Lucía Yolanda Alonso Olvera
Claudia
se ha levantado tarde, abre la cortina, otra vez amaneció nublado y siente un
poco de frío, se pone la bata y decide bajar a hacerse un café y traerlo a su
habitación para disfrutar el silencio de la mañana. Víctor, su hijo, se ha ido
este fin de semana de campamento con sus amigos y seguramente llegará en la
tarde agotado.
Con
el exquisito aroma del café humeante sentada en el silloncito de mimbre ubicado
junto a la ventana de su dormitorio, admira las densas y grises nubes que cubren
el cielo de la capital. Marca el número de su hermana mientras el clamor del
tráfico, aunque lejano, llega incesante hasta ella.
—Hola,
hermana, ¿cómo van las cosas por allá en Celaya? Me enteré de que otra vez se
armó la balacera en el centro —afirma afligida Claudia al teléfono—, llevo intentando
desde ayer en la noche comunicarme contigo, ¡ya vénganse a vivir a la capital,
allá está horrible!
—¡Hermanita,
no te azotes! Aquí no nos pasa nada, esas balaceras son diario, muy localizadas
cerca del centro y nosotros por allá no vamos nunca, aquí en la colonia tenemos
todo cerca y es segura, y tu capital llena de gente, de tráfico, toda
contaminada y encharcada en temporada de lluvias, no es ninguna ganga —contesta
Nora con su característico talante desparpajado.
—Eso sí, acá también tenemos nuestros
martirios, pero menos mal que todos están bien por allá. Ya te puedes imaginar
para qué asunto te llamo —continúa Claudia—, a ver con cuánto le vas a caer
para la coperacha para la sobrina, porque como siempre, está llena de problemas
y no tiene ni en qué caerse muerta la pobre. Ahora tenemos que ayudarle a pagar
la instalación del gas natural en su monstruosa casa de Clavería.
—¡Puta
madre, hermana! Es el tercer sablazo que me das este año, con esa historia de
Lucerito. ¡Esa chamaca igual que su mamá y su abuela, es una inútil! ―exclama
Nora―, nosotras que educamos tan bien a nuestros hijos para que sean
independientes y ahora andamos cargando con este lastre familiar.
—Pero
no la podemos dejar sola a esta niña, era la ahijada de mi mamá y acuérdate que
nos hizo prometerle cuidarla siempre. Además, no sabes cómo está Pedrito de
simpático, ya el mes que viene cumple cuatro años y está graciosísimo ―responde
Claudia con ese tono amable que la distingue, sabiendo que con este comentario
ablandará a Nora para que acepte cooperar.
—Está
bien, hermana, nomás porque Lucero fue como mi hija unos años acá en Celaya, ¿de
a cuánto nos toca esta vez? —pregunta Nora complaciente—, pero te advierto que
es la última cuota que pago este año para Lucerito y su hermoso vástago Pedrito,
ya chole con estarlos manteniendo.
—Estoy
calculando que, si todos aportamos como la vez pasada, nos toca de setecientos
pesos por cabeza. Con esto alcanza para la instalación y el contrato del gas
natural, le conectan el calentador que le regalamos y se compra una estufa
usada que ya vio y que está buena. Y estoy de acuerdo contigo, hermana, este es
el último empujón que le damos a Lucero para que mejore su vida y arregle lo
básico para poder habitar con su hijo esa casa desvencijada —afirma Claudia—. ¿Tú
les pasas la cachucha a tus hijos, Rubén y Mariana, para que se caigan con su
cuerno, o quieres que yo les llame?
—Yo
les hablo y recabo su cuota y en la semana te deposito los dos mil cien pesos
para la inútil de Lucero.
—Ya
no le digas inútil, hermana, no seas así, esta escuincla no tuvo de dónde salir
espabilada, ya ves la historia de la prima Paulina, su madre, y de su abuela,
Artemisa. La tenemos que ayudar mientras podamos, acuérdate del dicho que decía
mi mamá: «al que ayuda, Dios le ayudará».
—¡Pues
sí, que nos queda! A ver si Dios me ayuda con mi salud, hermana. Me tengo que
ir a recoger a mis nietos porque Mariana anda con mucho trabajo y le estoy echando
la mano con los niños los fines de semana. Te dejo, te mando besos chula, besitos
a Víctor también y nos vemos en quince días para festejar el cumpleaños de tu
hijo —se despide Nora cariñosamente.
