lunes, 28 de julio de 2025

La vida desvencijada de las inútiles

Lucía Yolanda Alonso Olvera


Claudia se ha levantado tarde, abre la cortina, otra vez amaneció nublado y siente un poco de frío, se pone la bata y decide bajar a hacerse un café y traerlo a su habitación para disfrutar el silencio de la mañana. Víctor, su hijo, se ha ido este fin de semana de campamento con sus amigos y seguramente llegará en la tarde agotado.

Con el exquisito aroma del café humeante sentada en el silloncito de mimbre ubicado junto a la ventana de su dormitorio, admira las densas y grises nubes que cubren el cielo de la capital. Marca el número de su hermana mientras el clamor del tráfico, aunque lejano, llega incesante hasta ella.

—Hola, hermana, ¿cómo van las cosas por allá en Celaya? Me enteré de que otra vez se armó la balacera en el centro —afirma afligida Claudia al teléfono—, llevo intentando desde ayer en la noche comunicarme contigo, ¡ya vénganse a vivir a la capital, allá está horrible!

¡Hermanita, no te azotes! Aquí no nos pasa nada, esas balaceras son diario, muy localizadas cerca del centro y nosotros por allá no vamos nunca, aquí en la colonia tenemos todo cerca y es segura, y tu capital llena de gente, de tráfico, toda contaminada y encharcada en temporada de lluvias, no es ninguna ganga —contesta Nora con su característico talante desparpajado.

 —Eso sí, acá también tenemos nuestros martirios, pero menos mal que todos están bien por allá. Ya te puedes imaginar para qué asunto te llamo —continúa Claudia—, a ver con cuánto le vas a caer para la coperacha para la sobrina, porque como siempre, está llena de problemas y no tiene ni en qué caerse muerta la pobre. Ahora tenemos que ayudarle a pagar la instalación del gas natural en su monstruosa casa de Clavería.  

—¡Puta madre, hermana! Es el tercer sablazo que me das este año, con esa historia de Lucerito. ¡Esa chamaca igual que su mamá y su abuela, es una inútil! ―exclama Nora―, nosotras que educamos tan bien a nuestros hijos para que sean independientes y ahora andamos cargando con este lastre familiar.

—Pero no la podemos dejar sola a esta niña, era la ahijada de mi mamá y acuérdate que nos hizo prometerle cuidarla siempre. Además, no sabes cómo está Pedrito de simpático, ya el mes que viene cumple cuatro años y está graciosísimo ―responde Claudia con ese tono amable que la distingue, sabiendo que con este comentario ablandará a Nora para que acepte cooperar.   

—Está bien, hermana, nomás porque Lucero fue como mi hija unos años acá en Celaya, ¿de a cuánto nos toca esta vez? —pregunta Nora complaciente—, pero te advierto que es la última cuota que pago este año para Lucerito y su hermoso vástago Pedrito, ya chole con estarlos manteniendo.

—Estoy calculando que, si todos aportamos como la vez pasada, nos toca de setecientos pesos por cabeza. Con esto alcanza para la instalación y el contrato del gas natural, le conectan el calentador que le regalamos y se compra una estufa usada que ya vio y que está buena. Y estoy de acuerdo contigo, hermana, este es el último empujón que le damos a Lucero para que mejore su vida y arregle lo básico para poder habitar con su hijo esa casa desvencijada —afirma Claudia—. ¿Tú les pasas la cachucha a tus hijos, Rubén y Mariana, para que se caigan con su cuerno, o quieres que yo les llame?

—Yo les hablo y recabo su cuota y en la semana te deposito los dos mil cien pesos para la inútil de Lucero.

—Ya no le digas inútil, hermana, no seas así, esta escuincla no tuvo de dónde salir espabilada, ya ves la historia de la prima Paulina, su madre, y de su abuela, Artemisa. La tenemos que ayudar mientras podamos, acuérdate del dicho que decía mi mamá: «al que ayuda, Dios le ayudará».

