lunes, 28 de julio de 2025

La vida desvencijada de las inútiles

Lucía Yolanda Alonso Olvera


Claudia se ha levantado tarde, abre la cortina, otra vez amaneció nublado y siente un poco de frío, se pone la bata y decide bajar a hacerse un café y traerlo a su habitación para disfrutar el silencio de la mañana. Víctor, su hijo, se ha ido este fin de semana de campamento con sus amigos y seguramente llegará en la tarde agotado.

Con el exquisito aroma del café humeante sentada en el silloncito de mimbre ubicado junto a la ventana de su dormitorio, admira las densas y grises nubes que cubren el cielo de la capital. Marca el número de su hermana mientras el clamor del tráfico, aunque lejano, llega incesante hasta ella.

—Hola, hermana, ¿cómo van las cosas por allá en Celaya? Me enteré de que otra vez se armó la balacera en el centro —afirma afligida Claudia al teléfono—, llevo intentando desde ayer en la noche comunicarme contigo, ¡ya vénganse a vivir a la capital, allá está horrible!

¡Hermanita, no te azotes! Aquí no nos pasa nada, esas balaceras son diario, muy localizadas cerca del centro y nosotros por allá no vamos nunca, aquí en la colonia tenemos todo cerca y es segura, y tu capital llena de gente, de tráfico, toda contaminada y encharcada en temporada de lluvias, no es ninguna ganga —contesta Nora con su característico talante desparpajado.

 —Eso sí, acá también tenemos nuestros martirios, pero menos mal que todos están bien por allá. Ya te puedes imaginar para qué asunto te llamo —continúa Claudia—, a ver con cuánto le vas a caer para la coperacha para la sobrina, porque como siempre, está llena de problemas y no tiene ni en qué caerse muerta la pobre. Ahora tenemos que ayudarle a pagar la instalación del gas natural en su monstruosa casa de Clavería.  

—¡Puta madre, hermana! Es el tercer sablazo que me das este año, con esa historia de Lucerito. ¡Esa chamaca igual que su mamá y su abuela, es una inútil! ―exclama Nora―, nosotras que educamos tan bien a nuestros hijos para que sean independientes y ahora andamos cargando con este lastre familiar.

—Pero no la podemos dejar sola a esta niña, era la ahijada de mi mamá y acuérdate que nos hizo prometerle cuidarla siempre. Además, no sabes cómo está Pedrito de simpático, ya el mes que viene cumple cuatro años y está graciosísimo ―responde Claudia con ese tono amable que la distingue, sabiendo que con este comentario ablandará a Nora para que acepte cooperar.   

—Está bien, hermana, nomás porque Lucero fue como mi hija unos años acá en Celaya, ¿de a cuánto nos toca esta vez? —pregunta Nora complaciente—, pero te advierto que es la última cuota que pago este año para Lucerito y su hermoso vástago Pedrito, ya chole con estarlos manteniendo.

—Estoy calculando que, si todos aportamos como la vez pasada, nos toca de setecientos pesos por cabeza. Con esto alcanza para la instalación y el contrato del gas natural, le conectan el calentador que le regalamos y se compra una estufa usada que ya vio y que está buena. Y estoy de acuerdo contigo, hermana, este es el último empujón que le damos a Lucero para que mejore su vida y arregle lo básico para poder habitar con su hijo esa casa desvencijada —afirma Claudia—. ¿Tú les pasas la cachucha a tus hijos, Rubén y Mariana, para que se caigan con su cuerno, o quieres que yo les llame?

—Yo les hablo y recabo su cuota y en la semana te deposito los dos mil cien pesos para la inútil de Lucero.

—Ya no le digas inútil, hermana, no seas así, esta escuincla no tuvo de dónde salir espabilada, ya ves la historia de la prima Paulina, su madre, y de su abuela, Artemisa. La tenemos que ayudar mientras podamos, acuérdate del dicho que decía mi mamá: «al que ayuda, Dios le ayudará».

—¡Pues sí, que nos queda! A ver si Dios me ayuda con mi salud, hermana. Me tengo que ir a recoger a mis nietos porque Mariana anda con mucho trabajo y le estoy echando la mano con los niños los fines de semana. Te dejo, te mando besos chula, besitos a Víctor también y nos vemos en quince días para festejar el cumpleaños de tu hijo —se despide Nora cariñosamente.

Después de esta llamada Claudia baja las escaleras y va a la cocina a prepararse un sándwich, luego se sienta a comérselo en el mullido sofá de la sala de su hermosa casa ubicada al sur de la Ciudad de México. Escucha los primeros truenos y observa cómo empieza a caer una lluvia fina sobre la terraza donde tiene sus plantas y reflexiona en lo afortunados que son ella y su hijo, Víctor, por tener una familia solidaria y generosa. Ella, que decidió hace muchos años ser madre soltera, es una profesionista exitosa, tiene un buen trabajo como investigadora en una agencia internacional y su hijo está por terminar la licenciatura en la universidad nacional.  

Nora, su hermana, siempre apoya todas sus iniciativas para arrimar el hombro a Lucero, su sobrina. Ambas tienen el firme convencimiento de que algún día, esta muchacha, pueda salir adelante y dejar de repetir su espantoso patrón familiar.

Y es que la historia de Lucero es como una cadena perpetua de fracasos, mediocridad, locura y sufrimientos, que sería razonable poder detener. Pero ¿cómo romper los moldes familiares que heredamos?

Claudia piensa que ellas son una excepción en la familia. Sus padres, Patricia y Mario, se casaron jóvenes y se alejaron de ese ambiente tóxico que generaba Verónica, la hermana mayor de Patricia.

Patricia y sus dos hermanas se quedaron huérfanas muy pequeñas, sus padres tuvieron un horroroso accidente en la carretera y murieron cuando Verónica tenía dieciséis años, Patricia catorce y Artemisa tres.  

Artemisa, la abuela de Lucero, fue la que corrió con la peor suerte. Verónica, solterona y   muy amargada se quedó a vivir una vida lúgubre en casa de sus padres.

En cambio, Artemisa, marcada por su mala fortuna y su falta total de carácter se quedó embarazada muy joven y se tuvo que casar con su primer novio, Pedro, un inútil total que nunca dio pie con bola, saltaba de un trabajo a otro hasta que entró a la compañía de luz, en un puesto administrativo de muy bajo perfil y de ahí no pasó, mientras Artemisa se hacía cargo de Paulina su hija.

En cuanto nació Paulina, Verónica los echó de su casa y tuvieron que irse a vivir con los padres de Pedro, allá en Clavería. Menos mal que los viejitos murieron pronto y les dejaron la casa como patrimonio.  

Pero la desgracia las alcanzó rápido. Cuando Paulina cumplió ocho años a Pedro le dio un infarto fulminante. Artemisa, que no tenía oficio ni beneficio decidió volver con su hija a vivir con su hermana mayor y mantenerse de una mísera pensión que le dejó Pedro y de la renta de la casa de Clavería. Verónica se aprovechó todo lo que pudo de Artemisa y de Paulina, les permitió ocupar el cuarto de servicio y las trató a las dos como sus sirvientas.

Artemisa, que era una inútil, atenida, irresponsable y sin carácter le pidió a su vecina, Margarita, que le cobrara la renta mensual de la casa de Clavería.  Es increíble que haya sido incapaz de abrir una cuenta bancaria para recibir este ingreso, por lo que iba con Paulina, cada mes en transporte público, desde el otro lado de la Ciudad de México, a recoger su dinero.

En esos largos trayectos, con el efectivo en la bolsa, la asaltaron en tres ocasiones y de milagro no las mataron. Así Artemisa y Paulina pasaron muchas penurias para sobrevivir, hasta que Patricia empezó a ayudarlas.

