los observaban.

—Ahí está Emilio, como siempre —comentó una con tono cálido.

—Hoy llegó un poco más tarde —respondió su compañera.

—No he conocido un hijo más devoto. Mira, Lupita —añadió con énfasis—, llevo quince años trabajando aquí. Yo iba iniciando cuando ingresó doña Selene San Román. Fue cuatro meses después de la muerte de su esposo. En todo este tiempo, este muchacho ha sido el único familiar que le he visto. Todas las tardes las pasa a su lado, trabajando y platicando como si aún tuviera la esperanza de que ella le conteste.

—Ya quisiera yo que mis hijos me hablaran al menos una vez por semana —replicó Lupita. Ambas suspiraron al unísono antes de continuar con sus labores.

—Mamá hermosa —susurró Emilio con ternura—, escucha —dijo mientras buscaba un canal de música en su celular.

Un breve momento después, comenzó a sonar la entrañable melodía que tanto significaba para ella: Claro de Luna. Aquellas hermosas notas vibraban en el corazón de la dulce anciana y de sus ojos comenzaron a fluir sendas lágrimas. Aunque permaneció inmóvil, presionó ligeramente la mano de Emilio y él sonrió, increíblemente reconfortado en medio del doloroso eco de la voz que, dos días atrás, había sentenciado: «Te queda poco tiempo con ella».

—Sé que sabes que estoy aquí, viejita hermosa. Sí, me quedaré contigo, como siempre. También trabajaré a tu lado, como cada tarde. Mamá —continuó, casi susurrando—, creo que conocí a la indicada, y una vez me dijiste: «Cuando la encuentres, lucha por ella hasta donde Dios lo permita». No he sido muy amigo de Dios en este tiempo, pero el recuerdo de tus palabras me impulsa a seguir mi corazón —dijo, mientras sellaba la frente de su anciana madre con un beso tierno. Bajo la luz del atardecer que se extinguía, Emilio sacó su tableta y comenzó a trabajar hasta pasadas las once de la noche.

Tal como lo acordaron, una semana después, siguiendo las indicaciones de Laura, Emilio aterrizó en la capital de Oaxaca y, desde ahí, localizó el camión que lo llevaría a un pequeño pueblo en la zona mixe, llamado Santo Domingo Latani.

Latani era un pueblo pintoresco enclavado en el corazón de una zona montañosa del noroeste de Oaxaca. Su banda musical, las fiestas del pueblo y la fe sencilla de su gente, enmarcaban la deliciosa comida, siempre acompañada de un humeante café negro y grandes tortillas amarillas como girasoles.

Al llegar a Latani, el grupo misionero de Laura fue recibido entre música y alboroto. La gente amaba el tiempo que los misioneros pasaban entre ellos, pues se mezclaban con la comunidad y llevaban palabras de esperanza a un pueblo sediento de enseñanzas… con sabor a eternidad.

Emilio estaba impresionado con el recibimiento. Se sentía fuera de lugar, pero, al mismo tiempo, sorprendido de conocer aquella faceta de Laura. Recordaba con amor a su madre, aunque seguía sintiendo un vacío que creía poder llenar con la mujer indicada.

Laura aprovechaba cualquier momento para explicarle el trasfondo de cada actividad: desde la historia de la salvación humana hasta la cosmovisión católica que animaba su misión.

Cada noche, Emilio terminaba exhausto por las andanzas vividas junto a Laura. Recostado en un sencillo petate, sonreía al recordarse tratando de controlar a los párvulos en el catecismo; cuando estuvo en el río, intentando atrapar acociles para la comida principal; o cuando debía atravesar largos silencios que no sabía cómo llenar, mientras buscaba, sin éxito, la mirada de Laura, capaz de pasar más de dos horas en profunda y quieta reflexión. Sin embargo, en medio de tanta felicidad, había en ella algo que no alcanzaba a descifrar: era tan cercana y a la vez tan lejana. Buscaba en su mirada algún gesto de coqueteo, una señal de atracción…pero ese anhelo quedaba suspendido sin respuesta.  

La noche del lunes de Pascua, justo antes de regresar, cansados, pero felices, se dieron un momento para conversar bajo la luz de la hermosa luna oaxaqueña.

—Gracias, Laura —dijo Emilio, abriendo la conversación.

—Nada que agradecer. Estoy sorprendida de lo bien que te adaptaste a la comunidad y a las actividades —respondió ella, sonriendo.

—Te voy a ser sincero —dijo Emilio, en tono solemne—: vine aquí por ti… pero me voy con el alma llena. La felicidad de la gente, en medio de lo sencillo, es algo nuevo para mí. El romper con mis estructuras… eso sí —añadió, frunciendo el entrecejo— les falta mucha organización.

Ambos rieron divertidos, y él continuó:

—Esto es lo que yo estaba buscando y no lo sabía: entregar mi vida al servicio. Sin interés. Sin ganancias económicas. Sin matemáticas. Pero aún me falta algo…

—Me alegro tanto, Emilio —interrumpió Laura, anticipándose a cualquier situación romántica que pudiera ponerla en aprietos. Aún no sabía cómo decirle su secreto a aquel atractivo hombre. ¿Sería el momento indicado? Una vez dicho, no habría retroceso. Hablar es renunciar, pensaba.

—Laura, estoy muy interesado en seguir compartiendo tiempo contigo…

—Emilio —pronunció su nombre dulcemente y con la resolución de quien ha tomado una decisión sin vuelta atrás—: hay algo que debes saber de mí.  

—Me encantará conocer todo de ti —susurró Emilio, ilusionado.

—Quizá ya lo hayas notado, Emilio —continuó Laura, ahora más seria—. Yo… estoy consagrada.

Un silencio profundo se apoderó del instante. Emilio se quedó con el alma suspendida.

—No entiendo —atinó a decir—. ¿Qué significa eso?

—Significa que he consagrado mi soltería al servicio de Dios desde mi ser laico. Entiendo que no lo comprendas. No es sencillo. Pero, en términos mundanos, soy como una monja que puede vivir en su casa y trabajar, pero he elegido no formar una familia y quedarme al servicio de Dios y de mis hermanos.

Emilio se quedó en silencio. El «luchar hasta donde Dios lo permita» de su madre, retumbó en su corazón. En ese instante comprendió los límites de Dios, donde ya no se puede pelear.

—Laura, eso es… eso es… —titubeó Emilio— extraordinario… creo.

Ambos rieron juntos y pasaron un momento de entrañable amistad. Emilio aceptó la realidad de Laura y comprendió la necesidad de construir relaciones más significativas, agradecer lo que tenía y servir sin esperar nada a cambio. Pidió, al Dios que empezaba a tratar, que la ilusión que sentía por Laura, fuera semilla para sembrar nuevas esperanzas de encontrar, un día, a la indicada.