—¡Pues sí, que nos queda! A ver si Dios me ayuda con mi salud, hermana. Me tengo que ir a recoger a mis nietos porque Mariana anda con mucho trabajo y le estoy echando la mano con los niños los fines de semana. Te dejo, te mando besos chula, besitos a Víctor también y nos vemos en quince días para festejar el cumpleaños de tu hijo —se despide Nora cariñosamente.

Después de esta llamada Claudia baja las escaleras y va a la cocina a prepararse un sándwich, luego se sienta a comérselo en el mullido sofá de la sala de su hermosa casa ubicada al sur de la Ciudad de México. Escucha los primeros truenos y observa cómo empieza a caer una lluvia fina sobre la terraza donde tiene sus plantas y reflexiona en lo afortunados que son ella y su hijo, Víctor, por tener una familia solidaria y generosa. Ella, que decidió hace muchos años ser madre soltera, es una profesionista exitosa, tiene un buen trabajo como investigadora en una agencia internacional y su hijo está por terminar la licenciatura en la universidad nacional.  

Nora, su hermana, siempre apoya todas sus iniciativas para arrimar el hombro a Lucero, su sobrina. Ambas tienen el firme convencimiento de que algún día, esta muchacha, pueda salir adelante y dejar de repetir su espantoso patrón familiar.

Y es que la historia de Lucero es como una cadena perpetua de fracasos, mediocridad, locura y sufrimientos, que sería razonable poder detener. Pero ¿cómo romper los moldes familiares que heredamos?

Claudia piensa que ellas son una excepción en la familia. Sus padres, Patricia y Mario, se casaron jóvenes y se alejaron de ese ambiente tóxico que generaba Verónica, la hermana mayor de Patricia.

Patricia y sus dos hermanas se quedaron huérfanas muy pequeñas, sus padres tuvieron un horroroso accidente en la carretera y murieron cuando Verónica tenía dieciséis años, Patricia catorce y Artemisa tres.  

Artemisa, la abuela de Lucero, fue la que corrió con la peor suerte. Verónica, solterona y   muy amargada se quedó a vivir una vida lúgubre en casa de sus padres.

En cambio, Artemisa, marcada por su mala fortuna y su falta total de carácter se quedó embarazada muy joven y se tuvo que casar con su primer novio, Pedro, un inútil total que nunca dio pie con bola, saltaba de un trabajo a otro hasta que entró a la compañía de luz, en un puesto administrativo de muy bajo perfil y de ahí no pasó, mientras Artemisa se hacía cargo de Paulina su hija.

En cuanto nació Paulina, Verónica los echó de su casa y tuvieron que irse a vivir con los padres de Pedro, allá en Clavería. Menos mal que los viejitos murieron pronto y les dejaron la casa como patrimonio.  

Pero la desgracia las alcanzó rápido. Cuando Paulina cumplió ocho años a Pedro le dio un infarto fulminante. Artemisa, que no tenía oficio ni beneficio decidió volver con su hija a vivir con su hermana mayor y mantenerse de una mísera pensión que le dejó Pedro y de la renta de la casa de Clavería. Verónica se aprovechó todo lo que pudo de Artemisa y de Paulina, les permitió ocupar el cuarto de servicio y las trató a las dos como sus sirvientas.

Artemisa, que era una inútil, atenida, irresponsable y sin carácter le pidió a su vecina, Margarita, que le cobrara la renta mensual de la casa de Clavería.  Es increíble que haya sido incapaz de abrir una cuenta bancaria para recibir este ingreso, por lo que iba con Paulina, cada mes en transporte público, desde el otro lado de la Ciudad de México, a recoger su dinero.

En esos largos trayectos, con el efectivo en la bolsa, la asaltaron en tres ocasiones y de milagro no las mataron. Así Artemisa y Paulina pasaron muchas penurias para sobrevivir, hasta que Patricia empezó a ayudarlas.

Claudia recuerda las primeras vacaciones que disfrutaron Artemisa y Paulina con ellos en Acapulco. No se olvida de la expresión de terror de su prima cuando se acercó al mar. Nora, y ella, que tanto disfrutaban los chapuzones en las olas y que desde chicas sabían nadar no daban crédito del abismo que las separaba de Paulina, este contraste de vida se hizo cada vez mayor.

