Alejandra Cantarero Concha
El baño se cerraba a su alrededor. Tomó la caja otra
vez, aplastando el cartón entre los dedos. Le dio vueltas por lado y lado,
buscó la fecha de caducidad. El 99.99% le martillaba la cabeza. Intentó
aferrarse a ese margen de error del 0.01%. Al final, Victoria quedó inmóvil
frente al espejo, con la prueba de embarazo entre las manos. Había usado
protección, nunca olvidaba la píldora. Su vida entera era un cálculo exacto,
sin espacio para el azar. Y, sin embargo, esa raya rosada lo desordenaba todo.
Llevó su palma a la mejilla, recordando el rosa que dejaban las cachetadas. El maullido de Bagheera, su gata negra de ojos
verdes, la arrancó de ese bloqueo. Le abrió el grifo para que bebiera. Mientras
el agua caía, le pasó la mano por el lomo, agradecida de esa compañía que pedía
tan poco.
Era el peor momento; faltaban quince días para la
entrega del borrador de su novela. No podía lidiar con esto ahora. Pero seguía
pensando en la prueba positiva, sentada frente al computador. A su lado, el
café se enfriaba; el sol de la mañana no terminaba de aparecer. Con el primer
sorbo, las náuseas la hicieron correr de vuelta al baño.
Conteniendo las lágrimas, volvió al escritorio;
debía comenzar a escribir. «Las mujeres Valdivieso no se emocionan, resuelven
problemas, se ponen a trabajar.» Había crecido con ese mantra, y a estas
alturas era casi un reflejo. Empezó a escribir. Cada tanto, Bagheera se
acercaba con algún juguete, maullando al compás de las teclas.
A mediodía, cocinando, los pensamientos la
atormentaban; debía tomar una decisión. Decírselo a él, por ningún motivo. Este
era su problema. ¡Mierda! Se cortó mientras picaba la cebolla. Puso el dedo
bajo el agua corriente y se lo apretó. El olor a metal y cebolla se mezcló con
otro, más antiguo: madera húmeda, encierro. Con la servilleta apretando la
herida, se dejó caer en el piso de la cocina. Cerró los ojos un segundo,
tratando de frenar lo que venía. Los recuerdos se abrieron camino a machetazos.
Los golpes. No recordaba cumpleaños, ni juegos. Solo
los bofetones. Una Navidad, a los cinco años, cuando rompió un ángel de
cerámica. Recordó la voz de su madre, el grito: ¡Estúpida! El golpe llegó
después, en la mejilla primero. Luego el tirón del brazo. El empujón hasta el clóset
bajo la escalera. Allí encerrada, con el olor a madera y humedad. Llorando
bajito, por si volvía. Mirando la rendija de luz bajo la puerta, contando las
sombras que pasaban. Era la manera de saber si mamá seguía enojada.
Lo interiorizaste pronto —susurró Victoria—. Entendiste
que llorar no servía, que el ruido era peligroso. Aprendiste a quedarte quieta.
Muy quieta. Entonces, deja de llorar.
Cerró los ojos. El olor a desinfectante de la herida
se mezcló con el recuerdo del clóset.
Cuando su madre abrió la puerta, sonrió. Para que no
notara el miedo. Para que creyera que era buena.
Recordó las comidas, las horas eternas frente al
plato. El mantel siempre limpio, las copas alineadas, los cubiertos brillando
bajo la lámpara del comedor. La servilleta doblada sobre las rodillas, como se
hacía en las casas correctas. Y ella, frente al puré frío. Le decían que las
niñas educadas no hacían gestos, que no se quejaban del sabor. Pero ese día,
Victoria dijo que no tenía hambre. El silencio cayó primero, como una orden.
Luego vino el sonido seco de la mano contra su mejilla. El vaso de agua tembló.
El tenedor cayó al suelo. Nadie dijo nada.
«No era violencia». Murmura ahora. «Era “disciplina”».
También evocó las noches. El pasillo alfombrado, la
luz amarilla del aplique. Se quedaba despierta escuchando cómo el viento movía
los árboles, inventando historias con las sombras de los muebles. Pero una
noche, la puerta se abrió de golpe.
—¿Qué haces despierta, Victoria?
La voz de su madre era baja, pero el enojo vivía en
cada sílaba.
—Estaba pensando. No podía dormir.
—Las niñas que no duermen son problemáticas.
El cinturón no siempre dejaba marca, pero dolía
igual. Luego el castigo: otra vez el clóset, o el baño, o el pasillo a oscuras.
