Elena Virginia Chumpitazi Castillo
Una mañana como cualquier otra, iba caminando por los linderos de mi hacienda, admirando el paisaje que rodeaba la propiedad, en la ceja de selva de Huánuco. Pude sentir el sol de junio caer sobre mis hombros y ver el azul del cielo. Las hojas secas se iban acumulando al lado de los canales de riego.
Y entonces apareció ante mis ojos una imponente masa de
agua, caía desde lo alto de los cerros, donde nunca hubo ríos ni vertientes, ni
siquiera en época de lluvias. Me restregué los ojos con desesperación esperando
que la visión se desvaneciera. Pero no, las formas ondulantes seguían allí
deslizándose por las laderas ardientes desafiando toda lógica, toda certeza.
Le pregunté a Fulgencio, que andaba por allí cerca
pastoreando las cabras, si había visto algo raro.
Él con su rostro taciturno debajo del sombrero de ala
ancha, me miró.
—¿Raro cómo, patrón?
—Algo que te haya llamado la atención —le dije, intentando no sonar
desequilibrado—. Como si cayera agua por los cerros.
—Como si cayera agua por los cerros.
—Todo seco, como siempre en esta temporada, debe estar
cansado. El sol a veces juega con la vista.
Asentí sin decir más. No podía admitir lo que acababa de
ver. ¿Cómo hacerlo sin parecer un loco?
Volví a casa. Juanita, mi mujer, estaba arreglando los
jarrones con flores que había en la entrada de la casa.
—¿Ese té tenía algo raro? —le pregunté sin rodeos.
Se detuvo, me miró con la regadera que tenía en la mano.
—¿A qué te refieres?
—No sé… estaba más amargo. ¿Le pusiste alguna hierba
nueva?
Frunció el ceño.
—Es el mismo té de siempre, el de cedrón que cultivas tú.
¿Estás bien?
Me encogí de hombros.
—Creo que necesito dormir más.
Juanita me observó unos segundos más, y luego siguió con
sus quehaceres en silencio.
Esa noche no pude pegar un ojo, cada vez que cerraba los
párpados, veía los riachuelos cayendo, oía el murmullo del agua. No era un
sonido fuerte, era más bien como un susurro, una voz sin palabras.
Comencé a soñar con mujeres que no conocía. Una de ellas
peinaba su largo cabello negro a la orilla de un río que no existía en la
hacienda. Otra, más anciana, molía maíz en una piedra mientras murmuraba en
quechua palabras que jamás aprendí, pero que se me grababan en el cuerpo como
un eco. Y una tercera, apenas una niña, me miraba fijamente desde el fondo de
un pozo.
En todos los sueños había agua corriendo, goteando, o se
acumulaba bajo mis pies. A veces era cristalina y otras, negra como petróleo.
Una madrugada, desperté empapado en sudor. Juanita me
miraba con el ceño fruncido, desde la silla junto a la cama.
—Estás hablando dormido otra vez —dijo.
—¿Qué dije?
—Nombres. Algunos no los entendí. Uno lo repetías mucho:
Clara.
Ese nombre me sacudió.
Lo había escuchado antes, pero no la recordaba bien.
Quizás una tía lejana. O una hermana de mi abuela. Alguien que alguna vez
nombraron de pasada en una sobremesa y que yo no consideré importante.
—¿Te suena ese nombre? —pregunté.
Juanita se quedó en silencio, pensando.
—Tu abuela decía que Clara era «la última de la línea».
Que después de ella, el agua se quedó sin voz.
Juanita había convivido mucho con mi madre y abuela. Ella
creció en esta casa, su madre había acompañado a mi abuela desde siempre,
Juanita fue acogida como de la familia y los secretos de la rama femenina
habían sido compartidos con ella y su madre.
No entendí. Pero algo dentro de mí sintió que esa frase
era verdad.
