jueves, 6 de noviembre de 2025

La puerta invisible

Elena Virginia Chumpitazi Castillo


July pedaleaba por la costanera con el aire húmedo azotando sus mejillas. El olor a hierba mojada se mezclaba con el rumor del mar, y esa combinación era su manera de empezar el día en calma antes de sumergirse en la rutina. El trayecto que hacía era un regalo: el único espacio donde podía pensar en silencio, mirar el horizonte y convencerse de que la vida podía ser tan amplia como el mar que la acompañaba en su recorrido.

Todos miraban su superficie azul, pero pocos imaginaban la vastedad que escondía debajo. Lo invisible —esa hondura secreta donde se movía lo desconocido— era lo que más la atraía, lo que la hacía pedalear más despacio, queriendo ver un poco más allá de lo que los ojos permitían.

Sus días transcurrían entre los lienzos y las esculturas de la galería. Disfrutaba las conversaciones con los artistas, a quienes interrogaba con una curiosidad genuina, buscando entender la intención detrás de cada trazo para poder transmitirla a los visitantes. Aunque se había licenciado en Arte, su propia obra —pequeños formatos que acumulaba en su departamento de Barranco— seguía oculta. Se consolaba pensando que solo era cuestión de tiempo, que su momento llegaría. Mientras tanto, aquel ambiente era un refugio que la hacía sentir en el lugar correcto.

Pero había algo más en su vida, algo que no compartía con facilidad. Desde hacía años asistía a un grupo de esoterismo en el que se realizaban canalizaciones espirituales, meditaciones y lecturas. Nunca había tenido visiones ni escuchado voces, nada que pudiera considerarse un don, pero sentía que algo allí la llamaba. Le bastaba sentarse en círculo, cerrar los ojos y escuchar. A veces, en medio del trance de otra persona, sentía un escalofrío que le recorría la espalda.

Recordaba con nitidez a su amiga del colegio, Mariana, quien aseguraba ver espíritus. Los demás niños la evitaban o se burlaban, pero July no. A ella le fascinaban esas historias, esa manera en que Mariana describía figuras en los pasillos del colegio o presencias en los recreos, así como la profundidad de los sentimientos que le provocaban estas visiones.

July y Mariana eran inseparables, unidas por la curiosidad hacia lo invisible.

—Mariana, ¿qué fue de la persona que te seguía cuando salías para el cole?

—Desapareció July, aun no entiendo si fue algo que dije o hice, pero ya no la veo más.

July envidiaba, con ternura, el don de clarividencia de su amiga, aunque comprendía que no todos están hechos para ver más allá. Le bastaba escucharla relatar sus visiones con esa mezcla de miedo y certeza para creer que, efectivamente, había otro mundo respirando junto al suyo.

Pero el destino les tenía preparada una tragedia. Días antes, Mariana había insistido en que alguien la observaba desde la ventana.

—No me da miedo —le dijo a July—, solo siento que me está esperando.

—¿Esperando para qué?

Mariana se encogió de hombros.

—No lo sé. Pero cuando me mire otra vez, voy a ir.

Cuando la atropellaron al cruzar la avenida, July recordó esas palabras con un nudo en la garganta. Tenía apenas diecisiete años. Prefirió creer que, en el fondo, Mariana había cumplido su promesa y había cruzado hacia ese lugar donde la esperaban.

Desde la muerte de Mariana, July no había dejado de buscar señales. Era como si necesitara una prueba de que su amiga no se había disuelto del todo, de que el mundo no terminaba donde empezaba el silencio.

Casi sin darse cuenta, la fascinación por lo invisible, la había ido alejando de su círculo de amigos, en la galería la llamaban «la ermitaña», su interacción con los demás se daba solo para realizar su trabajo con eficiencia, no tenía amigos, nadie sabía lo que hacía cuando salía del trabajo.

Una tarde, el dueño de la galería apareció con un cuadro que había comprado en un remate de antigüedades en el centro de Lima. Entre muebles gastados, espejos oxidados y baúles carcomidos, aquella pieza había brillado como un hallazgo imposible. Nadie conocía al autor ni su historia; el vendedor solo murmuró que provenía de una vieja casona en ruinas. El cuadro era enorme, casi dos metros de alto, enmarcado en madera oscura y pesada. Representaba una casa solitaria bajo un cielo verdoso, con una figura difusa en la ventana.

Desde el primer momento, la obra provocó incomodidad. Algunos visitantes decían que los colores parecían deslizarse en la superficie, como si la pintura nunca terminara de secar. Otros aseguraban que la figura de la ventana se movía, en forma sutil, cuando uno apartaba la vista.

July, sin embargo, no podía dejar de mirarla. Había algo en esa pintura que le resultaba cercano, un murmullo sordo que parecía salir de las capas de óleo y clavarse en su memoria. Esa noche soñó con la casa del cuadro y, en la ventana, con la silueta inconfundible de Mariana, su amiga de la infancia.

El sábado asistió a su grupo de esoterismo. La sesión transcurrió entre meditaciones y silencios, hasta que una de las mujeres entró en trance. Su voz cambió de tono y de ritmo:

«Hay una ventana en tu camino. Se abre a través de la mirada. Los colores guardan voces… escucha».

Las palabras atravesaron a July como un golpe. Nadie más en el grupo pareció darle importancia, pero ella sintió que estaban dirigidas solo a ella.

Desde ese día, July empezó a buscar excusas para acercarse al cuadro. Revisaba la iluminación, ajustaba el ángulo, limpiaba el marco con frecuencia. Y cada vez que le daba la espalda, sentía un cosquilleo en la nuca, la certeza de una mirada paciente clavada en ella. Esa sensación la seguía como una sombra húmeda. Su bicicleta avanzaba con un ritmo doble, un eco que parecía venir del mar y disolverse en el aire salado cada vez que ella giraba para mirar.

Las noches se hicieron inquietas. Soñaba con la casa del cuadro. En ocasiones entraba en ella, cruzando un umbral invisible, y caminaba por pasillos interminables donde escuchaba risas de su infancia. Otras veces despertaba sudando, convencida de que Mariana estaba sentada en una silla al borde de su cama.

La sensación no era de miedo, sino de expectación. Como si algo largamente esperado estuviera a punto de cumplirse.

El jueves siguiente tuvo que quedarse sola a cerrar la galería. Afuera, la ciudad se hundía en el bullicio habitual, pero dentro reinaba un silencio denso. Al pasar frente al cuadro sintió un escalofrío: la figura en la ventana ya no era difusa. Ahora distinguía claramente el contorno de una mujer joven.

—¿Eres tú? —susurró sin darse cuenta.

El aire se volvió pesado, como si respirara agua. Un frío ajeno a la noche limeña le trepó por la espalda y se instaló en sus huesos, haciéndola temblar. Y entonces escuchó una voz clara, idéntica a la de Mariana.

—Siempre estuve aquí. Tú me buscabas.

El corazón le golpeaba en el pecho. La figura del cuadro dio un paso hacia adelante, y por un instante pareció asomarse fuera del marco. La galería vibró, como si los muros fueran a desplomarse.

July levantó la mano, temblorosa, y rozó la superficie del lienzo. La pintura no estaba seca ni rugosa: era blanda, como si fuese una membrana húmeda. El murmullo se transformó en un llamado irresistible. Sintió que podía atravesarla, que del otro lado había un lugar que la esperaba desde hacía mucho.

—Ven —dijo la voz—. Volvamos a estar juntas.

A la mañana siguiente, los empleados de la galería encontraron el cuadro diferente, la figura de la ventana había desaparecido. En su lugar, una mujer de cabello oscuro sonreía afuera de la casa, con una bicicleta a su lado.

Nadie supo explicar cómo había cambiado la pintura. La grabación de seguridad no mostraba nada inusual, salvo que la cámara se oscureció durante cinco minutos. Cuando volvió la imagen, el cuadro ya no era el mismo.

Lo más desconcertante fue la ausencia de July. Sus cosas seguían en la oficina: la cartera, las llaves, el celular. La bicicleta nunca apareció.

Durante semanas corrieron rumores que intentaban explicar su ausencia: fuga, secuestro, locura. La galería, incapaz de vender una obra que espantaba a los compradores antes de cerrar el trato, la retiró de exhibición. Hoy el cuadro permanece en una bodega, cubierto por una tela... esperando.

Quienes trabajan en la galería cuentan que, a veces, al pasar cerca, sienten un murmullo que los llama por su nombre. Aseguran que, si uno se atreve a levantar la tela y mirar con atención, la mujer del cuadro sonríe… y en sus ojos se ve el reflejo de las olas de la costanera.