Después
de esta llamada Claudia baja las escaleras y va a la cocina a prepararse un
sándwich, luego se sienta a comérselo en el mullido sofá de la sala de su
hermosa casa ubicada al sur de la Ciudad de México. Escucha los primeros
truenos y observa cómo empieza a caer una lluvia fina sobre la terraza donde
tiene sus plantas y reflexiona en lo afortunados que son ella y su hijo, Víctor,
por tener una familia solidaria y generosa. Ella, que decidió hace muchos años
ser madre soltera, es una profesionista exitosa, tiene un buen trabajo como
investigadora en una agencia internacional y su hijo está por terminar la
licenciatura en la universidad nacional.
Nora,
su hermana, siempre apoya todas sus iniciativas para arrimar el hombro a Lucero,
su sobrina. Ambas tienen el firme convencimiento de que algún día, esta muchacha,
pueda salir adelante y dejar de repetir su espantoso patrón familiar.
Y
es que la historia de Lucero es como una cadena perpetua de fracasos,
mediocridad, locura y sufrimientos, que sería razonable poder detener. Pero
¿cómo romper los moldes familiares que heredamos?
Claudia
piensa que ellas son una excepción en la familia. Sus padres, Patricia y Mario,
se casaron jóvenes y se alejaron de ese ambiente tóxico que generaba Verónica,
la hermana mayor de Patricia.
Patricia
y sus dos hermanas se quedaron huérfanas muy pequeñas, sus padres tuvieron un
horroroso accidente en la carretera y murieron cuando Verónica tenía dieciséis años,
Patricia catorce y Artemisa tres.
Artemisa,
la abuela de Lucero, fue la que corrió con la peor suerte. Verónica, solterona
y muy amargada se quedó a vivir una
vida lúgubre en casa de sus padres.
En
cambio, Artemisa, marcada por su mala fortuna y su falta total de carácter se
quedó embarazada muy joven y se tuvo que casar con su primer novio, Pedro, un
inútil total que nunca dio pie con bola, saltaba de un trabajo a otro hasta que
entró a la compañía de luz, en un puesto administrativo de muy bajo perfil y de
ahí no pasó, mientras Artemisa se hacía cargo de Paulina su hija.
En
cuanto nació Paulina, Verónica los echó de su casa y tuvieron que irse a vivir con
los padres de Pedro, allá en Clavería. Menos mal que los viejitos murieron
pronto y les dejaron la casa como patrimonio.
Pero
la desgracia las alcanzó rápido. Cuando Paulina cumplió ocho años a Pedro le
dio un infarto fulminante. Artemisa, que no tenía oficio ni beneficio decidió
volver con su hija a vivir con su hermana mayor y mantenerse de una mísera
pensión que le dejó Pedro y de la renta de la casa de Clavería. Verónica se
aprovechó todo lo que pudo de Artemisa y de Paulina, les permitió ocupar el
cuarto de servicio y las trató a las dos como sus sirvientas.
Artemisa,
que era una inútil, atenida, irresponsable y sin carácter le pidió a su vecina,
Margarita, que le cobrara la renta mensual de la casa de Clavería. Es increíble que haya sido incapaz de abrir
una cuenta bancaria para recibir este ingreso, por lo que iba con Paulina, cada
mes en transporte público, desde el otro lado de la Ciudad de México, a recoger
su dinero.
En
esos largos trayectos, con el efectivo en la bolsa, la asaltaron en tres
ocasiones y de milagro no las mataron. Así Artemisa y Paulina pasaron muchas
penurias para sobrevivir, hasta que Patricia empezó a ayudarlas.
Claudia
recuerda las primeras vacaciones que disfrutaron Artemisa y Paulina con ellos
en Acapulco. No se olvida de la expresión de terror de su prima cuando se acercó
al mar. Nora, y ella, que tanto disfrutaban los chapuzones en las olas y que
desde chicas sabían nadar no daban crédito del abismo que las separaba de Paulina,
este contraste de vida se hizo cada vez mayor.