Ahí asimiló que la oscuridad era un lugar seguro, porque dentro de ella nadie
la veía llorar.
En la casa de sus padres había cuadros de paisajes,
un piano en el salón, una lámpara de cristal que solo se encendía cuando había
visitas. Todo estaba en su lugar, siempre. El orden era sagrado. Solo Victoria
sobraba un poco. Su madre decía que la gente respetable educaba a sus hijos con
firmeza. Y ella quería ser respetable, así que aprendió.
Aprendió a masticar sin ruido, a respirar despacio,
a no mover los cubiertos hasta que el anfitrión lo hace, a caminar sin que los
tacones hicieran eco en el suelo. Comprendió que el silencio era la forma más
alta de elegancia. Pero no aprendió a amar.
Durante años creyó que su historia estaba cerrada.
Hasta que el cuerpo comenzó a hablar en otro idioma. Ahora, sola en su cocina, colocó
sus manos sobre el abdomen. Un bebé. Nunca había considerado la posibilidad de
convertirse en madre. Vivía cómodamente de su escritura; usaba un seudónimo que
garantizaba su privacidad. Su editora le escribía correos insistentes
pidiéndole avances, pero ella apenas los abría. No soportaba preguntas, ni
elogios. Estaba más cómoda entre los personajes que en el mundo real.
Después de almorzar, se acomodó en su sillón
favorito. El vapor del té le empañaba las gafas. Afuera, el cielo se oscurecía.
Victoria pensó en la posibilidad de un corazón latiendo dentro de ella. Era una
vida que aún no tenía rostro, ni nombre, ni culpa. ¿Y si lograba hacerlo
distinto? ¿Y si no repetía la historia? Pero enseguida, la imagen de su madre
apareció, como un espejo torcido. Recordó sus manos frías peinándole el cabello
con fuerza, la voz que decía: «Hay que ser fuerte». Siempre fuerte, aunque
doliera.
«No quiero ser tú». Susurró.
Bagheera saltó a su regazo. Victoria apoyó una mano
en su vientre, la otra sobre la cabeza tibia de la gata. Sintió miedo, pero
también una calma desconocida, como si alguien —por fin— la cuidara. No era
amor, aún no. Era otra cosa: la conciencia de que no podía ofrecer lo que nunca
había recibido. Pero, tal vez sí era capaz.
La despertó el sonido del teléfono. Andrés.
Respondió. Con la mejor de las diplomacias, le explicó que no podían verse por
ahora, que estaba muy ocupada con la novela. Un problema menos. Él siempre
entendía todo, sin entender nada. Cuando dejó el teléfono, se fijó en sus uñas.
Mordidas casi hasta sangrar. El costo de dejar de fumar. Cuánto necesitaba un
cigarro en ese momento.
Durante el resto de la tarde, trabajó. Escribió,
borró, volvió a escribir. Al final de la jornada, con suerte, consiguió una
página rescatable. Decidió abrir otro archivo. Una lista: los pros y los contras.
Era buena con las listas. Comenzó con los pros: no tiene culpa, tal vez... Con dedos
trémulos sobre el teclado y el cursor parpadeando en la pantalla, al pensar en
los contra, llegó otra oleada de recuerdos.
En la adolescencia descubrió que la obediencia podía
ser una forma de defensa. A los trece, empezó a levantarse antes de que su
madre se fuera al hospital. Dejaba la mesa puesta y su cama hecha. Sacaba las
mejores notas, medallas en gimnasia artística y patinaje. Participaba en
recitales de piano. Había entendido que los errores hacían ruido, y que los
ruidos atraían los golpes.
Su madre parecía apreciarlo. A veces, incluso
sonreía.
—Así me gusta —decía, al ver las notas y los premios de fin de año—. No como cuando eras chica.
Victoria se aferraba a esas palabras. Creía que si
seguía siendo perfecta, si no molestaba, si no levantaba la voz, algún día su
madre podría quererla.
A los quince, ya no lloraba. Era lo que su madre
llamaba: una señorita de bien. Pero bastaba un solo error para que el
equilibrio se rompiera. Una tarde, su madre volvió temprano del trabajo y la
sorprendió probando su maquillaje. Fue suficiente.
El golpe ardió unos segundos. Lo que siguió, mucho
más:
—Nunca quise tenerte. Tu padre me obligó. Si no
fuera por él, tú no existirías. Pero se murió, y me dejó sola contigo.
Victoria se quedó quieta. No lloró. No dijo nada.
Solo recogió el rímel y limpió la mancha del piso. Mientras lo hacía, pensó que
quizás su madre tenía razón. Que había algo en ella que no debía haber nacido.