Entre luces y silencio

Alejandra Cantarero Concha


No recuerdo el golpe. Solo el crujido: seco, brutal. Luego, un silencio que no parecía de este mundo. Me llamo Patrick. Morí un viernes, bajo una lluvia que caía con la melancolía de un adiós. El parabrisas se nublaba con gotas que distorsionaban las luces en destellos trémulos. Lo último que vi fue la foto de mi hija, Catalina, sujeta con cinta desgastada al tablero. Su sonrisa —esa sonrisa— fue mi faro final antes de la penumbra. 

Después… nada. 

O eso creí. 

Desperté, si puede llamarse así, a existir sin cuerpo: sin latido, sin aliento, sin piel. Solo una conciencia suspendida, flotando sobre los restos del mundo que había sido mío. 

Abajo, el auto era una masa de metal retorcido, un cascarón vacío. Las sirenas parpadeaban como relámpagos artificiales, tiñendo el asfalto de colores irreales. La lluvia golpeaba más fuerte. Yo, atrapado en la escena, irreconocible, sin voz. Entonces, desde más allá del caos, llegó su voz: fina, trémula, más dolorosa que el impacto. 

«¿Dónde está mi papá?».

Mi niña. Esa pregunta me atravesó como un eco interminable. Quise correr hacia ella, abrazarla, gritar que estaba allí… pero ya no podía. Lo que quedaba de mi alma se quebró. 

Catalina tenía entonces casi seis años, los cumpliría la siguiente semana. Apenas escuché su voz, me vi junto a ella. La vi sola. Los adultos a su alrededor, tíos y abuelos, hablaban en susurros, tomaban decisiones urgentes, llenaban formularios, como si mi pequeña no estuviera ahí. Catalina no entendía. Sus ojos buscaban respuestas que nadie se atrevía a darle. Pretendí gritar su nombre, pero la ausencia de voz convertía mi aullido en un vacío atroz. Intenté rozarle el cabello, provocar una brisa, algo… pero era como moverme en el vacío. Mis intentos eran apenas un suspiro muerto. 

Esa noche la vi arrodillarse junto a su cama. Manitas juntas, ojos apretados como si así pudiera arrancar un milagro. Rezaba. Pedía por mí. Suplicaba que volviera. Y al final, con una ternura que me destrozó, me lanzó un beso al aire. No sé cómo lo hice, si fue desesperación o amor, pero logré que las luces parpadearan. Ella se incorporó con suavidad, miró a su alrededor, con esos ojos grandes, todavía cargados de esperanza. No me vio, pero un calor reconfortante la calmó. Con voz somnolienta, como si creyera que yo estaba ahí, susurró: «Buenas noches, papito». 

Yo respondí. Lo intenté. Quise decirle que también la amaba, que no me había ido del todo, que seguiría cuidándola. Pero no tenía voz. Solo un deseo ardiente de protegerla. Aquella noche no me aparté de su lado. Velé su sueño como pude, con la inútil esperanza de que me sintiera cerca. Y cada vez que se destapaba, yo luchaba contra el peso del mundo hasta conseguir que las cobijas se deslizaran de nuevo sobre su cuerpecito. Era lo único que podía hacer. Y lo hice con todo lo que quedaba de mí. 

Otra noche, Catalina no rezó. Se sentó en la alfombra, frente a la cómoda donde guardaba nuestras fotos. Las fue sacando una a una y, como si yo estuviera ahí de cuerpo presente, me contó su día: que había jugado a saltar la cuerda en el recreo, que la profesora la retó por hablar demasiado, que había probado arroz con leche y no le gustó. Hablaba en voz baja, con esa seriedad infantil que parece un secreto. 

Yo la miraba, con ojos que ya no tenía, tratando de responder. Sabía que, si controlaba mis emociones, podría influir en su mundo. Y lo logré: provoqué una brisa leve que movió su cabello y, al mismo tiempo, las luces del cuarto titilaron. Mi niña se quedó inmóvil, los ojos muy abiertos. Aspiró hondo, percibió la calidez del ambiente y en la penumbra sonrió apenas. 

«Eres tú, ¿verdad?». 

No tuve voz para confirmarlo, pero el aire se llenó de un aroma a lilas, el mismo que perfumaba la casa cuando ella era bebé. Catalina abrazó fuerte una de las fotos y susurró: 

«Buenas noches, papá». 

Yo me quedé junto a ella, con la certeza de que me había escuchado. 

Con el tiempo, volví a verla reír. La acompañé en cada cumpleaños, estuve a su lado cada vez que percibí su miedo. Me comunicaba con ella a través de luces parpadeantes, de melodías que solo ella era capaz de oír, y nuestro olor a lilas. Cada vez que lloraba, mi impotencia se intensificaba, la perdía de vista en una nebulosa, hasta que me calmaba. 

Cuando Catalina cumplió diez años, el nuevo esposo de Claudia llegó a su vida. La primera vez que Ramiro cruzó el umbral, la casa respiró distinto. Fue como si el aire recordara algo antiguo y hostil: el perfume de las lilas, que llenaba nuestros rincones, se desvaneció en un silencio abrupto, reemplazado por un frío que parecía brotar del suelo. 

Catalina lo miró desde lejos, con un dibujo apretado contra su pecho. Él sonreía demasiado, como quien intenta cubrir una grieta con pintura fresca. Sus ojos, en cambio, decían otra cosa. Claudia lo recibió con alivio, agradecida por la compañía. Yo lo observé desde mi rincón invisible y sentí un vacío. 

Mi pequeña comenzó a llorar cada vez más. En sus arranques de pena también había rabia, me culpaba por abandonarla, me preguntaba por qué la dejé sola. Solía consolarla con melodías, con un soplo le acercaba nuestras fotografías, impregnaba sus peluches favoritos con el aroma de las lilas, le movía el cabello con una brisa a modo de caricia hasta que el sueño la vencía. Su angustia era la mía, su dolor mi culpa. Deseé que lo superáramos juntos. 

Al cumplir doce años, su risa ya no era la misma. Había perdido esa música espontánea que llenaba la casa cuando jugaba con sus autos o se dormía abrazada a su peluche de gato, al que llamaba Cuchi y no soltaba ni siquiera en los días calurosos. Ahora su risa era más breve, más contenida. Las bromas la alcanzaban con retardo, como si su risa viajara tres pasos detrás de la sorpresa. La escuchaba y pensaba —con un nudo que no me dejaba existir del todo— que tal vez había aprendido a vivir sin mí. 

Yo la seguía a todas partes. Era una sombra sin forma, sin peso. Adherida a los rincones de su mundo. La acompañaba al colegio, me sentaba en silencio junto a su cama, estaba ahí cuando salía con sus amigas. Era un espectador perpetuo de su vida, condenado a verla continuar sin mí. No podía tocarla. No podía hablarle. No podía secarle una lágrima ni celebrar sus logros. Pero la amaba. Dios… cómo la amaba. Y aunque ya no podía formar parte de su vida como antes, cada parte de mí seguía aferrada a ella. Era mi ancla, mi consuelo y también mi castigo: verla crecer sin poder abrazarla. 

La presencia de Ramiro se volvió un peso constante. Mi niña empezó a notarlo en los detalles pequeños, siempre cuando Claudia no estaba. Una tarde, al salir del baño envuelta en una toalla, lo encontró en el pasillo y él no apartó la vista. Su mirada se detuvo en los hombros virginales, descendió con lentitud hacia sus piernas desnudas. A veces, al pasar junto a ella en el pasillo, sus manos rozaban su cintura con un descuido demasiado calculado. Ella se encogía, pero él actuaba como si nada. Yo me revolvía en las sombras. Una a una mis fotos se desvanecían, como si él me matara por segunda vez. Cuando ella preguntaba, él alzaba los hombros con inocencia fingida. 

Catalina empezó a hacerse más pequeña cuando él estaba cerca: reía menos, bajaba la vista, se encogía de hombros. Ramiro, en cambio, se mostraba cada vez más confiado, invadiendo espacios que antes eran de ella: se quedaba demasiado tiempo en la puerta de su habitación, le acomodaba la manta con un cuidado que parecía paternal, pero que a mí me quemaba como ácido. Claudia interpretaba esos gestos como protección, como un alivio después de años de soledad. Yo los veía de otra manera. Y aunque gritaba desde mi rincón de sombra, nadie escuchaba. Sentía, con un frío insoportable, que el silencio estaba a punto de romperse, pero no a favor de mi niña. 

