viernes, 14 de noviembre de 2025

Centro de recuperación

Patricio Durán


Mi vuelo de Los Ángeles a Quito llevaba más de veinticuatro horas detenido en El Salvador. El aire acondicionado del hotel en San Salvador no lograba quitarme de encima el bochorno pegajoso de Centroamérica. Por culpa de un volcán con un nombre impronunciable: el Chaparrastique, todos los vuelos estaban cancelados. Me hallaba varado. La aerolínea cubrió hospedaje y comidas.

El vuelo me dejó exhausto. Sentía el rumor del avión en los oídos y el cuerpo entumecido por las horas de espera. Apenas llegué a la habitación, caí sobre la cama y cerré los ojos. Dormí como no lo hacía desde hacía años: sin sueños, sin pensamientos, solo el silencio que envolvía el recuerdo de Marcela.

Temprano sonó el teléfono. Era la recepcionista que me apresuraba para no perder el vuelo. Llegué justo a tiempo al Aeropuerto San Óscar Arnulfo Romero y Galdámez. En Los Ángeles se quedaba parte de mi vida: Marcela. A veces me pregunto cómo empezó todo, y siempre regreso a esa tarde en Santa Mónica, con su figura orlada por la luz de la puesta del sol. Quizás fue su cabello rubio, que en mi memoria conserva la tibieza de esa luz, o sus ojos azules. En ellos dejé algo mío.

Había en su mirada una calma que me desarmaba, su silencio invitaba a quedarse. No sé si fue amor, o simplemente la nostalgia anticipada de saber que algún día la perdería. Pero desde entonces, cada vez la memoria me tiende una trampa; su rostro vuelve primero, como una ola que no se resigna a morir en la orilla.

En mi ciudad me esperaba una relación inconclusa con Rocío, y un séquito de acreedores. Mi compulsión por los préstamos me esperaba en casa. Ya no era solo el capital; eran los intereses de mora, los gastos judiciales. Un monstruo que crecía sin control.

Aterrizamos en Quito en la madrugada del 31 de diciembre. Los pasajeros, a pesar del ambiente festivo, avanzábamos en silencio con nuestras maletas. A la salida del aeropuerto me esperaba un hombre vestido con uniforme de conductor.  Me observaba fijamente. Se acercó y preguntó:

—¿El licenciado Leonardo?

—¿Sí?

—Soy empleado de su hermano, el doctor Eusebio. He venido a ayudarle con su equipaje y trasladarlo hasta su casa.

—¡Bien! ¡Vámonos!

El viaje fue cansado. Llegamos a casa de Eusebio. El reloj marcaba las tres y diez de la madrugada. Conversé con Eusebio hasta bien entrada la mañana. Nos retiramos a descansar. No pude dormir. Me fui a mi apartamento. Antes de salir, Eusebio me invitó a la cena de noche vieja. No tenía intenciones de asistir. No quise ver a nadie, ni familiares ni amistades. Decidí emborracharme. Compré una botella de vodka y otra de jugo de naranja, la combinación perfecta. Me comuniqué con Marcela, bastante preocupada por falta de noticias.

—Hola, Marcela. Tuve un vuelo bastante agitado. Debí pernoctar en San Salvador por la erupción de un volcán.

—Te noto extraño, Leonardo. ¿Qué pasa? Por eso no quería que regresaras a tu pueblo.

—No pasa nada. Solo necesito descansar un poco.

Las mujeres tienen ese sexto sentido que detectan al paso que algo no marcha bien. Luego de calmar sus dudas y temores me despedí.

Al día siguiente Eusebio estuvo a primera hora en mi apartamento:

—Leonardo, ¿Por qué no fuiste a la cena familiar? —preguntó.

—Estuve cansado —contesté.

—Lo que has hecho es emborracharte. Ya vas a empezar con tus pendejadas ni bien llegado. Lo mejor es que te internes en el centro de recuperación de mi amigo Carlos Alberto, hasta que te pase la ansiedad.

—No estoy ansioso, estoy cansado, además he vuelto a tomar a los cuatro años…

—Esa es una excusa barata, adicto una vez, adicto siempre. Dios te va a castigar por todo esto —sentenció Eusebio.

—No sé —dije. Pero luego me acordé de la horda de acreedores que me esperaban, y esta era una forma de escapar temporalmente de ellos.

—Es una gran oportunidad para que superes tus defectos de carácter que dices tener. El centro no es solo para adicciones al alcohol y drogas, sino para los defectos de carácter. 

—¿Y cuánto cuesta el tratamiento en el centro de Carlos Alberto? La verdad es que yo no tengo dinero para esto. Entiendo que es caro.

—No te preocupes. Yo sé cómo me arreglo con él. Lo importante es que te internes. Ya vas a ver, esa clínica es una hostería con psicólogos. Te van a tratar bien y te vas a recuperar.

«¿A recuperar? ¿De qué me voy a recuperar?», pensé. Lo que estoy es estresado, un tanto deprimido. Quizás sí me faltan unos días en recuperación. Así que acepté internarme.

—¡Está bien! —dije rendido.

—¡Bacán! —exclamó Eusebio. —Ya le llamo este rato a Carlos Alberto para que te espere. Ahora están en la playa, en Tonsupa, para que veas el nivel que tiene este centro. Vas a pasar chévere.

El centro se encontraba en Tumbaco, pero los internos estaban «meditando» en las playas de Tonsupa, ubicada en la ruta costera del Océano Pacífico, allí se observa las más bellas puestas de sol.

Preparé maletas y partí en autobús a Esmeraldas. Le dije a Marcela que me iba de retiro espiritual por unos días, sin saber que esos días se convertirían en meses. Llegué al terminal de Ingahurco. Me pareció más pequeño que nunca, luego de haber transitado por los terminales de California.

Me aletargaba por instantes, las preocupaciones evitaban que conciliara el sueño. «¿Cómo será este centro de recuperación?», pensaba, mientras una sombra de inquietud se extendía en mi pecho. Eusebio insistía en que era el mejor del país. Yo quería creerle, pero mis lecturas sobre historias oscuras: gritos detrás de puertas cerradas, rostros vencidos por el miedo, suicidios, me hacían dudar. Este lugar —decían— era distinto, exclusivo, caro. Tal vez por eso me sacudía más, porque el sufrimiento, cuando se disfraza de prestigio, puede ser aún más cruel.

No tenía claro si realmente funcionaba este tipo de rehabilitación en que el adicto debe estar interno. Había escuchado de opciones en las que no se permanecía dentro del centro durante todo el proceso. Lo que sí estaba claro es que la persona adicta no puede recuperarse por sí sola, para hacerlo debe, primeramente, aceptar su problema con el alcohol y la asistencia de profesionales especializados en el tema que le ayuden en su tratamiento. Yo no me consideraba adicto en el sentido de ser esclavo de alguna sustancia, sino más bien asumía algunos defectos de carácter: falta de compromiso, irritabilidad, egocentrismo e irresponsabilidad.

El autobús llegó al terminal de Esmeraldas. Tomé otro a Tonsupa. Unos muchachitos me ayudaron a conseguir el transporte correcto. Les di un dólar de propina, acostumbrado a darla por todo, como lo hacen en Norteamérica. Los muchachos saltaron de alegría.

En el autobús, la mayoría de los pasajeros eran negros, afroecuatorianos, mejor dicho.

—Voy a Tonsupa —le dije a una chica morena que, coqueta, se sentó a mi lado.

—Todavía falta. Yo le aviso cuando tenga que bajarse —dijo—, este autobús va por Atacames, Súa, Tonchigue, Muisne…

—Quiero conocer Muisne —le interrumpí.

—Pues ahora es su oportunidad, yo vivo en Muisne y le puedo ayudar a conseguir hospedaje. Me llamo Roberta.

—Leonardo —respondí.

Conocía Muisne, pero era una manera de entablar conversación con ella. Tenía una silueta estilizada, tipo Whitney Houston. De ojos grandes, almendrados y expresivos; las cejas bien definidas, la nariz recta y los labios carnosos. El cabello rizado, color azabache, grueso, con mucho volumen que le daba una belleza exótica. La muchacha me indicó que ya pronto estaríamos en Tonsupa y preguntó si me iba a quedar o a seguir hasta Muisne. Decidí bajarme. Dora apuntó su número de teléfono en un papel.

«Me llamas», dijo y me dio un beso rápido en los labios, como el picotazo de un pájaro.