Esa noche escribió en su diario: «Ser buena no
alcanza. Ser perfecta, tampoco».
Asumió entonces que la perfección no era una meta,
sino un escudo. Uno pesado, afilado, imposible de dejar.
Años después, la perfección le había dado resultado.
Su vida era ordenada, estable. Gozaba de holgura económica gracias a sus
novelas. Trabajaba desde casa, sin tener que tratar con nadie. Sus relaciones
eran fugaces, apenas material para escribir. El único ser que realmente amaba
era Bagheera. Nunca había pensado en ser madre. No quería serlo. No sabía cómo.
Su mamá aún vivía, pero hacía veinte años que no tenían ningún contacto. Era
mejor así, más sano.
Cerró el archivo, no era necesario. Apagó el
computador. Después de darle de comer a Bagheera, se fueron a dormir. La gata,
como siempre que ella se desvelaba, no se movió de su lado. Esta vez, ni el
ronroneo la hizo conciliar el sueño.
«¿Papá, tú también estás decepcionado?».
Pasó casi una semana en trance, funcionando en
piloto automático. Trabajó, lavó los platos, fingió normalidad. La cocina olía
a detergente y a algo agrio que no lograba identificar. Esa noche, abrió el
computador. No sabía bien por qué. Tecleó «primeras semanas de embarazo» y leyó
en silencio: náuseas, cansancio, sensibilidad. Bajó el cursor hasta una tienda
virtual. Vio los enteritos diminutos, los gorros con orejas, las mantas suaves.
Algo se movió
dentro, no el cuerpo, sino la memoria. Cerró la página de golpe. Lloró sin
sonido, como se llora cuando se ha aprendido a no molestar a nadie. Supo que no
podría, que no sabría cómo hacerlo sin convertirse en su madre. Entonces comprendió
que no era el miedo al bebé lo que la atormentaba, sino la certeza de que el
amor podía volver a dañar.
La mañana siguiente, sabía lo que tenía que hacer,
pero algo la detenía. La casa olía a lluvia. Bagheera dormía hecha un ovillo en
el sillón, el pecho subiendo y bajando. Victoria se mordía las uñas. En la
mesa, el té se había enfriado. Afuera, el cielo gris parecía sostener el
silencio. Sentía el cuerpo como una caja cerrada, guardando algo que no era
suyo.
Por unos minutos, con ojos vidriosos, se quedó
mirando el teléfono sobre la encimera, como si esperara que se marcara solo. Al
final lo tomó. Buscó el número, los dedos temblorosos. Marcó despacio, cada
dígito como una pequeña fractura. El timbre sonó una vez, dos, tres. Mientras
esperaba, cerró los ojos. Por primera vez en años, el silencio no era por obediencia.
Era elección.
La voz al otro lado fue amable, neutra. Le explicó
los pasos, los documentos, las fechas, los cuidados. Victoria anotó todo en una
hoja arrugada, sin apuro. Cuando colgó, la casa siguió muda, pero ya no pesaba
igual. Podía oír el goteo del bebedero de la gata, el roce leve de su propia
respiración. Nada se había derrumbado y, sin embargo, algo dentro había
cambiado para siempre.
Con un té, se sentó frente al computador. La
pantalla en blanco la miraba con la misma insistencia de un espejo. Fuera, el
sol se asomaba tímidamente entre las nubes. Ya no había lágrimas. Suspiró. Había
decidido no repetir la historia. No ser madre. No ser su madre.
Cerró el archivo del manuscrito pendiente. Abrió uno
nuevo.
Título provisional: Lo que no debía nacer
Por un instante dudó. Había pasado años escondida
tras un seudónimo, protegiéndose del mundo, de su pasado, de sí misma. Pero
esta historia solo podía firmarse con su nombre.
Tecleó: Victoria Valdivieso.
Sintió una punzada en el abdomen, un eco que no era
dolor, sino memoria. Tal vez el cuerpo también recordaba, pero esta vez no para
atormentarla, sino para avisarle que algo —ella misma— estaba por nacer. Desde
el marco de la ventana, Bagheera la observaba con sus ojos verdes, inmóvil,
como si velara su despertar. Victoria respiró hondo y empezó a escribir. No
sobre el bebé que no tendría, sino sobre la niña que había sido, la que aprendió
a no llorar, la que aún seguía esperando que alguien la quisiera.
La primera frase fluyó sin esfuerzo: Mi madre decía que el silencio era elegancia. Yo comprendí que era miedo.
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