Aquella noche… 

Nunca había sentido una oscuridad como esa. Catalina estaba en su cuarto, había apagado las luces, en la casa solo estaban ella y Ramiro. Mi pequeña confiaba, era buena, inocente. Cuando Ramiro abrió la puerta, Catalina apenas levantó la vista desde la cama. El cuarto, que solía oler a flores, se llenó de un aire agrio. Él se apoyó en el marco demasiado tiempo, mirándola. Avanzó despacio, cerrando la puerta sin ruido. Catalina se encogió, abrazando a Cuchi contra el pecho. 

La oscuridad, que antes era apenas un manto suave de sombra, se volvió más espesa, más viva… como si mirara. Las paredes parecieron cerrarse. El frío se coló por cada rincón, helando incluso lo intangible de mi presencia. Entonces lo vi: sus ojos, sus intenciones. Y yo… yo no podía detenerlo. Solo presenciar, atrapado entre el amor y la impotencia, mientras se acercaba a lo que más amaba en el mundo. 

Tiró hacia un lado la colcha y la vio tiritar. Con una sonrisa se acercó el índice a los labios haciendo una señal de silencio. Los ojos de Catalina se agrandaron, una lágrima se deslizó solitaria. Al intentar alejarse, él la sujetó con fuerza, al tiempo que ahogaba su alarido con la palma de su mano sudorosa. 

—¡Papá! —chilló ella, pateando. 

Su voz me partió en dos. Intenté gritar. Aullé con cada partícula de lo que alguna vez fui, aunque no tenía garganta, ni pulmones, ni voz. Pero el aire… ni siquiera tembló. No hubo eco. No hubo respuesta. Solo el silencio cruel que acompaña a los muertos. Y, sin embargo, lo vi. Todo. Me lancé contra él una y otra vez, con la furia de una tormenta que no puede descargar su rayo. Fui viento sin fuerza, un trueno sin sonido. Las luces titilaron, desesperadas. Una ráfaga logró empujar el espejo de la mesita de noche, al caer estalló en pedazos cual grito contenido. 

Él se detuvo un instante. Vaciló. Sus ojos buscaron algo que no podía ver. Algo dentro de él —quizá su instinto, quizá su culpa— tembló. Lo sentí. Por un segundo, me percibí más fuerte. Pensé que tal vez, tal vez… Pero no bastó. Mi furia, mi amor, mi desesperación, todo se estrellaba contra un muro invisible. Fui una presencia que el mundo ignoró. Y él… él volvió a moverse. Como si nada. Como si yo no existiera. 

Cuando terminó, Catalina estaba rota. Yo también. 

Esa noche no descansé, no lloré. Porque ya no era un padre. Era un vendaval atrapado en una habitación. Y prometí, por el amor que me unía a ella, que haría lo que fuera por no dejarla caer. 

Desde entonces, cada vez que ella se miraba al espejo con vergüenza, yo le susurraba amor. Cada vez que lloraba en silencio, hacía que el viento acariciara su mejilla como cuando era niña. Cada vez que pensaba en morir, yo le empujaba un recuerdo, una canción. No pude evitar el daño. Pero aún podía amar. Y el amor, aunque no lo cure todo, es a veces lo único que sostiene a alguien vivo. 

Los meses avanzaban, Catalina tardaba en dormir, se había vuelto rutina: acostarse tarde, revisar nuestras fotos una y otra vez, hundirse bajo las sábanas tratando de desaparecer. Las cicatrices no se veían, pero dolían más que nunca. Finalmente, el cansancio venció al miedo. Cerró los ojos. 

En el sueño, la nieve se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Catalina buscó a su alrededor temblando. Entonces lo percibió: un aroma a lilas, suave e imposible en aquel desierto helado. Lo siguió, como quien persigue un recuerdo, y allí estaba yo, esperándola. El cielo era del color que tienen los sueños antes del amanecer: ni noche ni día. Ella tenía doce años, pero la misma expresión de cuando era pequeña y se perdía en los pasillos de las tiendas: vulnerable, buscando seguridad. 

—Papá —susurró. 

No me preguntó por qué estaba ahí. No preguntó cómo. Solo corrió hacia mí. La abracé, no fue solo contacto, sino una calidez que surgía desde lo más profundo, como volver a nacer. Por primera vez desde la muerte, la sentí. No como un recuerdo. Su cuerpo temblando contra el mío. Su llanto contenido. 

—No fue tu culpa —le dije, apoyando mi mano sobre su cabeza. 

Ella se aferró a mí como si pudiera desvanecerme. 

—Me siento asquerosa, destruida… 

—No lo estás. Catalina, escúchame: lo que te pasó no te define. No eres eso. Eres mi hija. Eres luz. Eres una imparable fuerza de la naturaleza. 

Se mantuvo en silencio. Los sueños no duran mucho, pero allí, en ese espacio suspendido, el tiempo pareció obedecer al corazón. 

—¿Vas a irte? —preguntó. 

—Algún día. Pero no hoy. Ahora estoy aquí. Y cada vez que necesites recordar quién eres, volveré, aunque sea solo en sueños. 

La besé en la frente. Ella cerró los ojos. 

Cuando despertó, las sábanas estaban húmedas por las lágrimas. Pero respiraba distinto. No sonreía aún; sin embargo, algo en su pecho se había abierto. Y yo, desde el rincón de su habitación, invisible, pero presente, sentí algo parecido a la esperanza. 

Pasaron cuatro años. Catalina ya no era la misma. No había vuelto a hablar del tema. A nadie. Sin embargo, escribía, lo hacía cada noche, como si sus manos pudieran sacar el veneno que su garganta no dejaba salir. 

Yo, desde la esquina del cuarto, la observaba. Mi pequeña se reconstruía en silencio. Palabra por palabra. 

El día de la graduación, Catalina subió al escenario del auditorio escolar. Tenía diecisiete años. El agresor estaba entre el público, confiado, riendo con Claudia. 

Catalina se aclaró la voz. Sostenía una hoja. 

—Quiero leer algo —dijo. 

Nadie esperaba lo que vino después. Leyó su historia. No mencionó nombres. No al principio. Solo hechos. Dolor. El cuarto. El silencio. El miedo. El auditorio calló. Una profesora se llevó la mano a la boca. Un padre de familia dejó caer sus llaves. Y entonces, Catalina levantó la mirada y dijo el nombre. Claro. Firme. Como si al pronunciarlo rompiera una cadena. El micrófono devolvió un largo zumbido. 

Él se levantó, trató de defenderse. No pudo, Catalina había encendido algo en el aire. Las voces se alzaron. Claudia lloraba y se hundía en el asiento, golpeó a Ramiro y lo echó del lugar. Luego de ser denunciado, la policía abrió una investigación. Y lo más importante: Catalina ya no callaba. 

Al regresar a casa, se encerró en su habitación y se miró al espejo. Yo estaba allí, invisible, pero cuando ella murmuró: «Gracias, papá». Por primera vez desde que fallecí, una paz profunda y luminosa me envolvió… una paz tan pura, tan honda, que solo se compara con aquel instante sagrado en que sostuve a Catalina en mis brazos por primera vez. Ese cuerpecito temblando de vida y su aliento tibio acariciando mi cuello. Fue como si, por un momento eterno, el amor rompiera la barrera entre este mundo y el otro… y yo volviera a ser su padre, completo, presente, vivo. 

Catalina dormía tranquila. Su respiración era profunda, serena. Ya no tenía pesadillas. Había pasado mucho tiempo desde que necesitaba dejar una luz encendida. 

Lo supe en cuanto la vi. Esta vez el sueño era diferente. No estábamos en ningún lugar que conociera, pero el aroma de las lilas nos envolvía. Era un espacio sin forma, pero lleno de una luz suave, como si el amor mismo habitara ahí. 

Ella me miró y sonrió. 

—Hola, papá. 

Me acerqué y noté que mi figura ya no era difusa. Catalina podía verme con claridad. Lo sentía. 

—Has crecido tanto —dije, acariciando su mejilla—. Y ahora… ya no me necesitas. 

Catalina bajó la vista, sus comisuras se tensaron, una lágrima descendió por su mejilla, respiró hondo y negando con la cabeza, afirmó: 

—Siempre te voy a necesitar, cada día. 

—No como antes. Eso está bien. 

Nos sentamos juntos en el suelo de la nada. Como padre e hija, una última vez. 

—No fue justo que te fueras —dijo ella. 