Claudia recuerda las primeras vacaciones que disfrutaron Artemisa y Paulina con ellos en Acapulco. No se olvida de la expresión de terror de su prima cuando se acercó al mar. Nora, y ella, que tanto disfrutaban los chapuzones en las olas y que desde chicas sabían nadar no daban crédito del abismo que las separaba de Paulina, este contraste de vida se hizo cada vez mayor.

Mientras Nora y Claudia hacían notables carreras universitarias, Paulina, con el apoyo que Patricia le dio, a duras penas, logró terminar la carrera técnica de contable en la Escuela Bancaria y Comercial en donde, para su desgracia, conoció al sapo, su maestro de administración, de quien se enamoró perdidamente y muy pronto resultó embarazada.

El problema es que Paulina nunca se enteró que el sapo era casado y el desgraciado, en cuanto supo que Paulina estaba esperando, no solo la repudió, sino que desapareció del mapa y nadie supo más de él.

Al enterarse Verónica de que su sobrina estaba encinta de un hombre casado y que la había rechazado, ella hizo lo mismo y la hostigó tanto que, tres meses antes de que naciera Lucero, Artemisa desesperada le llamó a Patricia, para pedirle ir a vivir un tiempo a su casa hasta que naciera su nieta.

A Claudia ya no le tocó vivir en casa de sus padres con Artemisa y Paulina, porque justo unos meses antes había obtenido la beca para estudiar su maestría en Holanda. Ella y su hermana fueron siempre muy afortunadas en comparación con su prima Paulina.

Cuando Lucero cumplió un año, Patricia convenció a Artemisa y Paulina que se fueran a vivir por su cuenta y se independizaran. Ayudó a su sobrina a conseguir trabajo en un banco. Con el salario de Paulina, más la mísera pensión que tenían de Pedro y la renta de la casa de Clavería pudieron alquilar un departamentito cerca de la sucursal bancaria donde trabajaba Paulina.

Claudia recuerda las cartas que su mamá le escribió y recibió durante los años que vivió en Holanda, donde le contaba, cómo les ayudó a montar el departamento para que no les faltara nada. Sin duda, su madre, siempre fue un ejemplo: una mujer solidaria y cariñosa que nunca abandonó a su hermana pequeña y frágil. En cambio, Verónica jamás hizo nada por ayudar a Artemisa, su hija y su nieta.

Fue así como Artemisa, Paulina y su hija, por primera vez en su vida vivieron solas. Artemisa se encargaba de la casa y de cuidar a Lucero, mientras Paulina trabajaba. Pero muy pronto, Artemisa empezó a manifestar los primeros síntomas del Alzheimer. La enfermedad la devoró rápido, olvidó bañarse, peinarse, apagar la estufa en la cocina, ir a recoger al kínder a Lucero, hasta que olvidó su nombre, el de su hija y su nieta.

Fueron años duros para Paulina que tenía que ir a trabajar para mantener a su madre obnubilada por completo y atender a la niña. Y su carácter pusilánime y anodino no le ayudaba.

Un año y medio duró Artemisa en las tinieblas del olvido y un día amaneció en su cama muerta de un paro respiratorio. Fue así como Paulina se quedó sola con Lucero.

Paulina al perder a su madre también empezó a deteriorar su precaria estabilidad emocional y decidió pedir un cambio de sucursal en el banco para irse a vivir a Celaya, cerca de su prima Nora para que le ayudara con la crianza de Lucero.

Indudablemente, Nora fue muy solidaria, ella tenía a Mariana y a Rubén pequeños y casi adoptó a Lucero esos años porque Paulina a duras penas se podía hacer cargo de su vida laboral como empleada del banco.

En Celaya, Lucero, se crio bien con el apoyo de sus tíos y la compañía de sus primos, pero Paulina nunca levantó cabeza, se había quedado enamorada del sapo toda su vida y sin su madre no se hallaba en el mundo. Poco a poco se fue abandonando y su salud mental iba de mal en peor, perdiendo contacto con la realidad con brotes psicóticos cada vez más frecuentes.  

Cuando Lucero terminó el bachillerato, Margarita, la amiga de Artemisa, que todavía cobraba la renta de la casa de Clavería, enfermó y le llamó a Paulina para decirle que ya se hiciera cargo de su propiedad, porque se iba a vivir fuera de la ciudad.

Paulina que ya estaba bastante fuera de la realidad, entró en pánico de perder la casa y la renta con la que se mantenía. Madre e hija decidieron volver a la Ciudad de México, porque, además, Lucero quería entrar a estudiar a la Escuela Normal Superior para hacerse maestra de preescolar.

Fue entonces que le tocó a Claudia echarles la mano para encontrarles un departamento cerca del trabajo de Paulina y de la Escuela Normal Superior.

Claudia sigue sentada en el sofá. La lluvia ha arreciado; un trueno retumba en el cielo —típico de esta época en la ciudad— y la saca de sus cavilaciones. Entonces se queda absorta por la cantidad de agua que cae y se extasía al ver las gruesas gotas que chocan con fuerza contra el piso de la terraza. Advierte que ya se forma un estrecho riachuelo entre las macetas, que corre hacia la boca de la alcantarilla, la cual tiene muchas hojas alrededor. Entonces se dice a sí misma: «En cuanto termine la lluvia tienes que limpiar y recoger las hojas para que no se encharque la terraza como sucedió el año pasado que se nos inundó y se metió el agua hasta la cocina».

Vuelve a sus reflexiones y se da cuenta que no ha dejado de pensar toda la mañana en esta intrincada historia de vida que ha marcado a Lucero y lanza un suspiro. Tiene la firme convicción que Pedrito, el niño de Lucero, puede romper esta cadena de desastre, locura y mediocridad. Pero en el fondo de su corazón, se pregunta: ¿realmente se podrá arrancar esta atadura que parece perpetua?

La casa de Clavería evidentemente estaba destrozada, los inquilinos al saber que Margarita ya no estaba para cobrarles la renta se negaron rotundamente a seguir pagando y salirse de la casa.

Claudia asesoró a Paulina y contrató a un abogado para empezar los trámites legales e iniciar un juicio de desalojo contra los inquilinos y así recuperar la casa.

Al no contar con el ingreso de la renta, Paulina y Lucero vivían en la precariedad total, únicamente con la pensión que logró obtener Paulina en el banco por invalidez, debido a que cada vez estaba peor de los nervios.

Entre Nora y Claudia hicieron fuerte a Lucero para pagarle los estudios en la Normal Superior y los gastos del abogado, hasta que por fin lograron recuperar la casa de Clavería, cuando Lucero terminó sus estudios superiores.

Recién concluyó su carrera de maestra de preescolar, todas pensaron que la cadena de fracasos, por fin, se iba a acabar, pero justo el día de su graduación, Lucero, les anunció a sus tías y a su madre que estaba embarazada y que su novio había decidido irse a trabajar a Estados Unidos unos años para juntar dinero y luego volver con ella y construir la familia.

Paulina sabía que su hija estaba repitiendo el patrón que ella misma había vivido y dio rienda suelta a su locura.

Lucero consiguió de inmediato una plaza de maestra en un kínder público, y ahora debía hacerse cargo de su madre desquiciada y de mantener a su hijo. Pero entonces llegó la pandemia, y con ella, el derrumbe final: la salud de Paulina se agravó hasta que falleció a causa del Covid-19.

Claudia y Nora se encargaron de pagar los gastos del funeral, enterrar a su prima Paulina y ayudar a Lucero a superar esta terrible pérdida.

Hace un año, por fin, Lucero, recuperó la desvencijada casa de Clavería. Nora y Claudia creen que tal vez sea el lugar en donde su sobrina pueda enderezar su vida y romper la cadena de desgracia familiar que la rodea. ¿Lo hará?