Mientras Nora y Claudia hacían notables carreras universitarias, Paulina, con el apoyo que Patricia le dio, a duras penas, logró terminar la carrera técnica de contable en la Escuela Bancaria y Comercial en donde, para su desgracia, conoció al sapo, su maestro de administración, de quien se enamoró perdidamente y muy pronto resultó embarazada.

El problema es que Paulina nunca se enteró que el sapo era casado y el desgraciado, en cuanto supo que Paulina estaba esperando, no solo la repudió, sino que desapareció del mapa y nadie supo más de él.

Al enterarse Verónica de que su sobrina estaba encinta de un hombre casado y que la había rechazado, ella hizo lo mismo y la hostigó tanto que, tres meses antes de que naciera Lucero, Artemisa desesperada le llamó a Patricia, para pedirle ir a vivir un tiempo a su casa hasta que naciera su nieta.

A Claudia ya no le tocó vivir en casa de sus padres con Artemisa y Paulina, porque justo unos meses antes había obtenido la beca para estudiar su maestría en Holanda. Ella y su hermana fueron siempre muy afortunadas en comparación con su prima Paulina.

Cuando Lucero cumplió un año, Patricia convenció a Artemisa y Paulina que se fueran a vivir por su cuenta y se independizaran. Ayudó a su sobrina a conseguir trabajo en un banco. Con el salario de Paulina, más la mísera pensión que tenían de Pedro y la renta de la casa de Clavería pudieron alquilar un departamentito cerca de la sucursal bancaria donde trabajaba Paulina.

Claudia recuerda las cartas que su mamá le escribió y recibió durante los años que vivió en Holanda, donde le contaba, cómo les ayudó a montar el departamento para que no les faltara nada. Sin duda, su madre, siempre fue un ejemplo: una mujer solidaria y cariñosa que nunca abandonó a su hermana pequeña y frágil. En cambio, Verónica jamás hizo nada por ayudar a Artemisa, su hija y su nieta.

Fue así como Artemisa, Paulina y su hija, por primera vez en su vida vivieron solas. Artemisa se encargaba de la casa y de cuidar a Lucero, mientras Paulina trabajaba. Pero muy pronto, Artemisa empezó a manifestar los primeros síntomas del Alzheimer. La enfermedad la devoró rápido, olvidó bañarse, peinarse, apagar la estufa en la cocina, ir a recoger al kínder a Lucero, hasta que olvidó su nombre, el de su hija y su nieta.

Fueron años duros para Paulina que tenía que ir a trabajar para mantener a su madre obnubilada por completo y atender a la niña. Y su carácter pusilánime y anodino no le ayudaba.

Un año y medio duró Artemisa en las tinieblas del olvido y un día amaneció en su cama muerta de un paro respiratorio. Fue así como Paulina se quedó sola con Lucero.

Paulina al perder a su madre también empezó a deteriorar su precaria estabilidad emocional y decidió pedir un cambio de sucursal en el banco para irse a vivir a Celaya, cerca de su prima Nora para que le ayudara con la crianza de Lucero.

Indudablemente, Nora fue muy solidaria, ella tenía a Mariana y a Rubén pequeños y casi adoptó a Lucero esos años porque Paulina a duras penas se podía hacer cargo de su vida laboral como empleada del banco.

En Celaya, Lucero, se crio bien con el apoyo de sus tíos y la compañía de sus primos, pero Paulina nunca levantó cabeza, se había quedado enamorada del sapo toda su vida y sin su madre no se hallaba en el mundo. Poco a poco se fue abandonando y su salud mental iba de mal en peor, perdiendo contacto con la realidad con brotes psicóticos cada vez más frecuentes.  

Cuando Lucero terminó el bachillerato, Margarita, la amiga de Artemisa, que todavía cobraba la renta de la casa de Clavería, enfermó y le llamó a Paulina para decirle que ya se hiciera cargo de su propiedad, porque se iba a vivir fuera de la ciudad.

Paulina que ya estaba bastante fuera de la realidad, entró en pánico de perder la casa y la renta con la que se mantenía. Madre e hija decidieron volver a la Ciudad de México, porque, además, Lucero quería entrar a estudiar a la Escuela Normal Superior para hacerse maestra de preescolar.