—No, no lo fue. Pero el amor… el amor me mantuvo cerca. Tú me diste algo que ni la muerte pudo quitarme: propósito. 

Catalina cerró los ojos y se apoyó en mi hombro. 

—¿Esto es una despedida? 

Me demoré en contestar. 

—Sí. Pero no un adiós. Cuando me pienses, cuando me sueñes, estaré ahí. Aunque ya no me veas. Aunque ya no me escuches. 

Me levanté, Catalina, también. Nos abrazamos intensamente, como si quisiéramos memorizar la forma del otro. Entonces la luz se volvió más intensa. Sentí una calidez que no venía del sol ni del cuerpo: venía de lo eterno. El amor me empujaba hacia arriba. Catalina me soltó con lágrimas en los ojos, pero con una sonrisa. 

—Te amo, papá. 

—Te amo, hija. Siempre. 

Y ascendí.

martes, 4 de noviembre de 2025

El regreso de Gael

Edgar Ulises Olveda Álvarez


Los hornos de Torque Systems ardían como de costumbre. Bajo el incesante y ensordecedor estruendo de las máquinas, el aire estaba espeso, caliente, cargado de tufo agrio a sudor y el olor metálico del polvo que flotaba en el aire. La empresa era de las pocas que quedaban en el municipio, así que nadie se quejaba. Aguantábamos el calor, los turnos, los gritos. Trabajábamos ahí por necesidad, no por gusto. El ventilador de nuestra línea giraba flojo, como si también estuviera cansado. Cada quien peleaba por estar bajo su sombra aunque fuera un rato.

A mis dieciocho años había mandado la solicitud varias veces. Me urgía dejar la escuela y juntar para una casa. Era curioso, pero no ingenuo. Ya sabía que el futuro no se construía solo con sueños. Así que entré. Empecé en soldadura. Aprendí rápido, me gustó. Era mi primer trabajo formal, y aunque a veces me sentía fuera de lugar, aguantaba. La maquila no da tregua, pero uno aprende a adaptarse.

Uno de esos compañeros casi invisibles era Gael. Nadie hablaba mucho con él. Nos saludábamos de puño, sin más. Tenía la piel pegada a los huesos, el cabello quebrado, una sonrisa que llegaba tarde. Era de esos que, aun sabiendo que no tenían fuerza ni agilidad, colaboraban con puntualidad y sin quejarse. Nunca se metía en líos. Ayudaba sin que se lo pidieran, obedecía sin apuro. Una sombra útil. Parecía vivir conforme a una lógica que los demás no compartíamos. Como si ya hubiera visto el final de esta película y solo estuviera esperando a que pasara.

Ese día todo marchaba bien. Eran las nueve de la mañana y, por raro que suene, el ambiente estaba en calma. No hacía tanto calor, no olía feo, la gente andaba de buenas. Un día de esos que llegan una vez al mes. Vi a Gael pedir permiso para ir al baño. Como siempre me gusta estar al tanto, registré ese pequeño detalle.

Minutos después, las lámparas del techo parpadearon. Apenas un destello, como si alguien hubiera querido apagar la empresa pero se arrepintió. Pensé: «Ojalá se vaya la luz». Y el cielo me escuchó. Un segundo parpadeo, más fuerte. Las conversaciones se cortaron en seco. Nos quedamos quietos, con esa pausa que uno hace cuando algo no encaja. Entonces, todo se apagó. Las luces. Las máquinas. El ventilador. Todo. Lo último que escuché fue un golpe seco, como un trueno sin lluvia. Y después, un silencio más espeso que el calor.

Nos pidieron que saliéramos al pasillo mientras arreglaban los generadores. El líder pasó lista. Todos estábamos. Bueno, todos menos uno.

—Falta Gael —dije.

Nos miramos. Él no era de tardarse. Una compañera comentó que le había llamado, pero su celular iba directo a buzón. Pensamos que podía estar dormido en algún cubículo. Me ofrecí a buscarlo.

El baño estaba limpio, casi brillante, pero vacío. El eco de mis pasos, el olor a cloro, el goteo de un grifo mal cerrado… nada. No había nada raro, salvo, quizá, una gran mancha negra en el piso que antes no estaba y de la que, curiosamente, parecía emanar una brisa fría; pero yo buscaba a Gael y en ese momento no le di importancia.

Volví a la línea. Le dije al líder: «Gael ha desaparecido».

Desde ahí, todo cambió. La noticia se expandió como chispa en gasolina. Algunos lo tomaron a broma, otros empezaron a especular. Pero nadie tenía respuestas. El resto del día se sintió largo. En los días siguientes, el hueco que dejó Gael fue más notorio. Nadie lo reemplazó. Sus herramientas seguían en el mismo sitio. Su silla, empujada igual que siempre. En la hora del almuerzo, más de uno miraba en dirección a su línea, como esperando que regresara.

Un mes después, a la misma hora exacta del apagón, ocurrió.

Un grito. Una mujer apareció corriendo entre las líneas. Nadie la conocía. Nadie sabía cómo había entrado. Gritaba que la querían matar. El cabello suelto, las manos temblando, la voz rota. Corrió hacia mí. Se aferró a mi brazo.

—¡Van a cruzar! ¡No dejen que crucen! —gritó con una voz que cortaba el aire de lo filosa que estaba.

Y entonces, lo vimos.

Al fondo del pasillo, entre sombras, apareció Gael. O lo que alguna vez fue Gael. Vestía una armadura oscura, con marcas extrañas, como runas grabadas con fuego. Caminaba con paso firme, como si el suelo se rindiera ante él. Lo único que se escuchó fue una cubeta caer, que nadie levantó. No era simple miedo lo que se percibía. Era la parálisis que produce el horror ante lo desconocido.

La mujer temblaba. Gael la miró con una mezcla de lástima y certeza. La tomó del antebrazo, le susurró algo que nadie entendió… y la decapitó. El cuerpo cayó sin resistencia. La cabeza rodó hasta nuestros pies.

Un compañero gritó. Otro echó a correr. Yo no me moví. Era como si el tiempo se hubiera disuelto. Como si el aire se negara a vibrar.

La policía llegó minutos después, alertada por los gritos. Pero para entonces, Gael ya no estaba. Nadie supo cómo desapareció. No salió por la entrada ni por la salida de emergencia. Las cámaras no grabaron nada. Solo quedó el cuerpo de la mujer y el rastro de sangre. Las autoridades nos interrogaron a todos, pero no supimos qué decir. La empresa calló. Los jefes también. Era más fácil fingir que no pasó.

Horas más tarde, lo vi. Estaba sentado junto a la zona de carga, en silencio, con su celular en las manos. Me acerqué. Nadie más se atrevió.

—Setenta años allá —dijo sin mirarme—. Treinta días aquí.

Me mostró la pantalla. Vi una galería de fotos. Decenas. Cientos. Paisajes imposibles. Torres corroídas. Bestias deformes. Sombras con ojos. En una imagen, Gael posaba con un niño y una mujer frente a un altar de huesos. No sonreían. Ul’Nakar, lo llamó. «La ciudad que respira», dijo. Un lugar donde el tiempo no obedece, donde la muerte es parte del aire, donde todo está esperando.

—Tuvieron a mi familia. Me entrenaron y devolvieron.

—¿Devolvieron para qué?

—Para cerrar la puerta —respondió—. Y a matar lo que cruce.

No dijo más. Volvió a mirar el pasillo. Como si algo más pudiera venir. Como si eso no hubiera sido todo.

Desde entonces, Gael no se ha ido. Está ahí, en la misma línea. Trabajando, en silencio. Como antes. Pero ya no es el mismo. Camina distinto. Mira distinto. A las nueve, cada día, alza la vista hacia el pasillo. Todos miramos el reloj. En el piso del baño, al que ya casi nadie se atreve a entrar, sigue la mancha negra. Y la brisa que emana de ella es cada vez más helada.

lunes, 3 de noviembre de 2025

Camino de dioses

Rosario Sánchez Infantas


Llevaba tres horas viendo videos en el celular. De tanto en tanto sonreía; a veces se le escapaba una carcajada. Hacía rato que el adolescente tamborileaba los dedos y bostezaba con más frecuencia.  Arrojó el celular sobre la cama, reclinó la cabeza y se frotó el rostro con ambas manos.

En el pequeño pueblo andino, las vacaciones escolares coincidían con la época de lluvias. Ahora le parecían muy aburridas, especialmente en tardes como esta en las que no había fluido eléctrico. Una tormenta azotaba las casitas rústicas, que bordeaban la carretera. El cielo encapotado ocultaba la cercana cadena de montañas de nieves eternas.