El reloj marcaba las siete de la noche. Tomé un transporte un tanto extraño: una motocicleta adaptada con una pequeña carrocería, lo que le permitía transportar varios pasajeros con su equipaje. Todavía tenía el sabor dulzón de Dora en mis labios y su olor a almizcle en la ropa. Miré el papel con su número telefónico en mi mano. Otra complicación. No necesitaba una más. Lo arrugué y dejé caer al costado del camino.

Llegué al hotel Iberia, lugar en donde se hospedaba el grupo del centro de recuperación. Llamé por varias ocasiones, pero nadie acudía. El conductor de la motocicleta me advirtió:

—Aquí hay que tener mucho cuidado porque enseguida lo asaltan a uno. Voy a esperar hasta que le abran la puerta.

—Muchas gracias, eres muy amable.

El tiempo se había detenido, transformando cada minuto en una eternidad, hasta que, de repente, una cabeza se asomó por una ventanilla

—¿Sí?

—Busco al doctor Carlos Alberto, ¿se hospeda aquí?

—No sé, déjeme preguntar.

Al rato volvió, abrió la puerta:

—Pase, ya lo atienden.

El lugar era modesto, con piscina vacía y pocas comodidades. Allí apareció Carlos Alberto, sonriente:

—Tú debes ser Leonardo, hermano de Eusebio.

—Así es. Ya debes estar al tanto de mi situación…

—Qué bueno que viniste, Leonardo. Aquí vas a encontrar recuperación y fortaleza espiritual.

—Yo vengo por un mes —aclaré.

—No pienses en el tiempo. Relájate y confía en el proceso.

—Está bien, pero no tengo dinero para pagar este tratamiento…

—No te preocupes por nada. Yo me arreglo con tu hermano. Más que un amigo, Eusebio es mi hermano.

—Muy bien. Voy a la tienda a comprar algo y regreso.

—Lo siento, no se permite salir, ya estás aquí y debes acatar las reglas y disposiciones del centro. Debemos revisar tu equipaje, todo lo que traes. No puedes cargar efectivo, ni teléfono. Poco a poco te irás familiarizando con la comunidad.

Todavía no me convencí de haber hecho lo correcto al internarme. En fin. Ya estaba dentro. Relax y a disfrutar del paseo, tal como había sugerido Carlos Alberto. Además, la cena estaba servida. Conocí al grupo de internos, todas caras nuevas, ningún conocido. Cenamos y subimos a las habitaciones. La habitación compartía con dos «personas de apoyo» —Stalin y Bryan— que trabajaban para el centro. Revisaron mi equipaje. Me retiraron el teléfono, una foto con Marcela en el muelle de Santa Mónica, el poco dinero que cargaba, la tijera de uñas, la loción para después de afeitar, el enjuague bucal. Al indagar sobre la razón por la que no podía tener la loción y el enjuague bucal respondieron que contenían alcohol y que los podía beber. Los he llevado todo el tiempo y no los había bebido. No permitieron ninguno de los libros que tenía, aduciendo que debo dedicar todo el tiempo al programa de rehabilitación.

De regreso en Quito, en el valle de Tumbaco —considerado un lugar para personas con alto poder adquisitivo— se encontraba el centro de recuperación. Parecía una hostería de lujo como lo dijo mi hermano. Su entorno era natural, con un ambiente familiar y rústico, con huerto, piscina y caballos. El contacto con la naturaleza ayudaba en el proceso de recuperación de los internos. A simple vista, un lugar de descanso. No tardé en descubrir la otra cara. La primera señal fue el control absoluto de cada minuto. Luego vinieron las humillantes duchas heladas, los castigos retorcidos, las amenazas. «Si no obedecen tienen tres opciones: el hospital, la cárcel o el cementerio», dijo un terapista con rostro siniestro. Tenía una cicatriz en la frente, producto de una pelea con un interno.

Hablé con Carlos Alberto. Repetí que ingresé voluntariamente y mi intención era permanecer un mes. Su cambio fue notorio. Ya no era la persona amable y comprensiva que había conocido en Tonsupa.

—¿Qué te pasa? —me dijo enojado—, aquí te vas a quedar por lo menos un año, así que ya puedes quitarte esa idea de la cabeza.

—Cuando yo conversé con Eusebio le dije que vendría por un mes, y me respondió que está bien.

—Eso te lo dijo para que no pongas resistencia, pero aquí las cosas son diferentes —dicho esto, Carlos Alberto se alejó.

Me quedé pasmado. Un año encerrado, sin mis libros, sin escribir, sin Marcela.

Pedro era uno de los internos que más problemas tenía por su falta de humildad, falta de compromiso, exacerbado egocentrismo, manía por andar siempre metido en líos. Cuando Pedro se divorció de su mujer —mejor dicho, ella se divorció de él—, se puso a beber todos los días. Terminó en el centro de recuperación donde las terapias eran violentas.

En una ocasión en la que Pedro había peleado con uno de los terapistas, sentaron a Pedro en una silla de plástico desportillada —la «silla eléctrica»—, en el centro exacto del salón de terapia. Nosotros, los demás internos, recibimos la orden de formar un círculo cerrado a su alrededor. Podía oler el sudor nervioso de los que me rodeaban y ver la sonrisa anticipada de Stalin y Bryan, los «apoyos», que dirigían la sesión.

«Pedro», comenzó Stalin, con una calma teatral, «sigues creyendo que eres mejor que nosotros. Sigues atascado en tu soberbia».

Pedro mantenía la vista fija en el suelo. «Yo no...».

«¡Cállate!», gritó un interno flaco desde el otro lado del círculo. «¡Egocéntrico de mierda! ¡Por eso tu mujer te botó, por inútil!».

Fue el primer mordisco. El resto de la jauría le siguió.

«¡Borracho!», gritó otro.

«¡Mírenlo, está temblando!», soltó alguien a mi izquierda, y una risa áspera le acompañó.

Yo me quedé en silencio. Las acusaciones se convirtieron en un bombardeo de insultos: «¡Fracasado!», «¡Basura!», «¡Ni para tus hijos sirves!».

Pedro se encogió sobre sí mismo, protegiéndose la cabeza con los brazos: «Por favor... ya...»...

Bryan se acercó hasta que su rostro quedó a centímetros del de Pedro. «¿Por favor qué?», le susurró, lo suficientemente alto para que todos oyéramos. «¡Aquí tus súplicas de niño bonito no valen nada, cabrón!».

Vi cómo Pedro apretaba los párpados. Sus hombros comenzaron a sacudirse. El primer sollozo fue seco, ahogado por la vergüenza. El círculo se apretó más, las risas se mezclaron con los gritos.

«¡Llora!», le ordenó Stalin. «¡Llora, maricón! ¡Saca toda la basura que tienes dentro!».

Y Pedro cayó al suelo. El llanto se volvió un lamento animal que emergía del fondo de ese bulto encogido en el que se había convertido.

Pasé seis meses recluido en el centro. Gracias a una situación familiar que requería de mi presencia, logré salir antes del año al que me habían sentenciado. Salir no fue el final, sino el comienzo de la verdadera batalla. El primer paso fue una llamada a Rocío, una conversación honesta y dolorosa que llevaba años pendiente:

—Rocío, soy yo —dije, sintiendo la voz áspera y quebradiza. Al otro lado de la línea, su silencio era una losa que podía sentir sobre el pecho—. Necesito que seamos sinceros, por una vez. Todo este tiempo, mi vida ha sido un desastre... y tú mereces algo mejor que esto, algo mejor que yo.

Hubo una larga pausa, solo rota por el suave chasquido que hizo al suspirar.

—Sé que has estado en el centro, Leonardo. Me llamó tu hermana. ¿Estás bien? ¿Qué quieres decir con esto? —Su voz era cautelosa, llena de la paciencia agotada que me había ofrecido durante años.

—Quiero decir que... se acabó. —Cerré los ojos, el nudo en la garganta apretándome el aire—. He tocado fondo tantas veces que ya no me quedan fuerzas para fingir que voy a ser el hombre que necesitas. Quiero que seas libre, que rehagas tu vida sin la carga de esperar por mí o de disculpar mis fallos. Estoy roto, Rocío, y el camino para arreglarme es solo mío. Ya no puedo arrastrarte. Lo siento.

—¿Y qué pasa si yo no quiero ser libre? ¿Si lo que quiero es ayudarte? —Su tono se elevó ligeramente, dejando entrever la frustración—. Siempre es lo mismo contigo, Leonardo. Tú decides. ¿Y yo? ¿Mis años, mi vida, la tiras a la basura con una llamada y un lo siento?

