Doris Verónica Martínez Méndez
El pequeño cuarto de baño del departamento contenía una melodía amortiguada por el agua cayendo de la regadera. Resonó un chirrido al cerrarse la llave de la ducha, seguido de un largo silbido en las tuberías, como si estas fueran poseídas por un mal espíritu. Tintinearon los aros de la cortina y continuó el tarareo entre la nube de vapor que se disipaba. Julieta se envolvió con la toalla y se acercó al espejo empañado, con su dedo dibujó un corazón con las iniciales «R y J» y se dijo en su interior lo afortunada que era.
Román
llegó a su vida por azares del destino cuando, movido por la disciplina y
formalidad en sus estudios, la contactó por teléfono para pedirle la única
copia disponible de un libro que ella había prestado de la biblioteca. La
atracción fue inmediata, pero ambos eran terriblemente tímidos. Se encontraban
con frecuencia en los pasillos de la universidad, la cafetería y hasta en el
colectivo. Una tarde en que Julieta se viera atrapada por una fuerte tormenta,
Román se ofreció acompañarla y se animó a invitarla a salir.
Julieta
temía a su madre, pues era una mujer muy estricta y autoritaria. Le había
prohibido salir con muchachos y tener novio, a pesar de su mayoría de edad.
Román no se desanimó y se propuso lograr el consentimiento de su suegra. Se
presentó en su modesto departamento con formalidad impecable. Llenó de halagos la
labor en la crianza de su hija sin la ayuda de un hombre y la entretuvo con una
catequesis sobre las tentaciones que sufrió el hijo de Dios en el desierto.
—Me
sorprende que sea tan devoto —dijo aquella mujer que todavía tenía rasgos de su
juventud por haber sido una madre adolescente.
—Mi
madre nos instruyó con ahínco en las cosas de la fe.
—¿Tiene
más hermanos?
—Tengo
una hermana que está por tomar sus votos religiosos.
—¡Qué
maravilla!
Julieta
terminó de limpiar el espejo del baño para reconocer la sonrisa en su rostro.
El aroma de las esencias florales se había intensificado con el vapor y se
sintió intoxicada de felicidad. Salió a su habitación sintiendo todavía un cosquilleo
en su vientre; su cuerpo le parecía otro, caminaba distinto por el escozor que había
quedado del encuentro insospechado de aquella mañana. Su corazón golpeaba su
pecho con fuerza y su rostro mantenía un rubor febril que la sofocaba. Miró su
cama y se apresuró a cambiar las sábanas que tenían las manchas rojas de su virginidad
perdida y el aroma de los dos cuerpos que retozaron sobre ellas. Notó en el
rabillo de su ojo la imagen del crucifijo sobre la cabecera, pero apretó la
ropa entre sus brazos para oler una vez más el perfume de Román, y no pudo
arrepentirse.
—Debo
llevarte a tu casa —recordaba Román cuando tenían la suerte de poder salir a
solas.
Solían
refugiarse bajo el secreto de un árbol de sauce en la plaza cerca de la
iglesia. Sus ramas se doblaban formando una cúpula y caían hasta el piso como
una cortina, dándoles privacidad, si bien su inocencia no les exigía más que un
roce de manos y besos tímidos.
—Es
muy temprano.
—Ya
son casi las nueve, Julieta, no queremos que tu mamá se enoje conmigo por
llevarte muy tarde.
Las
condiciones de la madre de Julieta eran tan severas como ella: No llegar
después de las nueve de la noche y no visitarla cuando estuviera sola. Román
cumplía todo al pie de la letra, aunque entre clases se escabulleran detrás de
los salones para besarse, todavía con cierta torpeza. Una de esas tardes,
Julieta empujó un poco más su lengua dentro de la boca de Román y, en una
respuesta voraz, él mordió su labio inferior, alejándose en un reflejo
inmediato.
—¿Qué
te pasa? —preguntó Julieta y examinó su labio lastimado.
—¿Qué
te pasa a ti? —dijo con severidad y la acorraló contra la pared—. ¿Tienes
lengua de serpiente acaso para hacer eso?