La campana de la iglesia había marcado la una de la madrugada. Las niñas pequeñas dormían apaciblemente mientras Henry y a su madre esperaban angustiados la llegada del padre. Podría haber sufrido un accidente o haber escapado de los problemas bebiendo hasta esta hora. Aún llovía cuando llegó con la ropa empapada y el gesto adusto. Mientras se quitaba las botas, Henry le escuchó decir que, tras muchas discusiones, en la reunión la comunidad había decidido no vender las tierras a la minera. El padre dejó caer su peso en una silla, la frustración marcándole el rostro. «¿De qué vamos a vivir?», parecía preguntarse. Henry pensó en los terrenos de la comunidad, ese valle estrecho de paja brava, calcinado por el sol inclemente del día. Algunas noches la temperatura bajaba tanto que quemaba los cultivos y morían las crías de sus ovejas y camélidos. A veces era el granizo el que despedaza las plantitas y lo perdían todo.  Recordó cómo, antes del cierre del centro metalúrgico vecino, había algo de movimiento, un mercado para los productos. Ahora la oferta de la minera era una tentación amarga: dinero y trabajo a cambio de riachuelos contaminados.

Tenían que renunciar al futuro para poder sobrevivir el presente.

 

Henry siempre disfrutó sus clases escolares; sin embargo, las clases del profesor Armando Sifuentes eran tan apasionadas que Henry, al escucharlo, sentía que el pasado cobraba vida frente a sus ojos y le nacían deseos de aprenderlo todo. Soñaba ser un maestro como él. Pero el día de la clausura escolar sus padres le comunicaron que, terminada la secundaria debía trabajar: El dinero apenas alcanzaba para sobrevivir y ayudar un poco a Pedro, el hermano mayor que estudiaba ingeniería en la capital. Desde entonces, el mundo se redujo al tamaño de la pantalla del celular. Este se volvió su refugio, el lugar donde no pensaba en su sueño desvanecido de ir a la universidad.


En el último año Armando Sifuentes no volvió a enseñar en el colegio de Henry. Había logrado su nombramiento en otra localidad cercana. Sin su maestro el muchacho perdió la motivación por estudiar y se aisló de sus compañeros. Intentó ganarse unas monedas haciendo mandados en el pueblo para ahorrar y estudiar el próximo año, pero el pueblo estaba en crisis y lo poco que obtenía debía aportar a los ingresos familiares.

Una tarde lluviosa le avisan que su padre, cruzando una acequia, ha caído del caballo y se ha fracturado ambas piernas y tres costillas. La operación debe realizarse en otra ciudad y el seguro universal no cubre todos los gastos. Al igual que hace siglos, deben esperar que yerbas tradicionales y la inmovilización suelden sus huesos. Como entonces, la comunidad sostiene a Henry. Empieza a ayudar al chofer en los viajes del bus comunal: sube y baja el equipaje, limpia el carro, cobra los pasajes y lleva la contabilidad. Henry se siente muy agradecido por la oportunidad; pero el desconsuelo al ver diluidos sus sueños sigue creciendo. En esos días la familia se entera que Pedro ha abandonado la universidad y trabaja como obrero en una fábrica para sostener a su compañera y la hijita de ambos. 

Un colegio de un pueblo cercano contrató el autobús comunal para un viaje de estudios hasta las inmediaciones de Pariacaca, la montaña sagrada desde tiempos preincas en el Perú. La madrugada del viaje, Henry sintió una mezcla de vergüenza y emoción al ver que el organizador era el profesor Sifuentes.

—¡Eres admirable, Henry! —le susurró el joven maestro mientras le estrechaba en un abrazo cálido que le dio sentido al trabajo y a la pausa de sus estudios.

Durante el trayecto, por decisión de los padres de familia, Sifuentes y Lewis, un promotor turístico, se turnaban para describir el recorrido. 

—Muchachos —decía el profesor—, los incas trazaron un camino que unía la sierra con la costa. Algunos tramos siguen intactos; otros se han convertido en carreteras como esta. Por aquí pasaban los chasquis, llevando el correo en el incario. ¿Saben ustedes qué es el Pariacaca?

—¡Un nevado! —gritaron varios.

—Una deidad protectora —afirma Henry, con timidez.

—Ambas respuestas son correctas. Por esta ruta accedían los peregrinos de la montaña sagrada para rendirle culto. Siguiendo hacia la costa se llegaba hasta el santuario de Pachacámac. Los antiguos peruanos creían que estos dioses transitaban por aquí. Este era un camino de dioses —explica Armando.

Las exclamaciones de sorpresa se interrumpen cuando Lewis llama la atención sobre unas formaciones rocosas, semejantes a deidades prehispánicas y se las atribuye a los incas. Henry sabía que eran producto de la erosión, pero guardó silencio. Sifuentes, sin desmentirlo del todo, aclaraba con tacto.

En una parada Lewis condujo al grupo por una trocha afirmando que era parte del Qhapaq Ñan. Henry, que conocía algo del tema, pensó: «Por aquí no pudo pasar el camino real; era amplio, tenía depósitos y tambos para los viajeros».    

Conforme ascendían, veían cascadas y lagunas formadas por el deshielo. Se detuvieron al borde de una laguna que refleja el cielo azul y los montes aledaños. Diferentes aves nadaban en ella.

 —Chicos, observen los juncos —indicó el maestro—. Son refugio para especies migratorias. ¡Una pareja de pariguanas alzó el vuelo! Sí, las robustas blanco y negras, de patas rojas.

—¡Uy! Qué desastre sería si un día estas aguas se llenaran de relave minero —murmuró Henry.

Todos hicieron silencio. Pronto volvió la algarabía cuando divisaron unas vizcachas tomando el sol.

Continuaron el viaje entre montes y cañones, Sifuentes señalaba los restos arqueológicos narrando su historia. Lewis, entusiasta, atribuía leyendas a cada cascada o laguna. Una certeza se abrió paso en el interior de Henri: «¡De grande, quiero ser como el profe, no como este mentiroso!». Siente una opresión en el pecho cuando se da cuenta de que ese deseo nunca podrá ser una realidad.  La tristeza lo embarga cuando compara los muchos atractivos de este distrito con los nulos de su pueblo. Lewis interrumpe sus reflexiones: pretende convencer a sus oyentes de que la pequeña laguna en forma de corazón otorga éxito en las relaciones de pareja:

 —Les aseguro que esta costumbre viene desde los incas.

Henry frunce el ceño. «¡Qué bruto!... No, no es bruto, quiere atraer visitantes hacia su pueblo», piensa el adolescente.

Sifuentes, que lo conoce y lo ha estado observando, le dice:

—Todo se puede resignificar. Este paisaje lo puedes describir como árido y desolado, o puedes imaginar que esta tierra guarda la memoria de antiguos ríos. Hasta los líquenes que ves en la roca son testigos de miles de años, desafiando a la eternidad. Todo depende de cómo se mire.

Henry queda maravillado con el poder de la palabra. Tal vez —pensó—podía hacer algo parecido con su pueblo.  

 

Esa noche, los despierta el ruido descomunal. El río, crecido por las lluvias en las partes altas del valle, avanzaba con un rugido constante y violento. El agua golpeaba las jaulas artesanales de truchas, arrancaba estacas y redes. Amarrados con sogas por la cintura, algunos pobladores ingresan en las aguas gélidas, luchando contra la corriente con las manos entumecidas. Henry observa en silencio: siente el aire helado clavarse en su rostro, la garganta apretada, los dedos crispados. El esfuerzo de aquellos cuerpos contra la furia del río le provoca un nudo en el pecho, una mezcla de impotencia y respeto que lo obliga a apartar la mirada. Escucha a don Cirilo y sus vecinos gritar desde la otra orilla, que ya sabían que no iban a funcionar las piscigranjas, que era plata y trabajo perdido: «Vayan a su casa, sarta de estúpidos». Henry siente un gran desánimo. El pecho oprimido le dificulta respirar. No cesan las amenazas, no hay donde refugiarse, dónde descansar.