—No te estoy tirando, Rocío. Te estoy soltando. —Una lágrima caliente se deslizó por mi mejilla—. Si realmente me importas, si de verdad te quiero, tengo que dejarte ir para que seas feliz. Yo no puedo dártelo ahora. No puedo. Encuentra a alguien que sepa quererte bien, sin dudas, sin este caos. Yo no soy ese. No soy justo contigo.

El silencio que siguió fue peor que cualquier grito. Finalmente, ella dijo con voz firme:

—Mejor di la verdad alguna vez, Leonardo. Sé lo de Marcela. Estoy cansada de tus mentiras. Ojalá arregles tu vida. Adiós.

Permanecí con el auricular en la oreja un buen rato. Con la mano temblándome tanto que tuve que apoyarme en la pared. Rocío facilitó las cosas. Sabía que era lo correcto, pero sentí como si me arrancara una parte vital.

En cuanto a mis acreedores, acepté un pago fijo al mes durante los próximos cinco años. Esa cifra me permitía pagar capital e interés, que me obligaba a trabajar todo el tiempo: fregando platos, cargando cajas, barriendo suelos. Sentí por primera vez el verdadero costo de cada centavo ganado: el dolor en la espalda al final de una jornada de catorce horas, el olor a sudor rancio en la ropa, la humillación tragada para evitar un despido. El dinero ya no era algo que caía o se esfumaba; era la prueba tangible, metálica y pesada de mi penitencia. Me quedé con lo justo para alquilar una habitación barata y empezar de cero.

El plan era simple, brutal y despojado de toda dignidad. La deuda sumaba casi veinte mil dólares a tres bancos distintos. Lo primero fue vender. Vendí la vieja motocicleta que Rocío y yo habíamos usado, la cambié por un puñado de billetes. El reloj de mi padre, mi única herencia real, fue a parar en una casa de empeño. Incluso el televisor que tanto me gustaba lo puse en venta. Sumando todo, apenas reuní cuatro mil dólares.

Llamé a cada uno de los acreedores con la voz más firme que pude fingir:

—He pasado enfermo y ahora estoy trabajando para honrar mis deudas. No puedo pagar el total, pero puedo pagar una porción, una mensualidad fija y pequeña. —Les rogué, negocié, prometí. Me ofrecieron una reestructuración de deuda a la que accedí desesperado.

A los pocos días recibí una llamada de Marcela:

—Leonardo, ya no puedo esperarte más. He conocido a alguien. Quiero rehacer mi vida. Tú has lo mismo. No me llames ni me escribas. ¡Adiós!

La línea se cortó con un zumbido hueco, dejando mi oído sordo. No hubo gritos ni súplicas; solo un punto final, seco y definitivo, puesto a miles de kilómetros. Por un instante, el dolor de la pérdida fue tan físico que me hizo doblar la espalda. Caí de rodillas en el piso de linóleo de mi miserable habitación alquilada.

Reí. No de alegría, sino del absurdo del castigo. Primero Rocío, luego la cárcel de la sobriedad, y ahora Marcela. La vida no pedía un cambio; exigía una erradicación de todo lo que fui.

Levanté la vista hacia el techo manchado, sintiendo un vacío que ni el vodka más puro podría llenar. Me di cuenta de algo crucial: Marcela no me dejó; yo ya la había perdido mucho antes, en cada mentira, en cada recaída, en cada préstamo que antepuse a nuestra felicidad.

Me puse de pie. El reloj marcaba las 5:00 a. m. Dentro de una hora, la alarma sonaría para ir a mi nuevo trabajo, cargando cajas en la bodega de un supermercado. El dolor de Rocío y Marcela, el miedo a los acreedores, la humillación del centro: todo eso se condensó. No era la estocada final; era la energía cruda que necesitaba.

No tenía nada que perder, y por primera vez en años, esa ausencia total de ancla se sintió como libertad. La prueba tangible, pesada y triste de mi penitencia por mi vida disoluta se había transformado en el único motor que quedaba: el trabajo. Salí de la habitación, sin esperar la alarma, con los nudillos blancos y el corazón duro similar a una piedra.

Crucé la calle cuando el sol parecía una promesa fría tras las montañas. En la bodega del supermercado, el aire olía a cartón húmedo y desinfectante barato. La primera caja de tomates, grande y pesada, me hizo crujir los huesos. Un peso muerto, innegable, y la levanté con toda la rabia contenida. Cada palada de sudor, cada músculo que protestaba, un pago. El pasado se había esfumado en una llamada; el futuro: cinco años de deuda. La familia y amigos brillaban por su ausencia. Allí estaba el licenciado, el hombre que soñó bajo el sol de Santa Mónica, ahora, un anónimo cargador, reconstruyéndose centavo a centavo, bajo la luz fluorescente de aquel almacén, por haber saboreado el manjar de la impunidad por mucho tiempo.

jueves, 6 de noviembre de 2025

La puerta invisible

Elena Virginia Chumpitazi Castillo


July pedaleaba por la costanera con el aire húmedo azotando sus mejillas. El olor a hierba mojada se mezclaba con el rumor del mar, y esa combinación era su manera de empezar el día en calma antes de sumergirse en la rutina. El trayecto que hacía era un regalo: el único espacio donde podía pensar en silencio, mirar el horizonte y convencerse de que la vida podía ser tan amplia como el mar que la acompañaba en su recorrido.

Todos miraban su superficie azul, pero pocos imaginaban la vastedad que escondía debajo. Lo invisible —esa hondura secreta donde se movía lo desconocido— era lo que más la atraía, lo que la hacía pedalear más despacio, queriendo ver un poco más allá de lo que los ojos permitían.

Sus días transcurrían entre los lienzos y las esculturas de la galería. Disfrutaba las conversaciones con los artistas, a quienes interrogaba con una curiosidad genuina, buscando entender la intención detrás de cada trazo para poder transmitirla a los visitantes. Aunque se había licenciado en Arte, su propia obra —pequeños formatos que acumulaba en su departamento de Barranco— seguía oculta. Se consolaba pensando que solo era cuestión de tiempo, que su momento llegaría. Mientras tanto, aquel ambiente era un refugio que la hacía sentir en el lugar correcto.

Pero había algo más en su vida, algo que no compartía con facilidad. Desde hacía años asistía a un grupo de esoterismo en el que se realizaban canalizaciones espirituales, meditaciones y lecturas. Nunca había tenido visiones ni escuchado voces, nada que pudiera considerarse un don, pero sentía que algo allí la llamaba. Le bastaba sentarse en círculo, cerrar los ojos y escuchar. A veces, en medio del trance de otra persona, sentía un escalofrío que le recorría la espalda.

Recordaba con nitidez a su amiga del colegio, Mariana, quien aseguraba ver espíritus. Los demás niños la evitaban o se burlaban, pero July no. A ella le fascinaban esas historias, esa manera en que Mariana describía figuras en los pasillos del colegio o presencias en los recreos, así como la profundidad de los sentimientos que le provocaban estas visiones.

July y Mariana eran inseparables, unidas por la curiosidad hacia lo invisible.

—Mariana, ¿qué fue de la persona que te seguía cuando salías para el cole?

—Desapareció July, aun no entiendo si fue algo que dije o hice, pero ya no la veo más.

July envidiaba, con ternura, el don de clarividencia de su amiga, aunque comprendía que no todos están hechos para ver más allá. Le bastaba escucharla relatar sus visiones con esa mezcla de miedo y certeza para creer que, efectivamente, había otro mundo respirando junto al suyo.

Pero el destino les tenía preparada una tragedia. Días antes, Mariana había insistido en que alguien la observaba desde la ventana.

—No me da miedo —le dijo a July—, solo siento que me está esperando.

—¿Esperando para qué?

Mariana se encogió de hombros.

—No lo sé. Pero cuando me mire otra vez, voy a ir.

Cuando la atropellaron al cruzar la avenida, July recordó esas palabras con un nudo en la garganta. Tenía apenas diecisiete años. Prefirió creer que, en el fondo, Mariana había cumplido su promesa y había cruzado hacia ese lugar donde la esperaban.

Desde la muerte de Mariana, July no había dejado de buscar señales. Era como si necesitara una prueba de que su amiga no se había disuelto del todo, de que el mundo no terminaba donde empezaba el silencio.

Casi sin darse cuenta, la fascinación por lo invisible, la había ido alejando de su círculo de amigos, en la galería la llamaban «la ermitaña», su interacción con los demás se daba solo para realizar su trabajo con eficiencia, no tenía amigos, nadie sabía lo que hacía cuando salía del trabajo.