Claudia aún sentada en el sillón de la sala, mira su reloj, se sorprende de la cantidad de tiempo que lleva abstraída en sus pensamientos y recuerdos. Ha pasado la tormenta, pero aún caen algunas gotas, piensa en salir a la terraza y disfrutar un rato del olor a la tierra mojada que tanto le gusta y le recuerda su infancia. Se espabila. De pronto se da cuenta de que es domingo. Tiene que ir al supermercado a comprar la comida para la semana. Mañana viene Meche, la señora que le ayuda a cocinar. Comienza un nuevo ciclo de mucho trabajo y obligaciones para ella y para Víctor que, el martes, empieza los exámenes finales en la universidad. Entonces se dice a sí misma: «Muévete, chulita, que tienes muchas cosas que hacer. El mundo gira y hay que actuar».

jueves, 24 de julio de 2025

El agua

Elena Virginia Chumpitazi Castillo


Una mañana como cualquier otra, iba caminando por los linderos de mi hacienda, admirando el paisaje que rodeaba la propiedad, en la ceja de selva de Huánuco. Pude sentir el sol de junio caer sobre mis hombros y ver el azul del cielo. Las hojas secas se iban acumulando al lado de los canales de riego.

 

Y entonces apareció ante mis ojos una imponente masa de agua, caía desde lo alto de los cerros, donde nunca hubo ríos ni vertientes, ni siquiera en época de lluvias. Me restregué los ojos con desesperación esperando que la visión se desvaneciera. Pero no, las formas ondulantes seguían allí deslizándose por las laderas ardientes desafiando toda lógica, toda certeza.

 

Le pregunté a Fulgencio, que andaba por allí cerca pastoreando las cabras, si había visto algo raro.

 

Él con su rostro taciturno debajo del sombrero de ala ancha, me miró.

 

—¿Raro cómo, patrón?

 

—Algo que te haya llamado la atención —le dije, intentando no sonar desequilibrado—. Como si cayera agua por los cerros.

—Como si cayera agua por los cerros.

 

—Todo seco, como siempre en esta temporada, debe estar cansado. El sol a veces juega con la vista.

 

Asentí sin decir más. No podía admitir lo que acababa de ver. ¿Cómo hacerlo sin parecer un loco?

 

Volví a casa. Juanita, mi mujer, estaba arreglando los jarrones con flores que había en la entrada de la casa.

 

—¿Ese té tenía algo raro? —le pregunté sin rodeos.

 

Se detuvo, me miró con la regadera que tenía en la mano.

 

—¿A qué te refieres?

 

—No sé… estaba más amargo. ¿Le pusiste alguna hierba nueva?

 

Frunció el ceño.

 

—Es el mismo té de siempre, el de cedrón que cultivas tú. ¿Estás bien?

 

Me encogí de hombros.

 

—Creo que necesito dormir más.

 

Juanita me observó unos segundos más, y luego siguió con sus quehaceres en silencio.

 

Esa noche no pude pegar un ojo, cada vez que cerraba los párpados, veía los riachuelos cayendo, oía el murmullo del agua. No era un sonido fuerte, era más bien como un susurro, una voz sin palabras.

 

Comencé a soñar con mujeres que no conocía. Una de ellas peinaba su largo cabello negro a la orilla de un río que no existía en la hacienda. Otra, más anciana, molía maíz en una piedra mientras murmuraba en quechua palabras que jamás aprendí, pero que se me grababan en el cuerpo como un eco. Y una tercera, apenas una niña, me miraba fijamente desde el fondo de un pozo.

 

En todos los sueños había agua corriendo, goteando, o se acumulaba bajo mis pies. A veces era cristalina y otras, negra como petróleo.

 

Una madrugada, desperté empapado en sudor. Juanita me miraba con el ceño fruncido, desde la silla junto a la cama.

 

—Estás hablando dormido otra vez —dijo.

 

—¿Qué dije?

 

—Nombres. Algunos no los entendí. Uno lo repetías mucho: Clara.

 

Ese nombre me sacudió.

 

Lo había escuchado antes, pero no la recordaba bien. Quizás una tía lejana. O una hermana de mi abuela. Alguien que alguna vez nombraron de pasada en una sobremesa y que yo no consideré importante.

 

—¿Te suena ese nombre? —pregunté.

 

Juanita se quedó en silencio, pensando.

 

—Tu abuela decía que Clara era «la última de la línea». Que después de ella, el agua se quedó sin voz.

 

Juanita había convivido mucho con mi madre y abuela. Ella creció en esta casa, su madre había acompañado a mi abuela desde siempre, Juanita fue acogida como de la familia y los secretos de la rama femenina habían sido compartidos con ella y su madre.

 

No entendí. Pero algo dentro de mí sintió que esa frase era verdad.

 

Al día siguiente, fui al cuarto que fue de mi padre, donde guardaba mapas de cultivo, facturas, actas notariales. No esperaba encontrar nada más que polvo, pero en un estante alto, detrás de un archivador viejo, había una caja de madera con una cinta azul deshilachada.

 

La bajé con cuidado. Al abrirla, lo primero que vi fue una fotografía vieja y amarillenta. Cinco mujeres de pie frente a una choza de barro miraban a la cámara con una firmeza que atravesaba el tiempo. No sonreían, no posaban, simplemente estaban. Al reverso, escrito con tinta desvaída y letra temblorosa, una frase: «Las guardianas. Que no se rompa la línea».

 

Un escalofrío me recorrió la espalda. No sabía quiénes eran esas mujeres, pero una de ellas, la más joven, tenía el mismo rostro de la mujer que aparecía en mis sueños, peinando su cabello a la orilla del río.

 

Guardé la foto en el bolsillo de la camisa, cuando salí del cuarto sentí que la temperatura había bajado unos grados, aunque el sol seguía brillando afuera. El viento me trajo un olor extraño, no a humedad… sino a río profundo, como cuando uno se acerca a una quebrada que ha estado mucho tiempo escondida.

 

No sabía aún lo que significaba, pero esa frase no me soltaba: «Que no se rompa la línea».

 

Un día mientras realizaba mi caminata diaria por la finca, la vi. Apareció ahí, como si siempre hubiera estado. Vestía una pollera oscura, blusa crema con bordados descoloridos, y llevaba una manta ligera sobre los hombros. El cabello, entrecano, lo tenía trenzado y recogido con una peineta antigua. Sus ojos, negros como el agua profunda, me observaron con una calma que no supe interpretar.

 

—¿Le puedo ayudar en algo? —pregunté, intentando disimular la inquietud.

 

—No —respondió, sin sonreír—. Vine a ayudarte a ti.

 

No supe qué contestar. Esperé a que dijera algo más.

 

—Soy la hija de Clara —añadió, como si eso bastara para explicar todo.

 

El nombre me atravesó el pecho. Sentí el peso de la fotografía en mi bolsillo.

 

—Clara era… ¿de mi familia?

 

—De tu sangre —dijo ella, como quien habla de raíces, no de parentescos.

 

—¿Y por qué viene ahora?

 

La mujer desvió la mirada hacia el pozo.

 

—Porque escuchaste el llamado, no todos lo escuchan, menos aún los hombres. Pero tú viste el agua.

 

—¿Cómo lo sabe?

 

No respondió. En lugar de eso, sacó algo del bolsillo de su manta: un pequeño objeto envuelto en tela. Me lo tendió con cuidado. Lo abrí. Era una piedra negra, lisa, ovalada, fría al tacto, pero que, al voltearla, mostraba un símbolo en bajo relieve de gran misterio.

 

—Esto perteneció a Clara. Ella la recibió de su madre. Y así, hacia atrás, hasta la primera.

 

—¿La primera qué?

 

—La primera mujer que escuchó al agua.

 

Me quedé en silencio, no podía articular una sola pregunta, todo parecía flotar fuera del tiempo.