El camino de regreso a casa fue un tiempo de reflexión profunda. Mientras observaba las límpidas nubes desde el cómodo asiento del avión, pensaba en la magnificencia de cada elemento de la creación. Sabía que todo había sido hecho por amor… y desde el amor. Por vez primera, se sentía enamorado de la vida.

Al reincorporarse el martes, aún flotaba entre aquellos campos de algodón que había observado en el azul sereno del cielo. Esa mañana decidió abandonar la seguridad de su rincón en el restaurante y comenzó a conversar con el personal. Llegó al trabajo animado, notando incluso el impecable desempeño de Carmen. Inició sus jornadas más temprano, decidido a respetar el horario de sus colaboradores. Bromeó con su asistente, quien le respondió con un tímido guiño. San Román reparó entonces en sus grandes ojos verdes, su candor e inteligencia. Roberto Fonseca, atento a cada gesto, percibió el cambio, temiendo tener un nuevo y fuerte rival. Emilio, por su parte, también miró con recelo a Fonseca, pero supo que era un adversario al que sí podría enfrentar.

Agradeció con hondura la amistad de Laura y las silenciosas lecciones de la anciana que le había regalado la vida. Sabía que estaría a su lado mientras Dios lo permitiera. Pero su mente también regresó a aquella tarde oscura, a las seis en punto, cuando el corazón de su amado padre colapsó y se apagó para siempre. Se veía entonces, abrazado a su madre, llorando, mientras le prometía honrar la memoria de su viejo, amante del buen café, de las tertulias profundas y de Claro de Luna, la apasionada melodía de Beethoven.

Selene, ese satélite de nombre antiguo, tendría siempre un significado profundo para Emilio. Como las letras doradas de su logotipo: Maison San Román, sostenidas sobre la base de una luna llena plateada entre las montañas, símbolo del hombre que, al fin, cambió el vacío por plenitud, el dolor por gratitud y el olvido por recuerdos encendidos.

jueves, 19 de junio de 2025

Una de policías (primera parte)

Luis Orellana Díaz


Cumplía ocho años cuando la televisión llegó al barrio. Acostumbrados a la radio, nos parecía un verdadero milagro contemplar estos deslumbrantes aparatos tras las vidrieras de los almacenes. Mis hermanos menores y yo no entendíamos cómo podían introducir personas pequeñitas dentro de una caja de diecisiete pulgadas, y no contentos con aquello, la llenaban de caballos, carros, incluso ciudades enteras. Regresando una tarde de la escuela encontré a un grupo de niños que habían dejado de lado aros, trompos y pelotas. Permanecían como hipnotizados frente a la ventana de una casa vecina. Los más pequeños se sostenían en puntillas para llegar con sus barbillas hasta el alféizar de la ventana. En su interior, las imágenes de un televisor en blanco y negro los mantenía cautivados.

Todos Los Santos era un barrio humilde poblado por panaderos, obreros y ancianos sostenidos por la beneficencia. Por ello, la llegada de este aparato a la casa de doña Elena fue todo un acontecimiento. La buena señora no se imaginaba el revuelo que iba a causar en nuestra cuadra este invento infernal. Fastidiada por las aglomeraciones afuera de su casa, no le quedó más remedio que colocar cortinas dobles para evitar la tentación. Y así lo hizo por una semana, sin lograr ahuyentar la «manada» de niños ociosos que comenzábamos a merodear su ventana a partir de las cinco de la tarde. Hora en que terminaba la escuela e iniciaba la transmisión del único canal que había en la ciudad: Teletortuga, canal tres.

Con los días, a doña Elena se le ablandó el corazón al ver en nuestras caras esa mezcla de angustia e ilusión y dispuso unas bancas largas de madera cruda, sin apoyos ni espaldar, para acomodarnos en su sala de cinco a seis de la tarde frente a la pequeña pantalla. Con dos condiciones: cumplir con las tareas de la escuela y cancelar cinco centavos de Sucre —según acordase con nuestros padres—. Veíamos un solo programa aparte de las caricaturas iniciales que multiplicaban las sonrisas en los rostros de la improvisada platea. Las series policiales eran mis preferidas: Misión imposible, Hawaii Five-0, Los Intocables, El Santo…

No exagero al afirmar que esa caja marca Sharp, sostenida sobre un cuartero de finas patas y rematada por una antena de conejo, erosionó nuestra niñez. Quedaron de lado los juegos grupales, las carreras, las escondidas. Los trompos y canicas perdieron toda su magia. Cuando mamá nos formaba en fila y de rodillas rezábamos antes de ir a la cama: «Santo ángel de mi guarda, mi dulce compañía…», a mi mente acudía la imagen de Simón Templar (El Santo —Roger Moore—) con su peinado impecable, su talante sereno y una mirada que penetraba en la mente de los perversos como perforar una mantequilla. Si la historia sagrada nos pintó un ángel alado, esta serie lo puso en acción y, por supuesto, lo vestía en Savile Row.

Afuera de la caja mágica, el barrio parecía suspendido en un letargo silencioso. Las mismas casas de adobe con el repello descascarillado y los tejados carcomidos por los líquenes, donde los gatos hacían su siesta en las mañanas calurosas. Sus calles de lastre, convertidas en polvo por el viento del verano, y en un muladar por las lluvias de diciembre a mayo, nos veían deambular entre la escuela y los mandados. Los sábados al Tomebamba a soltar nuestros botes de papel o simplemente a vagar por sus riveras. Los domingos temprano a misa de seis.  Y todos los primeros viernes de cada mes a confesarse y comulgar para no morir en pecado mortal. La televisión era el peor de los pecados según el cura Soriano.

La nieta de doña Elena, Ligia, tenía diez años y estaba en mi clase. Una rara alergia había retrasado su inicio escolar. Vivaz, colaboradora, excelente con los números —quizá porque las chicas maduran más temprano—. Con frecuencia resolvía las columnas de sumas apenas llegaba a la pizarra, mientras el resto de nosotros recién comenzábamos a llevar las cuentas en los dedos de la mano. Las primeras semanas de clase me avergonzaba en su presencia porque la sentía superior, inalcanzable, inclusive me pasaba en altura con un palmo; pero, sobre todo, porque ejercía sobre mí una fascinación indescriptible que me cortaba las palabras.

Dedicada al estudio, no frecuentaba nuestro grupo, pero los sábados bajaba al río con otras chicas a lavar. Jugaban a las rondas en espera de que la ropa se orease sobre las piedras de la orilla. Los domingos en misa solía mirarla de reojo. Ella, de rodillas, en actitud contrita, con las manos juntas frente a sus labios era la encarnación de la castidad. En el aula o en el patio, a donde fuera la seguía con la mirada. En mis fantasías tocaba su pelo negro rizado, tomaba su mano, la misma mano que volaba en la pizarra dibujando con la tiza grafemas como alas de mariposa. Con el tiempo los programas de televisión se convirtieron en algo más: una oportunidad para encontrarla en su casa.