Una tarde, el dueño de la galería apareció con un cuadro que había comprado en un remate de antigüedades en el centro de Lima. Entre muebles gastados, espejos oxidados y baúles carcomidos, aquella pieza había brillado como un hallazgo imposible. Nadie conocía al autor ni su historia; el vendedor solo murmuró que provenía de una vieja casona en ruinas. El cuadro era enorme, casi dos metros de alto, enmarcado en madera oscura y pesada. Representaba una casa solitaria bajo un cielo verdoso, con una figura difusa en la ventana.

Desde el primer momento, la obra provocó incomodidad. Algunos visitantes decían que los colores parecían deslizarse en la superficie, como si la pintura nunca terminara de secar. Otros aseguraban que la figura de la ventana se movía, en forma sutil, cuando uno apartaba la vista.

July, sin embargo, no podía dejar de mirarla. Había algo en esa pintura que le resultaba cercano, un murmullo sordo que parecía salir de las capas de óleo y clavarse en su memoria. Esa noche soñó con la casa del cuadro y, en la ventana, con la silueta inconfundible de Mariana, su amiga de la infancia.

El sábado asistió a su grupo de esoterismo. La sesión transcurrió entre meditaciones y silencios, hasta que una de las mujeres entró en trance. Su voz cambió de tono y de ritmo:

«Hay una ventana en tu camino. Se abre a través de la mirada. Los colores guardan voces… escucha».

Las palabras atravesaron a July como un golpe. Nadie más en el grupo pareció darle importancia, pero ella sintió que estaban dirigidas solo a ella.

Desde ese día, July empezó a buscar excusas para acercarse al cuadro. Revisaba la iluminación, ajustaba el ángulo, limpiaba el marco con frecuencia. Y cada vez que le daba la espalda, sentía un cosquilleo en la nuca, la certeza de una mirada paciente clavada en ella. Esa sensación la seguía como una sombra húmeda. Su bicicleta avanzaba con un ritmo doble, un eco que parecía venir del mar y disolverse en el aire salado cada vez que ella giraba para mirar.

Las noches se hicieron inquietas. Soñaba con la casa del cuadro. En ocasiones entraba en ella, cruzando un umbral invisible, y caminaba por pasillos interminables donde escuchaba risas de su infancia. Otras veces despertaba sudando, convencida de que Mariana estaba sentada en una silla al borde de su cama.

La sensación no era de miedo, sino de expectación. Como si algo largamente esperado estuviera a punto de cumplirse.

El jueves siguiente tuvo que quedarse sola a cerrar la galería. Afuera, la ciudad se hundía en el bullicio habitual, pero dentro reinaba un silencio denso. Al pasar frente al cuadro sintió un escalofrío: la figura en la ventana ya no era difusa. Ahora distinguía claramente el contorno de una mujer joven.

—¿Eres tú? —susurró sin darse cuenta.

El aire se volvió pesado, como si respirara agua. Un frío ajeno a la noche limeña le trepó por la espalda y se instaló en sus huesos, haciéndola temblar. Y entonces escuchó una voz clara, idéntica a la de Mariana.

—Siempre estuve aquí. Tú me buscabas.

El corazón le golpeaba en el pecho. La figura del cuadro dio un paso hacia adelante, y por un instante pareció asomarse fuera del marco. La galería vibró, como si los muros fueran a desplomarse.

July levantó la mano, temblorosa, y rozó la superficie del lienzo. La pintura no estaba seca ni rugosa: era blanda, como si fuese una membrana húmeda. El murmullo se transformó en un llamado irresistible. Sintió que podía atravesarla, que del otro lado había un lugar que la esperaba desde hacía mucho.

—Ven —dijo la voz—. Volvamos a estar juntas.

A la mañana siguiente, los empleados de la galería encontraron el cuadro diferente, la figura de la ventana había desaparecido. En su lugar, una mujer de cabello oscuro sonreía afuera de la casa, con una bicicleta a su lado.

Nadie supo explicar cómo había cambiado la pintura. La grabación de seguridad no mostraba nada inusual, salvo que la cámara se oscureció durante cinco minutos. Cuando volvió la imagen, el cuadro ya no era el mismo.

Lo más desconcertante fue la ausencia de July. Sus cosas seguían en la oficina: la cartera, las llaves, el celular. La bicicleta nunca apareció.

Durante semanas corrieron rumores que intentaban explicar su ausencia: fuga, secuestro, locura. La galería, incapaz de vender una obra que espantaba a los compradores antes de cerrar el trato, la retiró de exhibición. Hoy el cuadro permanece en una bodega, cubierto por una tela... esperando.

Quienes trabajan en la galería cuentan que, a veces, al pasar cerca, sienten un murmullo que los llama por su nombre. Aseguran que, si uno se atreve a levantar la tela y mirar con atención, la mujer del cuadro sonríe… y en sus ojos se ve el reflejo de las olas de la costanera.

Entre luces y silencio

Alejandra Cantarero Concha


No recuerdo el golpe. Solo el crujido: seco, brutal. Luego, un silencio que no parecía de este mundo. Me llamo Patrick. Morí un viernes, bajo una lluvia que caía con la melancolía de un adiós. El parabrisas se nublaba con gotas que distorsionaban las luces en destellos trémulos. Lo último que vi fue la foto de mi hija, Catalina, sujeta con cinta desgastada al tablero. Su sonrisa —esa sonrisa— fue mi faro final antes de la penumbra. 

Después… nada. 

O eso creí. 

Desperté, si puede llamarse así, a existir sin cuerpo: sin latido, sin aliento, sin piel. Solo una conciencia suspendida, flotando sobre los restos del mundo que había sido mío. 

Abajo, el auto era una masa de metal retorcido, un cascarón vacío. Las sirenas parpadeaban como relámpagos artificiales, tiñendo el asfalto de colores irreales. La lluvia golpeaba más fuerte. Yo, atrapado en la escena, irreconocible, sin voz. Entonces, desde más allá del caos, llegó su voz: fina, trémula, más dolorosa que el impacto. 

«¿Dónde está mi papá?».

Mi niña. Esa pregunta me atravesó como un eco interminable. Quise correr hacia ella, abrazarla, gritar que estaba allí… pero ya no podía. Lo que quedaba de mi alma se quebró. 

Catalina tenía entonces casi seis años, los cumpliría la siguiente semana. Apenas escuché su voz, me vi junto a ella. La vi sola. Los adultos a su alrededor, tíos y abuelos, hablaban en susurros, tomaban decisiones urgentes, llenaban formularios, como si mi pequeña no estuviera ahí. Catalina no entendía. Sus ojos buscaban respuestas que nadie se atrevía a darle. Pretendí gritar su nombre, pero la ausencia de voz convertía mi aullido en un vacío atroz. Intenté rozarle el cabello, provocar una brisa, algo… pero era como moverme en el vacío. Mis intentos eran apenas un suspiro muerto. 

Esa noche la vi arrodillarse junto a su cama. Manitas juntas, ojos apretados como si así pudiera arrancar un milagro. Rezaba. Pedía por mí. Suplicaba que volviera. Y al final, con una ternura que me destrozó, me lanzó un beso al aire. No sé cómo lo hice, si fue desesperación o amor, pero logré que las luces parpadearan. Ella se incorporó con suavidad, miró a su alrededor, con esos ojos grandes, todavía cargados de esperanza. No me vio, pero un calor reconfortante la calmó. Con voz somnolienta, como si creyera que yo estaba ahí, susurró: «Buenas noches, papito». 

Yo respondí. Lo intenté. Quise decirle que también la amaba, que no me había ido del todo, que seguiría cuidándola. Pero no tenía voz. Solo un deseo ardiente de protegerla. Aquella noche no me aparté de su lado. Velé su sueño como pude, con la inútil esperanza de que me sintiera cerca. Y cada vez que se destapaba, yo luchaba contra el peso del mundo hasta conseguir que las cobijas se deslizaran de nuevo sobre su cuerpecito. Era lo único que podía hacer. Y lo hice con todo lo que quedaba de mí. 

Otra noche, Catalina no rezó. Se sentó en la alfombra, frente a la cómoda donde guardaba nuestras fotos. Las fue sacando una a una y, como si yo estuviera ahí de cuerpo presente, me contó su día: que había jugado a saltar la cuerda en el recreo, que la profesora la retó por hablar demasiado, que había probado arroz con leche y no le gustó. Hablaba en voz baja, con esa seriedad infantil que parece un secreto. 