Ya en la cama piensa que la crianza de truchas parecía un buen negocio por lo que la comunidad se adeudó. «Es la época de lluvias, se van a incrementar, pueden arrasar con la inversión comunal. El banco embargará los bienes comunales... ¡quizás nuestro bus!... ¡perderemos otra fuente de ingresos! La gente ya se está yendo a buscar un futuro mejor. Quizás cierren el colegio por falta de alumnos. Nosotros a dónde iremos con mi padre enfermo». Tendríamos que prestarnos dinero, pero... ¡a ningún pobre le prestarán los bancos! Quizás a la comunidad... y si no pudiéramos pagar... ¡nos quitarían los terrenos o los animales de la comunidad! Maldice al río. De pronto recuerda haber escuchado a Sifuentes que la tierra árida podría conservar la memoria de antiguos ríos. Siente un golpe de calor y a su corazón latir intensamente. Vuelve a sentir la fuerza que sintió al oírlo. Piensa que la resignificación es algo muy poderoso. ¡Podríamos darle nuevos significados al pueblo, hacerlo atractivo... y ¡generar ingresos!

Yo tengo algunas ideas... necesitamos muchas ideas... Los padres en el trabajo, tengo que ir al colegio para que los chicos ayuden... ¡Yo no soy nada en el colegio!¡Se van a reír de mí! Siente un nudo en el pecho, sus ojos se nublan de llanto contenido... recuerda el abrazo vigoroso y prolongado de Sifuentes mientras le decía: ¡Eres admirable, Henry! Rompe a llorar, ahora aliviado, comprendido, validado, acompañado. Respira profundamente, se sabe vulnerable, pero siente que ahora no es el mismo. Los problemas siguen ahí... sin tanta ofuscación ni oscuridad. Una lucecita de esperanza los alumbra. Se le ha deshecho el nudo en el pecho. Le queda claro que solo no hará nada. Apenas salió el sol, llamó por teléfono al profesor Armando para pedirle ayuda con el director de su antiguo colegio a fin de contar con la participación de los chicos de los últimos años.

Este, muy sorprendido, le promete visitar el colegio en una semana. Hace muchas llamadas, esboza documentos y un lunes a primera hora convence a la autoridad de implementar proyectos comprometiéndose a asesorar a docentes y estudiantes. Guiados por Sifuentes y los docentes del colegio, se formaron veinte equipos de escolares que se lanzaron a redescubrir su comunidad. El entusiasmo fue tal, que pronto el alcalde, al principio reacio, no se daba abasto redactando cartas de intención para convenios con diferentes instituciones. Los roquedales más escarpados ahora podían ser espacios de escalado en roca y descenso en rapel, las instalaciones de piscicultura serían centros de prácticas de los futuros ingenieros acuícolas, el chaco de vicuñas podría incluirse en un plan de turismo vivencial, los ingenieros zootecnistas realizarían sus investigaciones en los criaderos de camélidos u ovinos. Los tramos reconocibles del Qhapaq Ñan y los abrigos rocosos deben ser valorados como ancestrales y sagrados, además de ser objeto de estudios de las escuelas de antropología.

Las ideas bullen y algunas se desbordan:

—Haremos el festival de la trucha.

—Un observatorio de aves.

—Un museo de fósiles.

—Circuitos para ver la Puya de Raimondi.

—Envasaremos agua sagrada de los manantiales incas.

—Alquilemos las ruinas del centro metalúrgico colonial para películas de terror.

 

El aire del atardecer vibraba con la música de la fiesta. Henry Carhuamaca Surichaqui, ahora estudiante de Ciencias Geográficas e Históricas, se sentó en un banco de la plaza a contemplar el paisaje. En los roquedales brillaban los arneses de los últimos escaladores. Desde el auditorio salían aplausos del Congreso de Cosmovisión Andina.  Vio, reflejado en el río, el incendio del crepúsculo, la colorida pista de canotaje y una esperanza compartida.

En el cielo el sol descendía, como hacía siglos, transitando el camino de dioses rumbo al mar. 

martes, 21 de octubre de 2025

Tormenta en puerto Bruma

María Paz Navea Tolmos


Amancio Fitzpatrick nunca pensó en volver a Puerto Bruma…

Había intentado ser escritor en la ciudad, pero su rutina de cafés oscuros, editoriales que nunca respondían y muchas páginas que casi nadie leía, lo habían llevado a la quiebra.

Al morir su tío —el último farero de la familia—, heredó el faro y las libretas donde los Fitzpatrick habían registrado cada tormenta durante los últimos cincuenta años. Sabía que, con una casa en la ciudad, mantener ambas propiedades sería demasiado costoso. Pero ni su corazón ni sus recuerdos le permitían vender el faro, así que, cuando el invierno empezó a cerrarse sobre Puerto Bruma, decidió instalarse allí.

A veces, cuando el viento golpeaba las ventanas, recordaba la primera vez que había cruzado aquella puerta: el chirrido metálico que le sonó como una bienvenida torcida, los muebles cubiertos por sábanas amarillentas hinchadas por la humedad, y las libretas esperándolo contra la pared norte.

Llevaba ya algún tiempo en el pueblo, estaba casi acostumbrado al frío y al silencio del faro, convenciéndose de que, si no podía vivir de la escritura, al menos podría escribir sin que nadie lo interrumpiera.

Una noche sin mucho que hacer, encendió una lámpara de aceite, arrastró una silla y alcanzó una de las libretas de su tío. No buscaba nada en particular, solo distraerse del frío; sin embargo, notó que su contenido no estaba del todo dedicado al clima: entre registros exactos de tormentas, surgían de pronto confesiones escritas como si fueran parte de la bitácora misma:

«Su piel aún guardaba el aroma del mar. Quisiera naufragar en ella cada noche».

«Si vuelve mañana, encenderé la luz solo para que ella pueda ver que la amo».

Amancio frunció el ceño; un presentimiento, como una ola contra los acantilados, le sacudió la sien.

«Después de todo, quizá mi tío no haya pasado sus últimos días solo», pensó.

Esa noche la tormenta llegó temprano: el cielo se ennegreció antes de lo previsto y el aire se volvió espeso, casi irrespirable. A Amancio le resultaba imposible conciliar el sueño; daba vueltas en la cama mientras las olas azotaban los acantilados y la lluvia golpeaba con furia el techo del faro.

Casi de madrugada, un golpe seco lo arrancó de la cama. Al principio creyó que era el viento, pero pronto escuchó el repiqueteo insistente contra la puerta metálica del faro.

—¿Quién anda ahí? —gritó, forzando la firmeza de su voz.

El golpeteo se detuvo un segundo y entonces llegó la respuesta, quebrada por el llanto y el viento:

—¡Abre la puerta! Hace muchísimo frío.

Amancio tragó saliva. La voz le golpeaba la memoria con un eco imposible de identificar del todo. Se aferró a la lámpara de aceite y, con la otra mano, liberó el cerrojo. La puerta cedió apenas un resquicio, lo suficiente para que el viento se deslizara por la abertura.

Entonces la vio. Una joven empapada lo miraba con una súplica muda. Tenía las pestañas pegadas por el agua, el pecho agitándose con dificultad, y un hilo de sangre seca en la comisura de los labios. Había en ella una belleza extraña, la clase de belleza que duele mirar demasiado tiempo.

—Por favor… —murmuró ella, con un hilo de voz—. Déjame entrar.

Amancio retrocedió sin pensar y la dejó pasar. Apenas cruzó el umbral, la muchacha se desplomó sobre el frío suelo. Él se agachó enseguida, la envolvió con una manta y la ayudó a llegar hasta el sillón junto al fuego. El resplandor de la lámpara iluminó su rostro: los pómulos afilados, la piel traslúcida, el temblor incesante en sus manos. Su fragilidad parecía absoluta, y al mismo tiempo irresistible.

—Gracias… —dijo, apenas recuperando el aliento—. Procura no tardar tanto la próxima vez.

Amancio la miró en silencio, con un nudo en la garganta tratando de recordar si la conocía. Ella acercó las manos al fuego y, tras unos segundos, giró hacia él con una sonrisa suave.

—Enciende el faro, cariño. Recuerda que durante la tormenta no podemos quedarnos a oscuras —dijo, frotándose los brazos como quien intenta recuperar el calor.

El estómago se le encogió: había leído aquella frase en una de las libretas de su tío.

—¿Quién eres? —logró preguntar, pero sonaba más a súplica que a duda.

Ella no respondió de inmediato. Se levantó despacio, todavía con la manta sobre los hombros, y caminó hacia la escalera que conducía a la linterna. El crujido de sus pasos en la madera parecía marcar un camino que ya conocía de memoria. Amancio la siguió con la lámpara temblándole en la mano. Arriba, el aire olía a hierro y a aceite rancio. El depósito esperaba, la mecha intacta, los engranajes quietos como un reloj detenido. La mujer se volvió hacia él mientras la tormenta azotaba los cristales.