De vez en cuando se juntaba con nosotros para ver los dibujos animados y luego desaparecía. Me daba la impresión de que se marchaba como un personaje más de las caricaturas, dejando en la sala un gran vacío y ese olor a manzanilla recién cortada. Algo raro pasaba con esa chica de mejillas sonrosadas. Tenía una extraña forma de ser niña, siempre alerta, aun cuando jugaba. Al salir de casa miraba hacia ambos lados antes de hacerse a la calle y se asomaba con cautela a las esquinas. Yo atribuía esos detalles al cumplimiento de las reglas de precaución que nos inculcaban en la casa y en la escuela. Aunque yo nunca las apliqué, admiraba la impecabilidad con la que Ligia las observaba.   

La gallada a la que pertenecíamos era suficiente para completar un equipo de fútbol. De entre todos ellos, cuatro fuimos inseparables: Manuel, el mayor, el sabelotodo, estaba por terminar la escuela, sus padres hacían el pan más sabroso del barrio; temprano en la mañana, antes de salir para la escuela, lo repartía en las tiendas montado en su bicicleta. Carlitos, fantasioso por naturaleza, contaba historias de aparecidos como si él mismo las hubiese vivido. Su madre, viuda de un telegrafista, disponía de una pensión razonable y de todo el tiempo libre para dedicarse a su único hijo que, a diferencia de nosotros, se mantenía siempre limpio; usaba pantalones cortos, planchados con raya al medio y camisas abotonadas hasta el cuello.

 Alfonso, el más hermético, su padre era propietario de una sombrerería, un hombre torvo que le obligaba a trabajar después de la escuela, con frecuencia llegaba atrasado y con las tareas inconclusas. En una ocasión lo castigó a cintarazos delante del maestro. Nosotros lo contemplamos paralizados en nuestros pupitres. Fue una época difícil, padres y maestros tenían una sola consigna: «La letra con sangre entra».

Nunca olvidaremos aquel agosto aciago en el que Ligia desapareció. Ese día, el cielo era de un azul intenso y la mañana tan límpida que se podía contar a simple vista los eucaliptos en las crestas de los cerros lejanos. Terminadas las clases, los chicos de familias acomodadas disfrutaban el verano en sus fincas a las afueras de la ciudad. Transcurrían las vacaciones del sesenta y ocho y en el barrio se organizaba el concurso de cometas. Con Manuel a la cabeza, construíamos la nuestra con cañas secas de sigsal —que son tan livianas como una pluma— y papel de seda rojo. Ligia le había prometido a Carlitos algunos retazos de tela para la cola de nuestra cometa. Los dos eran buenos amigos, pues la madre de Ligia cosía la ropa que usaba él y su mamá. Esperamos hasta el mediodía y ella no llegó.

Estábamos a la mesa cuando doña Elena tocó la puerta para preguntar por Ligia. Antes de eso, había golpeado varias puertas averiguando por su nieta sin que nadie diera razón. Mi madre supo decirle que no la había visto durante la mañana. Sin sospechar la gravedad del asunto, aprovechamos la distracción de mamá para tirar a la basura las espinacas de la sopa. Nos deshacíamos de vegetales cuando era posible, a pesar de que a la hora del almuerzo aparecía mágicamente una correa en la esquina de la mesa —Manuel solía burlarse de mis hermanos y de mí, asegurando que nuestro plato favorito era «la sopa con correa»—. Cuando mi madre regresó a la cocina ni siquiera se percató de que terminamos de comer en tiempo récord.

—¿Han visto a Ligia esta mañana? —preguntó preocupada.

La expresión de su rostro nos puso a todos en alerta y negamos con la cabeza

—Si terminaste de comer, ve con tus amigos y averigua por la chica —me dijo—. Su abuela asegura que fue temprano en la mañana a comprar víveres en el mercado y carbón para la Bilbaína, desde entonces no aparece —lo dijo levantando las cejas y abriendo los párpados en señal de asombro—. El fogón estaba frío y tenía que llevar el almuerzo a su madre al taller de costura. ¿En verdad no la han visto? —volvió a preguntar como dándonos una última oportunidad.

Nos miramos los unos a los otros tratando de descubrir algún secreto en nuestros rostros asustados, pero era inútil.

—No, no… no —respondimos respectivamente.

—Entonces… ¿Qué esperas? Ve y averigua entre tus amigos.

Salí disparado y en un dos por tres alboroté a toda la gallada. En una ciudad pequeña, era muy raro que alguien se pierda, mucho menos alguien tan inteligente y desenvuelto como Ligia. Actuando en equipo golpeamos las puertas de sus amigas. No estaba con ninguna de ellas. Margarita dijo que la vio en el mercado. La morena, su mejor amiga, aseguró haberla visto en la calle De las Herrerías caminando de la mano de un hombre adulto. Florinda afirmaba haberla visto en el puesto de la vieja Maruja Gualpa, hablaba discretamente con la yerbatera como compartiendo algún secreto paradójicamente, a la misma hora en que Jacinta había saludado con la extraviada en la plaza de las flores.

Las versiones se multiplicaban y la información se volvía falaz, daba la impresión de que Ligia se había desdoblado y se encontraba en varios lugares a la vez. Para las tres de la tarde el barrio entero se puso en alerta. Elenita, su madre, abandonó el taller de modas en el que laboraba como dependiente para comandar la búsqueda. Lo primero que hizo fue acudir donde el padre de la niña, un tal José Segarra, un militar que vivía en una ciudad ubicada a una hora en carro, era un señor casado y tenía dos hijos mayores a Ligia. Frente a la realidad de los hechos, la angustia dibujada en el rostro de los adultos comenzó a hacer mella en nosotros los pequeños, que al principio pensábamos que se trataba de un juego. Cuando empezó a oscurecer la preocupación dio paso a una desesperación creciente.          

A su abuela doña Elena se le bajó la presión cuando vio regresar a Elenita desconchinflada   y sin ninguna información de la hija. Tuvo que venir su médico de cabecera para inyectarle unos calmantes, luego le recetó una infusión de valeriana con ajo. Yo lo supe porque mi madre le comentaba todo lo sucedido en el barrio a papá. Agustín Orejuela, mi padre, era cabo de policía del tercer distrito. Basándose en su experiencia, pidió calma a los vecinos: «La mayoría de los niños suelen aparecer al día siguiente. Andan por allí mataperreando con amigos y se les va el tiempo sin preocuparse por sus padres. Hay que esperar hasta mañana para hacer la denuncia. Incluso —dijo— se debe esperar hasta cuarenta y ocho horas antes de que se inmiscuya a la policía en la búsqueda». Los que la conocíamos estábamos seguros de que ese no era el caso de Ligia, pero ¿cómo discutir con papá?, él era la autoridad.