 

La mujer se levantó con lentitud. No era vieja, pero caminaba como si llevara muchas vidas encima, me pasó de largo, y al hacerlo dijo:

 

—Cuando el agua empiece a moverse, no la detengas. Si lo haces, se romperá la línea.

 

Quise pedirle que me explicara más, que no hablara en acertijos, pero cuando giré, ya no estaba. Ni pasos, ni sombras, solo el eco de sus palabras y el sonido leve, persistente, de una gota cayendo en algún lugar profundo del pozo.

 

Me asomé, no había agua, sin embargo, sentí el olor a memoria.

 

Iba caminando por la hacienda como siempre, revisando los campos, saludando a los peones, escuchando los informes de Fulgencio, pero todo me parecía ajeno.

 

La piedra negra no me dejaba en paz, la llevaba conmigo en el bolsillo desde aquel día. Algunas noches la dejaba en la mesa de noche y juraría que amanecía en otra posición. En otras ocasiones, la sentía tibia al tacto, como si guardara el calor de una mano que no era la mía. Juanita empezó a notarlo.

 

—Estás más callado —me dijo una noche mientras cenábamos—. Y te levantas a deshora. ¿Qué pasa?

 

—Nada. Sólo tengo la cabeza llena —respondí.

 

Pero no era verdad, no era solo la cabeza, era el cuerpo completo. Soñaba con agua, ya no como antes, ahora estaba yo dentro, flotando, sin ropa, sin voz. A veces me dejaba llevar, otras, sentía que algo me jalaba hacia abajo. Me despertaba con los oídos zumbando, como si acabara de salir de una zambullida profunda.

 

Una tarde, mientras caminaba hacia el cuarto de herramientas, sentí que mis pies se hundían ligeramente en la tierra, miré hacia abajo, el suelo estaba seco, pero yo sentí humedad, cómo si justo bajo mis pasos algo se moviera.

 

—¿Papá creía en estas cosas? —le pregunté a Juanita esa noche.

 

Ella dejó de lavar los platos y se secó las manos.

 

—¿A qué cosas te refieres?

 

—A los sueños. A las historias de las mujeres de antes. A Clara.

 

Juanita tardó en responder.

 

—Tu padre no creía en nada que no pudiera dominar. Para él, el agua era solo un recurso. Algo que se canaliza, se encierra, se reparte. No la escuchaba.

 

—¿Y tú?

 

—Yo sí la escucho. Pero hasta ahora me di cuenta de que no me hablaba a mí.

 

La miré. Había algo en su expresión que no había notado antes. No era miedo ni sorpresa. Era más bien reconocimiento.

 

—¿Y ahora? —pregunté.

 

Juanita me sostuvo la mirada.

 

—Ahora quiere hablarte a ti.

 

No dije nada, me acosté con la piedra en la mano, cerré los ojos y por primera vez, no soñé con el agua. Esa madrugada no fue un sueño lo que me despertó, fue un sonido.

 

Un golpeteo leve, constante, como si algo cayera lentamente sobre madera hueca. Tardé en reconocerlo. Venía del altillo, ese pequeño desván sobre la cocina donde mi madre solía guardar cosas viejas: libros, tejidos, imágenes religiosas que ya nadie veneraba.

 

Subí con la linterna, el golpeteo cesó al abrir la pequeña puerta. El polvo flotaba en el aire, espeso como humo viejo, y ahí, en una esquina, entre una caja rota y una maleta cubierta de tela, vi un cuaderno.

 

No era grande. Estaba forrado con tela azul desteñida, amarrado con una cinta que parecía haber estado mojada en algún momento. Lo tomé con cuidado, al abrirlo, reconocí la letra a medias: era la misma de la frase escrita en la foto, pero más firme, más joven.

La primera página decía, en tinta desvaída: Clara Q. — Año 1948.

 

Pasé la hoja con el corazón acelerado. «Hoy el agua me habló por primera vez. No fue un susurro, fue un llanto. Me pidió que no me calle, que no la encierre. Me dijo que, si dejo de oírla, la línea se quiebra, pero mi padre dice que son delirios. Que lo que siento no es real. Que las mujeres de esta casa deben olvidar esas tonterías. Yo no quiero olvidarlas. Yo no quiero romper la línea».

 

Seguí leyendo. Eran páginas breves, más sensaciones que relatos. Clara hablaba de dolores que no eran físicos, de visiones que tenía mientras lavaba ropa en el río, de mujeres que venían en sueños con cabellos mojados y voces antiguas. A veces escribía fragmentos en quechua. A veces solo dibujaba círculos. Uno de ellos, en una página intermedia, me estremeció: era el mismo símbolo que tenía tallado la piedra que me había dado la hija de Clara.

 

Al final del cuaderno, la letra se volvía errática, como si escribiera con prisa o con miedo.

«Hoy me dijo que ya no me hablará más si no cumplo. Que el agua buscará otro cuerpo, otro canal. Que me hunda o me calle, pero que no la traicione».

 

La última página estaba arrancada, solo quedaba el borde irregular del papel, y una mancha que podría haber sido humedad… o sangre. Guardé el cuaderno junto a la piedra y bajé en silencio. Juanita ya estaba despierta, sentada a la mesa con una taza entre las manos.

 

—La oíste, ¿verdad? —dijo sin mirarme.

 

—Sí —respondí.

 

—¿Y ahora?

 

—Ahora quiero saber quién fue Clara realmente.

 

—Entonces prepárate —dijo, sin apartar la vista del vapor del té—. Porque nadie te va a contar esa historia. Vas a tener que sentirla.

 

Los días siguientes fueron silenciosos. No por falta de sonidos, las cabras seguían con su bullicio, los peones trabajaban, y Juanita continuaba con su rutina sin alteraciones. Pero dentro de mí, se había instalado un silencio más hondo que absorbía las palabras antes de que llegaran a mi boca.

 

Dejé de hablar del agua y entonces ocurrió. Un calor súbito me subió desde los pies hasta el pecho, como si una corriente circulara dentro de mí, empujando desde las entrañas, mis manos comenzaron a temblar, sentí una presión en la nuca, me llevé la mano a la frente, estaba empapada, no era sudor sino agua.

 

Agua fría, densa, como si mi cuerpo la estuviera expulsando por los poros. Jadeé, me senté en el suelo. El corazón me latía en los oídos. No podía levantarme ni pensar con claridad. Solo estaba allí, con la respiración entrecortada y una sensación de que algo —algo que no era mío, pero que me habitaba— se estaba deshaciendo. No lloré. Pero mis ojos se llenaron sin aviso.

 

El agua volvió esa noche. No cayó del cielo, surgió de abajo, desde los rincones donde la tierra guarda secretos. La oí moverse detrás de las paredes, murmurar en las tuberías secas, gotear desde las vigas de madera, aunque no había lluvia.

 

Fui hasta el pozo sin linterna, la luna bastaba. El borde estaba húmedo, el aire olía a río profundo. Me incliné y vi la superficie temblar, agitada por una corriente que venía desde lo hondo, no había viento, solo la respiración de la tierra.

 

Me quité la camisa, me descalcé, toqué el agua con los dedos de las manos, estaba fría, vibrante y me dejé caer. No fue un salto, fue una entrega, el agua me envolvió sin resistencia, no sentí miedo, cerré los ojos y el mundo se apagó.

 

Y entonces vinieron. No eran imágenes ni sueños, eran presencias. Manos que tocaban sin peso, voces que no usaban palabras, brazos que me sostenían en el fondo. Vi a Clara, a mi madre, más joven, me vi a mí mismo, en una forma que no conocía, con los ojos abiertos bajo el agua, sin necesidad de respirar y comprendí. No se trataba de salvar ni de recordar. Se trataba de rendirse a lo que me sostenía desde antes del lenguaje.

 

Emergí cuando era otro, ya nada se resistía dentro de mí, entendía todo.

