martes, 16 de diciembre de 2025

Ticket número veintiuno

María Paz Navea Tolmos


La ciudad despertó tan triste como Luis.

Una llovizna pálida caía sin apuro, la niebla helada se deslizaba entre los techos y el silencio parecía más espeso que de costumbre. El primer aniversario sin ella se le clavaba en el pecho y le robaba el aire, como si el invierno se le hubiera quedado adentro.

Era un hombre de costumbres. Despertaba muy temprano, incluso los domingos. Le hablaba a su perro Tom mientras le servía el agua y la comida, regaba las plantas del jardín y salía a caminar, con paso corto pero constante.

«Muy buenos días», saludaba a todo el que pasara a su lado. Era reconocido en el vecindario; lo distinguían por la silueta de su espalda, siempre inclinada hacia adelante, y por el golpeteo suave de su bastón, como si avanzara siguiendo una melodía que solo él escuchaba.

Los niños lo llamaban don Luis del abrigo gris. Era muy querido, no tanto por lo que decía —porque hablaba muy poco—, sino por la calma con que miraba a la gente, por ese modo antiguo de escuchar sin interrumpir. Tenía una sonrisa tan perfecta, tan lista para ofrecer, que muchos creían que la practicaba frente al espejo.

Ese día, como siempre, terminó su caminata en la panadería de la esquina. El local seguía casi igual desde hacía treinta años: los mismos azulejos gastados, la misma campana en la puerta, los mismos estantes de madera repletos de pan dorado.

Dicen que el olor tiene memoria y, tal vez por eso, apenas entró, sintió un leve tirón en el pecho. Pues, aunque le dolía admitirlo, aquel día pesaba distinto. 

No era un sábado cualquiera.

A diferencia de los sábados anteriores, ese día estaba dispuesto a romper la rutina comprando aquello que su esposa solía pedirle sin cesar.

—Unos bollos con crema y dos panes dulces, por favor —dijo al chico del mostrador.

—¿Algo más, señor? —preguntó el joven, mientras anotaba el pedido.

Luis dudó un instante. Sabía que a su esposa no le gustaba su adicción al café, pero como siempre —y aunque intentó contenerse—, terminó respondiendo sin darse cuenta:

—Un café, por favor.

Después de pagar el pedido, se sentó a esperar la orden en una de las mesas del fondo. Desde allí no solo veía pasar la vida, también la escuchaba: el murmullo apresurado de las parejas jóvenes, las risas agudas de los niños que entraban empapados de llovizna y el chisporroteo constante de la máquina de café. Y por un segundo sintió que todo aquel ruido subrayaba el silencio que llevaba un año cargando.

No necesitaba mirar el calendario para saberlo. Su cuerpo recordaba esa fecha por sí solo: el nudo en la garganta, el vacío en la casa, el impulso inevitable de querer saber si, donde sea que estuviera ahora, ella también lo tenía presente.

—Veintiuno —llamaron desde el mostrador.

Luis tomó su ticket para revisarlo, más por costumbre que por curiosidad, y se quedó quieto. El número estaba impreso con tinta roja: veintiuno. El mismo número que marcaba la fecha.

Luis se levantó despacio, ajustándose el abrigo. Caminó hasta la caja con el ticket en la mano. El aire del local olía a azúcar y café recién molido.

Cuando levantó la vista, su pecho se apretó con la misma fuerza con la que un recuerdo se aferra. La mujer que lo atendía no era la de siempre: Era ella.

O al menos, alguien exactamente igual a ella, treinta años más joven. El mismo cabello oscuro recogido con un prendedor azul, el mismo lunar al costado del cuello, la misma manera de inclinar la cabeza cuando sonreía.

Por un instante, Luis pensó que la vista le jugaba una mala pasada. Parpadeó, como si el gesto pudiera corregir lo que veía. Pero al abrir los ojos, la imagen no se había desvanecido.

Luis no dijo una palabra. Sus labios se movieron apenas, con miedo de que el momento se esfumara si rompía el silencio.

—Su pedido —dijo ella, con la misma voz con la que la recordaba.

Le entregó la bolsa y, encima, colocó la boleta doblada en dos. Él la tomó con cuidado.
El papel tenía, escrito a mano, algo más que los precios. Una sola línea, pequeña, como si hubiera sido garabateada a último momento:

«Feliz aniversario, mi amor. ¿Qué dijimos del café?». El pecho se le llenó de una mezcla de dolor agudo, melancolía y gratitud, que le humedecieron los ojos. Cuando levantó la mirada, la mujer ya se había dado vuelta para atender a otro cliente. Luis quiso responderle, pero la voz no le salió.

Volvió a su mesa, con las manos temblando. Dentro de la bolsa, junto al empaque de los bollos, había puesto una margarita blanca, su flor favorita. Exactamente igual a las que ella solía poner en su taza cada veintiuno de octubre.

Tocó los bollos y notó que aún estaban tibios. Recordó entonces cuando, entre risas, los preparaban juntos en casa. No tenía ninguna duda: era ella. 

Tomó el ticket otra vez. El papel temblaba entre sus dedos, pero la tinta seguía nítida.

«Feliz aniversario, mi amor. ¿Qué dijimos del café?».

Guardó la margarita en el bolsillo de su abrigo y salió a la calle. 

La llovizna había cesado y el aire olía distinto, más limpio, más tibio.

A cada paso, su bastón golpeaba el suelo con un ritmo diferente, como si marcara un compás que solo él y ella conocían. 

Al llegar a la esquina, se detuvo y miró hacia atrás. La panadería seguía allí, iluminada, con gente entrando y saliendo. Por un instante, creyó verla detrás del vidrio, inclinando la cabeza, con la misma sonrisa de siempre.

Luis le sonrió también. Siguió su camino despacio, dejando que el aire le despeinara el cabello. Dentro del abrigo, la margarita seguía intacta.

Y aunque no lo dijo en voz alta, recordó que aquella promesa que le hizo su esposa —la de sorprenderlo cada aniversario— se había cumplido.