Yo la miraba, con ojos que ya no tenía, tratando de responder. Sabía que, si controlaba mis emociones, podría influir en su mundo. Y lo logré: provoqué una brisa leve que movió su cabello y, al mismo tiempo, las luces del cuarto titilaron. Mi niña se quedó inmóvil, los ojos muy abiertos. Aspiró hondo, percibió la calidez del ambiente y en la penumbra sonrió apenas. 

«Eres tú, ¿verdad?». 

No tuve voz para confirmarlo, pero el aire se llenó de un aroma a lilas, el mismo que perfumaba la casa cuando ella era bebé. Catalina abrazó fuerte una de las fotos y susurró: 

«Buenas noches, papá». 

Yo me quedé junto a ella, con la certeza de que me había escuchado. 

Con el tiempo, volví a verla reír. La acompañé en cada cumpleaños, estuve a su lado cada vez que percibí su miedo. Me comunicaba con ella a través de luces parpadeantes, de melodías que solo ella era capaz de oír, y nuestro olor a lilas. Cada vez que lloraba, mi impotencia se intensificaba, la perdía de vista en una nebulosa, hasta que me calmaba. 

Cuando Catalina cumplió diez años, el nuevo esposo de Claudia llegó a su vida. La primera vez que Ramiro cruzó el umbral, la casa respiró distinto. Fue como si el aire recordara algo antiguo y hostil: el perfume de las lilas, que llenaba nuestros rincones, se desvaneció en un silencio abrupto, reemplazado por un frío que parecía brotar del suelo. 

Catalina lo miró desde lejos, con un dibujo apretado contra su pecho. Él sonreía demasiado, como quien intenta cubrir una grieta con pintura fresca. Sus ojos, en cambio, decían otra cosa. Claudia lo recibió con alivio, agradecida por la compañía. Yo lo observé desde mi rincón invisible y sentí un vacío. 

Mi pequeña comenzó a llorar cada vez más. En sus arranques de pena también había rabia, me culpaba por abandonarla, me preguntaba por qué la dejé sola. Solía consolarla con melodías, con un soplo le acercaba nuestras fotografías, impregnaba sus peluches favoritos con el aroma de las lilas, le movía el cabello con una brisa a modo de caricia hasta que el sueño la vencía. Su angustia era la mía, su dolor mi culpa. Deseé que lo superáramos juntos. 

Al cumplir doce años, su risa ya no era la misma. Había perdido esa música espontánea que llenaba la casa cuando jugaba con sus autos o se dormía abrazada a su peluche de gato, al que llamaba Cuchi y no soltaba ni siquiera en los días calurosos. Ahora su risa era más breve, más contenida. Las bromas la alcanzaban con retardo, como si su risa viajara tres pasos detrás de la sorpresa. La escuchaba y pensaba —con un nudo que no me dejaba existir del todo— que tal vez había aprendido a vivir sin mí. 

Yo la seguía a todas partes. Era una sombra sin forma, sin peso. Adherida a los rincones de su mundo. La acompañaba al colegio, me sentaba en silencio junto a su cama, estaba ahí cuando salía con sus amigas. Era un espectador perpetuo de su vida, condenado a verla continuar sin mí. No podía tocarla. No podía hablarle. No podía secarle una lágrima ni celebrar sus logros. Pero la amaba. Dios… cómo la amaba. Y aunque ya no podía formar parte de su vida como antes, cada parte de mí seguía aferrada a ella. Era mi ancla, mi consuelo y también mi castigo: verla crecer sin poder abrazarla. 

La presencia de Ramiro se volvió un peso constante. Mi niña empezó a notarlo en los detalles pequeños, siempre cuando Claudia no estaba. Una tarde, al salir del baño envuelta en una toalla, lo encontró en el pasillo y él no apartó la vista. Su mirada se detuvo en los hombros virginales, descendió con lentitud hacia sus piernas desnudas. A veces, al pasar junto a ella en el pasillo, sus manos rozaban su cintura con un descuido demasiado calculado. Ella se encogía, pero él actuaba como si nada. Yo me revolvía en las sombras. Una a una mis fotos se desvanecían, como si él me matara por segunda vez. Cuando ella preguntaba, él alzaba los hombros con inocencia fingida. 

Catalina empezó a hacerse más pequeña cuando él estaba cerca: reía menos, bajaba la vista, se encogía de hombros. Ramiro, en cambio, se mostraba cada vez más confiado, invadiendo espacios que antes eran de ella: se quedaba demasiado tiempo en la puerta de su habitación, le acomodaba la manta con un cuidado que parecía paternal, pero que a mí me quemaba como ácido. Claudia interpretaba esos gestos como protección, como un alivio después de años de soledad. Yo los veía de otra manera. Y aunque gritaba desde mi rincón de sombra, nadie escuchaba. Sentía, con un frío insoportable, que el silencio estaba a punto de romperse, pero no a favor de mi niña. 

Aquella noche… 

Nunca había sentido una oscuridad como esa. Catalina estaba en su cuarto, había apagado las luces, en la casa solo estaban ella y Ramiro. Mi pequeña confiaba, era buena, inocente. Cuando Ramiro abrió la puerta, Catalina apenas levantó la vista desde la cama. El cuarto, que solía oler a flores, se llenó de un aire agrio. Él se apoyó en el marco demasiado tiempo, mirándola. Avanzó despacio, cerrando la puerta sin ruido. Catalina se encogió, abrazando a Cuchi contra el pecho. 

La oscuridad, que antes era apenas un manto suave de sombra, se volvió más espesa, más viva… como si mirara. Las paredes parecieron cerrarse. El frío se coló por cada rincón, helando incluso lo intangible de mi presencia. Entonces lo vi: sus ojos, sus intenciones. Y yo… yo no podía detenerlo. Solo presenciar, atrapado entre el amor y la impotencia, mientras se acercaba a lo que más amaba en el mundo. 

Tiró hacia un lado la colcha y la vio tiritar. Con una sonrisa se acercó el índice a los labios haciendo una señal de silencio. Los ojos de Catalina se agrandaron, una lágrima se deslizó solitaria. Al intentar alejarse, él la sujetó con fuerza, al tiempo que ahogaba su alarido con la palma de su mano sudorosa. 

—¡Papá! —chilló ella, pateando. 

Su voz me partió en dos. Intenté gritar. Aullé con cada partícula de lo que alguna vez fui, aunque no tenía garganta, ni pulmones, ni voz. Pero el aire… ni siquiera tembló. No hubo eco. No hubo respuesta. Solo el silencio cruel que acompaña a los muertos. Y, sin embargo, lo vi. Todo. Me lancé contra él una y otra vez, con la furia de una tormenta que no puede descargar su rayo. Fui viento sin fuerza, un trueno sin sonido. Las luces titilaron, desesperadas. Una ráfaga logró empujar el espejo de la mesita de noche, al caer estalló en pedazos cual grito contenido. 

Él se detuvo un instante. Vaciló. Sus ojos buscaron algo que no podía ver. Algo dentro de él —quizá su instinto, quizá su culpa— tembló. Lo sentí. Por un segundo, me percibí más fuerte. Pensé que tal vez, tal vez… Pero no bastó. Mi furia, mi amor, mi desesperación, todo se estrellaba contra un muro invisible. Fui una presencia que el mundo ignoró. Y él… él volvió a moverse. Como si nada. Como si yo no existiera. 

Cuando terminó, Catalina estaba rota. Yo también. 

Esa noche no descansé, no lloré. Porque ya no era un padre. Era un vendaval atrapado en una habitación. Y prometí, por el amor que me unía a ella, que haría lo que fuera por no dejarla caer. 

Desde entonces, cada vez que ella se miraba al espejo con vergüenza, yo le susurraba amor. Cada vez que lloraba en silencio, hacía que el viento acariciara su mejilla como cuando era niña. Cada vez que pensaba en morir, yo le empujaba un recuerdo, una canción. No pude evitar el daño. Pero aún podía amar. Y el amor, aunque no lo cure todo, es a veces lo único que sostiene a alguien vivo. 

Los meses avanzaban, Catalina tardaba en dormir, se había vuelto rutina: acostarse tarde, revisar nuestras fotos una y otra vez, hundirse bajo las sábanas tratando de desaparecer. Las cicatrices no se veían, pero dolían más que nunca. Finalmente, el cansancio venció al miedo. Cerró los ojos. 