Julieta
empezó a vestirse y notó en el espejo la serie de pequeñas manchas violáceas
por succión en un trayecto desde sus clavículas hasta su vientre y volvió a
cubrirse con su toalla. Sintió miedo de lo que Román pudiera estar pensando de
ella por haber accedido a todo lo que habían hecho.
—¿Crees
que estuvo mal? —preguntó Julieta al ver que él se levantó para vestirse a
prisa.
—No,
es solo que tu mamá puede regresar —repuso un poco nervioso—, y no quiero que
tengamos problemas.
—¿No
te arrepientes?
—No,
Julieta, sería un idiota si lo hiciera —dijo más tranquilo y se acercó para
besarla apasionadamente—. No dejes que tu mamá se entere.
Julieta
se puso una blusa de cuello alto para esconder las marcas en su escote y llevó
toda la ropa a lavar. Con esfuerzo logró dar vuelta al colchón antes de poner
las sábanas limpias. A medida que iba borrando las huellas de lo sucedido, empezó
el conflicto sobre el bien y el mal en su cabeza. Román había sido su referente
moral, uno distinto al de su madre. La había respetado y nunca se había
insinuado en deseos carnales que pudieran aflorar con el paso de la relación. Admiraba
su templanza. Pero algo había cambiado, de unos días a la fecha, algo lo hizo
sucumbir.
Para
el cumpleaños número veintiuno de Julieta, su madre organizó una comida en casa
de una prima. Román, por supuesto, estaba invitado; sería su primer contacto
con el resto de la familia. Esperaba encontrarse con más fanáticos religiosos,
pero fue todo lo contrario. Su suegra se disculpaba por el comportamiento de su
familia, la música y el consumo de alcohol. Entre los presentes, Román notó a
un joven bien parecido que buscaba encontrar a Julieta a solas con cualquier
pretexto.
—¡Hola!
Tú debes ser Román —saludó aquel muchacho con soltura.
—Él
es Benito —agregó Julieta—, fuimos compañeros en el colegio.
—Fuimos
más que eso, ¿no, Julieta? —se mofó Benito ante la expresión perpleja de Román
y soltó una fuerte carcajada—. ¡Fuimos campeones del triatlón de matemáticas!
—No
tomes el crédito que no tienes, entraste al final de la competencia —aclaró
Julieta sin negarle una sonrisa de consideración y miró el semblante pálido de
Román—. Amor, ¿estás bien?
Román
sacudió su cabeza y buscó un espacio entre la gente para escapar de la
conversación. Julieta intentó seguirlo, pero era interceptada por su familia
para felicitarla. Entró a la casa y encontró a Román en el comedor, tomaba uno
de los tragos de licor que estaban sobre la mesa, sacudiendo la cabeza y murmurando
algo para sí, en un extraño soliloquio. Ya lo había notado antes, pero no le
había dado importancia.
—¿Román?
¿Estás bien?
—Sí
—afirmó, aturdido—, la música es un poco estridente.
—¿Te
duele la cabeza? ¿Quieres algo?
—¿Qué
pasó con Benito?
—No
lo sé, quedó en el jardín...
—Me
refiero a si fue tu novio.
—Mamá
no me dejaba tener novio, mucho menos en el colegio, lo sabes.
—No,
no. No pregunto si fue un novio del que supiera tu madre, ¿fue uno de los que
no supo?
Julieta
quedó perpleja y miró su rostro para confirmar si se trataba del mismo Román
que ella conocía. Sus ojos negros relumbraban sin pestañear, como si un agujero
quisiera tragársela. De inmediato intentó besarla.
—No,
Román —lo detuvo ella, contrariada—, ¿qué demonios te ha dado hoy?
—Demonios,
justamente —repitió y volvió a acercarse como si le faltara el aire, pero se reprimió
al ver su rostro asustado—. Perdóname, me he puesto celoso.
Julieta
exhaló con cierto alivio, sin dejar todas sus reservas, y se acercó a tomarle
la mano.
—No
tienes porqué.
—Te
amo, Julieta, ese es el porqué.
Julieta
se conmovió y aquellas palabras pasaron por su cabeza como una niebla que borró
todo temor y desarmó su aprensión por completo.
—Yo
también te amo.