—Enciende el faro —susurró—. Yo no tengo la fuerza suficiente para hacerlo.

Amancio respiró hondo. Cargó aceite en el depósito, dio cuerda al mecanismo y encendió la mecha. La llama prendió, y el haz del faro rasgó la noche como un cuchillo.
La mujer sonrió, y en esa sonrisa había tanto alivio como tristeza.

—Así está mejor —dijo ella, y cerró los ojos contra el vidrio empañado, mostrándose serena pese al rugido de la tormenta.

—No me has dicho quién eres…, ¿piensas responderme?

Ella sonrió con dulzura, pero sus labios temblaban.

—Solo una mujer esperando que regrese su esposo. Él siempre vuelve, con cada tormenta. 

Amancio le pidió que se sentara en el sillón. No podía apartar la vista de sus ojos: tenían una intensidad tan profunda que parecían capaces de hipnotizar a cualquiera que se cruzara con ellos.

—¿Nos conocemos? 

—De nada sirve contártelo aún, si lo hago no me creerás.

—¿De dónde vienes? —insistió Amancio.

Ella desvió la mirada hacia la ventana, donde las gotas de lluvia corrían como hilos de plata. Parecía dudar, como si cada palabra fuera un secreto que debía elegir cuidadosamente.

—No puedo explicarlo ahora… —susurró—. Él prometió que nos veríamos aquí de nuevo, aunque siempre se le olvida.

Amancio frunció el ceño.
—¿De quién hablas?

Ella lo miró con un gesto en el que se mezclaban ternura y desesperanza.
—De mi esposo. Siempre me promete que volverá. Desde entonces camino cada tormenta hasta el faro.

Un escalofrío recorrió la espalda de Amancio. La frase sonaba demasiado amplia, demasiado ambigua. Como si no fuera la primera vez que repetía ese ritual. 

—Amancio… —dijo por primera vez su nombre, con un tono que le heló la sangre—. En la próxima tormenta deja la puerta abierta.

Se desprendió de la manta y cruzó el umbral sin mirar atrás. La lluvia la envolvió de inmediato, empapándole el cabello y pegándole la ropa al cuerpo. La vio avanzar entre la niebla, encorvada por el viento, hasta que su figura se perdió en la distancia. Amancio permaneció inmóvil, sobrecogido por aquella belleza imposible y consumido por el deseo de volver a verla, de arrancarle al menos una respuesta.

A la mañana siguiente, la tormenta se había desvanecido. El cielo amaneció despejado, sereno, aunque el faro aún destilaba humedad y en sus muros persistía el murmullo sordo de la lluvia. Amancio no pudo soportar la quietud entre aquellas paredes: la necesidad de respuestas lo empujaba hacia afuera. Aprovechó la calma del día para descender al pueblo.

Puerto Bruma era pequeño; casi todos se conocían, y casi todos lo conocían a él. Había pasado su infancia allí, corriendo por las mismas calles estrechas y saludando a los mismos vecinos.

En la panadería, mientras compraba un par de hogazas, se atrevió a preguntar:

—Anoche, con la tormenta… ¿vieron a alguien rondar por aquí?

El panadero lo miró con desconcierto.

—¿Alguien? No, muchacho. En noches así, nadie sale de casa. ¿Por qué lo preguntas?

No insistió. Pagó y salió con una sensación amarga. Más tarde, en la taberna, se topó con un hombre de barba cana, amigo de su tío. Este, al reconocerlo, le dio un apretón de manos firme.

—No, imposible. Tu tío no se volvió a enamorar desde Carlota. Siempre le fue fiel, incluso en soledad.

Amancio estaba más confundido que nunca. Recordaba las páginas leídas en la libreta de José Antonio, los márgenes escritos con una devoción ardiente hacia otra mujer. Aquellas palabras no podían pertenecer a alguien resignado a la soledad. Quizá ahí, en esas contradicciones, estaba la clave. No lograba sacarse de la cabeza a la dama que recorría el faro con la familiaridad de quien siempre lo había habitado. Tenían que ser más que amigos, pensó.

—Espero verlo pronto. Siempre es un placer —dijo Amancio al despedirse.

Corrió a casa y se lanzó sobre las libretas con una ansiedad enfermiza. Pasó una tras otra, buscando alguna pista que revelara si aquella mujer había sido realmente la amante de su tío. Pero las páginas no coincidían con nada que hubiese visto: eran registros de tormentas, datos precisos, anotaciones rutinarias. Nada más.

Y justo cuando estuvo a punto de rendirse, abrió un cuaderno al azar. El corazón se le detuvo al encontrar que en la última página había un mensaje escrito con la fecha de ese mismo día. Narraba, con una exactitud escalofriante, todo lo vivido en la madrugada: el golpe en la puerta, la mujer empapada, su súplica por entrar. No hablaba del resto de la jornada, solo de la tormenta, como si el tiempo que importara realmente empezara y terminara en esas horas de furia.

Amancio sintió un sudor helado recorrerle la espalda. No reconocía del todo la letra, y aun así había algo insoportablemente familiar en el trazo. Las dudas lo devoraban. Estaba desesperado; lo único que lo sostenía era la certeza de que, cuando ella regresara, le preguntaría todo. «Pobre tío José Antonio», pensó, con un nudo en la garganta. «Quisiera, al menos, saber que no se fue de este mundo en soledad».

Dos noches después, durante la siguiente tormenta, la mujer abrió la puerta sin dificultad. Amancio no había puesto el seguro: la esperaba, aunque no se atrevía a admitirlo. Se había quedado dormido en el sofá, con la lámpara encendida. Ella entró en silencio y, empapada, se acurrucó a su lado bajo la misma manta. El frío de su piel lo despertó de golpe.
—¿Qué haces? —preguntó, sobresaltado.

Ella temblaba como si el viento la atravesara entera.

—Tengo mucho frío… —susurró.

Amancio iba a apartarse, pero algo en él lo detuvo. La rodeó con los brazos, acercándola a su pecho. Su cuerpo helado lo estremeció más que el propio invierno.
—No pasa nada —dijo, mientras la cubría con otra manta.

Se levantó un momento, encendió el fuego y calentó agua. Volvió con un té humeante, ella lo observaba fijamente, como si lo hubiera estado esperando desde siempre.

—No he dejado de pensar en ti —dijo él, con la voz rota. Luego bajó la mirada, arrepentido de sonar tan débil.

Ella tomó la taza con ambas manos y sonrió con una dulzura que lo desarmó.
—¿Te acordaste? Esta vez tardaste menos.

Amancio sintió que un nudo le cerraba la garganta.
—No tengo idea de quién eres, ni qué haces aquí… ¿Sabes que José Antonio ya no está? ¿Por qué sigues buscándolo?

La mujer no respondió de inmediato. En lugar de eso, dejó la taza sobre la mesa, se inclinó hacia él y lo miró tan profundamente que el tiempo pareció detenerse.
—No estoy aquí por él.

Cada pausa entre ellos se le hacía insoportable. Y aunque afuera el mar rugía, Amancio solo podía escuchar el latido acelerado en su pecho.

Esa noche no pudo dormir. Ella permaneció en silencio, sentada frente al fuego, con la manta resbalando por sus hombros. Había algo en su quietud que lo tenía fascinado.

Cuando el amanecer empezó a clarear, la dama se levantó sin decir palabra. Caminó hacia la puerta y, antes de salir, le rozó la mejilla con la yema de los dedos. Su piel estaba tibia, por fin tibia, como si hubiera absorbido el calor de la casa o del propio Amancio.
—No olvides encender el faro en la próxima tormenta —murmuró y se fue.

Él quedó paralizado, con la mejilla aún ardiente por el roce. Era imposible que aquello haya sido un sueño.

Los días siguientes los pasó explorando las libretas, intentando descubrir algo más sobre la misteriosa dama. Ya no le importaban las deudas ni la ciudad que había dejado atrás: solo esperaba que el cielo volviera a oscurecerse.

Cuando la tormenta regresó, no esperó dormido. Esta vez encendió la lámpara del faro y subió hasta la linterna, convencido de que la luz sería su señal. Desde allí, vio una figura avanzando entre la lluvia. Su corazón se detuvo: era ella, caminando contra el viento.

Al llegar, no pidió auxilio. Subió las escaleras del faro con paso firme y, al verlo, sonrió como si lo conociera de toda la vida.

—Gracias por encender la luz —dijo suavemente.

