Elena Chumpitazi
Ariana tenía poco más de cincuenta años cuando decidió
mudarse al campo. Después de veinte años junto a Tomás, la relación se había
apagado como una lámpara que aún da luz, pero ya no abriga. La pasión, los
proyectos, incluso las conversaciones, se habían ido diluyendo hasta volverse
una costumbre silenciosa. Un día lo comprendieron sin decirlo: cada uno ocupaba
la mitad de una casa vacía.
No buscaba un nuevo amor ni una vida más intensa.
Buscaba lo contrario: silencio. Horas que no dependieran de nadie. Por eso,
cuando vio el anuncio de una casa en venta en Santa Rosa de Quives, sintió que
ese lugar la llamaba. Retiró parte de sus ahorros, firmó los papeles y entregó
la inicial sin mirar atrás.
En menos de dos meses renunció a la escuela donde
trabajaba como asesora de docentes, concluyó su colaboración con la revista de
educación especial y empaquetó su vida en unas cuantas cajas. Le dejó una nota
a Tomás, sobre la credenza de la entrada: «Me voy, necesito silencio,
gracias por estos años, cuídate». No
hubo escena, ni despedida, solo dejó la nota y salió en silencio.
La casa quedaba a la entrada del valle, en una loma
suave desde la que se veía la línea de eucaliptos hacia el este y, más lejos,
una sucesión de cerros iniciando la cordillera. Era una construcción sencilla,
de paredes blancas encaladas, con un pequeño segundo piso al que se accedía por
una escalera de madera que crujía, casi como un lamento, cada vez que apoyaba
un pie. Arriba, dos dormitorios y un pasillo corto con una baranda baja; abajo,
la sala, la cocina y un cuarto pequeño que usaría como estudio. El cielo de las
noches tenía un negro verdadero, salpicado de estrellas, y los amaneceres
llegaban con un frío seco, que el sol templaba lentamente. Desde la cocina, el
campo se abría como una página nueva.
El primer día se dedicó a limpiar, abrir ventanas,
retirar telas viejas. En la sala encontró una mesa baja de madera con marcas de
vasos, una lámpara de pie que apenas se sostenía, dos sillas disparejas, una
alfombra raída. Nada de eso era hermoso, pero todo estaba dispuesto como si
alguien hubiera querido dejarle una estructura mínima para empezar de nuevo.
Con el paso de los días, comenzó a repasar su vida sin
proponérselo. Los recuerdos brotaban en cualquier momento: mientras hervía el
agua para el té, mientras barría el corredor, mientras el viento agitaba las
cortinas. Algunos recuerdos eran dulces, otros punzantes, y varios que habría
preferido mantener enterrados. Rostros, voces, promesas rotas. A veces le
parecía que su mente, lejos de limpiarse, se llenaba de ruido.
Al caer la noche, ese ruido cambiaba de forma. Las
primeras semanas dormía bien, agotada por el trabajo físico y la novedad. Pero
pronto las noches se hicieron más densas. Cuando cerraba los ojos, las escenas
ya no eran suyas. Veía una cocina que no reconocía, un mantel distinto, una
foto en la pared de gente que nunca había visto. Los detalles eran demasiado
precisos: podía percibir el olor a detergente en la vajilla recién lavada, la
aspereza de un trapo entre las manos, el sabor tenue del pan tostado en la boca
de alguien que no era ella.
Comprendió que en esos sueños siempre se repetía algo:
la casa. No la casa que ahora habitaba, sino una versión anterior. Los mismos
muros, pero con otros cuadros; el mismo corredor superior, pero con fotos
colgadas; la misma escalera, con menos desgaste en los bordes. Y siempre, en
algún punto del sueño, aparecía una joven de cabello oscuro, de unos
veintitantos años, moviéndose por los ambientes con la torpeza de quien vive
sola y no ha aprendido aún a llenar el silencio.
La primera vez que la vio con claridad, la joven
estaba en la cocina, de espaldas, apoyada contra el lavadero. Ariana no veía su
rostro, pero podía sentir su respiración agitada, el peso de una preocupación
que no sabía nombrar. La segunda vez, la joven caminaba por el pasillo del
segundo piso, con una taza entre las manos, deteniéndose un instante frente a
la baranda, como si dudara de algo. En ambas escenas, Ariana tenía la impresión
nítida de estar dentro del cuerpo de otra persona. El frío en los pies descalzos,
el temblor ligero en los dedos: todo le llegaba como si fuera propio.
No se lo contó a nadie. Se decía que era normal que la
mente, en un lugar nuevo, fabricara historias con los restos de viejas
angustias. Aun así, empezó a dejar la lámpara del velador encendida por las
noches.