 

Volví al día siguiente al mismo lugar, el pozo estaba tranquilo, como si nada hubiera ocurrido. Juanita me vio desde la casa. No preguntó.

 

Solo asintió, como quien reconoce que un ciclo se ha cerrado. Desde entonces, ya no sueño con mujeres que me llaman, ya no oigo susurros en el agua.

 

Ahora, el agua fluye en silencio por los surcos de la tierra, en los cántaros de barro, en mis propias venas. No cuento lo que pasó porque no me pertenece del todo. Solo sé que algo volvió a su cauce y con ello yo.

viernes, 18 de julio de 2025

La estafa de Marisol y Francisco

Silvia Martínez Rondanelli


A Marisol la vida no se la cobró de golpe, sino en cuotas lentas que no se pudo librar. Sus padres se separaron cuando ella tenía apenas tres años quedando al cuidado de Rosa, su madre. 

Para Rosa ser madre soltera no fue fácil. Sus trabajos eran mal remunerados, pero aun así se esforzó por educar a Marisol. 

Al terminar bachillerato Marisol le dice a Rosa: 

—Mamá, me gustaría estudiar administración de empresas. Quiero ser una profesional.

—Hija, sabes que mi sueldo apenas alcanza para vivir. No puedo pagarte la universidad… Tendrías que estudiar en la noche y trabajar en el día. 

—Lo entiendo, mamá. Pero sin experiencia será difícil conseguir un trabajo… Bueno, no pierdo nada con intentarlo. Voy a empezar a buscar.  

Cada noche imprimía una nueva hoja de vida. Se levantaba con el alba y leía en voz alta el perfil, por sí había algo que ajustar. Antes de las siete de cada mañana se ponía su mejor blusa y salía. Volvía sin noticias. Al principio lo tomaba con filosofía. Después empezó a sufrir de insomnio. Algunas madrugadas la encontraba el día llorando en el comedor, en pijama, con la mirada perdida y las manos frías sobre una taza de café. 

Un día su madre le dijo:   

—Hija, creo que deberías probar en compañías más grandes. A veces necesitan gente sin experiencia. 

Después de agotar varios intentos para conseguir trabajo sin éxito, Marisol se reunió con unas compañeras del colegio. Durante la conversación una de ellas comentó que en el Banco Los Andes estaban reclutando personal para un programa de entrenamiento. No pedían experiencia y el puesto era para asesor bancario. 

Marisol realiza el proceso de formación durante tres meses, ejerce sus labores con dedicación y entusiasmo, destacándose por sus habilidades de comunicación, conocimientos de productos y servicios y capacidad de resolver problemas; a los seis meses de vinculación al banco se matricula en la universidad,  cuando está en noveno semestre de carrera y a pesar de haberle advertido ella a su reciente novio que usase preservativos, en un momento de apasionado descuido Marisol queda embarazada, él termina la relación y desaparece. 

Le cuenta a Rosa lo sucedido, quien le dice: 

—Vas a ser madre, no se puede evitar, te voy a apoyar, le vamos a dar mucho amor a la criatura que nos ha enviado Dios, la carrera la debes terminar por sobre todas las cosas. No existe ninguna disculpa para que interrumpas tus estudios, quiero que lo tengas muy claro. 

Marisol le promete a Rosa que va a terminar la universidad, se dedica hasta avanzadas horas de la noche y los fines de semana a prepararse.  

Estando en el último semestre, nace Paola, una bebé hermosa, rolliza y simpática a quien ambas dedican su tiempo y cariño con esmero. 

Paola demostró desde pequeña que le encantaba la música y tenía muy buen ritmo para el baile, aprendió salsa desde los seis años, convirtiéndose en una experta bailarina de la escuela Salsa Swing, demostrando su armonía, destreza y sincronía en las exposiciones artísticas.  

En uno de los viajes el hijo de la vecina de Rosa conoció a Marisol. Francisco vivía entre Valencia, España y Cali, donde manejaba un negocio exitoso de comunicaciones y aprovechaba para visitar a su madre y hermanos con frecuencia. 

Francisco llegó con una camisa mal planchada, los zapatos ruidosos y un perfume demasiado fuerte. Tenía la barriga suelta sobre el cinturón, las manos húmedas y la voz indecisa. Marisol lo saludó por cortesía, pero no pudo evitar fruncir los labios cuando él intentó hacerse el simpático. Francisco quedó encantado con ella por su sensualidad y espectacular cuerpo; empieza el cortejo y la llena de regalos e invitaciones a los mejores bares y restaurantes.

Marisol decide vivir con Francisco porque le ofrece el apoyo económico que nunca ha tenido y piensa que con el tiempo puede llegar a enamorarse. Estando viviendo juntos, fallece Joaquín, el padre de Francisco, a quien Marisol había ayudado a gestionar un crédito en el banco por la suma de cuarenta millones de pesos. El crédito fue aprobado y contabilizado justo un día antes de la muerte de Joaquín, quien se encontraba gravemente enfermo.  

Pasadas varias semanas del fallecimiento la esposa y sus hijos preguntan por el dinero del crédito. Francisco les informa que averiguó con Marisol y ella le manifestó que como Joaquín murió sin que se retirara el dinero, el banco había procedido a bloquear la cuenta, reversando la operación. 

Después de tres años de una convivencia tranquila Francisco presume que Marisol le está siendo infiel, ya que recibe llamadas los fines de semana, entabla conversaciones prolongadas y llega tarde con frecuencia al apartamento. Francisco le reclama las continuas tardanzas, la despreocupación por Paola y la desatención de la familia. Marisol lo niega, le asegura que su carga laboral ha aumentado y tiene reuniones con algunos clientes. 

Francisco se cansa de las excusas de Marisol y decide contratar los servicios en una firma de detectives, quienes después de varios seguimientos la descubren divirtiéndose en bares y discotecas con Ramiro, su jefe. Incluso les graban conversaciones en las que se comprueba el amorío y la pasión que están viviendo, en una de ellas le dice a él: 

«Te cubriré de amor la próxima vez que nos veamos, con caricias, con éxtasis. Quiero morderte con todas mis risas y alegrías».

Ramiro responde: 

«Mis ganas de ti no se quitan, se acumulan. ¿Te imaginas nuestro próximo encuentro?».

Cuando Francisco escucha estos mensajes siente que el mundo se derrumba a su alrededor, su ira lo consumió hasta el punto de destrozar todo lo que encontraba a su paso. Pasadas unas horas lo llevan a su residencia. Al ingresar, Francisco no dice nada. Los detectives aguardan en la puerta, serios, sin intervenir. Marisol, sentada en el sofá de la sala con los brazos cruzados lo sigue con la vista. Él no la mira. Va al dormitorio, abre el ropero y con las manos y brazos toma todo lo que puede de las cosas de ella.  Luego, simplemente, lanza el bulto de ropa, zapatos, alhajas y cosméticos por la ventana. Fuera —dice al fin—. Y no vuelvas.  

Cuando Francisco se tranquiliza y acepta haber terminado la relación sentimental con Marisol se inicia por la vía judicial el complejo proceso de separación en el que Marisol solicita que en la liquidación de la sociedad conyugal se tengan en cuenta los bienes que había adquirido Francisco antes de contraer matrimonio (lo que no es legal). 

Pasados unos meses los hermanos de Francisco se presentan en el banco a  denunciar las irregularidades que se presentaron en el trámite y abono de un crédito contabilizado a su padre, en estado moribundo; entregan la carta de reclamación de los dineros que su madre y los hijos consideran debe el banco pagarles en calidad de beneficiarios legales del señor Joaquín por cuanto se le aprobó un crédito estando en vida, sin haber utilizado el dinero por haber fallecido al día siguiente del desembolso. 