Desde
ese día, Román mostró más voracidad en sus momentos a solas. A ratos, sin
embargo, era todo lo contrario, y Julieta no lograba predecir sus cambios. Tal
vez fueran los escrúpulos religiosos con los que ambos habían crecido, pero iban
revelándose poco a poco a todas las prohibiciones.
—¿No
viene tu hermana de visita, Román? —preguntó la mamá de Julieta al salir de misa—.
Me gustaría mucho conocerla.
—Se
encuentra ahora en un retiro de desierto espiritual —explicó sin esconder la
prisa de sus pasos, como buscando alejarse del templo—, al parecer es un
requisito para definir su vocación.
—Yo
hubiera deseado que Julieta tomara los hábitos —confesó aquella mujer mientras
contaba monedas para comprar chucherías en la plaza—. De niña solía usar las fundas
de las almohadas como velo y me dio la breve ilusión de que se consagraría al
servicio de Dios.
Román
apretó su mandíbula y tragó grueso, fingiendo una sonrisa que Julieta no pasó
desapercibida.
—Yo
no jugaba a ser monja —explicó cuando su madre se alejó de ellos—, sino a
casarme. Pero si le decía eso me vería en problemas.
—¿Román?
—llamó un sacerdote que los había seguido desde la iglesia—. ¡Sabía que eras tú!
¡Qué sorpresa encontrarte, muchacho! ¿Está todo bien contigo?
Román
correspondió su abrazo con familiaridad.
—Padre
Jorge, ¿qué hace por estos rumbos?
—Me
han trasladado, ¿estás bien? —preguntó de nuevo, con interés, y miró a Julieta—,
¿quién es tu amiga?
—Ella
es Julieta, padre —se limitó a contestar.
—Mucho
gusto —saludó ella en un intento de involucrarse—. ¿Cómo se conocen?
—Oh,
el padre Jorge me conoce desde niño —dijo Román y sonrió—. Padre, tenemos prisa,
pero me gustaría que habláramos en otro momento.
—Claro,
hijo, acá puedes buscarme.
Román
se despidió y no dio tiempo a Julieta de agregar nada.
—Te
acompaño a tu casa, tu mamá parecía ocupada.
Julieta
volvió a notar que Román movía sus labios sin pronunciar palabra. Al llegar a
su casa, pensó que no estaría mal invitarlo a un café, pero antes de darse
tiempo de poner el agua a hervir, Román la llevó entre beso y beso al secreto
de su habitación.
Julieta
había logrado ocultarle todo a su madre y pasó el resto del día intentando estudiar.
Miraba el teléfono con frecuencia, Román apenas contestaba sus mensajes y eso
la tenía inquieta. Era frecuente que él se enfrascara tanto en el estudio que
olvidara responder sus mensajes, incluso, llegar a las citas. Pero este silencio
le parecía distinto.
Esa
noche Román regresaba a su casa arrastrando sus pasos como si tuviera pies de
plomo. Un cigarro en sus labios dejaba una estela de humo, como si fuera una
nube de pensamientos apretados que lo seguían.
«Si
de verdad la amas —le dijo el padre Jorge aquella tarde—, debes decirle todo».
Atravesó
un callejón oscuro que se iluminaba por el foco rojo de un lupanar de mala
muerte que mantenía sus puertas abiertas. La música en el interior hacía vibrar
las ventanas y flotaba en el aire una mezcla de lociones y marihuana. Román vivía
a la vuelta, en un mesón austero a un costado de la catedral. Le asqueaba ver
la cúpula del campanario tan cerca de aquel nido de pecado. Una de las mujeres
que atraía clientela en la esquina se acercó cariñosamente a él para proponerle
su compañía, pero las voces en su cabeza no lo dejaron escucharla.
—Nos
dejará, vamos a perderla —murmuró en un conocido soliloquio mientras oscilaba
sus pies en un vaivén indeciso—. ¿Y qué? Es una pérfida, ¿lo has visto? No.
Déjala en paz. Es una pecadora. También yo lo soy. No. Fue amor. Fue lujuria. ¿Iremos
al infierno? Date cuenta, esa mujer terminará por abandonarte. Ella no. La vida
terminará quitándonosla. ¿Recuerdas a tu madre? ¡No! ¿Y tu hermana? Todas se
van. Ella no. El padre Jorge le dirá todo y la perderemos. No le dirá nada.