Nos imaginábamos los peores escenarios: Carlitos estaba seguro de que se la llevaron los terroríficos «gagones». Escuchó a su madre decir: «Elenita se metió con un hombre casado, por eso, Ligia está sentenciada a que un día, esa pareja de diablos con cuerpo de perro y cabeza humana, vendrán a llevársela».

—¡No hables de esas cosas! —increpó Manuel—. Mamá nos prohíbe nombrarlos, porque pueden estar muy cerca sin que nosotros lo sepamos, aunque mi padre opina que son inventos de los viejos para evitar los amores prohibidos. Yo creo que el «shunsho» carbonero le hizo algo. Porque cada vez que la veía, la tiraba de las trenzas. Pienso que estaba enamorado de ella —lo dijo con toda la certeza.

—¿Por qué dices eso? —le pregunté.

—Porque esa es la manera de querer de los tontos…, al menos es lo que dice papá. —Sonrió.

Avico, el carbonero, un colorado de pelo ensortijado al que le chorreaba la baba. Rubio y de ojos verdes, con los dientes en recreo; lucía su piel de leche una vez al año, en los carnavales, cuando el juego con el agua era mandatorio, el resto del año pasaba cubierto de hollín. Tenía la mentalidad de un niño, aunque rondaba los diecisiete. Sus padres vendían leña y carbón en la plaza del Otorongo. Nunca se supo cómo ni por qué, pero un día desaparecieron de la ciudad dejando a su hijo abandonado. Una de las hermanas Gualpa, Gertrudis, la carbonera, lo crio como se cría a un animal doméstico. En el día halaba una carreta con rumas de leña y sacos de carbón para entregarlas en las panaderías, y por las noches dormía en el quiosco sobre saquillos de paja; entre la leña y el carbón hacía las veces de celador. Esa noche nos reuniríamos en la cuadra para comentar el caso y planificar el rescate, pero papá nos encerró bajo llave. El miedo se apoderó también de los adultos.

Cumplidas las cuarenta y ocho horas la policía tomó cartas en el asunto. Comenzaron por investigar a los allegados de Ligia. El coronel Sanches descargó su responsabilidad en el cabo Orejuela, quien se apersonó —como dice doña Elena— del caso, porque conocía a la familia de primera mano. A simple vista, uno no puede imaginarse la cantidad de recovecos que contiene la vida privada de las personas, incluso de la más simple de ellas. Doña Elena, por ejemplo, una señora madura que velaba por su familia, no era viuda como se hacía llamar, era madre soltera. El padre de su única hija, un ferrocarrilero venido del Sur, no existía. En su lugar, un cura de apellido Aguirre que fungía de tío de Elena, era su verdadero padre. En largas noches, durante el tiempo que duró la investigación, me fui enterando por boca de papá —sin que él lo sospechara, por supuesto— de muchas cosas que a un niño le están ocultas.

Vivíamos en una casa de tres habitaciones, sala, cocina-comedor y una pieza grande en la que cabían dos camas. Estaba dividida por un viejo guardarropa de cedro rojo que olía a naftalina. Luego de las oraciones, a eso de las ocho, nos íbamos a dormir. Mis padres solían quedarse en la sala hasta que terminaran las radionovelas. Mamá aprovechaba esos momentos para tejer y charlar con papá. En época de crisis, las conversaciones continuaban en la cama y se extendían hasta la medianoche. Las ansias por saber el destino de Ligia me mantenían en vilo, pendiente del diálogo de mis padres:

—Hace rato que la curia está enterada de las infracciones al voto de celibato del cura Aguirre —relataba papá con tono indignado.

—¡Es algo inaudito! —dijo mi madre entre susurros para no despertarnos. —¿Y no han hecho nada para castigarlo?  

—Absolutamente nada —respondió.  —¿Sabías que Elena no era la única hija de Aguirre?    

—Ave María Purísima —respondió mamá (y de seguro que se persignó tres veces, porque siempre lo hacía cuando lanzaba esa frase). — y pensar que yo me confesaba con ese cura desde que era una niña.

—Fíjate —dijo, —Elena tiene un hermano mayor de apellido Camacho que resulta ser tío de Ligia. Estamos tratando de localizarlo. Es chofer de bus en la cooperativa que hace recorridos a la costa. No se lo ha visto desde el día en el que desapareció la niña.

La revelación nos asombró. Se hizo un largo silencio hasta escuchar la respiración profunda de mis padres. Una luz tenue bañaba de plata el aguamanil sobre la palangana que descansaba en la mesita de noche. Las siluetas de los objetos en el dormitorio refulgían conforme el astro ascendía detrás de la ventana. En mi imaginación yo encarnaba al Santo enfrentando al tal Camacho y rescatando a Ligia de sus malévolas manos. Afuera los perros se alborotaron. Un ruido extraño, mezcla de aullido y llanto de bebe, se agigantaba y menguaba. Me cubrí la cabeza con la manta para no escucharlo y me apretujé contra mis hermanos. Cuando todo quedó en silencio, corrí la manta y miré en la pared, del cuarto en penumbra, la sombra de dos grandes perros que cruzaban por detrás de la ventana. Dentro de mí, el niño Simón Templar se congeló de miedo y lo apabulló la pena de pensar en la pobre de Ligia, tal vez prisionera de esos seres del averno.

Cuando comenzaron las pesquisas, las verduleras del mercado afirmaron haberla visto a eso de las ocho de mañana comprando en sus puestos de expendio. Dos de ellas coincidieron en que la niña en cuestión usaba un vestido violeta con randas blancas en el cuello y llevaba las trenzas tejidas con cintas del mismo color del vestido, pero las otras no recordaban los detalles. Maruja Gualpa fue interrogada de forma acuciosa a cerca de la supuesta conversación que tuvo con Ligia aquella mañana de la desaparición. La yerbatera miró impávida al agente con el único ojo que le servía —el otro lo tenía cubierto por una carnaza blanca en forma de nube— y negó haber hablado con ella. Su rostro, surcado de arrugas como la corteza de los sauces viejos, no mostraba emoción alguna. Las vendedoras de los puestos cercanos no la contradijeron, quizá por temor o quizá Maruja no mentía.

En la plaza de carbón, otro destino probable de la niña, tampoco se obtuvieron resultados.  Algunas vendedoras manifestaron haberla visto conversando en señas con el Avico, aunque no estaban muy seguras del día. Gertrudis lo negó, posiblemente porque no quería ver a su apoderado involucrado en problemas. Las averiguaciones continuaron y se confrontaron las versiones de las amigas que decían haberla visto. Se llegó a la conclusión que no eran fidedignas. Se intentó obtener información del carbonero, pero cuando Avico vio a la policía que lo buscaba, trato de huir. Lo detuvieron al instante. Estaba tan asustado que no entendía nada de lo que le preguntaban. De tanto en tanto repetía: «Ligia amiga, amiga».  