El jefe de seguridad les dice: 

—Con la información que nos han suministrado realizaremos la investigación para establecer si existe responsabilidad del banco.

El análisis de la documentación y las grabaciones de seguridad revelaron que el dinero del crédito por cuarenta millones de pesos se había abonado en la cuenta de ahorros del fallecido, el día antes de su deceso. Ese mismo día Marisol previa falsificación de la firma de la esposa del fallecido, aprobó el pago y el cobro del cheque por ventanilla, entregando el dinero en efectivo a Francisco, quien junto con Marisol decidieron apropiarse del dinero. 

Marisol perdió su puesto, ha estado buscando trabajo para lograr sacar a su hija adelante, debiendo vivir experiencias complicadas ya que los oficios que ha conseguido han sido de poca categoría. 

El banco debió reconocer el valor del crédito a Martha y sus hijos debido a que el dinero se pagó en forma indebida. Francisco y Marisol están siendo investigados por falsedad documental, suplantación y hurto. El proceso fue condenatorio en primera instancia. Se encuentran con detención domiciliaria y a la espera de que se resuelva la segunda instancia con probabilidades de ser condenados a penas de más de diez años de prisión. 

martes, 15 de julio de 2025

La edad del «Y si»

María Paz Navea Tolmos


—Quince años… justo a tiempo —murmuró la mujer de negro sin parpadear—. No dejes que nadie te visite esta noche.

Elena no supo qué responder. Apenas si logró esquivar esa mirada de piedra que la siguió por toda la plaza.

Había vuelto a San Elías a pasar el verano con sus abuelos. Y aunque el pueblo le parecía igual de pequeño que la última vez que lo visitó, ella había crecido. Acababa de cumplir quince años.

La primera noche, Elena se aseguró de cerrar todas las puertas y ventanas, convenciéndose de que era solo por el frío. Porque, aunque en San Elías el cielo no se agitaba —ni con truenos ni relámpagos—, el viento jamás se detenía.

A las tres de la mañana, una ráfaga violenta abrió las ventanas de su habitación de par en par. Y con ella, un susurro rozó su oído: «¿Y si…?». Elena se despertó de inmediato. Se quedó inmóvil, con los ojos abiertos en la oscuridad. Estaba segura de haber oído una voz.

—¿Quién anda ahí? —preguntó temblorosa.

No hubo respuesta. Solo el sonido del viento golpeando la casa. Elena recorrió la habitación con la mirada y, al no ver nada, se levantó y se asomó por la ventana. Se quedó mirando al cielo por un instante. Estaba particularmente desolado, más oscuro que nunca. De pronto, un escalofrío le recorrió el cuerpo de pies a cabeza y, sin pensarlo, cerró de golpe las ventanas y corrió las cortinas. Afuera, el viento seguía soplando con una furia persistente, azotando los vidrios, como si la noche buscara una forma de entrar y hacerle compañía.

Cuando estaba por regresar a su cama, de pronto, escuchó que algo empezó a rasgar la puerta. Sonaba como si alguien —o algo— del otro lado quisiera arrancar la madera poco a poco. Elena se paralizó. Apenas podía respirar. Pero no pasó mucho hasta que la puerta se movió. Era Cometa, su perro, temblando de frío.

Elena exhaló. Se agachó y lo abrazó con fuerza. Lo llevó a dormir con ella. Sabía que a su abuela no le gustaba que subiera a Cometa a la cama —«deja mucho pelo», decía siempre con el ceño fruncido—, pero ella ya no era una niña, sabía lo que hacía. Se acurrucaron juntos bajo las cobijas, y poco a poco, la respiración del perro fue acompasando la suya. Y aunque el frío no se fue del todo, ella logró calmarse y durmió.

A la mañana siguiente, la casa olía a mantequilla derretida. Elena bajó a la cocina, Cometa la siguió. Su abuela estaba de espaldas, removiendo algo en la olla con una cuchara de palo.

—Te acostaste tarde —le dijo sin voltear—. Hoy no hace tanto frío.

Elena asintió, aunque todavía tenía los pies helados. Su perro se acomodó en la alfombra, junto al fogón. Parecía tranquilo.

—Recoge tus cosas de la mesa, voy a servir el desayuno —le pidió la abuela con amabilidad.

—¿Y el abuelo? —preguntó Elena, mientras obedecía.

La abuela no respondió. Elena tampoco insistió. Solo bajó la mirada y bebió un sorbo de té, como si eso pudiera calentarle el cuerpo.
Después del desayuno, ayudó a lavar los platos. Cometa rondaba cerca, como cuidándola. Cuando terminó, la abuela le dijo que podía salir a dar una vuelta, pero que tuviera cuidado y no conversara con extraños.

—Yo sé lo que tengo que hacer —dijo Elena, algo incómoda—, ya estoy grande.

—Solo prométeme que si alguien te pregunta tu edad no responderás —contestó su abuela.

—¿Por qué? —preguntó Elena, con el ceño fruncido.

—Por si acaso —respondió después de unos segundos.

Elena no dijo más. Agarró su casaca y salió. El cielo estaba encapotado, pero el viento parecía haber cesado. Las calles de San Elías se veían más vacías que el día anterior, probablemente por el mal clima. Aun así, una figura permanecía inmóvil en el mismo banco de la plaza: la mujer de negro.

Cuando Elena pasó frente a ella, evitó mirarla. Mantuvo la vista fija en las piedras del camino, como si ignorarla pudiera hacerla desaparecer. Pero cuando estaba por llegar a la esquina, la escuchó:

—¿Y si ya te vio?

Elena se detuvo en seco. Sintió cómo la piel se le erizaba desde la nuca hasta los talones. Giró lentamente, temiendo encontrarla justo detrás. Pero no. La mujer seguía sentada, inmóvil. Como si no hubiese dicho nada.

—¿Quién me vio? —preguntó Elena, mirándola sin moverse de donde estaba.

La mujer, aún con los ojos clavados en el cielo, separó ligeramente sus labios, secos y apretados.

—Tú sabes quién —murmuró—. La que viene cuando se apagan los «Por qués».

Elena frunció el ceño.

—¿Qué dice? ¿Quién es usted?

La mujer soltó una risa bajísima, casi un suspiro. Luego, sin mirarla, dijo: «No preguntes más. Mientras menos dudes, es mejor. Pero cuidado… los “Y si” ya empezaron a abrir la puerta».

—¿Los qué?

—Ya te están llamando —susurró, esta vez sin mover los labios—. Y tú… tú los estás escuchando.

Elena retrocedió un paso. Y luego otro. Pero no echó a correr.

Inspiró hondo, sostuvo la mirada unos segundos más y, como si no tuviera miedo, se retiró de la plaza con calma.

Cuando llegó a casa, notó que el portón de madera que daba al bosque estaba abierto. Elena se detuvo frente a él. Sus abuelos habían clausurado esa puerta trasera cuando ella era una niña.

—¿Abuela? —llamó Elena, sin recibir respuesta—. ¿Abuelo?

—Pasa, cariño —respondió él desde el fondo de la casa, con una voz cálida. Parecía que tenía más ganas de hablar que su abuela por la mañana.

Elena cruzó el pasillo. Lo encontró en la cocina, sentado junto al fogón con una manta sobre las piernas y una taza humeante entre las manos.

—¿Dónde estuviste? —preguntó ella.

—Salí a hacer unas compras —dijo sonriendo—. Te traje un cuaderno. Sé que pronto empezarás con tus apuntes, tus dibujitos… o lo que quieras escribir. Está en la bolsa de cartón, sobre la mesa del comedor.

Elena asintió distraída.

—Abuelo… ¿quién es esa mujer de la plaza? ¿Por qué siempre está ahí, sola?

El viejo alzó la vista lentamente. La sonrisa se le borró. Por un segundo, uno solo, algo cruzó por su rostro. Algo que Elena no le había visto antes: miedo.