En el sueño, la nieve se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Catalina buscó a su alrededor temblando. Entonces lo percibió: un aroma a lilas, suave e imposible en aquel desierto helado. Lo siguió, como quien persigue un recuerdo, y allí estaba yo, esperándola. El cielo era del color que tienen los sueños antes del amanecer: ni noche ni día. Ella tenía doce años, pero la misma expresión de cuando era pequeña y se perdía en los pasillos de las tiendas: vulnerable, buscando seguridad. 

—Papá —susurró. 

No me preguntó por qué estaba ahí. No preguntó cómo. Solo corrió hacia mí. La abracé, no fue solo contacto, sino una calidez que surgía desde lo más profundo, como volver a nacer. Por primera vez desde la muerte, la sentí. No como un recuerdo. Su cuerpo temblando contra el mío. Su llanto contenido. 

—No fue tu culpa —le dije, apoyando mi mano sobre su cabeza. 

Ella se aferró a mí como si pudiera desvanecerme. 

—Me siento asquerosa, destruida… 

—No lo estás. Catalina, escúchame: lo que te pasó no te define. No eres eso. Eres mi hija. Eres luz. Eres una imparable fuerza de la naturaleza. 

Se mantuvo en silencio. Los sueños no duran mucho, pero allí, en ese espacio suspendido, el tiempo pareció obedecer al corazón. 

—¿Vas a irte? —preguntó. 

—Algún día. Pero no hoy. Ahora estoy aquí. Y cada vez que necesites recordar quién eres, volveré, aunque sea solo en sueños. 

La besé en la frente. Ella cerró los ojos. 

Cuando despertó, las sábanas estaban húmedas por las lágrimas. Pero respiraba distinto. No sonreía aún; sin embargo, algo en su pecho se había abierto. Y yo, desde el rincón de su habitación, invisible, pero presente, sentí algo parecido a la esperanza. 

Pasaron cuatro años. Catalina ya no era la misma. No había vuelto a hablar del tema. A nadie. Sin embargo, escribía, lo hacía cada noche, como si sus manos pudieran sacar el veneno que su garganta no dejaba salir. 

Yo, desde la esquina del cuarto, la observaba. Mi pequeña se reconstruía en silencio. Palabra por palabra. 

El día de la graduación, Catalina subió al escenario del auditorio escolar. Tenía diecisiete años. El agresor estaba entre el público, confiado, riendo con Claudia. 

Catalina se aclaró la voz. Sostenía una hoja. 

—Quiero leer algo —dijo. 

Nadie esperaba lo que vino después. Leyó su historia. No mencionó nombres. No al principio. Solo hechos. Dolor. El cuarto. El silencio. El miedo. El auditorio calló. Una profesora se llevó la mano a la boca. Un padre de familia dejó caer sus llaves. Y entonces, Catalina levantó la mirada y dijo el nombre. Claro. Firme. Como si al pronunciarlo rompiera una cadena. El micrófono devolvió un largo zumbido. 

Él se levantó, trató de defenderse. No pudo, Catalina había encendido algo en el aire. Las voces se alzaron. Claudia lloraba y se hundía en el asiento, golpeó a Ramiro y lo echó del lugar. Luego de ser denunciado, la policía abrió una investigación. Y lo más importante: Catalina ya no callaba. 

Al regresar a casa, se encerró en su habitación y se miró al espejo. Yo estaba allí, invisible, pero cuando ella murmuró: «Gracias, papá». Por primera vez desde que fallecí, una paz profunda y luminosa me envolvió… una paz tan pura, tan honda, que solo se compara con aquel instante sagrado en que sostuve a Catalina en mis brazos por primera vez. Ese cuerpecito temblando de vida y su aliento tibio acariciando mi cuello. Fue como si, por un momento eterno, el amor rompiera la barrera entre este mundo y el otro… y yo volviera a ser su padre, completo, presente, vivo. 

Catalina dormía tranquila. Su respiración era profunda, serena. Ya no tenía pesadillas. Había pasado mucho tiempo desde que necesitaba dejar una luz encendida. 

Lo supe en cuanto la vi. Esta vez el sueño era diferente. No estábamos en ningún lugar que conociera, pero el aroma de las lilas nos envolvía. Era un espacio sin forma, pero lleno de una luz suave, como si el amor mismo habitara ahí. 

Ella me miró y sonrió. 

—Hola, papá. 

Me acerqué y noté que mi figura ya no era difusa. Catalina podía verme con claridad. Lo sentía. 

—Has crecido tanto —dije, acariciando su mejilla—. Y ahora… ya no me necesitas. 

Catalina bajó la vista, sus comisuras se tensaron, una lágrima descendió por su mejilla, respiró hondo y negando con la cabeza, afirmó: 

—Siempre te voy a necesitar, cada día. 

—No como antes. Eso está bien. 

Nos sentamos juntos en el suelo de la nada. Como padre e hija, una última vez. 

—No fue justo que te fueras —dijo ella. 

—No, no lo fue. Pero el amor… el amor me mantuvo cerca. Tú me diste algo que ni la muerte pudo quitarme: propósito. 

Catalina cerró los ojos y se apoyó en mi hombro. 

—¿Esto es una despedida? 

Me demoré en contestar. 

—Sí. Pero no un adiós. Cuando me pienses, cuando me sueñes, estaré ahí. Aunque ya no me veas. Aunque ya no me escuches. 

Me levanté, Catalina, también. Nos abrazamos intensamente, como si quisiéramos memorizar la forma del otro. Entonces la luz se volvió más intensa. Sentí una calidez que no venía del sol ni del cuerpo: venía de lo eterno. El amor me empujaba hacia arriba. Catalina me soltó con lágrimas en los ojos, pero con una sonrisa. 

—Te amo, papá. 

—Te amo, hija. Siempre. 

Y ascendí.

martes, 4 de noviembre de 2025

El regreso de Gael

Edgar Ulises Olveda Álvarez


Los hornos de Torque Systems ardían como de costumbre. Bajo el incesante y ensordecedor estruendo de las máquinas, el aire estaba espeso, caliente, cargado de tufo agrio a sudor y el olor metálico del polvo que flotaba en el aire. La empresa era de las pocas que quedaban en el municipio, así que nadie se quejaba. Aguantábamos el calor, los turnos, los gritos. Trabajábamos ahí por necesidad, no por gusto. El ventilador de nuestra línea giraba flojo, como si también estuviera cansado. Cada quien peleaba por estar bajo su sombra aunque fuera un rato.

A mis dieciocho años había mandado la solicitud varias veces. Me urgía dejar la escuela y juntar para una casa. Era curioso, pero no ingenuo. Ya sabía que el futuro no se construía solo con sueños. Así que entré. Empecé en soldadura. Aprendí rápido, me gustó. Era mi primer trabajo formal, y aunque a veces me sentía fuera de lugar, aguantaba. La maquila no da tregua, pero uno aprende a adaptarse.

Uno de esos compañeros casi invisibles era Gael. Nadie hablaba mucho con él. Nos saludábamos de puño, sin más. Tenía la piel pegada a los huesos, el cabello quebrado, una sonrisa que llegaba tarde. Era de esos que, aun sabiendo que no tenían fuerza ni agilidad, colaboraban con puntualidad y sin quejarse. Nunca se metía en líos. Ayudaba sin que se lo pidieran, obedecía sin apuro. Una sombra útil. Parecía vivir conforme a una lógica que los demás no compartíamos. Como si ya hubiera visto el final de esta película y solo estuviera esperando a que pasara.

Ese día todo marchaba bien. Eran las nueve de la mañana y, por raro que suene, el ambiente estaba en calma. No hacía tanto calor, no olía feo, la gente andaba de buenas. Un día de esos que llegan una vez al mes. Vi a Gael pedir permiso para ir al baño. Como siempre me gusta estar al tanto, registré ese pequeño detalle.

Minutos después, las lámparas del techo parpadearon. Apenas un destello, como si alguien hubiera querido apagar la empresa pero se arrepintió. Pensé: «Ojalá se vaya la luz». Y el cielo me escuchó. Un segundo parpadeo, más fuerte. Las conversaciones se cortaron en seco. Nos quedamos quietos, con esa pausa que uno hace cuando algo no encaja. Entonces, todo se apagó. Las luces. Las máquinas. El ventilador. Todo. Lo último que escuché fue un golpe seco, como un trueno sin lluvia. Y después, un silencio más espeso que el calor.

Nos pidieron que saliéramos al pasillo mientras arreglaban los generadores. El líder pasó lista. Todos estábamos. Bueno, todos menos uno.

