jueves, 25 de diciembre de 2025

Lo que no debía nacer

Alejandra Cantarero Concha


El baño se cerraba a su alrededor. Tomó la caja otra vez, aplastando el cartón entre los dedos. Le dio vueltas por lado y lado, buscó la fecha de caducidad. El 99.99% le martillaba la cabeza. Intentó aferrarse a ese margen de error del 0.01%. Al final, Victoria quedó inmóvil frente al espejo, con la prueba de embarazo entre las manos. Había usado protección, nunca olvidaba la píldora. Su vida entera era un cálculo exacto, sin espacio para el azar. Y, sin embargo, esa raya rosada lo desordenaba todo. Llevó su palma a la mejilla, recordando el rosa que dejaban las cachetadas.  El maullido de Bagheera, su gata negra de ojos verdes, la arrancó de ese bloqueo. Le abrió el grifo para que bebiera. Mientras el agua caía, le pasó la mano por el lomo, agradecida de esa compañía que pedía tan poco.

Era el peor momento; faltaban quince días para la entrega del borrador de su novela. No podía lidiar con esto ahora. Pero seguía pensando en la prueba positiva, sentada frente al computador. A su lado, el café se enfriaba; el sol de la mañana no terminaba de aparecer. Con el primer sorbo, las náuseas la hicieron correr de vuelta al baño.

Conteniendo las lágrimas, volvió al escritorio; debía comenzar a escribir. «Las mujeres Valdivieso no se emocionan, resuelven problemas, se ponen a trabajar.» Había crecido con ese mantra, y a estas alturas era casi un reflejo. Empezó a escribir. Cada tanto, Bagheera se acercaba con algún juguete, maullando al compás de las teclas.

A mediodía, cocinando, los pensamientos la atormentaban; debía tomar una decisión. Decírselo a él, por ningún motivo. Este era su problema. ¡Mierda! Se cortó mientras picaba la cebolla. Puso el dedo bajo el agua corriente y se lo apretó. El olor a metal y cebolla se mezcló con otro, más antiguo: madera húmeda, encierro. Con la servilleta apretando la herida, se dejó caer en el piso de la cocina. Cerró los ojos un segundo, tratando de frenar lo que venía. Los recuerdos se abrieron camino a machetazos.

Los golpes. No recordaba cumpleaños, ni juegos. Solo los bofetones. Una Navidad, a los cinco años, cuando rompió un ángel de cerámica. Recordó la voz de su madre, el grito: ¡Estúpida! El golpe llegó después, en la mejilla primero. Luego el tirón del brazo. El empujón hasta el clóset bajo la escalera. Allí encerrada, con el olor a madera y humedad. Llorando bajito, por si volvía. Mirando la rendija de luz bajo la puerta, contando las sombras que pasaban. Era la manera de saber si mamá seguía enojada.

Lo interiorizaste pronto —susurró Victoria—. Entendiste que llorar no servía, que el ruido era peligroso. Aprendiste a quedarte quieta. Muy quieta. Entonces, deja de llorar.

Cerró los ojos. El olor a desinfectante de la herida se mezcló con el recuerdo del clóset.

Cuando su madre abrió la puerta, sonrió. Para que no notara el miedo. Para que creyera que era buena.

Recordó las comidas, las horas eternas frente al plato. El mantel siempre limpio, las copas alineadas, los cubiertos brillando bajo la lámpara del comedor. La servilleta doblada sobre las rodillas, como se hacía en las casas correctas. Y ella, frente al puré frío. Le decían que las niñas educadas no hacían gestos, que no se quejaban del sabor. Pero ese día, Victoria dijo que no tenía hambre. El silencio cayó primero, como una orden. Luego vino el sonido seco de la mano contra su mejilla. El vaso de agua tembló. El tenedor cayó al suelo. Nadie dijo nada.

«No era violencia». Murmura ahora. «Era “disciplina”».

También evocó las noches. El pasillo alfombrado, la luz amarilla del aplique. Se quedaba despierta escuchando cómo el viento movía los árboles, inventando historias con las sombras de los muebles. Pero una noche, la puerta se abrió de golpe.

—¿Qué haces despierta, Victoria?

La voz de su madre era baja, pero el enojo vivía en cada sílaba.

—Estaba pensando. No podía dormir.

—Las niñas que no duermen son problemáticas.