Por su parte Segarra, padre de Ligia, fue interrogado en la comisaría. La mañana de la desaparición participaba en maniobras militares del Primer Batallón de Infantería, nada tenía que ver con el asunto. La desgracia de su hija no le preocupaba tanto como el hecho de ver su antigua infidelidad expuesta ante su familia. Después de tantos esfuerzos para ocultárselos, sus hijos se enteraron por la tragedia de que tenían en Ligia una hermana de padre. Impactada por la noticia su esposa lo abandonó, dejándole los hijos a su cargo.  Camacho, su tío, fue ubicado en un pueblo de la costa bebiendo en un cabaret mientras reparaban su transporte; llevaba varios días desarmado en la mecánica, en espera de un repuesto. Dijo que conocía bien a su sobrina pero que nunca se acercó a ella, porque ni ella ni su media hermana estaban enteradas de su parentesco a través del cura Aguirre. Él sí lo sabía, por supuesto.

Las sesiones televisivas en la sala de doña Elena cesaron de golpe. El aparato, que resultó ser un regalo secreto de Aguirre, terminaría en una tienda de artefactos usados para pagar los gastos clínicos de la doña, a quien le sobrevino un infarto por el sufrimiento. Escuché decir a papá que las sesiones televisivas infantiles no eran las únicas. Caída la noche, gente del barrio se reunía a mirar las novelas de moda, los shows y las demás programaciones, por el módico costo de veinticinco centavos. El abanico de sospechosos crecía día a día y no había pistas del paradero de la niña. Al quinto día de su desaparición la policía y el ejército ­—gracias a las gestiones de Segarra—, procedieron a la búsqueda por los bosques aledaños y los márgenes de los cuatro ríos que riegan la ciudad.

Elenita estaba segura de que el padre de Ligia la había raptado. En varias ocasiones la amenazó con hacerlo, cada vez que Elenita le reclamaba los gastos de la hija. Era mejor pensar así, al menos esa teoría le dejaba la esperanza de volver a verla. Insistía a la policía que se enfocaran en Segarra. Papá comentaba con mi madre que ello era imposible, porque el sargento tenía una coartada impecable, aparte de ser el más perjudicado con la desaparición de su hija.

La gallada se diezmó. Las vacaciones, que prometían estar llenas de aventuras, quedaron truncas. Los asustados padres mantenían a sus hijos en un «arresto domiciliario». Las noticias de lo que acontecía con los chicos llegaban junto con el pan en la bici de Manuel. Como nos prohibieron salir a la calle, ideamos un nuevo sitio de encuentro. Casi todas las casas del barrio tenían un patio interior con huertos frutales. Carlitos y Alfonso vivían en casas contiguas a la mía y usábamos los árboles para encaramarnos al tejado como gatos vagabundos que sesionaban en lo alto. Mamá se sentía tranquila con la puerta principal trancada y con nosotros «jugando» en el patio.

Carlitos, el más cercano a Ligia, nos contó sobre el destino que corrió la televisión y las conjeturas que se hacían en el entorno de Elenita. Alfonso se nos juntaba unas pocas horas. Con suerte, su padre lo ponía a vigilar los sombreros de paja recién blanqueados.  Una tarde, estaba por cumplirse una semana de la desaparición, llegó más hermético que de costumbre. Dibujaba círculos y líneas sobre el musgo seco del tejado con una rama de durazno. Nosotros ensayábamos imaginariamente las infinitas formas en las que podíamos rescatar a Ligia.

—No es nada de lo que piensan, están fríos, fríos —dijo y tiró la rama a un estanque que había detrás de la casa.

—¡Qué sabes? —murmuró Carlitos.

—¿Qué sabes? —dije—. ¡Ya suéltalo de una vez!

—Oí a mi padre decir algo, pero… ¡no puede enterarse nadie! ¡lo juran?

—Lo juramos por la gallada —dijimos y cruzamos nuestros puños en señal de compromiso, al tiempo que sonaban las aldabas en la puerta de la sombrerería. Alfonso se escabulló deslizándose por el duraznero antes de que su padre llegue al patio trasero. Se fue con el secreto en la punta de los labios.

A los pocos días de aquello, el caso dio un giro inadvertido: Un vestido violeta apareció sobre el reclinatorio que daba frente al púlpito de la iglesia. Cuando el padre Soriano lo desdobló, Un mechón de pelo castaño se deslizó hasta el piso, aún estaba trenzado con la cinta violeta que describieron las verduleras del mercado. La seda del vestido violeta tenía, a nivel del pecho, una extraña marca de color ferroso como de sangre seca. No era la mancha de una herida, más bien parecía un dibujo hecho con un pincel un tanto gordo, pero que mantenía claros los trazos de una media luna sobre un pentagrama de cinco puntas.

El pánico se apoderó del barrio, incluso de la ciudad. El padre Soriano llamó al cardenal, quien ofició una misa a puerta cerrada, solamente para los presbíteros. Era la primera vez que escuché términos como: liberales, masones, ocultistas. La noche de ese día los hermanos partimos con mamá para Alausí, a casa de la abuela. Las vacaciones apenas comenzaban y el peligro se sentía en el interior de las casas, en las calles. Los padres imaginaban que alguien podría acecharnos en los patios traseros o en los lotes abandonados que atravesábamos para ir a la escuela.

La madre de mi madre, una anciana mayor con muy mal genio, al principio nos acogió con ilusión. Se daba el caso de que nos conocíamos por primera vez en este viaje, luego de unas pocas semanas estaba hasta la coronilla de nosotros. Perseguíamos al gato, alborotábamos cajones y poníamos de cabeza los miles de recuerdos que guardaba en el ático. Ella prefería que anduviésemos fuera, libres, siguiendo las líneas del ferrocarril y ojalá que no regresásemos. En esos dos meses lejos de casa solo una noticia de mi padre imprimió un giro a esta historia: Habían apresado al carbonero. ¿Qué fue lo que lo incrimino? La otra trenza encontrada en el quiosco de carbón en el que él dormía, pero de Ligia… nada.

«La cuerda se rompe en el punto más frágil», le oí decir a la abuela. Papá no estaba convencido de que Avico tuviese algo que ver con el caso. Esta desaparición era un complot muy bien maquinado, imposible de ser realizado por una mente torpe y chapucera. Para el coronel Sanches, que no aceptaba el fracaso, esta era la forma más fácil de echar tierra sobre el asunto. Nuestro retorno al barrio pasó desapercibido, luego de dos meses de nuestra partida, los niños nos miraban de forma diferente como si fuésemos extraños. Sin embargo, los sucesos que vendrían después, pondrían a prueba la salud mental de los habitantes de Todos los Santos.

lunes, 2 de junio de 2025

Pura amargura

Lucía Yolanda Alonso Olvera 


Hace tres años se quedó ciega, está sentada en la cocina, como casi a diario. Hoy Conchi la ha despertado a las siete y media. Le ha ayudado, como es habitual, a ir al baño y a bajar las escaleras y la ha dejado aquí, en este espacio que siempre fue su territorio y donde preparó a diario sus extraordinarios platillos para toda la familia durante más de sesenta años. 