Mientras
Nora y Claudia hacían notables carreras universitarias, Paulina, con el apoyo
que Patricia le dio, a duras penas, logró terminar la carrera técnica de contable
en la Escuela Bancaria y Comercial en donde, para su desgracia, conoció al
sapo, su maestro de administración, de quien se enamoró perdidamente y muy
pronto resultó embarazada.
El
problema es que Paulina nunca se enteró que el sapo era casado y el
desgraciado, en cuanto supo que Paulina estaba esperando, no solo la repudió,
sino que desapareció del mapa y nadie supo más de él.
Al
enterarse Verónica de que su sobrina estaba encinta de un hombre casado y que
la había rechazado, ella hizo lo mismo y la hostigó tanto que, tres meses antes
de que naciera Lucero, Artemisa desesperada le llamó a Patricia, para pedirle ir
a vivir un tiempo a su casa hasta que naciera su nieta.
A
Claudia ya no le tocó vivir en casa de sus padres con Artemisa y Paulina,
porque justo unos meses antes había obtenido la beca para estudiar su maestría
en Holanda. Ella y su hermana fueron siempre muy afortunadas en comparación con
su prima Paulina.
Cuando
Lucero cumplió un año, Patricia convenció a Artemisa y Paulina que se fueran a
vivir por su cuenta y se independizaran. Ayudó a su sobrina a conseguir trabajo
en un banco. Con el salario de Paulina, más la mísera pensión que tenían de Pedro
y la renta de la casa de Clavería pudieron alquilar un departamentito cerca de
la sucursal bancaria donde trabajaba Paulina.
Claudia
recuerda las cartas que su mamá le escribió y recibió durante los años que
vivió en Holanda, donde le contaba, cómo les ayudó a montar el departamento
para que no les faltara nada. Sin duda, su madre, siempre fue un ejemplo: una
mujer solidaria y cariñosa que nunca abandonó a su hermana pequeña y frágil. En
cambio, Verónica jamás hizo nada por ayudar a Artemisa, su hija y su nieta.
Fue
así como Artemisa, Paulina y su hija, por primera vez en su vida vivieron
solas. Artemisa se encargaba de la casa y de cuidar a Lucero, mientras Paulina
trabajaba. Pero muy pronto, Artemisa empezó a manifestar los primeros síntomas
del Alzheimer. La enfermedad la devoró rápido, olvidó bañarse, peinarse, apagar
la estufa en la cocina, ir a recoger al kínder a Lucero, hasta que olvidó su
nombre, el de su hija y su nieta.
Fueron
años duros para Paulina que tenía que ir a trabajar para mantener a su madre
obnubilada por completo y atender a la niña. Y su carácter pusilánime y anodino
no le ayudaba.
Un
año y medio duró Artemisa en las tinieblas del olvido y un día amaneció en su
cama muerta de un paro respiratorio. Fue así como Paulina se quedó sola con
Lucero.
Paulina
al perder a su madre también empezó a deteriorar su precaria estabilidad
emocional y decidió pedir un cambio de sucursal en el banco para irse a vivir a
Celaya, cerca de su prima Nora para que le ayudara con la crianza de Lucero.
Indudablemente,
Nora fue muy solidaria, ella tenía a Mariana y a Rubén pequeños y casi adoptó a
Lucero esos años porque Paulina a duras penas se podía hacer cargo de su vida
laboral como empleada del banco.
En
Celaya, Lucero, se crio bien con el apoyo de sus tíos y la compañía de sus
primos, pero Paulina nunca levantó cabeza, se había quedado enamorada del sapo
toda su vida y sin su madre no se hallaba en el mundo. Poco a poco se fue
abandonando y su salud mental iba de mal en peor, perdiendo contacto con la
realidad con brotes psicóticos cada vez más frecuentes.
Cuando
Lucero terminó el bachillerato, Margarita, la amiga de Artemisa, que todavía cobraba
la renta de la casa de Clavería, enfermó y le llamó a Paulina para decirle que
ya se hiciera cargo de su propiedad, porque se iba a vivir fuera de la ciudad.
Paulina
que ya estaba bastante fuera de la realidad, entró en pánico de perder la casa
y la renta con la que se mantenía. Madre e hija decidieron volver a la Ciudad
de México, porque, además, Lucero quería entrar a estudiar a la Escuela Normal
Superior para hacerse maestra de preescolar.