El cinturón no siempre dejaba marca, pero dolía igual. Luego el castigo: otra vez el clóset, o el baño, o el pasillo a oscuras. Ahí asimiló que la oscuridad era un lugar seguro, porque dentro de ella nadie la veía llorar.

En la casa de sus padres había cuadros de paisajes, un piano en el salón, una lámpara de cristal que solo se encendía cuando había visitas. Todo estaba en su lugar, siempre. El orden era sagrado. Solo Victoria sobraba un poco. Su madre decía que la gente respetable educaba a sus hijos con firmeza. Y ella quería ser respetable, así que aprendió.

Aprendió a masticar sin ruido, a respirar despacio, a no mover los cubiertos hasta que el anfitrión lo hace, a caminar sin que los tacones hicieran eco en el suelo. Comprendió que el silencio era la forma más alta de elegancia. Pero no aprendió a amar.

Durante años creyó que su historia estaba cerrada. Hasta que el cuerpo comenzó a hablar en otro idioma. Ahora, sola en su cocina, colocó sus manos sobre el abdomen. Un bebé. Nunca había considerado la posibilidad de convertirse en madre. Vivía cómodamente de su escritura; usaba un seudónimo que garantizaba su privacidad. Su editora le escribía correos insistentes pidiéndole avances, pero ella apenas los abría. No soportaba preguntas, ni elogios. Estaba más cómoda entre los personajes que en el mundo real.

Después de almorzar, se acomodó en su sillón favorito. El vapor del té le empañaba las gafas. Afuera, el cielo se oscurecía. Victoria pensó en la posibilidad de un corazón latiendo dentro de ella. Era una vida que aún no tenía rostro, ni nombre, ni culpa. ¿Y si lograba hacerlo distinto? ¿Y si no repetía la historia? Pero enseguida, la imagen de su madre apareció, como un espejo torcido. Recordó sus manos frías peinándole el cabello con fuerza, la voz que decía: «Hay que ser fuerte». Siempre fuerte, aunque doliera.

«No quiero ser tú». Susurró.

Bagheera saltó a su regazo. Victoria apoyó una mano en su vientre, la otra sobre la cabeza tibia de la gata. Sintió miedo, pero también una calma desconocida, como si alguien —por fin— la cuidara. No era amor, aún no. Era otra cosa: la conciencia de que no podía ofrecer lo que nunca había recibido. Pero, tal vez sí era capaz.

La despertó el sonido del teléfono. Andrés. Respondió. Con la mejor de las diplomacias, le explicó que no podían verse por ahora, que estaba muy ocupada con la novela. Un problema menos. Él siempre entendía todo, sin entender nada. Cuando dejó el teléfono, se fijó en sus uñas. Mordidas casi hasta sangrar. El costo de dejar de fumar. Cuánto necesitaba un cigarro en ese momento.

Durante el resto de la tarde, trabajó. Escribió, borró, volvió a escribir. Al final de la jornada, con suerte, consiguió una página rescatable. Decidió abrir otro archivo. Una lista: los pros y los contras. Era buena con las listas. Comenzó con los pros: no tiene culpa, tal vez... Con dedos trémulos sobre el teclado y el cursor parpadeando en la pantalla, al pensar en los contra, llegó otra oleada de recuerdos.

En la adolescencia descubrió que la obediencia podía ser una forma de defensa. A los trece, empezó a levantarse antes de que su madre se fuera al hospital. Dejaba la mesa puesta y su cama hecha. Sacaba las mejores notas, medallas en gimnasia artística y patinaje. Participaba en recitales de piano. Había entendido que los errores hacían ruido, y que los ruidos atraían los golpes.

Su madre parecía apreciarlo. A veces, incluso sonreía.

—Así me gusta —decía, al ver las notas y los premios de fin de año—. No como cuando eras chica.

Victoria se aferraba a esas palabras. Creía que si seguía siendo perfecta, si no molestaba, si no levantaba la voz, algún día su madre podría quererla.

A los quince, ya no lloraba. Era lo que su madre llamaba: una señorita de bien. Pero bastaba un solo error para que el equilibrio se rompiera. Una tarde, su madre volvió temprano del trabajo y la sorprendió probando su maquillaje. Fue suficiente.

El golpe ardió unos segundos. Lo que siguió, mucho más:

—Nunca quise tenerte. Tu padre me obligó. Si no fuera por él, tú no existirías. Pero se murió, y me dejó sola contigo.

Victoria se quedó quieta. No lloró. No dijo nada. Solo recogió el rímel y limpió la mancha del piso. Mientras lo hacía, pensó que quizás su madre tenía razón. Que había algo en ella que no debía haber nacido.