La cocina es amplia y luminosa, los muebles muy antiguos, como todos los que hay en la casa, los anaqueles son color azul metálico de acero inoxidable y están bien cuidados. Es el único lugar de la vivienda donde todo sirve y no hay nada descompuesto. La mañana está radiante. La mesa del antecomedor da al patio trasero donde hay un árbol de limón que este año empezó a echar frutos antes de la entrada de la primavera. Ella no lo puede ver, pero como está abierta la ventana percibe su aroma, escucha un pájaro que canta y luego aletea para volar, asume que está soleado porque desde hace dos semanas hace calor. Recién Conchi cambió las sábanas de franela por unas de algodón.

Como siempre, la mujer que la ayuda, le ha puesto la radio para que escuche el noticiero, que nunca le ha interesado lo más mínimo, pero a los setenta y ocho años y estando ciega no se anima a levantarse sin ayuda para apagarla y dejar que el silencio lo inunde todo sumiéndola en la oscuridad de sus dolorosos recuerdos.    

No es que haya percibido mucha luz cuando aún veía, con su defecto de nacimiento se acostumbró solo a ver por el único ojo que tenía bueno, hasta que con la edad se le formó la catarata. Ahí fue la debacle, empezó a ver muy borroso, luego decidió operarse, pero cómo no quiso ir a ver al especialista que sus hijos tanto le recomendaron, se operó con el doctor Castro, el médico familiar de toda la vida, que no era oftalmólogo. Él le dijo que era un padecimiento común y la operación fue un desastre, como era de esperarse, y así fue como acabó en la oscuridad total.  

Está sentada en su sitio habitual en la cocina, con el camisón y la bata puesta, arriba Conchi hace la cama, mientras habla y se ríe con Juan. Escucha sus voces, pero no distingue la conversación y en sus tinieblas piensa: «¿Qué estarán diciendo? Seguro que, ese le ha de estar inventando alguna tontería o hablando mal de mí y de mi mamá, como es su costumbre. Juan estará alistándose para irse a ver al médico, anoche me comentó que tenía la cita a las nueve y media y que José Ramón lo iba a llevar. Sin duda Ramoncito llegará a las ocho y media».

«¡Ay!, y el pobre de mi hijo que viene por su padre tan temprano para llevarlo al doctor ¡Tan bueno que es! Y yo aquí sentada, a oscuras, sin poderle preparar su desayuno, porque seguro que su mujer ni se levanta a hacerle un café con leche. Yo no sé cómo se casó con esa bruja, tan fea y descuidada de su casa y de su familia, que no sabe hacer ni un huevo revuelto. Vieja loca que prefirió dedicarse a ser maestra de la universidad, en lugar de atender sus obligaciones, le debería dar vergüenza.  Pobres de mis hijos, todos cayeron en manos de esas fieras, ya me lo decía mi madre que en paz descanse: “Esos muchachos son unos santos que cayeron en las garras de esas arpías para explotarlos, exprimirlos y dominarlos” ¡Qué mortificación!»

Está sumida en estos sombríos pensamientos que a diario pasan por su cabeza y escucha que bajan riendo las escaleras Conchi y Juan y siente furia. Sabe que Conchi ya hizo la cama y trae la ropa sucia y la toalla mojada de Juan para colgarla afuera en el tendedero para que se seque, no se vaya a apestar. Escucha que Juan sale por la puerta de enfrente que da a la sala para ir corriendo a comprar el periódico, chasca la lengua y piensa: «ese hombre, siempre azota la puerta, no sabe sentarse a desayunar sin su periódico, qué calamidad, toda la vida ha sido igual, ya me lo decía mi madre: tu marido nomás piensa en él y es un ideático.»

Percibe la presencia de Conchi entrando a la cocina corriendo.

—Doña Pura, ¿va a querer café?, le voy a preparar a don Juan el suyo, ¿o prefiere que le haga una infusión de manzanilla fresca, como la de ayer? —pregunta la empleada atravesando la cocina para salir por la puerta de atrás para tender en el patio la toalla húmeda que trae en las manos.

Hazme lo que quieras, no se me antoja nada —afirma con tono doliente y apagado—. Algo ligero para acompañar a mi marido y para que mi hijo me vea comiendo, que si no me regaña.

 —No diga eso doña Pura, sus hijos la tratan muy bien y son muy pacientes con usted. ¿Qué le preparo de desayunar?, el señor quiere unos huevos revueltos con jamón —explica Conchi, agachándose para sacar de uno de los anaqueles una sartén.

—Sí, mis hijos son muy buenos. Prepara seis huevos con jamón, para que ahora que llegue José Ramón desayune, porque te aseguro que, en su casa, la floja de su mujer, no le preparó ni un café para que no ande en la calle con el estómago vacío. Ya ves cómo son esas viejas de mis hijos, ni un huevo frito cocinan.

—No diga eso, la señora Norma es muy buena persona y quiere mucho al señor José Ramón, cuando todavía iba a ayudarles con la limpieza, antes de que la señora Norma me pidiera que me pasara a trabajar aquí con ustedes, vi como los dos se levantan muy temprano todos los días a preparar el desayuno juntos. Son muy organizados y en lo que uno prepara la fruta, café, chocolate y los huevos, el otro hace los sándwiches para meterlos en las loncheras para sus nietos. Se reparten muy bien las labores de la casa, como debe ser, porque ambos tienen sus trabajos. Ya ve que la señora Norma es maestra en la universidad y dice mi sobrina, que tomó clases con ella, que es muy buena.

—¿Eso dicen?, yo no lo creo.  A mí se me hace que se quedó a trabajar en la universidad para no hacerse cargo de su familia, igual que las otras dos nueras que tengo. De todas no se hace una —contesta enfurruñada Pura.

A Conchi se le hace un nudo en la garganta y prefiere cortar la conversación. Por un instante, recuerda a su madre, tan dulce, cariñosa y apacible, lo contrario de Pura y esto le deja un sabor amargo. Suspira, permitiendo que la mirada se le pierda en la ventana abierta, por donde la luz del sol entra a raudales y divisa una mariposa blanca que aletea abajo del limonero. Su boca esboza una sonrisa cansada mientras se concentra en batir los huevos con un poco más de fuerza, como si así pudiera ahuyentar la amargura de su patrona.

Se abre la puerta de la sala, acaban de llegar Juan y José Ramón quienes vienen riendo y charlando, Juan trae el periódico en la mano. Entran a la cocina.