—Falta Gael —dije.

Nos miramos. Él no era de tardarse. Una compañera comentó que le había llamado, pero su celular iba directo a buzón. Pensamos que podía estar dormido en algún cubículo. Me ofrecí a buscarlo.

El baño estaba limpio, casi brillante, pero vacío. El eco de mis pasos, el olor a cloro, el goteo de un grifo mal cerrado… nada. No había nada raro, salvo, quizá, una gran mancha negra en el piso que antes no estaba y de la que, curiosamente, parecía emanar una brisa fría; pero yo buscaba a Gael y en ese momento no le di importancia.

Volví a la línea. Le dije al líder: «Gael ha desaparecido».

Desde ahí, todo cambió. La noticia se expandió como chispa en gasolina. Algunos lo tomaron a broma, otros empezaron a especular. Pero nadie tenía respuestas. El resto del día se sintió largo. En los días siguientes, el hueco que dejó Gael fue más notorio. Nadie lo reemplazó. Sus herramientas seguían en el mismo sitio. Su silla, empujada igual que siempre. En la hora del almuerzo, más de uno miraba en dirección a su línea, como esperando que regresara.

Un mes después, a la misma hora exacta del apagón, ocurrió.

Un grito. Una mujer apareció corriendo entre las líneas. Nadie la conocía. Nadie sabía cómo había entrado. Gritaba que la querían matar. El cabello suelto, las manos temblando, la voz rota. Corrió hacia mí. Se aferró a mi brazo.

—¡Van a cruzar! ¡No dejen que crucen! —gritó con una voz que cortaba el aire de lo filosa que estaba.

Y entonces, lo vimos.

Al fondo del pasillo, entre sombras, apareció Gael. O lo que alguna vez fue Gael. Vestía una armadura oscura, con marcas extrañas, como runas grabadas con fuego. Caminaba con paso firme, como si el suelo se rindiera ante él. Lo único que se escuchó fue una cubeta caer, que nadie levantó. No era simple miedo lo que se percibía. Era la parálisis que produce el horror ante lo desconocido.

La mujer temblaba. Gael la miró con una mezcla de lástima y certeza. La tomó del antebrazo, le susurró algo que nadie entendió… y la decapitó. El cuerpo cayó sin resistencia. La cabeza rodó hasta nuestros pies.

Un compañero gritó. Otro echó a correr. Yo no me moví. Era como si el tiempo se hubiera disuelto. Como si el aire se negara a vibrar.

La policía llegó minutos después, alertada por los gritos. Pero para entonces, Gael ya no estaba. Nadie supo cómo desapareció. No salió por la entrada ni por la salida de emergencia. Las cámaras no grabaron nada. Solo quedó el cuerpo de la mujer y el rastro de sangre. Las autoridades nos interrogaron a todos, pero no supimos qué decir. La empresa calló. Los jefes también. Era más fácil fingir que no pasó.

Horas más tarde, lo vi. Estaba sentado junto a la zona de carga, en silencio, con su celular en las manos. Me acerqué. Nadie más se atrevió.

—Setenta años allá —dijo sin mirarme—. Treinta días aquí.

Me mostró la pantalla. Vi una galería de fotos. Decenas. Cientos. Paisajes imposibles. Torres corroídas. Bestias deformes. Sombras con ojos. En una imagen, Gael posaba con un niño y una mujer frente a un altar de huesos. No sonreían. Ul’Nakar, lo llamó. «La ciudad que respira», dijo. Un lugar donde el tiempo no obedece, donde la muerte es parte del aire, donde todo está esperando.

—Tuvieron a mi familia. Me entrenaron y devolvieron.

—¿Devolvieron para qué?

—Para cerrar la puerta —respondió—. Y a matar lo que cruce.

No dijo más. Volvió a mirar el pasillo. Como si algo más pudiera venir. Como si eso no hubiera sido todo.

Desde entonces, Gael no se ha ido. Está ahí, en la misma línea. Trabajando, en silencio. Como antes. Pero ya no es el mismo. Camina distinto. Mira distinto. A las nueve, cada día, alza la vista hacia el pasillo. Todos miramos el reloj. En el piso del baño, al que ya casi nadie se atreve a entrar, sigue la mancha negra. Y la brisa que emana de ella es cada vez más helada.

lunes, 3 de noviembre de 2025

Camino de dioses

Rosario Sánchez Infantas


Llevaba tres horas viendo videos en el celular. De tanto en tanto sonreía; a veces se le escapaba una carcajada. Hacía rato que el adolescente tamborileaba los dedos y bostezaba con más frecuencia.  Arrojó el celular sobre la cama, reclinó la cabeza y se frotó el rostro con ambas manos.

En el pequeño pueblo andino, las vacaciones escolares coincidían con la época de lluvias. Ahora le parecían muy aburridas, especialmente en tardes como esta en las que no había fluido eléctrico. Una tormenta azotaba las casitas rústicas, que bordeaban la carretera. El cielo encapotado ocultaba la cercana cadena de montañas de nieves eternas.

La campana de la iglesia había marcado la una de la madrugada. Las niñas pequeñas dormían apaciblemente mientras Henry y a su madre esperaban angustiados la llegada del padre. Podría haber sufrido un accidente o haber escapado de los problemas bebiendo hasta esta hora. Aún llovía cuando llegó con la ropa empapada y el gesto adusto. Mientras se quitaba las botas, Henry le escuchó decir que, tras muchas discusiones, en la reunión la comunidad había decidido no vender las tierras a la minera. El padre dejó caer su peso en una silla, la frustración marcándole el rostro. «¿De qué vamos a vivir?», parecía preguntarse. Henry pensó en los terrenos de la comunidad, ese valle estrecho de paja brava, calcinado por el sol inclemente del día. Algunas noches la temperatura bajaba tanto que quemaba los cultivos y morían las crías de sus ovejas y camélidos. A veces era el granizo el que despedaza las plantitas y lo perdían todo.  Recordó cómo, antes del cierre del centro metalúrgico vecino, había algo de movimiento, un mercado para los productos. Ahora la oferta de la minera era una tentación amarga: dinero y trabajo a cambio de riachuelos contaminados.

Tenían que renunciar al futuro para poder sobrevivir el presente.

 

Henry siempre disfrutó sus clases escolares; sin embargo, las clases del profesor Armando Sifuentes eran tan apasionadas que Henry, al escucharlo, sentía que el pasado cobraba vida frente a sus ojos y le nacían deseos de aprenderlo todo. Soñaba ser un maestro como él. Pero el día de la clausura escolar sus padres le comunicaron que, terminada la secundaria debía trabajar: El dinero apenas alcanzaba para sobrevivir y ayudar un poco a Pedro, el hermano mayor que estudiaba ingeniería en la capital. Desde entonces, el mundo se redujo al tamaño de la pantalla del celular. Este se volvió su refugio, el lugar donde no pensaba en su sueño desvanecido de ir a la universidad.


En el último año Armando Sifuentes no volvió a enseñar en el colegio de Henry. Había logrado su nombramiento en otra localidad cercana. Sin su maestro el muchacho perdió la motivación por estudiar y se aisló de sus compañeros. Intentó ganarse unas monedas haciendo mandados en el pueblo para ahorrar y estudiar el próximo año, pero el pueblo estaba en crisis y lo poco que obtenía debía aportar a los ingresos familiares.

Una tarde lluviosa le avisan que su padre, cruzando una acequia, ha caído del caballo y se ha fracturado ambas piernas y tres costillas. La operación debe realizarse en otra ciudad y el seguro universal no cubre todos los gastos. Al igual que hace siglos, deben esperar que yerbas tradicionales y la inmovilización suelden sus huesos. Como entonces, la comunidad sostiene a Henry. Empieza a ayudar al chofer en los viajes del bus comunal: sube y baja el equipaje, limpia el carro, cobra los pasajes y lleva la contabilidad. Henry se siente muy agradecido por la oportunidad; pero el desconsuelo al ver diluidos sus sueños sigue creciendo. En esos días la familia se entera que Pedro ha abandonado la universidad y trabaja como obrero en una fábrica para sostener a su compañera y la hijita de ambos. 

Un colegio de un pueblo cercano contrató el autobús comunal para un viaje de estudios hasta las inmediaciones de Pariacaca, la montaña sagrada desde tiempos preincas en el Perú. La madrugada del viaje, Henry sintió una mezcla de vergüenza y emoción al ver que el organizador era el profesor Sifuentes.