Hice lo que debía hacer. ¿Lo mataste? Sí, iremos al infierno. ¡Cállate! Quiero
a Julieta para mí. No la puedes tener. Ya la he tenido y fue muy fácil. Déjala
en paz. Julieta es para mí, yo fui quien se atrevió a hablarle, ustedes solo saben
rezar. No la podrán retener.
—Oye,
te ves perdido —insistió la mujer y se acercó a tomar su mano.
—¡Déjala
en paz! —gritó Román y tomó a aquella mujer del cuello y la tumbó al piso sin
que ella pudiera defenderse.
Un
golpe seco en su cabeza calló todas las voces y perdió la conciencia.
La
mañana siguiente, Julieta esperó a Román en la estación del autobús que
compartían para ir a clases, pero él no llegó. Lo buscó en la universidad.
Nadie lo había visto. No respondía sus mensajes y no tenía idea de dónde pudiera
estar.
Días
después, saliendo de la iglesia, se encontró con el nuevo sacerdote que ya
había conocido una vez. El padre Jorge llevaba un cabestrillo donde reposaba su
brazo izquierdo y mostraba unos moretones en su rostro. Fue verlo y sentir un
enorme desasosiego. Julieta no contuvo sus lágrimas al preguntarle por Román.
Aquel hombre dio un suspiro que confirmaba el matiz de tragedia que teñía lo
sucedido. Fueron a la clínica psiquiátrica donde Román había pasado los últimos
días.
Román
tenía seis años cuando presenció el crudo asesinato de su madre a manos del
abusador de su hermana de diez años. La imagen de aquella mujer tirada en el
piso sobre un charco rojo rutilante, con el terror en sus ojos abiertos, fracturó
su mente. Se aferró a su cuerpo, empapándose de su sangre, aún tibia, sintiendo
el olor metálico mezclado con su perfume floral. Los policías no pudieron
arrancarlo de su regazo, se convirtió en una fiera y hasta mordió a uno de
ellos, por lo que tuvieron que sedarlo. En el orfanato, se refugió en sus
recuerdos de la escuela dominical y en la compañía de su hermana. Años después,
ella escapó del lugar y el golpe de su abandono lo llenó de rabia, volviéndose
posesivo y rebelde. Los sermones del padre Jorge le daban un poco de paz, por
lo que decidió entrar al seminario, pero su examen psicológico reveló múltiples
trastornos. El médico dijo que Román tenía dos o tres personalidades atrapadas
en su cabeza. Se deslizaba entre ellas sin darse cuenta. Sentirse rechazado, amenazado
o abandonado provocaba la transición, como un mecanismo de defensa. Llegada su
mayoría de edad, dejó el orfanato y entró al mundo que conocemos.
—Le
perdí el rastro cuando me trasladaron a otra parroquia —relató el padre Jorge—.
Supongo que entonces te conoció y ese apego desbloqueó los miedos que detonan
sus cambios.
—No
lo noté a tiempo —se lamentó Julieta, mientras lo miraba dormido en una
habitación blanca.
—Es
porque Román sintió el mismo amor en todas sus identidades, hija —confesó el
sacerdote y notó la mirada confundida de aquella joven—. Un conflicto tremendo
para él.
—¿Él
lo atacó?
—El
mismo niño desesperado que no quiere ser arrancado de la mujer que ama fue quien
lo hizo.
Julieta
soltó sus lágrimas y buscó el abrazo del sacerdote para tener un poco de
sosiego. Siguió visitando a Román algunos días, sin que él lo supiera, pues
sería peligroso para su tratamiento. Las autoridades declararon sus acciones
inimputables.
Román
empezó a mejorar y pasaba mucho tiempo en la capilla del hospital. Aprendió a
disfrutar el silencio y la claridad de sus pensamientos. El padre Jorge llegaba
todos los viernes a llevarle los sacramentos y consejería espiritual. Su rostro
se notaba más sereno, pero en el fondo seguía extrañando a Julieta. Intentó
escribirle varias veces, pero sus cartas no pasaban del encabezado.