—Hola, mamá, Conchita, buen día, ¿cómo están? —saluda muy cortés José Ramón, se acerca a darle un beso a Pura y se sienta en una silla a su lado.

—Buenos días, señor José Ramón, qué gusto verlo —responde Conchi sonriente al ver a su antiguo patrón, con quien laboró ocho años, antes de que Norma le pidiera trabajar para sus suegros.

—Hijito, ¿cómo estás? Está Conchi preparando unos huevitos con jamón, para que te sientes a desayunar con tu padre antes de que se vayan. Porque seguro que a tu mujer ni tiempo le dio de prepararte nada antes de salir —afirma Pura con ese tono encrespado que suele usar para hablar de sus nueras.

—Pues sí, mamá, Norma no me preparó nada antes de salir esta mañana, porque se fue a las seis y cuarto, hoy empieza a dar clases desde las siete en la universidad. Yo me levanté a preparar el desayuno y las loncheras de los niños para que estuvieran listos para cuando pasara el autobús por ellos.

—Qué raro que escoge esos horarios para dar clases, ¿no te parece?, así más cómodo para ella y no tener que atender a su familia —afirma Pura con malicia.

—Ay, vieja, ya deja en paz a tu hijo, no empieces con tus cosas —contesta Juan que está ayudando a Conchi a servir el café y a sacar el pan de la bolsa para ponerlo en la mesa.

—Pues sí, la verdad a mí qué me importa —contesta Pura con desprecio, torciendo la boca y frunciendo el ceño.

—Mamá, ya bájale. Norma no puede escoger sus horarios en la universidad, este año le toca dos veces a la semana dar clases a las siete y es muy pesado para todos. Pero mejor dime, ¿ya estás durmiendo mejor?, ¿ya no te ha dolido la cabeza?, ¿cómo te has sentido? Mamita me preocupas.

—¿Cómo voy a sentirme?, la cabeza me duele diario y se me sube la presión porque estoy aquí sentada en la oscuridad todo el día sin hacer nada, nomás oyendo el radio en las mañanas y escuchando a Conchi subiendo y bajando para hacer la limpieza. Y tu padre que se va todo el día, nomás se inventa mandados para no estar aquí, que su cita con el médico, que si tiene que hacer no sé qué trámites. Total, que aquí nunca está, si me pasa algo, pues a ver quién se va a ocupar de llevarme al hospital. Igual mejor que ya me muera, ¡qué más da!

Juan levanta las cejas mirando a su hijo acercándose con dos tazas humeantes de café, Conchi detrás de él acerca a la mesa la tercera taza y el pan en la canasta.

—Ay, mamita no digas eso. Agradece que aún puedes bajar y subir las escaleras y estar un rato aquí en la cocina y tienes a Conchi que es muy atenta, platica contigo, hace la limpieza, prepara la comida y te hace compañía.

—La verdad es que Conchi si es buena conmigo, eso no te lo voy a negar, es la única que me cuida. Pero si tu mujer decide que regrese a trabajar con ustedes a su casa, ¿qué va a pasar conmigo?

—Mamá, eso no va a suceder, nosotros ya contratamos a Julia, la prima de Conchi para que nos ayude, mientras ustedes necesiten el apoyo y Conchi pueda, ella estará aquí para echarles la mano —contesta pacientemente José Ramón, ya un poco desesperado de la permanente actitud chantajista de su madre, pero con esa culpa que carga de verla siempre tan deprimida.

Después de la difícil convivencia durante el desayuno, José Ramón y Juan se van corriendo para llegar a tiempo al médico.

Conchi recoge la mesa y se pone a fregar los platos y, dándole la espalda, le dice a su patrona:

 —Doña Pura, no debería decirles a sus hijos esas cosas, hablarles mal de sus esposas, eso no está bien, lo único que va a lograr así es alejarlos y ya no van a querer venir a verla. Ya ve que su hijo Iván ya casi no viene a visitarlos.

—Mi Iván ya no viene porque su mujer lo tiene dominado. Quién sabe qué le picó a esa lagartona que se hizo la ofendida y se puso sus moños y dejó de venir. Pero mejor para nosotros, porque, como decía mi madre, es una pesada engreída.

—Usted ya sabe por qué la señora Celia dejó de venir. Pero mejor ya no pensar en eso. El señor Iván y doña Celia son muy buenas personas, tienen una bonita familia, su única hija es un tesoro. Acuérdese de que ella sufrió mucho después de los dos abortos que tuvo, hasta que por fin pudo tener a Laurita.

—¿Sufrir? ¡Esa que va a saber de sufrimiento!, ¡yo sí que he sufrido! Si supieran todos por lo que he pasado. Y ahora aquí, vieja y ciega, sin poder cocinarles a mis hijos para que vengan a verme los fines de semana y luego sin mi madre que se fue hace cinco años y la sigo extrañando, porque siempre vivimos juntas en esta casa.

—Tranquilícese, doña Pura, no le vaya a dar algo de tantos corajes y de estarse acordando de tantas penas. Yo sé que extraña mucho a su mamá, doña Casilda, pero ella ya está descansando, ya estaba muy mayor. Y recuerde que doña Casilda también tenía su carácter y no quería nada a don Juan. Todo el tiempo andaban peleando como perros y gatos y usted eternamente muy mortificada con sus pleitos. ¿Qué le parece si la llevo arriba y le pongo el audiolibro que le regaló el señor Iván?

—¡Ay, niña!, ya no me recuerdes las peleas de mi mamá con Juan, ese nunca le tuvo respeto a mi madre que tanto nos ayudó en la vida, ella tan trabajadora y sacrificada. Ayúdame a subir las escaleras, me pones el audiolibro ese, aunque no le he entendido muy bien a la historia, pero al menos me entretengo un rato en lo que pasas la aspiradora acá abajo y limpias bien la cocina. Y después me vas a ayudar a bañarme, porque está haciendo mucho calor —responde Pura, mientas Conchi la toma del brazo para levantarla y dirigirla hacia las escaleras.

—Sí, doña Purita, ahorita allá arriba la acompaño al baño y la dejo en su cuarto para apurarme con el quehacer de la casa, luego me voy por el pollo y las verduras al mercado, para prepararles la comida y más tardecito me subo a bañarla para que cuando llegue su marido la encuentre muy guapa, contenta y fresca.

—¿Cómo crees que voy a estar contenta? Oye, si vas a ir al mercado no te tardes, no te pongas a chismorrear, que ya te conozco —declara en tono amenazante Pura.

—No, ¿cómo cree, doña Pura?, a mí no me gustan los chismes —responde Conchi, con la paciencia que la caracteriza, mientras la ayuda a salir del baño y le da el brazo para acompañarla hasta la habitación —. Siéntese aquí y ahora le acerco el aparato que le trajo Iván para que escuche el audiolibro.