—¡Eres admirable, Henry! —le susurró el joven maestro mientras le estrechaba en un abrazo cálido que le dio sentido al trabajo y a la pausa de sus estudios.

Durante el trayecto, por decisión de los padres de familia, Sifuentes y Lewis, un promotor turístico, se turnaban para describir el recorrido. 

—Muchachos —decía el profesor—, los incas trazaron un camino que unía la sierra con la costa. Algunos tramos siguen intactos; otros se han convertido en carreteras como esta. Por aquí pasaban los chasquis, llevando el correo en el incario. ¿Saben ustedes qué es el Pariacaca?

—¡Un nevado! —gritaron varios.

—Una deidad protectora —afirma Henry, con timidez.

—Ambas respuestas son correctas. Por esta ruta accedían los peregrinos de la montaña sagrada para rendirle culto. Siguiendo hacia la costa se llegaba hasta el santuario de Pachacámac. Los antiguos peruanos creían que estos dioses transitaban por aquí. Este era un camino de dioses —explica Armando.

Las exclamaciones de sorpresa se interrumpen cuando Lewis llama la atención sobre unas formaciones rocosas, semejantes a deidades prehispánicas y se las atribuye a los incas. Henry sabía que eran producto de la erosión, pero guardó silencio. Sifuentes, sin desmentirlo del todo, aclaraba con tacto.

En una parada Lewis condujo al grupo por una trocha afirmando que era parte del Qhapaq Ñan. Henry, que conocía algo del tema, pensó: «Por aquí no pudo pasar el camino real; era amplio, tenía depósitos y tambos para los viajeros».    

Conforme ascendían, veían cascadas y lagunas formadas por el deshielo. Se detuvieron al borde de una laguna que refleja el cielo azul y los montes aledaños. Diferentes aves nadaban en ella.

 —Chicos, observen los juncos —indicó el maestro—. Son refugio para especies migratorias. ¡Una pareja de pariguanas alzó el vuelo! Sí, las robustas blanco y negras, de patas rojas.

—¡Uy! Qué desastre sería si un día estas aguas se llenaran de relave minero —murmuró Henry.

Todos hicieron silencio. Pronto volvió la algarabía cuando divisaron unas vizcachas tomando el sol.

Continuaron el viaje entre montes y cañones, Sifuentes señalaba los restos arqueológicos narrando su historia. Lewis, entusiasta, atribuía leyendas a cada cascada o laguna. Una certeza se abrió paso en el interior de Henri: «¡De grande, quiero ser como el profe, no como este mentiroso!». Siente una opresión en el pecho cuando se da cuenta de que ese deseo nunca podrá ser una realidad.  La tristeza lo embarga cuando compara los muchos atractivos de este distrito con los nulos de su pueblo. Lewis interrumpe sus reflexiones: pretende convencer a sus oyentes de que la pequeña laguna en forma de corazón otorga éxito en las relaciones de pareja:

 —Les aseguro que esta costumbre viene desde los incas.

Henry frunce el ceño. «¡Qué bruto!... No, no es bruto, quiere atraer visitantes hacia su pueblo», piensa el adolescente.

Sifuentes, que lo conoce y lo ha estado observando, le dice:

—Todo se puede resignificar. Este paisaje lo puedes describir como árido y desolado, o puedes imaginar que esta tierra guarda la memoria de antiguos ríos. Hasta los líquenes que ves en la roca son testigos de miles de años, desafiando a la eternidad. Todo depende de cómo se mire.

Henry queda maravillado con el poder de la palabra. Tal vez —pensó—podía hacer algo parecido con su pueblo.  

 

Esa noche, los despierta el ruido descomunal. El río, crecido por las lluvias en las partes altas del valle, avanzaba con un rugido constante y violento. El agua golpeaba las jaulas artesanales de truchas, arrancaba estacas y redes. Amarrados con sogas por la cintura, algunos pobladores ingresan en las aguas gélidas, luchando contra la corriente con las manos entumecidas. Henry observa en silencio: siente el aire helado clavarse en su rostro, la garganta apretada, los dedos crispados. El esfuerzo de aquellos cuerpos contra la furia del río le provoca un nudo en el pecho, una mezcla de impotencia y respeto que lo obliga a apartar la mirada. Escucha a don Cirilo y sus vecinos gritar desde la otra orilla, que ya sabían que no iban a funcionar las piscigranjas, que era plata y trabajo perdido: «Vayan a su casa, sarta de estúpidos». Henry siente un gran desánimo. El pecho oprimido le dificulta respirar. No cesan las amenazas, no hay donde refugiarse, dónde descansar.

Ya en la cama piensa que la crianza de truchas parecía un buen negocio por lo que la comunidad se adeudó. «Es la época de lluvias, se van a incrementar, pueden arrasar con la inversión comunal. El banco embargará los bienes comunales... ¡quizás nuestro bus!... ¡perderemos otra fuente de ingresos! La gente ya se está yendo a buscar un futuro mejor. Quizás cierren el colegio por falta de alumnos. Nosotros a dónde iremos con mi padre enfermo». Tendríamos que prestarnos dinero, pero... ¡a ningún pobre le prestarán los bancos! Quizás a la comunidad... y si no pudiéramos pagar... ¡nos quitarían los terrenos o los animales de la comunidad! Maldice al río. De pronto recuerda haber escuchado a Sifuentes que la tierra árida podría conservar la memoria de antiguos ríos. Siente un golpe de calor y a su corazón latir intensamente. Vuelve a sentir la fuerza que sintió al oírlo. Piensa que la resignificación es algo muy poderoso. ¡Podríamos darle nuevos significados al pueblo, hacerlo atractivo... y ¡generar ingresos!

Yo tengo algunas ideas... necesitamos muchas ideas... Los padres en el trabajo, tengo que ir al colegio para que los chicos ayuden... ¡Yo no soy nada en el colegio!¡Se van a reír de mí! Siente un nudo en el pecho, sus ojos se nublan de llanto contenido... recuerda el abrazo vigoroso y prolongado de Sifuentes mientras le decía: ¡Eres admirable, Henry! Rompe a llorar, ahora aliviado, comprendido, validado, acompañado. Respira profundamente, se sabe vulnerable, pero siente que ahora no es el mismo. Los problemas siguen ahí... sin tanta ofuscación ni oscuridad. Una lucecita de esperanza los alumbra. Se le ha deshecho el nudo en el pecho. Le queda claro que solo no hará nada. Apenas salió el sol, llamó por teléfono al profesor Armando para pedirle ayuda con el director de su antiguo colegio a fin de contar con la participación de los chicos de los últimos años.

Este, muy sorprendido, le promete visitar el colegio en una semana. Hace muchas llamadas, esboza documentos y un lunes a primera hora convence a la autoridad de implementar proyectos comprometiéndose a asesorar a docentes y estudiantes. Guiados por Sifuentes y los docentes del colegio, se formaron veinte equipos de escolares que se lanzaron a redescubrir su comunidad. El entusiasmo fue tal, que pronto el alcalde, al principio reacio, no se daba abasto redactando cartas de intención para convenios con diferentes instituciones. Los roquedales más escarpados ahora podían ser espacios de escalado en roca y descenso en rapel, las instalaciones de piscicultura serían centros de prácticas de los futuros ingenieros acuícolas, el chaco de vicuñas podría incluirse en un plan de turismo vivencial, los ingenieros zootecnistas realizarían sus investigaciones en los criaderos de camélidos u ovinos. Los tramos reconocibles del Qhapaq Ñan y los abrigos rocosos deben ser valorados como ancestrales y sagrados, además de ser objeto de estudios de las escuelas de antropología.

Las ideas bullen y algunas se desbordan:

—Haremos el festival de la trucha.

—Un observatorio de aves.

—Un museo de fósiles.

—Circuitos para ver la Puya de Raimondi.

—Envasaremos agua sagrada de los manantiales incas.

—Alquilemos las ruinas del centro metalúrgico colonial para películas de terror.

 

El aire del atardecer vibraba con la música de la fiesta. Henry Carhuamaca Surichaqui, ahora estudiante de Ciencias Geográficas e Históricas, se sentó en un banco de la plaza a contemplar el paisaje. En los roquedales brillaban los arneses de los últimos escaladores. Desde el auditorio salían aplausos del Congreso de Cosmovisión Andina.  Vio, reflejado en el río, el incendio del crepúsculo, la colorida pista de canotaje y una esperanza compartida.

En el cielo el sol descendía, como hacía siglos, transitando el camino de dioses rumbo al mar.