—¿Te habló? —preguntó, sin rodeos.

Elena desvió la mirada unos segundos antes de responder.

—No sé… un poco. Me dijo algo raro.

—¿Qué te dijo? —preguntó el abuelo mientras dejaba la taza en la mesa sin hacer ruido.

—Solo… que no deje que nadie me visite por la noche.

—Entonces ya empezó —murmuró el hombre quieto, mirando la llama del fogón.

—¿Entonces ya empezó qué? —preguntó Elena curiosa.

El abuelo tardó en responder. Tomó la cuchara, removió el té sin probarlo, como si buscara las palabras en el fondo de la taza.

—Tu abuela no quiere que hablemos de eso —dijo casi susurrando—. Cree que, si no se nombra, no existe. Pero hay cosas que existen, aunque uno no las nombre. Especialmente en San Elías.

Elena se sentó frente a su abuelo, pero no dijo nada.  

—¿Por qué no traes el cuaderno que te regalé? —preguntó él.

Ella asintió y caminó hacia el comedor. La bolsa estaba ahí, junto al frutero. Pero al acercarse más, notó que estaba abierta. Al igual que el cuaderno. El empaque estaba sobre la mesa, arrugado, como si alguien lo hubiese rasgado con prisa. Y el cuaderno… abierto justo por la mitad. En el, una frase escrita con torpeza —como por una mano pequeña y temblorosa—, manchaba el centro de la página: «No te olvides de mí».

Debajo, en letras aún más pequeñas, casi escondidas entre los renglones un: «Por qué».

Al ver esto sintió que el estómago se le revolvía. Reconocía esa forma de escribir. No sabía de dónde, pero lo hacía. No quiso darle mucha importancia, pensó que alguien grande como ella no tenía por qué hacerlo. Así que cerró el cuaderno y, después de agradecerle a su abuelo, lo escondió en su habitación.

Esa tarde fingió dolor de cabeza para no acompañar a su abuela al mercado, y se quedó en su habitación con Cometa, que dormía encogido a sus pies. Elena no abrió el cuaderno. Ni siquiera lo miró. Lo había metido entre ropa vieja, en la parte más alta del armario. Pero al anochecer, cuando fue a buscar su cepillo, lo encontró de nuevo sobre la cama.

Estaba abierto. En su primera hoja manchado por una letra más torcida. Como si le hubieran escrito con la mano contraria: «¿Y si te olvidas del “Por qué”?».
Casi al instante, su abuela entró a la habitación y se detuvo en seco al ver el cuaderno. No preguntó nada. Solo lo miró como si supiera algo.

—Tienes que dejar de prestarle atención a esas cosas —dijo ella sin alzar la voz, pero con una firmeza que a Elena le pareció más grave que un grito.

Se acercó a la cama y cerró el cuaderno.
—Las ventanas no deben abrirse de noche —añadió, mientras sacaba un pequeño candado del bolsillo de su delantal—. Sobre todo, en esta habitación… el viento trae cosas que no deberían entrar.

Elena no dijo nada. Observó cómo su abuela aseguraba la ventana como quien sella una tumba.

—No lo busques más —advirtió después de tomar el cuaderno—. Lo voy a guardar donde no puedas encontrarlo.

Y entonces cerró la puerta al salir. Esa noche, Elena no durmió bien. Soñó en negro. Como si alguien hubiera arrancado las páginas de sus recuerdos y dejado solo el hueco. No había imágenes ni voces. Fue la primera vez que Elena no veía nada en sus sueños.

Cuando abrió los ojos, ya era de día, pero el cuarto seguía oscuro. Las cortinas cerradas, la ventana bloqueada y el candado firme. Se sentó en la cama con una sensación extraña.

—Cometa —llamó, con voz ronca pero no recibió respuesta—. ¡Cometa! —repitió, más fuerte.

Pero el perro no aparecía. Se levantó de golpe y buscó debajo de la cama. Nada. Abrió el ropero, miró detrás de la puerta, salió al pasillo, pero nada.

—¿Abuela? —preguntó gritando y tampoco obtuvo respuesta.

Bajó a la cocina. La casa olía a té, pero estaba vacía. En la alfombra, justo donde Cometa dormía siempre, había una sola huella de barro. Elena tragó saliva. Salió corriendo al patio. Lo llamó. Silbó. Miró por todos lados hasta que lo vio al borde del bosque. Era la figura de Cometa, estaba alejándose entre los árboles.

—¡Cometa! —gritó Elena con fuerza, pero el perro no se detuvo.

Y entonces, una voz surgió detrás de ella.

—Lo olvidaste por un momento —susurró alguien—. Él se fue a buscarte.

Elena giró sobre sus talones. La mujer de negro estaba parada en medio del jardín delantero de la casa.

—¿Dónde está? —preguntó Elena, con el corazón golpeándole el pecho.

—Donde van los que se quedan sin «Por qués».

La mujer no dijo más. Solo la miró, como si esperara que lo entendiera todo.

—No es justo —gritó, sin saber si le hablaba a la mujer, a sí misma o al bosque.

—Tú le abriste la puerta —dijo con suavidad—. Basta con dudar para que entre.

—¡No dudé! —gritó Elena, para después voltear hacia donde vio a Cometa por última vez—. Yo no quería… yo…

Pero la mujer ya no estaba. Ni una sombra. Ni un rastro. Elena bajó la vista y allí, justo donde la mujer había estado, quedaba algo: una página rasgada del cuaderno que le regaló su abuelo, con una sola línea escrita con la misma mano contraria: «¿Y si ya no puedes volver?».

Elena guardó la hoja arrugada en el bolsillo y entró a la casa nuevamente.
Estando en su habitación, se puso un abrigo sobre el pijama, metió los pies en unas zapatillas viejas y salió corriendo hacia la plaza. El viento había vuelto. No tan fuerte como antes, pero lo suficiente como para levantar las hojas secas y hacerlas girar a su alrededor, como si de impedirle avanzar se tratara. Cuando llegó, el banco estaba vacío.

—¡¿Dónde estás?! —gritó, mirando a todos lados—. ¡Dime qué tengo que hacer! ¡Dímelo!

El silencio le respondió primero. Luego, la campana de la iglesia, aunque no eran horas de misa. Y por fin, una voz seca y baja dijo desde atrás: «Pensé que tardarías más».
Elena se giró. La mujer estaba parada junto a la fuente, como si siempre hubiese estado ahí.

—¿Dónde está Cometa? —preguntó Elena, sin rodeos—. ¿Cómo lo recupero?

La mujer la miró, con esos ojos que parecían vacíos y, sin embargo, lo veían todo.

—Para recuperarlo, debes ir a dónde van los «Por qués» olvidados —respondió—. Pero cuidado: allá también viven los «Y si»….

—¿Dónde es eso?

—Donde el bosque comienza y la memoria termina.

—No entiendo —dijo Elena.

La mujer se acercó un paso. Parecía cansada.

—Ningún adulto ha llegado hasta ahí sin perder algo. Pero tú aún estás en medio. Ni niña, ni grande. Por eso te dejaron la puerta entreabierta.

—¿Y si no voy? —preguntó Elena desafiante.

—Entonces perderás más que a Cometa —respondió la mujer, y le puso en la mano una pequeña canica de vidrio con un remolino azul en el centro.

—Por si lo olvidas de nuevo —dijo—. Los «Por qués» siempre dejan rastro. Solo hay que saber mirar.

Elena recordaba esa canica de algún lugar. No sabía si era un recuerdo real o uno de esos sueños que se instalan tan hondo que parecen verdad. Quiso preguntarle qué era eso, pero al levantar el rostro, la mujer ya no estaba.