Doña Pura se acomodó en el sillón de su habitación mientras Conchi, tras dejarle el artefacto, salía por la puerta en dirección al pasillo. Pasaron varios minutos en los que el murmullo del narrador del audiolibro llenó el ambiente. Dirigiendo el rostro hacia donde sabía que estaba la ventana, Pura imaginaba la calle y al sol avanzar lento, proyectando en la acera las sombras alargadas de los árboles cuyas ramas el viento quizá mecía en un vaivén pausado.

—Doña Pura, ya me voy al mercado, al ratito regreso, quédese tranquilita aquí arriba, no me tardo —le dice Conchi asegurándose que está confortablemente sentada en el sillón de su habitación.

—Sí, no te tardes, que no me gusta estar sola. ¿Te dio dinero Juan para el mercado?

—Sí, señora Pura. No me tardo —responde Conchi sintiendo alivio de poder salir a la calle para despejarse, tomar aire y alejarse de este ambiente oprimente que siempre envuelve a su patrona.

Le ha dejado el audiolibro puesto y en cuanto escucha que la puerta se cierra estira el brazo para apagar el reproductor y quedarse en silencio.

Entonces se sumerge en la negrura de sus pensamientos que tantos sufrimientos le provocan. Desde la ventana abierta, un rayo de sol le calienta las manos, pero ella apenas lo nota. Entra en una espiral de dolor que no para nunca.

Últimamente no deja de pensar en su infancia. Recuerda a Casilda, su madre, una joven robusta, muy activa, regañona y de carácter dominante. Jamás le habló de quien fue su padre y ella no se atrevió a preguntarle, le tenía miedo, porque ante cualquier cosa que decía la juzgaba y la callaba. Casilda tenía muy mal carácter, estaba siempre agobiada con el trabajo y se enfrentaba diariamente a un mundo muy hostil, donde era rechazada y señalada por todos.

Tenía la certeza que para Casilda su llegada al mundo fue un tormento, en aquella época ser madre soltera te ponía la peor etiqueta social y la gente las despreciaba. Casilda decidió que terminando la primaria se quedara en casa a cocinar, mientras ella iba a trabajar. Ya no tiene memoria de su vida en la escuela, pero no la pasó bien, todas las niñas se burlaban de su ojo de vidrio, eso fue hace muchos años, nunca tuvo amigas en la infancia. Lo que sí rememora, es que desde muy chica se pasó la mayor parte del tiempo encerrada y sola, desconfiando de todos porque ella era la hija tuerta de esa mujer que no tenía marido. Vivía con miedo, porque Casilda se iba temprano y la dejaba sola desde los once años para que hiciera las labores del hogar, fuera a comprar al mercado y guisar. Eso es lo que hizo toda su vida: atender a su madre, luego a su familia y hacerse cargo de las tareas domésticas.

Después vino la época en que Casilda se hizo novia de Francisco, esos tiempos fueron los mejores de su vida. Se convirtió en la consentida de Pancho y Casilda dejó de regañarla por todo, hasta que se casaron, y Pancho se fue a vivir con ellas. En poco tiempo todo cambió, porque después de la boda, Pancho les confesó que, cuando había enviudado, ya tenía dos hijos, a quienes había dejado en un hospicio. Casilda se puso furiosa, pero después de un tiempo, aceptó ir a buscar a los muchachos para traerlos a vivir con ellos y formar una gran familia.

Fueron a recoger a los hijos de Pancho al orfanato y les dijeron que hacía varios años que ambos chicos se habían escapado. Entonces Casilda, como era voluntariosa y autoritaria, se empeñó en buscar a los chamacos y después de algún tiempo, los encontraron viviendo debajo de un puente al lado de la estación de trenes de Buenavista, ahí trabajaban, como chalanes, en los talleres.

El mayor de ellos, Bernardo, de dieciocho, ya andaba con Amparo y solo vivió unos meses en casa, porque ella ya estaba embarazada y se fueron a fundar su familia.

El que sí se quedó fue Juan, de dieciséis, con quien Pura se casó a los dos años, también embarazada de su primer hijo, Jorge Ernesto. Y ahí permanecieron todos juntos a vivir bajo el mismo techo. Pancho, Casilda, Juan, Pura y sus hijos.

Después de la llegada de su primogénito, nació Aurora, luego, José Ramón. Ya tenían la familia completa. Aquellos años fueron los mejores, aunque todo se empezó a torcer cuando Pancho y Casilda se pelearon y les hicieron la vida difícil con sus pleitos, gritos y violencias, hasta que Pancho se fue furioso. Casilda les prohibió mencionar su nombre, recortó el rostro de Francisco de todas las fotografías familiares donde aparecía y nunca más volvieron a saber de él.

Ahora piensa que Juan y ella fueron unos cobardes, debieron haberse ido con sus hijos a buscarse una casa donde vivir su vida y haberse librado de tantos gritos y sombrerazos. Pero también es cierto que su madre nunca los hubiera dejado, siempre fue una mujer muy dominante.

Luego pasó lo peor y es aquí cuando Pura no puede reprimir el llanto. Ya sabe que no debería pensar en esta parte de su vida, la que le ha provocado tanto sufrimiento, pero no puede parar de atormentarse con este recuerdo.

La muerte de Aurora, cuando recién había cumplido los quince años, ha sido su peor pesadilla; un dolor que nunca ha podido remontar, aun cuando después de esa tragedia nació Iván. Pura nunca deja de pensar en su hija adorada, esa niña alegre y pizpireta que tantas alegrías le dio y que la perdieron así de repente, por una negligencia del médico que no la llevó al hospital para operarla de la peritonitis y murió en su cama.

Con estos recuerdos, Pura se encuentra llorando a mares. Oye que la puerta se abre y escucha la voz de Conchita.

—¡Doña Pura, ya llegué! Dejo el mandado en la cocina y subo a verla —grita Conchi con su habitual calidez, desde abajo en cuanto entra.

Pura no le contesta. No puede dejar de llorar. Pero, Conchi, la ha sacado de sus tristes recuerdos y se limpia con el pañuelo la cara y se suena la nariz.

Al subir, Conchi, la encuentra hecha un ovillo en el sillón con la cara hinchada de tanto llanto.

—Doña Purita, otra vez apagó el audiolibro y está llore y llore, ¡qué barbaridad! No se angustie, ya estoy aquí, no le va a pasar nada —le dice abrazándola para consolarla con compasión—. Voy a hablar con don Juan y sus hijos para que ya no se quede solita y venga mi ahijada los días que tengo que salir al mandado, para que ella le haga compañía y ya no se angustie por quedarse sola.

—Gracias niña, gracias —alcanza a decir Pura que sigue temblando de tanto sufrimiento, pero reconfortándose en el amable abrazo de Conchita.