Solía caminar hasta la tienda del pueblo una vez por
semana. Eran unos dos kilómetros por un camino de tierra que bordeaba chacras y
establos pequeños. Ese trayecto se convirtió en un ritual: saludaba de lejos a
los campesinos, observaba las vacas pastando, escuchaba el murmullo del río. El
pueblo era sencillo: una plaza, una iglesia, unas cuantas casas bajas, una
panadería, la tienda donde compraba lo básico.
La primera vez que fue, la recibieron con la
curiosidad reservada para los extraños. «La señora de la casa de la loma», oyó
que alguien murmuraba. La mujer de la tienda la atendió con corrección.
Con el paso de las semanas, el ambiente se enfrió. Las
conversaciones se apagaban cuando ella entraba. Algunos vecinos bajaban la
mirada; otros se giraban fingiendo estar ocupados. En la tienda, la dueña
empezó a atenderla sin levantar los ojos, acelerando los movimientos, como si
quisiera terminar lo antes posible.
Una mañana, mientras guardaba pan y arroz en la bolsa,
Ariana se atrevió a preguntar:
—Disculpe… ¿siempre fue así esta casa?
La mujer dejó el paquete de azúcar sobre el mostrador.
Tardó un momento en responder.
—¿Cuál casa? —preguntó, como si no supiera.
—La mía. La que está en la loma, entrando al valle.
—Esa casa es vieja —dijo, sin mirarla—. Ha pasado
mucha gente por ahí.
—¿Qué clase de gente?
La tendera apretó el nudo de la bolsa.
—Gente —replicó—. Como todos.
El tono no era hostil, pero sí cortante. Ariana guardó
silencio. Pagó, dio las gracias y salió con la sensación de que le habían
cerrado una puerta invisible en la cara. Ya no le dolía tanto que la evitaran.
Lo que empezaba a inquietarla era lo que no se decía.
Esa tarde, movida por una incomodidad que ya no podía
ignorar, encendió la laptop y buscó noticias del lugar. El internet era lento,
pero suficiente. Escribió el nombre del valle, revisó fechas, titulares, notas
breves. Tardó en encontrar algo, hasta que una noticia de cuatro años atrás
apareció en la pantalla.
«Joven asesinada en su vivienda mientras se encontraba
sola».
Sintió que un frío la invadía. Abrió la nota. Había
una foto de la casa: la fachada que ahora era suya, con cinta policial cruzando
la puerta. El texto decía que la víctima tenía veintidós años, que sus padres
estaban en Lima cuando ocurrió, que no se hallaron señales claras de robo. El
cuerpo fue encontrado una semana después por un familiar. Mencionaban un arma
blanca. Ningún sospechoso. Ningún móvil comprobado. Caso sin resolver.
Volvió a mirar la foto. Era la misma casa, pero algo
en la imagen la hacía distinta: las ventanas parecían más estrechas, el color
de la fachada más oscuro. Le llamó la atención un detalle: en la ventana del
dormitorio, detrás del vidrio, se adivinaba una cortina clara con una sombra
alargada, indefinida. Podía ser un reflejo, una coincidencia. Pero el aire
alrededor de Ariana pareció detenerse un instante.
Cerró la laptop. El silencio de la casa, que antes le
había parecido un refugio, se le hizo abrumador.
Esa noche se acostó tarde. Dio vueltas en la cama,
escuchó los sonidos del campo: un perro lejano, el roce del viento contra las
paredes, el zumbido débil del refrigerador. Cuando por fin se quedó dormida, el
sueño llegó sin transición.
Estaba en el pasillo del segundo piso. Lo supo por la
baranda baja a su derecha y la pared lisa a su izquierda. Pero no era ella la
que respiraba. El cuerpo que habitaba era más joven, más liviano y, sin
embargo, estaba tenso. La joven de cabello oscuro avanzaba con cautela, una
mano apoyada en la pared, como si temiera que el piso cediera bajo sus pies.
Ariana sentía el corazón de esa muchacha latiendo al borde de la garganta.
La puerta del dormitorio al fondo del pasillo estaba
entreabierta. Desde dentro no llegaba sonido alguno. El silencio era tan
perfecto que dolía.
Ariana quiso detenerse, pero el cuerpo ajeno siguió
avanzando. Empujó la puerta con suavidad. La habitación estaba en penumbra. Una
cama deshecha, ropa sobre una silla, un cuaderno abierto en el suelo. Todo
parecía normal y, sin embargo, había una vibración, una expectativa suspendida
en el aire.
La joven dio un paso más. Ariana sintió un tirón en el
pecho, como si algo dentro de ella quisiera retroceder mientras el cuerpo
avanzaba. Entonces, desde el pasillo, sonó un crujido, breve, seco, como el de
una tabla pisada.
La joven se giró hacia la puerta. Antes de que pudiera
dar un paso, la hoja se cerró de golpe, como si la hubieran jalado desde fuera.