Al día siguiente, fui al cuarto que fue de mi padre, donde
guardaba mapas de cultivo, facturas, actas notariales. No esperaba encontrar
nada más que polvo, pero en un estante alto, detrás de un archivador viejo,
había una caja de madera con una cinta azul deshilachada.
La bajé con cuidado. Al abrirla, lo primero que vi fue
una fotografía vieja y amarillenta. Cinco mujeres de pie frente a una choza de barro
miraban a la cámara con una firmeza que atravesaba el tiempo. No sonreían, no
posaban, simplemente estaban. Al reverso, escrito con tinta desvaída y letra
temblorosa, una frase: «Las guardianas. Que no se rompa la línea».
Un escalofrío me recorrió la espalda. No sabía quiénes
eran esas mujeres, pero una de ellas, la más joven, tenía el mismo rostro de la
mujer que aparecía en mis sueños, peinando su cabello a la orilla del río.
Guardé la foto en el bolsillo de la camisa, cuando salí
del cuarto sentí que la temperatura había bajado unos grados, aunque el sol
seguía brillando afuera. El viento me trajo un olor extraño, no a humedad… sino
a río profundo, como cuando uno se acerca a una quebrada que ha estado mucho
tiempo escondida.
No sabía aún lo que significaba, pero esa frase no me
soltaba: «Que no se rompa la línea».
Un día mientras realizaba mi caminata diaria por la
finca, la vi. Apareció ahí, como si siempre hubiera estado. Vestía una pollera
oscura, blusa crema con bordados descoloridos, y llevaba una manta ligera sobre
los hombros. El cabello, entrecano, lo tenía trenzado y recogido con una
peineta antigua. Sus ojos, negros como el agua profunda, me observaron con una
calma que no supe interpretar.
—¿Le puedo ayudar en algo? —pregunté, intentando
disimular la inquietud.
—No —respondió, sin sonreír—. Vine a ayudarte a ti.
No supe qué contestar. Esperé a que dijera algo más.
—Soy la hija de Clara —añadió, como si eso bastara para
explicar todo.
El nombre me atravesó el pecho. Sentí el peso de la
fotografía en mi bolsillo.
—Clara era… ¿de mi familia?
—De tu sangre —dijo ella, como quien habla de raíces, no
de parentescos.
—¿Y por qué viene ahora?
La mujer desvió la mirada hacia el pozo.
—Porque escuchaste el llamado, no todos lo escuchan, menos
aún los hombres. Pero tú viste el agua.
—¿Cómo lo sabe?
No respondió. En lugar de eso, sacó algo del bolsillo de
su manta: un pequeño objeto envuelto en tela. Me lo tendió con cuidado. Lo
abrí. Era una piedra negra, lisa, ovalada, fría al tacto, pero que, al
voltearla, mostraba un símbolo en bajo relieve de gran misterio.
—Esto perteneció a Clara. Ella la recibió de su madre. Y
así, hacia atrás, hasta la primera.
—¿La primera qué?
—La primera mujer que escuchó al agua.
Me quedé en silencio, no podía articular una sola
pregunta, todo parecía flotar fuera del tiempo.
La mujer se levantó con lentitud. No era vieja, pero
caminaba como si llevara muchas vidas encima, me pasó de largo, y al hacerlo
dijo:
—Cuando el agua empiece a moverse, no la detengas. Si lo
haces, se romperá la línea.
Quise pedirle que me explicara más, que no hablara en
acertijos, pero cuando giré, ya no estaba. Ni pasos, ni sombras, solo el eco de
sus palabras y el sonido leve, persistente, de una gota cayendo en algún lugar
profundo del pozo.
Me asomé, no había agua, sin embargo, sentí el olor a memoria.
Iba caminando por la hacienda como siempre, revisando los
campos, saludando a los peones, escuchando los informes de Fulgencio, pero todo
me parecía ajeno.
La piedra negra no me dejaba en paz, la llevaba conmigo
en el bolsillo desde aquel día. Algunas noches la dejaba en la mesa de noche y
juraría que amanecía en otra posición. En otras ocasiones, la sentía tibia al
tacto, como si guardara el calor de una mano que no era la mía. Juanita empezó
a notarlo.
—Estás más callado —me dijo una noche mientras
cenábamos—. Y te levantas a deshora. ¿Qué pasa?
—Nada. Sólo tengo la cabeza llena —respondí.
Pero no era verdad, no era solo la cabeza, era el cuerpo
completo. Soñaba con agua, ya no como antes, ahora estaba yo dentro, flotando,
sin ropa, sin voz. A veces me dejaba llevar, otras, sentía que algo me jalaba
hacia abajo. Me despertaba con los oídos zumbando, como si acabara de salir de
una zambullida profunda.
Una tarde, mientras caminaba hacia el cuarto de
herramientas, sentí que mis pies se hundían ligeramente en la tierra, miré
hacia abajo, el suelo estaba seco, pero yo sentí humedad, cómo si justo bajo
mis pasos algo se moviera.
—¿Papá creía en estas cosas? —le pregunté a Juanita esa
noche.
Ella dejó de lavar los platos y se secó las manos.
—¿A qué cosas te refieres?
—A los sueños. A las historias de las mujeres de antes. A
Clara.
Juanita tardó en responder.
—Tu padre no creía en nada que no pudiera dominar. Para
él, el agua era solo un recurso. Algo que se canaliza, se encierra, se reparte.
No la escuchaba.
—¿Y tú?
—Yo sí la escucho. Pero hasta ahora me di cuenta de que no
me hablaba a mí.
La miré. Había algo en su expresión que no había notado
antes. No era miedo ni sorpresa. Era más bien reconocimiento.
—¿Y ahora? —pregunté.
Juanita me sostuvo la mirada.
—Ahora quiere hablarte a ti.
No dije nada, me acosté con la piedra en la mano, cerré
los ojos y por primera vez, no soñé con el agua. Esa madrugada no fue un sueño
lo que me despertó, fue un sonido.
Un golpeteo leve, constante, como si algo cayera
lentamente sobre madera hueca. Tardé en reconocerlo. Venía del altillo, ese
pequeño desván sobre la cocina donde mi madre solía guardar cosas viejas:
libros, tejidos, imágenes religiosas que ya nadie veneraba.
Subí con la linterna, el golpeteo cesó al abrir la pequeña
puerta. El polvo flotaba en el aire, espeso como humo viejo, y ahí, en una
esquina, entre una caja rota y una maleta cubierta de tela, vi un cuaderno.
No era grande. Estaba forrado con tela azul desteñida,
amarrado con una cinta que parecía haber estado mojada en algún momento. Lo
tomé con cuidado, al abrirlo, reconocí la letra a medias: era la misma de la
frase escrita en la foto, pero más firme, más joven.
La primera página decía, en tinta desvaída: Clara Q. —
Año 1948.
Pasé la hoja con el corazón acelerado. «Hoy el agua me
habló por primera vez. No fue un susurro, fue un llanto. Me pidió que no me
calle, que no la encierre. Me dijo que, si dejo de oírla, la línea se quiebra,
pero mi padre dice que son delirios. Que lo que siento no es real. Que las
mujeres de esta casa deben olvidar esas tonterías. Yo no quiero olvidarlas. Yo
no quiero romper la línea».
Seguí leyendo. Eran páginas breves, más sensaciones que
relatos. Clara hablaba de dolores que no eran físicos, de visiones que tenía
mientras lavaba ropa en el río, de mujeres que venían en sueños con cabellos
mojados y voces antiguas. A veces escribía fragmentos en quechua. A veces solo
dibujaba círculos. Uno de ellos, en una página intermedia, me estremeció: era
el mismo símbolo que tenía tallado la piedra que me había dado la hija de
Clara.
Al final del cuaderno, la letra se volvía errática, como
si escribiera con prisa o con miedo.
«Hoy me dijo que ya no me hablará más si no cumplo. Que
el agua buscará otro cuerpo, otro canal. Que me hunda o me calle, pero que no
la traicione».
La última página estaba arrancada, solo quedaba el borde
irregular del papel, y una mancha que podría haber sido humedad… o sangre. Guardé
el cuaderno junto a la piedra y bajé en silencio. Juanita ya estaba despierta,
sentada a la mesa con una taza entre las manos.
—La oíste, ¿verdad? —dijo sin mirarme.
—Sí —respondí.
—¿Y ahora?
—Ahora quiero saber quién fue Clara realmente.
—Entonces prepárate —dijo, sin apartar la vista del vapor
del té—. Porque nadie te va a contar esa historia. Vas a tener que sentirla.
Los días siguientes fueron silenciosos. No por falta de
sonidos, las cabras seguían con su bullicio, los peones trabajaban, y Juanita
continuaba con su rutina sin alteraciones. Pero dentro de mí, se había
instalado un silencio más hondo que absorbía las palabras antes de que llegaran
a mi boca.
Dejé de hablar del agua y entonces ocurrió. Un calor
súbito me subió desde los pies hasta el pecho, como si una corriente circulara
dentro de mí, empujando desde las entrañas, mis manos comenzaron a temblar, sentí
una presión en la nuca, me llevé la mano a la frente, estaba empapada, no era
sudor sino agua.
Agua fría, densa, como si mi cuerpo la estuviera
expulsando por los poros. Jadeé, me senté en el suelo. El corazón me latía en
los oídos. No podía levantarme ni pensar con claridad. Solo estaba allí, con la
respiración entrecortada y una sensación de que algo —algo que no era mío, pero
que me habitaba— se estaba deshaciendo. No lloré. Pero mis ojos se llenaron sin
aviso.
El agua volvió esa noche. No cayó del cielo, surgió de
abajo, desde los rincones donde la tierra guarda secretos. La oí moverse detrás
de las paredes, murmurar en las tuberías secas, gotear desde las vigas de madera,
aunque no había lluvia.
Fui hasta el pozo sin linterna, la luna bastaba. El borde
estaba húmedo, el aire olía a río profundo. Me incliné y vi la superficie
temblar, agitada por una corriente que venía desde lo hondo, no había viento, solo
la respiración de la tierra.
Me quité la camisa, me descalcé, toqué el agua con los
dedos de las manos, estaba fría, vibrante y me dejé caer. No fue un salto, fue
una entrega, el agua me envolvió sin resistencia, no sentí miedo, cerré los
ojos y el mundo se apagó.
Y entonces vinieron. No eran imágenes ni sueños, eran presencias.
Manos que tocaban sin peso, voces que no usaban palabras, brazos que me
sostenían en el fondo. Vi a Clara, a mi madre, más joven, me vi a mí mismo, en
una forma que no conocía, con los ojos abiertos bajo el agua, sin necesidad de
respirar y comprendí. No se trataba de salvar ni de recordar. Se trataba de
rendirse a lo que me sostenía desde antes del lenguaje.
Emergí cuando era otro, ya nada se resistía dentro de mí,
entendía todo.
Volví al día siguiente al mismo lugar, el pozo estaba
tranquilo, como si nada hubiera ocurrido. Juanita me vio desde la casa. No
preguntó.
Solo asintió, como quien reconoce que un ciclo se ha
cerrado. Desde entonces, ya no sueño con mujeres que me llaman, ya no oigo
susurros en el agua.
Ahora, el agua fluye en silencio por los surcos de la
tierra, en los cántaros de barro, en mis propias venas. No cuento lo que pasó porque
no me pertenece del todo. Solo sé que algo volvió a su cauce y con ello yo.
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