María Paz Navea Tolmos
La
ciudad despertó tan triste como Luis.
Una
llovizna pálida caía sin apuro, la niebla helada se deslizaba entre los techos
y el silencio parecía más espeso que de costumbre. El primer aniversario sin
ella se le clavaba en el pecho y le robaba el aire, como si el invierno se le
hubiera quedado adentro.
Era
un hombre de costumbres. Despertaba muy temprano, incluso los domingos. Le
hablaba a su perro Tom mientras le servía el agua y la comida, regaba las
plantas del jardín y salía a caminar, con paso corto pero constante.
«Muy
buenos días», saludaba a todo el que pasara a su lado. Era reconocido en el
vecindario; lo distinguían por la silueta de su espalda, siempre inclinada
hacia adelante, y por el golpeteo suave de su bastón, como si avanzara
siguiendo una melodía que solo él escuchaba.
Los
niños lo llamaban don Luis del abrigo gris. Era muy querido, no tanto por lo
que decía —porque hablaba muy poco—, sino por la calma con que miraba a la
gente, por ese modo antiguo de escuchar sin interrumpir. Tenía una sonrisa tan
perfecta, tan lista para ofrecer, que muchos creían que la practicaba frente al
espejo.
Ese
día, como siempre, terminó su caminata en la panadería de la esquina. El local
seguía casi igual desde hacía treinta años: los mismos azulejos gastados, la
misma campana en la puerta, los mismos estantes de madera repletos de pan
dorado.
Dicen que el olor tiene memoria y, tal vez por eso, apenas entró, sintió un leve tirón en el pecho. Pues, aunque le dolía admitirlo, aquel día pesaba distinto.
No era un sábado cualquiera.
—Unos
bollos con crema y dos panes dulces, por favor —dijo al chico del mostrador.
—¿Algo
más, señor? —preguntó el joven, mientras anotaba el pedido.
Luis
dudó un instante. Sabía que a su esposa no le gustaba su adicción al café, pero
como siempre —y aunque intentó contenerse—, terminó respondiendo sin darse
cuenta:
—Un
café, por favor.
Después
de pagar el pedido, se sentó a esperar la orden en una de las mesas del fondo.
Desde allí no solo veía pasar la vida, también la escuchaba: el murmullo
apresurado de las parejas jóvenes, las risas agudas de los niños que entraban
empapados de llovizna y el chisporroteo constante de la máquina de café. Y por
un segundo sintió que todo aquel ruido subrayaba el silencio que llevaba un año
cargando.
No
necesitaba mirar el calendario para saberlo. Su cuerpo recordaba esa fecha por
sí solo: el nudo en la garganta, el vacío en la casa, el impulso inevitable de
querer saber si, donde sea que estuviera ahora, ella también lo tenía presente.
—Veintiuno
—llamaron desde el mostrador.
Luis
tomó su ticket para revisarlo, más por costumbre que por curiosidad, y
se quedó quieto. El número estaba impreso con tinta roja: veintiuno. El mismo
número que marcaba la fecha.
Luis
se levantó despacio, ajustándose el abrigo. Caminó hasta la caja con el ticket
en la mano. El aire del local olía a azúcar y café recién molido.
Cuando
levantó la vista, su pecho se apretó con la misma fuerza con la que un recuerdo
se aferra. La mujer que lo atendía no era la de siempre: Era ella.
O
al menos, alguien exactamente igual a ella, treinta años más joven. El mismo
cabello oscuro recogido con un prendedor azul, el mismo lunar al costado del
cuello, la misma manera de inclinar la cabeza cuando sonreía.
Por
un instante, Luis pensó que la vista le jugaba una mala pasada. Parpadeó, como
si el gesto pudiera corregir lo que veía. Pero al abrir los ojos, la imagen no
se había desvanecido.
Luis
no dijo una palabra. Sus labios se movieron apenas, con miedo de que el momento
se esfumara si rompía el silencio.
—Su
pedido —dijo ella, con la misma voz con la que la recordaba.
«Feliz
aniversario, mi amor. ¿Qué dijimos del café?». El pecho se le llenó de una
mezcla de dolor agudo, melancolía y gratitud, que le humedecieron los ojos. Cuando
levantó la mirada, la mujer ya se había dado vuelta para atender a otro
cliente. Luis quiso responderle, pero la voz no le salió.
Volvió
a su mesa, con las manos temblando. Dentro de la bolsa, junto al empaque de los
bollos, había puesto una margarita blanca, su flor favorita. Exactamente igual
a las que ella solía poner en su taza cada veintiuno de octubre.
Tocó
los bollos y notó que aún estaban tibios. Recordó entonces cuando, entre risas,
los preparaban juntos en casa. No tenía ninguna duda: era ella.
Tomó
el ticket otra vez. El papel temblaba entre sus dedos, pero la tinta
seguía nítida.
«Feliz
aniversario, mi amor. ¿Qué dijimos del café?».
Al
llegar a la esquina, se detuvo y miró hacia atrás. La panadería seguía allí,
iluminada, con gente entrando y saliendo. Por un instante, creyó verla detrás
del vidrio, inclinando la cabeza, con la misma sonrisa de siempre.
Luis
le sonrió también. Siguió su camino despacio, dejando que el aire le despeinara
el cabello. Dentro del abrigo, la margarita seguía intacta.
Y aunque no lo dijo en voz alta, recordó que aquella promesa que le hizo su esposa —la de sorprenderlo cada aniversario— se había cumplido.