El clic de la cerradura resonó con una claridad insoportable. La respiración de
la muchacha se aceleró. Ariana sintió la certeza absoluta de estar atrapada.
No vio un rostro. No vio un arma. Solo percibió un
cambio en el aire, una densidad que entraba en la habitación como si alguien hubiera
cruzado un umbral invisible. Un peso acercándose por detrás, una sombra que no
necesitaba forma. La nuca de la joven se erizó. Ariana juraría haber sentido un
aliento ajeno rozarle el cuello.
«No quiero morir», susurró una voz que parecía salir de su propia boca.
El sonido de la voz la sacó del sueño.
Despertó gritando, incorporándose en la cama con el
corazón desbocado. La lámpara seguía encendida. El cuarto era el mismo de
siempre: pared blanca, una cómoda, dos maletas aún sin deshacer del todo. Pero
el miedo no se iba con la luz. Seguía pegado a la piel.
Entonces lo oyó.
Un paso. Muy leve, en el corredor del segundo piso.
Luego otro. Y otro más.
Ariana se quedó inmóvil, el cuerpo erguido, los
músculos tensos. Los pasos eran claros, espaciados. Intentó decirse que era el
eco del sueño, que su mente engañaba a sus oídos. Pero el sonido volvió, con la
misma cadencia.
«Quién está ahí?», preguntó con la voz quebrada.
Nadie respondió. Los pasos se detuvieron justo al otro
lado de la puerta de su cuarto.
El silencio que siguió fue tan espeso que podía
sentirse. Ariana bajó las piernas de la cama. El piso estaba frío. Se acercó
despacio a la puerta, con la respiración contenida. Apoyó la mano en el
picaporte. Por un instante pensó en volver a la cama y fingir que nada había
pasado. No quería confirmarlo. No quería saber si había alguien.
La indignación, más que el valor, la empujó a girar el
picaporte y abrir de golpe.
El pasillo estaba vacío. La luz de la lámpara del
dormitorio dibujaba su propia sombra sobre las tablas del suelo, alargada,
temblorosa. No había nadie.
Respiró hondo una, dos veces.
«Estoy perdiendo la cabeza», susurró.
Una corriente de aire frío le rozó la mejilla, como un
soplo. No había ventanas abiertas. Antes de que pudiera pensar en eso, oyó otro
sonido, esta vez a su derecha: el crujido breve del escalón superior de la
escalera, ese que ya había notado flojo los primeros días.
Volvió la cabeza hacia el fondo del pasillo. La puerta
del otro dormitorio, el que no usaba, estaba entreabierta. Estaba segura de
haberla dejado cerrada. La oscuridad tras la rendija parecía más densa que la
del resto de la casa.
Sintió una presencia detrás de ella, tan cercana que
tuvo la certeza de que, si extendía la mano, tocaría un cuerpo. Contuvo el
impulso de girarse. Durante un segundo, oyó algo más que sus propios latidos:
una respiración suave, distinta a la suya, justo a la altura de su oído.
«Vete», susurró una voz, casi inaudible.
El sonido no venía de ninguna dirección concreta. No
estaba arriba ni abajo, ni adelante ni atrás. Era como si la casa misma hubiera
articulado esa palabra.
Ariana perdió el hilo del pensamiento. Solo quedó la
urgencia. Tenía que salir de allí. Ahora.
Atravesó el pasillo del segundo piso casi sin sentir
las piernas. El cuerpo se movía por puro instinto, como un animal acorralado. Al
llegar donde comenzaba la escalera de madera que llevaba a la puerta principal,
todo ocurrió demasiado rápido.
El pie derecho resbaló en el borde del primer escalón.
Intentó aferrarse a la baranda baja, pero las manos no encontraron apoyo. El
cuerpo se inclinó hacia el vacío. El mundo se volcó: techo, escalones, pared,
un destello de dolor agudo en la cabeza. Un golpe seco. Y luego, nada.
El silencio volvió a ocuparlo todo.
La encontraron varios días después. Un vecino del
valle, al notar que la casa seguía cerrada, se acercó a ver si pasaba algo.
Empujó la puerta, que no estaba asegurada, y llamó sin obtener respuesta. La
halló tendida al pie de las escaleras. Llamó a la policía. Hablaron de
accidente. De mala suerte. De una caída en la noche.
En el pueblo, la noticia no sorprendió a todos.
Algunos hicieron la señal de la cruz, murmurando que esas cosas pasan cuando
uno se encierra demasiado con sus pensamientos. Otros se limitaron a decir que
no era la primera vez que una mujer sola no salía bien de esa casa.
La casa quedó vacía de nuevo, en la loma, mirando el valle. En las noches de viento, las cortinas del dormitorio se movían solas, como si alguien caminara de un lado a otro del cuarto.
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