La voz de Amancio se atoró en su garganta. Era exactamente lo que había leído en una de las libretas de su tío, y sin embargo no se atrevió a recordárselo.

Ella avanzó despacio, sin apartar la mirada de él, y apoyó una mano en su pecho.

—Temía que me dejaras en la oscuridad —susurró.

El contacto lo paralizó. Su piel era fría, pero al mismo tiempo lo quemaba.
—No lo haría —respondió sin pensar, y se sorprendió al escucharse tan seguro.

La mujer inclinó la cabeza, como si lo estudiara.

—Últimamente tardas más en reconocerme… —murmuró.

Esa frase lo sacudió. Una ráfaga de imágenes lo atravesó: el mismo faro, la misma lámpara, la misma tormenta. Todo idéntico, repetido hasta el cansancio. Sintió, con una claridad aterradora, que ya había vivido esa escena. Sabía lo que ella iba a decir antes de que abriera la boca, conocía la forma en que apoyaría la mano en su pecho, el modo exacto en que lo miraría. Atónito, comprendió que no era la primera vez que estaba con esa mujer, sino una de muchas, demasiadas para contarlas. Y; sin embargo, presentía que ella repetía esos gestos para guiarlo, que podía elegir otras palabras, pero siempre volvía a las mismas para obligarlo a recordar.

Se llevó la mano a la sien, mareado.

—Yo… yo ya estuve aquí —balbuceó.

Entonces tropezó con una de las libretas caídas. La abrió sin querer y el corazón le dio un vuelco: reconoció por fin que los escritos estaban hechos con su propia letra, describiendo exactamente ese instante. No solo lo anticipaban, lo narraban como si hubiera ocurrido incontables veces.

Ella sonrió con una dulzura que le heló la sangre.

Amancio retrocedió un paso, pero ella lo siguió con calma, como si no tuviera prisa.

—No entiendo… ¿Quién eres?

La joven lo miró como si fuera lo más obvio del mundo.

—Yo regreso con la tormenta para encontrarte. Y tú, Amancio… tú eres el que siempre me abre la puerta.

Amancio acarició el borde de la libreta con los dedos, el corazón golpeándole como si quisiera escapar de su pecho. El trazo era suyo, no había duda, y relataba exactamente lo que estaba viviendo en ese instante. Una ola de vértigo lo partió en dos. Entonces, sintió como un rayo que lo iluminaba por dentro y lo recordó: no era la primera vez que encendía la lámpara con ella a su lado. La había visto antes, en esa misma escalera, con el rostro empapado de lluvia y las manos temblando. La había sostenido, la había amado y la había perdido.

Se llevó las manos al rostro, jadeando.

—Dios mío… —murmuró—. ¿Cuántas veces hemos hecho esto?

Ella no dijo nada. Lo miraba con esa calma que solo tienen los que no se han rendido a pesar de haber esperado demasiado. Alzó la mano y le rozó la mejilla.

—Al fin lo recuerdas —susurró—. No sabes cuánto he temido que nunca volvieras a hacerlo.

Amancio dejó escapar una risa quebrada, entre incrédula y desesperada. Le tomó la mano antes de que pudiera apartarla y la besó con una devoción febril, como si quisiera grabar su piel en la memoria.

—¿Y por qué… por qué lo olvido cada vez? —preguntó, con los labios aún rozando sus dedos.

Ella respiró hondo, como quien se prepara para decir una verdad que duele.

—Porque aquella noche no solo encendimos la luz, Amancio. Alteramos el tiempo.

—¿Alteramos… el tiempo?

—La tormenta actuó como un catalizador. El rayo cayó justo cuando la lámpara del faro alcanzó su máxima frecuencia lumínica. Esa combinación de energía eléctrica y radiación generó una distorsión en el campo electromagnético del lugar. Fue como abrir una grieta entre dos segundos.

—¿Una grieta?

—Sí. El tiempo se fracturó. Parte de esa energía nos atravesó: tú recibiste la descarga directa, y tu cerebro se reinicia con cada repetición. Por eso olvidas. En cambio, yo absorbí la resonancia del campo; quedé anclada al recuerdo. Cada tormenta nos devuelve al mismo punto, pero tú vuelves nuevo, y yo sigo cargando la memoria completa del ciclo.

—Entonces… ¿vivimos el mismo instante?

—Una y otra vez. La tormenta lo reescribe, y nosotros somos su ecuación incompleta.

Amancio la miró sin poder hablar. Ella sonrió, pero sus ojos temblaban.

—Queríamos atrapar el tiempo, y lo hicimos. Solo que el tiempo también nos atrapó a nosotros.

—¿Por qué lo hicimos? —susurró.

Ella lo miró como si esa pregunta hubiera tardado siglos en llegar.

—Porque tú no soportabas la idea de haberlo dejado morir solo —dijo en voz baja.

Amancio sintió un golpe seco en el pecho.

—Mi tío…

—Sí. Pasó años esperándote en este mismo faro, ¿recuerdas? Nunca le respondiste las cartas. Creíste que aún tenías tiempo, pero el invierno llegó antes que tú.

Amancio apretó sus manos. Lo recordaba ahora.

—Yo solo quería disculparme —murmuró.

Ella bajó la mirada.

—Y yo… yo también necesitaba despedirme —confesó—. Mi hija murió lejos de mí. Nunca pude despedirme, no llegué a tiempo.

Lo miró con un temblor en los labios.

—Te convencí de hacerlo, Amancio. Cuando hablaste de este faro y de tu tío, supe que ambos necesitábamos un momento más. No para salvarlos, sino para decir adiós sin interrupciones.

Amancio sintió sus lágrimas desplazarse por sus mejillas.

—Dediqué mi vida a estudiar el tiempo y aun así nunca supe que esto podría pasar. En concepto, entendía perfectamente cómo la luz alteraba la materia, cómo el tiempo se curva en los campos electromagnéticos. Sabía que, si lográbamos sincronizar la energía del faro con la tormenta, abriríamos un pliegue diminuto, una grieta entre segundos, y podríamos asomarnos a ese instante perdido.

—¿Y funcionó?

Ella sonrió con tristeza.

—Sí. Por un momento, lo logramos. Pero el rayo cayó antes de que pudiéramos regresar. La tormenta no nos dejó volver. Nos encerró dentro de ese mismo segundo, repitiéndolo una y otra vez.

—Y por eso olvido…

—Porque cada ciclo vuelve a empezar. La tormenta te limpia, te devuelve al punto donde aún puedes intentarlo. Yo, en cambio, no olvido nada. Te he perdido incontables veces.

Sus ojos se llenaron de lágrimas que no caían, suspendidas como el propio tiempo que los condenaba.

—Quizá este sea mi castigo —susurró, quebrada—. Haber querido más tiempo del que me correspondía.

En ese instante, Amancio lo entendió todo. La tormenta no era un accidente: era la trampa en la que habían quedado atrapados, el precio por desafiar al tiempo. Recordó cada bucle encerrado en esa misma noche, cada vez que ella volvía a él y cada vez que él la olvidaba. Y, pese a la condena, comprendió que lo único real en medio de todo eso era lo que sentía por ella.

Habían intentado romper el ciclo evitando encender el faro, pero era inútil. La tormenta siempre los devolvía al inicio, como si se burlara de su resistencia. En ese instante, Amancio comprendió que no había nada que repensar, ningún cálculo que rehacer: lo único que valía la pena hacer era amar a esa mujer incalculables veces.

Entonces la tomó del rostro y la besó con una desesperación feroz, como si quisiera tragarse cada tormenta, cada espera, cada vida entera. Sus labios sabían a todo lo que había olvidado y a todo lo que siempre había amado. La apretó contra su pecho, hundió los dedos en su cabello empapado y la amó como si no hubiera un después.

Ella respondió con la misma urgencia, con una entrega que parecía infinita. Afuera, los relámpagos desgarraban el cielo, pero dentro del faro solo existían ellos dos, encendidos como la verdadera luz que cortaba la noche.

No supo cuándo se quedó dormido entre sus brazos. Solo despertó al amanecer y ella ya no estaba. La manta aún guardaba su calor y en la mesa, abierta como esperándolo, en la última página de su libreta, reconoció la letra de su amada:

«Enciende el faro, cariño. No tardes tanto».

Amancio cerró los ojos y sonrió, exhausto y dichoso al mismo tiempo. Comprendió que esa vez sería distinta: había tomado la decisión de vivir en el bucle, pues si de parar el tiempo se tratase, encendería el faro y lo congelaría solo para verla de nuevo.