Fue entonces que le tocó a Claudia echarles la mano para encontrarles un departamento cerca del trabajo de Paulina y de la Escuela Normal Superior.

Claudia sigue sentada en el sofá. La lluvia ha arreciado; un trueno retumba en el cielo —típico de esta época en la ciudad— y la saca de sus cavilaciones. Entonces se queda absorta por la cantidad de agua que cae y se extasía al ver las gruesas gotas que chocan con fuerza contra el piso de la terraza. Advierte que ya se forma un estrecho riachuelo entre las macetas, que corre hacia la boca de la alcantarilla, la cual tiene muchas hojas alrededor. Entonces se dice a sí misma: «En cuanto termine la lluvia tienes que limpiar y recoger las hojas para que no se encharque la terraza como sucedió el año pasado que se nos inundó y se metió el agua hasta la cocina».

Vuelve a sus reflexiones y se da cuenta que no ha dejado de pensar toda la mañana en esta intrincada historia de vida que ha marcado a Lucero y lanza un suspiro. Tiene la firme convicción que Pedrito, el niño de Lucero, puede romper esta cadena de desastre, locura y mediocridad. Pero en el fondo de su corazón, se pregunta: ¿realmente se podrá arrancar esta atadura que parece perpetua?

La casa de Clavería evidentemente estaba destrozada, los inquilinos al saber que Margarita ya no estaba para cobrarles la renta se negaron rotundamente a seguir pagando y salirse de la casa.

Claudia asesoró a Paulina y contrató a un abogado para empezar los trámites legales e iniciar un juicio de desalojo contra los inquilinos y así recuperar la casa.

Al no contar con el ingreso de la renta, Paulina y Lucero vivían en la precariedad total, únicamente con la pensión que logró obtener Paulina en el banco por invalidez, debido a que cada vez estaba peor de los nervios.

Entre Nora y Claudia hicieron fuerte a Lucero para pagarle los estudios en la Normal Superior y los gastos del abogado, hasta que por fin lograron recuperar la casa de Clavería, cuando Lucero terminó sus estudios superiores.

Recién concluyó su carrera de maestra de preescolar, todas pensaron que la cadena de fracasos, por fin, se iba a acabar, pero justo el día de su graduación, Lucero, les anunció a sus tías y a su madre que estaba embarazada y que su novio había decidido irse a trabajar a Estados Unidos unos años para juntar dinero y luego volver con ella y construir la familia.

Paulina sabía que su hija estaba repitiendo el patrón que ella misma había vivido y dio rienda suelta a su locura.

Lucero consiguió de inmediato una plaza de maestra en un kínder público, y ahora debía hacerse cargo de su madre desquiciada y de mantener a su hijo. Pero entonces llegó la pandemia, y con ella, el derrumbe final: la salud de Paulina se agravó hasta que falleció a causa del Covid-19.

Claudia y Nora se encargaron de pagar los gastos del funeral, enterrar a su prima Paulina y ayudar a Lucero a superar esta terrible pérdida.

Hace un año, por fin, Lucero, recuperó la desvencijada casa de Clavería. Nora y Claudia creen que tal vez sea el lugar en donde su sobrina pueda enderezar su vida y romper la cadena de desgracia familiar que la rodea. ¿Lo hará?

Claudia aún sentada en el sillón de la sala, mira su reloj, se sorprende de la cantidad de tiempo que lleva abstraída en sus pensamientos y recuerdos. Ha pasado la tormenta, pero aún caen algunas gotas, piensa en salir a la terraza y disfrutar un rato del olor a la tierra mojada que tanto le gusta y le recuerda su infancia. Se espabila. De pronto se da cuenta de que es domingo. Tiene que ir al supermercado a comprar la comida para la semana. Mañana viene Meche, la señora que le ayuda a cocinar. Comienza un nuevo ciclo de mucho trabajo y obligaciones para ella y para Víctor que, el martes, empieza los exámenes finales en la universidad. Entonces se dice a sí misma: «Muévete, chulita, que tienes muchas cosas que hacer. El mundo gira y hay que actuar».

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