Julieta
siguió su vida entre los reproches de su madre, quien le prohibió volver a ver al
loco que la había engañado, las burlas de su familia y la desesperanza de
saberlo perdido.
—No
puedes salvarlo —le dijo el padre Jorge una tarde—, él debe hacerlo solo. No
llores. Lo he visto muy bien. Está iniciando un nuevo tratamiento, de esos
modernos: Hipnosis. Suena fantástico, pero no es pecado, como dicen algunos. Me
pidió que te diera esto.
El
padre Jorge le extendió una carta y Julieta la tomó con temor:
«Querida
Julieta:
Intenté
escribirte muchas veces, pero era tanto lo que tenía en mi cabeza entonces, que
me quedaba en blanco. Han ido callando las voces y puedo tomar la palabra. Empiezo
pidiéndote perdón por el daño que te hice. Perdónalos a ellos también, si cabe
la posibilidad. Aún no sé definir la responsabilidad de cada cual, pero el
arrepentimiento es uno solo. Dicho esto, quiero agradecerte. Lo que viví
contigo ha sido una quimera de principio a fin. Tampoco sé hasta dónde
mantendré esos recuerdos con el tratamiento, pero estoy seguro que seguirán acompañándome
en sueños, donde no puedan herirte. Mi mente puede estar fraccionada, pero el
corazón siempre ha sido uno, y con él te he amado. Ahora debo renunciar a ti. Es
un remedio amargo, pero remedio al fin. Piensa en mí como una fantasía, pues no
puedo asegurarte a quién realmente llegaste a amar. Si solo fui un espejismo,
entonces déjalo así. A diario le pediré a Dios que te permita la felicidad que
mereces.
Hasta
siempre,
Román.»
Julieta
leía aquel papel arrugado y con remiendos de cinta adhesiva bajo la sombra del sauce
en la plaza. Las hojas temblaban con la brisa cálida de aquella mañana,
filtrando los rayos de sol, susurrando entre ellas junto al trinar de los
pájaros. El paso del tiempo empezaba a diluir la tinta en aquellas partes donde
cayeron sus lágrimas y faltaba una de las esquinas de cuando su madre quiso
destruirla.
Julieta
pasó su mano sobre la inscripción en la corteza agrietada: «R y J». Pudo sentir
la hendidura más profunda que cuando fue hecha tres años atrás. Pocas veces vio
a Román a lo lejos en la universidad, pero él no parecía darse cuenta de su
presencia. Tal vez sí haya borrado todo recuerdo de ella en el tratamiento. Julieta
se mudó a otra ciudad y toda esa historia se fue diluyendo en el olvido. Ella limpió
sus lágrimas y, al dar la vuelta, notó la figura de un hombre haciéndose paso
entre las ramas que caían hasta el suelo.
Ambos
quedaron paralizados al reconocerse. Román llevaba una barba recortada que
resaltaba el atractivo de sus facciones. Julieta había cortado su cabello y
usaba un poco de maquillaje. Se mantuvieron mudos, contemplándose.
—¿Julieta?
—balbuceó Román con desconfianza.
—Soy
yo —dijo con un temblor en su voz.
—Debía
asegurarme —bromeó sin apartarle la mirada—, no esperaba verte por acá.
—Hacía
unas diligencias, ¿vienes mucho por aquí?
—A
diario —respondió con un sonrojo y señaló una dirección—, es decir, ayudo al
padre Jorge en la parroquia.
—Me
da gusto, te veo muy bien, ¿ayudó la hipnosis?
—Casi
por completo.
—¿Casi?
—Hay
cosas que no cambian porque no están en la cabeza, sino en el corazón.
—¿Te
gustaría ir por un café y contarme?
Román
se mantuvo paralizado.
—Debería
consultarlo al médico —dijo y fijó su mirada en ella—, pero sí, me gustaría.
Solamente que, esta vez, sería solo yo.
Julieta
se sonrió, sus ojos húmedos rutilaban a punto de desbordarse. Le mostró su
carta.
—¿Fuiste
tú quien escribió esto? —preguntó y Román afirmó con la cabeza—. Entonces me
basta.