Fue
entonces que le tocó a Claudia echarles la mano para encontrarles un
departamento cerca del trabajo de Paulina y de la Escuela Normal Superior.
Claudia
sigue sentada en el sofá. La lluvia ha arreciado; un trueno retumba en el cielo
—típico de esta época en la ciudad— y la saca de sus cavilaciones. Entonces se
queda absorta por la cantidad de agua que cae y se extasía al ver las gruesas gotas
que chocan con fuerza contra el piso de la terraza. Advierte que ya se forma un
estrecho riachuelo entre las macetas, que corre hacia la boca de la
alcantarilla, la cual tiene muchas hojas alrededor. Entonces se dice a sí
misma: «En cuanto termine la lluvia tienes que limpiar y recoger las hojas para
que no se encharque la terraza como sucedió el año pasado que se nos inundó y
se metió el agua hasta la cocina».
Vuelve
a sus reflexiones y se da cuenta que no ha dejado de pensar toda la mañana en esta
intrincada historia de vida que ha marcado a Lucero y lanza un suspiro. Tiene
la firme convicción que Pedrito, el niño de Lucero, puede romper esta cadena de
desastre, locura y mediocridad. Pero en el fondo de su corazón, se pregunta:
¿realmente se podrá arrancar esta atadura que parece perpetua?
La
casa de Clavería evidentemente estaba destrozada, los inquilinos al saber que
Margarita ya no estaba para cobrarles la renta se negaron rotundamente a seguir
pagando y salirse de la casa.
Claudia
asesoró a Paulina y contrató a un abogado para empezar los trámites legales e
iniciar un juicio de desalojo contra los inquilinos y así recuperar la casa.
Al
no contar con el ingreso de la renta, Paulina y Lucero vivían en la precariedad
total, únicamente con la pensión que logró obtener Paulina en el banco por
invalidez, debido a que cada vez estaba peor de los nervios.
Entre
Nora y Claudia hicieron fuerte a Lucero para pagarle los estudios en la Normal
Superior y los gastos del abogado, hasta que por fin lograron recuperar la casa
de Clavería, cuando Lucero terminó sus estudios superiores.
Recién
concluyó su carrera de maestra de preescolar, todas pensaron que la cadena de
fracasos, por fin, se iba a acabar, pero justo el día de su graduación, Lucero,
les anunció a sus tías y a su madre que estaba embarazada y que su novio había
decidido irse a trabajar a Estados Unidos unos años para juntar dinero y luego volver
con ella y construir la familia.
Paulina
sabía que su hija estaba repitiendo el patrón que ella misma había vivido y dio
rienda suelta a su locura.
Lucero
consiguió de inmediato una plaza de maestra en un kínder público, y ahora debía
hacerse cargo de su madre desquiciada y de mantener a su hijo. Pero entonces
llegó la pandemia, y con ella, el derrumbe final: la salud de Paulina se agravó
hasta que falleció a causa del Covid-19.
Claudia
y Nora se encargaron de pagar los gastos del funeral, enterrar a su prima
Paulina y ayudar a Lucero a superar esta terrible pérdida.
Hace
un año, por fin, Lucero, recuperó la desvencijada casa de Clavería. Nora y
Claudia creen que tal vez sea el lugar en donde su sobrina pueda enderezar su
vida y romper la cadena de desgracia familiar que la rodea. ¿Lo hará?
Claudia
aún sentada en el sillón de la sala, mira su reloj, se sorprende de la cantidad
de tiempo que lleva abstraída en sus pensamientos y recuerdos. Ha pasado la
tormenta, pero aún caen algunas gotas, piensa en salir a la terraza y disfrutar
un rato del olor a la tierra mojada que tanto le gusta y le recuerda su
infancia. Se espabila. De pronto se da cuenta de que es domingo. Tiene que ir
al supermercado a comprar la comida para la semana. Mañana viene Meche, la
señora que le ayuda a cocinar. Comienza un nuevo ciclo de mucho trabajo y
obligaciones para ella y para Víctor que, el martes, empieza los exámenes
finales en la universidad. Entonces se dice a sí misma: «Muévete, chulita, que
tienes muchas cosas que hacer. El mundo gira y hay que actuar».