Volvió a casa apretando la canica con su puño, como si su calor pudiera sostenerla un poco más. Subió a su habitación y abrió el armario. Ahí, detrás de los abrigos viejos y las cajas olvidadas, encontró la mochila que usaba cuando era niña. Estaba empolvada, pero aún olía a plastilina y lonchera. Se quedó mirándola un momento y al abrirla encontró muchos juguetes que casi no recordaba cómo usar y el cuaderno que su abuela le había quitado con una hoja suelta al medio: «Cuando sea grande, no voy a olvidarme de esto». No sabía quién había escrito esa nota, pero al no encontrar otra mochila, decidió salir con esa. Traía tanta prisa, que ni siquiera la vació.

Bajó las escaleras con la mochila en la espalda. No había ruido, ni rastro de sus abuelos. Como si hubiesen desaparecido. Antes de salir guardó la canica en su bolsillo, agarró una linterna, una botella de agua y unas galletas envueltas en papel manteca.

Giró para ver el reloj. Marcaba las seis en punto, aunque afuera parecía medianoche. Elena abrió el portón trasero de la casa, se detuvo a mirar el bosque por unos segundos, cerró el puño sobre su abrigo como si tomara impulso… y salió decidida.

Apenas cruzó la puerta, el aire cambió. No era solo el frío: era el silencio.
El bosque de San Elías no empezaba con árboles, sino con sus sombras: largas y densas, como si de una advertencia se tratara. Pero antes de que pudiera reconsiderarlo, ya estaba dentro.

Caminó con la linterna apuntando al suelo. Cada rama crujía como si quisiera delatarla. Al llegar a un claro, sintió que algo se movía entre los arbustos y se detuvo. Y entonces lo escuchó: un jadeo suave. Familiar.

—¿Cometa? —preguntó temerosa.

Pero nada. Luego, otro sonido. Algo que parecía un lamento. Elena apretó la linterna entre los dedos y avanzó. La maleza cedía bajo sus pasos como si el bosque la empujara hacia adelante. Hasta que la vio: era una mujer. Estaba sentada de espaldas y encogida. Sollozaba con un temblor seco, como si ya no tuviera lágrimas.

—¿Señora? —murmuró Elena, aunque algo en su cuerpo le gritaba que no avanzara.

La mujer no respondió. Elena la miró detenidamente: la ropa le quedaba pequeña, como si no le perteneciera. O como si hubiese crecido demasiado rápido. Frente a ella, sobre el suelo, descansaba un cuaderno abierto.

—¿Señora? —repitió Elena, esta vez con la voz más firme.

Dio un paso más. Y entonces la mujer alzó la cabeza. Le extendió un brazo delgado y tembloroso, señalando directamente el cuaderno.
Elena bajó la vista. Las letras estaban garabateadas con rabia, con urgencia. Decían: «¿Y si me acompañas?»

Elena, retrocedió cinco centímetros y balbuceó, sintiendo que el corazón le latía hasta en los dedos: «Yo… yo solo estoy buscando a mi perro».

La mujer ladeó la cabeza. Sus ojos, ahora visibles, eran dos pozos oscuros llenos de cansancio. Y cuando abrió la boca, su voz no salió, pero Elena la escuchó igual: «Si viniste a buscarme, debes acompañarme. El “Por qué” está cerca… pero no dejaré que te encuentre».

Elena negó con la cabeza y le dijo: «Yo no… yo no te conozco».

Pero entonces, entre los pliegues de la ropa rota de la mujer, algo cayó al suelo. Una canica azul. La misma que llevaba en su bolsillo. O eso creía. La mujer sonrió apenas.

Y, con un hilo de voz seco como ramas quemadas, dijo: «Yo soy tu “Y si”. Te he estado buscando. Ahora que estamos juntas, por fin podremos olvidar al “Por qué”».

Elena dio un paso atrás. Hasta los grillos dejaron de cantar. Y, al igual que las ramas de los árboles, su corazón se detuvo por un instante. La mujer avanzó y le tomó la muñeca. Su mano estaba fría, como una piedra olvidada bajo tierra. Pero lo más aterrador no era el frío. Era sentir que se tocaba a sí misma.

—Ya estás lista —dijo la mujer con voz hueca—. Es más fácil si vienes sin mirar atrás.

Por un instante, Elena pensó que tenía sentido. Tal vez crecer se trataba de dejar atrás lo que alguna vez fuimos. Enterrar los «¿Por qués?», los juegos y todos los sueños. Dejar de preguntarse tanto, de sentir tanto.

Pero entonces, algo tiró de su mochila. Elena giró su cabeza rápidamente. Era Cometa. Temblando empapado, con el hocico manchado de tierra. La jalaba con fuerza y desesperación.

—¡Cometa! —jadeó Elena e intentó agarrarlo con su otra mano, aunque la mujer se lo impedía.

—No puedes llevarlo contigo —dijo la señora sin parpadear—. Los «Por qués» no entran aquí.

En ese instante, su mochila se rompió. Uno a uno, los objetos de su infancia cayeron al suelo: un yo-yo, una piedra con forma de corazón, unos crayones, una figurita rota, y, por último, la hoja arrugada que encontró entre las páginas del cuaderno. El viento la arrastró hasta sus pies y Elena por fin la reconoció. Era su letra. La misma con la que no recordaba haber escrito: «Cuando sea grande, no voy a olvidarme de esto».

La mujer la miró enfurecida y refutó: «¡Aquí no! Aquí los “Por qués” se apagan. Es el precio de crecer».

Pero entonces, Elena no pudo evitar responderle con un «¿Por qué?». Se lo dijo así, sin más. Tranquila, serena, como cuando un niño pregunta lo que los adultos ya olvidaron cómo responder.

La mujer quedó desconcertada. El silencio fue su única respuesta.
Elena, en cambio, se sintió liberada y, aunque aún tenía su mano atrapada, se agachó lentamente a recoger uno a uno cada objeto.
Y mientras recordaba cómo habían estado presentes en su infancia, los iba guardando con cuidado en los bolsillos de su abrigo.

El viento se arremolinó a su alrededor, furioso, como si intentara apagar lo que acababa de encenderse. Pero Elena no se inmutó. Tenía a Cometa a su lado, y cargaba encima todo lo que, por mucho tiempo, la había hecho feliz. Entonces, miró a la mujer a los ojos y le dijo: «Tú no eres mi futuro. Tú eres solo una duda. Una posibilidad. Pero yo ya elegí no olvidar mi pasado».

Y con un tirón, se soltó. La mujer gritó y se deshizo con el viento. De pronto, una voz dulce le recordó todo lo que había querido olvidar: «¡Volviste justo a tiempo!».

Una pequeña niña salió de entre los arbustos. Elena se dio cuenta de que era ella misma, muchos años más pequeña. La niña la miraba con los ojos muy abiertos, sin miedo, pero con algo de tristeza.

—¿Por qué te quieres olvidar de mí? —preguntó, dando un paso hacia ella—. ¿Por qué me escondiste?, ¿por qué pensaste que ser grande significaba dejarme atrás?

Elena tragó saliva. Estaba paralizada. El corazón le dolía como si de pronto recordara algo importantísimo. Algo que nunca debió olvidar: su niñez.

—Ya no estás en la etapa del «Por qué». Estás entrando al «Y si»… —dijo la pequeña con suavidad—. Pero no tiene por qué ser malo. Crecer y tener dudas está bien. Pero crecer y querer borrar todo lo que fuiste terminará rompiéndote.

Elena cerró los ojos. Y, por fin, lo entendió. Su infancia no era una etapa que debía enterrar. Era una raíz. Un faro. La versión más bonita de sí misma.

—No quiero olvidarte —susurró Elena.

—Entonces abrázame —dijo la niña.

Y Elena la abrazó. Como quien se encuentra. Como quien vuelve.

Y en ese abrazo, todo el miedo a crecer se fue.