Esa noche escribió en su diario: «Ser buena no alcanza. Ser perfecta, tampoco».

Asumió entonces que la perfección no era una meta, sino un escudo. Uno pesado, afilado, imposible de dejar.

Años después, la perfección le había dado resultado. Su vida era ordenada, estable. Gozaba de holgura económica gracias a sus novelas. Trabajaba desde casa, sin tener que tratar con nadie. Sus relaciones eran fugaces, apenas material para escribir. El único ser que realmente amaba era Bagheera. Nunca había pensado en ser madre. No quería serlo. No sabía cómo. Su mamá aún vivía, pero hacía veinte años que no tenían ningún contacto. Era mejor así, más sano.

Cerró el archivo, no era necesario. Apagó el computador. Después de darle de comer a Bagheera, se fueron a dormir. La gata, como siempre que ella se desvelaba, no se movió de su lado. Esta vez, ni el ronroneo la hizo conciliar el sueño.

«¿Papá, tú también estás decepcionado?».

Pasó casi una semana en trance, funcionando en piloto automático. Trabajó, lavó los platos, fingió normalidad. La cocina olía a detergente y a algo agrio que no lograba identificar. Esa noche, abrió el computador. No sabía bien por qué. Tecleó «primeras semanas de embarazo» y leyó en silencio: náuseas, cansancio, sensibilidad. Bajó el cursor hasta una tienda virtual. Vio los enteritos diminutos, los gorros con orejas, las mantas suaves.

Algo se movió dentro, no el cuerpo, sino la memoria. Cerró la página de golpe. Lloró sin sonido, como se llora cuando se ha aprendido a no molestar a nadie. Supo que no podría, que no sabría cómo hacerlo sin convertirse en su madre. Entonces comprendió que no era el miedo al bebé lo que la atormentaba, sino la certeza de que el amor podía volver a dañar.

La mañana siguiente, sabía lo que tenía que hacer, pero algo la detenía. La casa olía a lluvia. Bagheera dormía hecha un ovillo en el sillón, el pecho subiendo y bajando. Victoria se mordía las uñas. En la mesa, el té se había enfriado. Afuera, el cielo gris parecía sostener el silencio. Sentía el cuerpo como una caja cerrada, guardando algo que no era suyo.

Por unos minutos, con ojos vidriosos, se quedó mirando el teléfono sobre la encimera, como si esperara que se marcara solo. Al final lo tomó. Buscó el número, los dedos temblorosos. Marcó despacio, cada dígito como una pequeña fractura. El timbre sonó una vez, dos, tres. Mientras esperaba, cerró los ojos. Por primera vez en años, el silencio no era por obediencia. Era elección.

La voz al otro lado fue amable, neutra. Le explicó los pasos, los documentos, las fechas, los cuidados. Victoria anotó todo en una hoja arrugada, sin apuro. Cuando colgó, la casa siguió muda, pero ya no pesaba igual. Podía oír el goteo del bebedero de la gata, el roce leve de su propia respiración. Nada se había derrumbado y, sin embargo, algo dentro había cambiado para siempre.

Con un té, se sentó frente al computador. La pantalla en blanco la miraba con la misma insistencia de un espejo. Fuera, el sol se asomaba tímidamente entre las nubes. Ya no había lágrimas. Suspiró. Había decidido no repetir la historia. No ser madre. No ser su madre.

Cerró el archivo del manuscrito pendiente. Abrió uno nuevo.

Título provisional: Lo que no debía nacer

Por un instante dudó. Había pasado años escondida tras un seudónimo, protegiéndose del mundo, de su pasado, de sí misma. Pero esta historia solo podía firmarse con su nombre.

Tecleó: Victoria Valdivieso.

Sintió una punzada en el abdomen, un eco que no era dolor, sino memoria. Tal vez el cuerpo también recordaba, pero esta vez no para atormentarla, sino para avisarle que algo —ella misma— estaba por nacer. Desde el marco de la ventana, Bagheera la observaba con sus ojos verdes, inmóvil, como si velara su despertar. Victoria respiró hondo y empezó a escribir. No sobre el bebé que no tendría, sino sobre la niña que había sido, la que aprendió a no llorar, la que aún seguía esperando que alguien la quisiera.

La primera frase fluyó sin esfuerzo: Mi madre decía que el silencio era elegancia. Yo comprendí que era miedo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario