Rosario Sánchez Infantas
—Recuperó color… por un momento —Doris dejó el tenedor—. Solo mientras Ríos hacía compresiones.
Pedro alzó la vista. El aceite de las papas todavía le brillaba en los labios.
—¡Gonzales va a decir que no hicieron lo suficiente!
—¡Media hora estuvimos tratando de estabilizarlo!
—Sigue.
Doris volvió a sentir el calor intenso de los focos quirúrgicos, el zumbido del extractor de aire y el olor a formol del quirófano.
Esa noche mientras cenaban, Doris le contaba a Pedro las incidencias de su turno en sala de operaciones, y este describía cómo estuvo el servicio de emergencia, lo cual era habitual en ellos. En el hospital provincial todos se conocían, por lo que disfrutaban esas charlas, a las cuales habían habituado a sus niños. Hoy estaban más locuaces porque les habían pagado el sueldo y, entonces, acostumbraban cenar fuera. Doris, aún conmocionada, relataba lo sucedido en la tarde:
—¡Dale, dale, arriba, arriba, tú puedes!,
murmuraba. Ya iba a reiniciar la operación cuando hizo otro paro.
—¿Desfibrilaron? —indaga Pedro mientras corta
su filete.
—¡Claro! Así logró un pulso de setenta. ¡Hazlo,
debes hacerlo!, pensaba yo. Empezó a respirar sola, aunque agitadamente. ¡Hasta
que hizo otro paro!
Le pusimos adrenalina. Parecía irse estabilizando.
¡Tranquila, tu cuerpo lo hará por ti!, le decía mentalmente. Estaba pálida,
pero tenía un buen pulso.
—¿Cuánto?
—Ochenta.
—¿Y qué hacía el Flores? —pregunta Pedro
mientras mastica una gran porción de papas fritas.
—Ya te imaginarás. Se persignaba una y otra
vez ante la medallita de la Virgen María que había puesto en el reloj. La
paciente parecía estar en calma. Se me ocurrió que así deben ser los estados zen.
Todos respiramos aliviados. Ríos sacudió la cabeza y dijo con decisión: «Cerramos.
Antiácidos. Cero tabaco». Entonces la paciente hizo el último paro.
Terminada la cena, Doris se durmió apenas
apoyó la cabeza sobre la almohada. Pero el sueño no habría de ser reparador, un
maullido agudo la sacó del sopor.
—¡Cállate, ya te escuché! ¡Ya va! —gruñó, mientras se
revolvía en la cama—. Maldito gato, siempre antes que el despertador.
¿Qué día es hoy? ¡Diablos, es jueves! Los
chicos desfilan temprano y no he planchado el uniforme. La monja los va a
desaprobar en Conducta. Quizás ya no le den diploma de honor a Carlos, con todo
lo que se esfuerza en estudiar. ¡Qué mala madre soy! A las ocho nos van a
evaluar y yo no pude asistir a la capacitación porque Yoyita estaba con fiebre.
¡Diablos, rebalsó la leche! Y no hay más.
¿Por dónde empiezo? ¿Qué hago? Hasta el
mediodía tengo que hacer mi informe sobre la falta de instrumental. No entiendo
cómo firmé sin contar lo que recibía, ahora debo pagar el faltante, pero lo
peor es que piensen que he sustraído material del trabajo. ¡No puede ser! ¡Ha
muerto! Hace días que no ingreso al patio y he olvidado darle agua al canario.
¿Cómo se educa, así, en valores a los hijos?
Anoche no dejé remojando las menestras que iban a ser nuestro
almuerzo.
Me siento miserable. Así no se puede vivir.
No alcanza el tiempo para nada. No hago nada bien ni oportunamente. No disfruto
mi trabajo ni criar a mis hijos. Se siguen acumulando mis obligaciones, me dejan
sin espacio, este se cierra por ambos costados.
Sí, me esfuerzo, dedico mucho tiempo a mi
trabajo, y muy poco a lo más básico para subsistir. Están a mi izquierda las
tareas que no logro terminar: las de hace dos meses atrás, las de hace un mes, las
urgentes, las que vencen hoy, de las que me acabo de enterar. Me cierran el
paso. Y por la derecha, está el
jardín por regar, llevar a los chicos a vacunar, la inscripción a la especialización
cuyo plazo vence mañana y tendré que postergar porque no acabo de formular el
proyecto de investigación. Siento que las
obligaciones me empujan, me acosan, sus plazos parecen comprimirse. Y ya no sé por dónde respirar.
Corro a despertar a Pedro. No puede ayudarme
en nada. Está con cólicos y diarrea. Me tapo el rostro sudoroso... y, ¡me
despierto! Eso pasa por comer mucho en la noche. En el velador el reloj señala las 4:25. Pienso que es un gran alivio que no
todo lo que soñé sea cierto, pretendo volver a dormir. Doy algunas
vueltas, pero muchos de esos pendientes justifican el sentimiento de ineptitud,
agobio y desesperanza. Y así es hoy, y lo fue marzo y en el 2024, en el 2020,
en 1990 y... ¡desde que soy adulta!
Y recuerdo la operación fallida de ayer por
la tarde. Pasan rápidamente las imágenes desde que anestesiaron a la paciente
con úlceras gástricas, los sucesivos paros cardiorrespiratorios, la angustia
que experimentamos, las intervenciones, siento calor, el sudor frío perla mi
frente y escucho lo que pensaba y sentía sucesivamente: ¡Arriba, arriba,
tú puedes! ¡Hazlo, debes hacerlo! Y al final, cuando ya tenía buen pulso: ¡Calma,
tu cuerpo lo hará por ti!
Pienso cómo pude instarle cosas tan
diferentes. ¿Qué me gustaría que me dijeran a mí? Está entre: ¡Hazlo, debes
hacerlo! y ¡Arriba, arriba, tú puedes! Lo primero me digo siempre y vivo
angustiada, corriendo. Probaría diciéndome: ¡Arriba, tú puedes! Cierro los ojos
y me imagino estar a mitad del ascenso a la montaña de mi vida.
¡Duele, pero anima a seguir pendiente arriba!
¡Cómo no hacerlo si cuando miro hacia atrás
noto que he subido tanto! Una cumbre se abre ante mis ojos retándome a
alcanzarla. Siento el cansancio, mis piernas tiemblan, mi respiración es
agitada. Vistas las cosas desde esta perspectiva el corazón late excitado pero
vigoroso, pienso que se justifica mi fatiga.
Giro el cuerpo hacia abajo y veo, cada vez
más pequeñas, imágenes de algunos sucesos pasados. ¡Cada uno de ellos con su
propia melodía e incluso algunos tienen un aroma propio! Con ellos un mar de
emociones y pensamientos que se concentran en una idea. Y entonces, el espíritu
se va inundando de nostalgia gustosa ante: «Linda promoción». «Gracias por la
empatía». «Lo logramos». «Matrimonio de los
chicos». «Ingresé». «¡Veinte!». «¿Es copiado el poema que has
presentado?». Leo Dan pone el corazón en
cada nota: Jamás podré olvidar la noche que te besé, estas son cosas que
pasan y es el tiempo quien después dirá, mientras el sacapuntas afila
sueños infantiles y se combinan los rizos de madera perfumada y el aroma a
mandarina.
Algunas imágenes también hincan la memoria y
el sentimiento: «Me cambian de colegio». «No irás al viaje de promoción». «Tener
que usar los zapatos feos». «Papá y mamá no se hablan». Sin embargo, desde esta
panorámica las cosas parecen haber tomado su verdadero valor.
Golpeo mis muslos con los puños, sacudo las
piernas, respiro profundamente y echo a andar hacia arriba con la curiosidad de
lo que me traerá el senderito sinuoso que trepa la cuesta.
¡Era tan fácil cambiar de perspectiva!
Cincuenta años ubicando el pasado a mi izquierda y el futuro a mi
derecha, medio siglo con las obligaciones amontonándose a
los costados. Ubicando el futuro arriba y adelante, mientras que el pasado
atrás y hacia abajo la vida es más retadora y gratificante. ¿Qué pasaría si
visualizo el futuro hacia adelante y hacia abajo y el pasado hacia atrás y
hacia arriba?
Cierro los ojos y ¡a imaginar!.
Esto sí que es divertido, corro, cuesta
abajo, ligera, atrevida, desenvuelta, espontánea. Siento que hay
sucesos, memorias, risas y llantos detrás de mí. Ellos y la gravedad aceleran
mis piernas, me inclinan hacia adelante, llevo extendidos los brazos a fin de
equilibrarme. Siento miedo de la velocidad que voy tomando, pero no deja de ser
gracioso. Son mis vivencias, alegres y tristes las que me llevan cuesta abajo.
Estoy muy concentrada en no caer, en que mis piernas sigan la velocidad de mi
carrera loca, y en no frenar abruptamente saliendo despedida en un brinco
descomunal. Apenas si me llegan lejanas algunas imágenes de hechos del pasado
que va detrás de mí.
«Ser la niña gorda del salón». «Se murió el
monito». «Logré el primer lugar». «Es hombre y está sanito». «Se reeligió el
dictador». «Su niño tiene un virus desconocido». «Perdimos las elecciones».
Todo se amalgama, anula y pierde importancia. Qué fácil resultó. Todo pasa
rápidamente a un segundo plano porque se vuelve el pasado. «El sábado nos
mudamos», pero la vida me empuja hacia adelante. ¡Uf! Me duelen el costado y
las piernas, me laten las sienes, el corazón parece que se me va a salir de
latir tan fuerte y rápido.
No puedo optar entre la última y la penúltima perspectiva. Ambas tienen su encanto. Creo que haré una combinación: el futuro adelante y el pasado atrás, sin inclinaciones. No sé qué resulte. Solo visualizar esa línea me inspira paz, claridad, como si hubiera aprendido a vivir. ¡Era cuestión de perspectiva!
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