miércoles, 18 de diciembre de 2024

Un oscuro secreto

Doris Verónica Martínez Méndez


El pequeño cuarto de baño del departamento contenía una melodía amortiguada por el agua cayendo de la regadera. Resonó un chirrido al cerrarse la llave de la ducha, seguido de un largo silbido en las tuberías, como si estas fueran poseídas por un mal espíritu. Tintinearon los aros de la cortina y continuó el tarareo entre la nube de vapor que se disipaba. Julieta se envolvió con la toalla y se acercó al espejo empañado, con su dedo dibujó un corazón con las iniciales «R y J» y se dijo en su interior lo afortunada que era.

Román llegó a su vida por azares del destino cuando, movido por la disciplina y formalidad en sus estudios, la contactó por teléfono para pedirle la única copia disponible de un libro que ella había prestado de la biblioteca. La atracción fue inmediata, pero ambos eran terriblemente tímidos. Se encontraban con frecuencia en los pasillos de la universidad, la cafetería y hasta en el colectivo. Una tarde en que Julieta se viera atrapada por una fuerte tormenta, Román se ofreció acompañarla y se animó a invitarla a salir.

Julieta temía a su madre, pues era una mujer muy estricta y autoritaria. Le había prohibido salir con muchachos y tener novio, a pesar de su mayoría de edad. Román no se desanimó y se propuso lograr el consentimiento de su suegra. Se presentó en su modesto departamento con formalidad impecable. Llenó de halagos la labor en la crianza de su hija sin la ayuda de un hombre y la entretuvo con una catequesis sobre las tentaciones que sufrió el hijo de Dios en el desierto.

—Me sorprende que sea tan devoto —dijo aquella mujer que todavía tenía rasgos de su juventud por haber sido una madre adolescente.

—Mi madre nos instruyó con ahínco en las cosas de la fe.

—¿Tiene más hermanos?

—Tengo una hermana que está por tomar sus votos religiosos.

—¡Qué maravilla!

Julieta terminó de limpiar el espejo del baño para reconocer la sonrisa en su rostro. El aroma de las esencias florales se había intensificado con el vapor y se sintió intoxicada de felicidad. Salió a su habitación sintiendo todavía un cosquilleo en su vientre; su cuerpo le parecía otro, caminaba distinto por el escozor que había quedado del encuentro insospechado de aquella mañana. Su corazón golpeaba su pecho con fuerza y su rostro mantenía un rubor febril que la sofocaba. Miró su cama y se apresuró a cambiar las sábanas que tenían las manchas rojas de su virginidad perdida y el aroma de los dos cuerpos que retozaron sobre ellas. Notó en el rabillo de su ojo la imagen del crucifijo sobre la cabecera, pero apretó la ropa entre sus brazos para oler una vez más el perfume de Román, y no pudo arrepentirse.

—Debo llevarte a tu casa —recordaba Román cuando tenían la suerte de poder salir a solas.

Solían refugiarse bajo el secreto de un árbol de sauce en la plaza cerca de la iglesia. Sus ramas se doblaban formando una cúpula y caían hasta el piso como una cortina, dándoles privacidad, si bien su inocencia no les exigía más que un roce de manos y besos tímidos.

—Es muy temprano.

—Ya son casi las nueve, Julieta, no queremos que tu mamá se enoje conmigo por llevarte muy tarde.

Las condiciones de la madre de Julieta eran tan severas como ella: No llegar después de las nueve de la noche y no visitarla cuando estuviera sola. Román cumplía todo al pie de la letra, aunque entre clases se escabulleran detrás de los salones para besarse, todavía con cierta torpeza. Una de esas tardes, Julieta empujó un poco más su lengua dentro de la boca de Román y, en una respuesta voraz, él mordió su labio inferior, alejándose en un reflejo inmediato.

—¿Qué te pasa? —preguntó Julieta y examinó su labio lastimado.

—¿Qué te pasa a ti? —dijo con severidad y la acorraló contra la pared—. ¿Tienes lengua de serpiente acaso para hacer eso?

Julieta empezó a vestirse y notó en el espejo la serie de pequeñas manchas violáceas por succión en un trayecto desde sus clavículas hasta su vientre y volvió a cubrirse con su toalla. Sintió miedo de lo que Román pudiera estar pensando de ella por haber accedido a todo lo que habían hecho.

—¿Crees que estuvo mal? —preguntó Julieta al ver que él se levantó para vestirse a prisa.

—No, es solo que tu mamá puede regresar —repuso un poco nervioso—, y no quiero que tengamos problemas.

—¿No te arrepientes?

—No, Julieta, sería un idiota si lo hiciera —dijo más tranquilo y se acercó para besarla apasionadamente—. No dejes que tu mamá se entere.

Julieta se puso una blusa de cuello alto para esconder las marcas en su escote y llevó toda la ropa a lavar. Con esfuerzo logró dar vuelta al colchón antes de poner las sábanas limpias. A medida que iba borrando las huellas de lo sucedido, empezó el conflicto sobre el bien y el mal en su cabeza. Román había sido su referente moral, uno distinto al de su madre. La había respetado y nunca se había insinuado en deseos carnales que pudieran aflorar con el paso de la relación. Admiraba su templanza. Pero algo había cambiado, de unos días a la fecha, algo lo hizo sucumbir.

Para el cumpleaños número veintiuno de Julieta, su madre organizó una comida en casa de una prima. Román, por supuesto, estaba invitado; sería su primer contacto con el resto de la familia. Esperaba encontrarse con más fanáticos religiosos, pero fue todo lo contrario. Su suegra se disculpaba por el comportamiento de su familia, la música y el consumo de alcohol. Entre los presentes, Román notó a un joven bien parecido que buscaba encontrar a Julieta a solas con cualquier pretexto.

—¡Hola! Tú debes ser Román —saludó aquel muchacho con soltura.

—Él es Benito —agregó Julieta—, fuimos compañeros en el colegio.

—Fuimos más que eso, ¿no, Julieta? —se mofó Benito ante la expresión perpleja de Román y soltó una fuerte carcajada—. ¡Fuimos campeones del triatlón de matemáticas!

—No tomes el crédito que no tienes, entraste al final de la competencia —aclaró Julieta sin negarle una sonrisa de consideración y miró el semblante pálido de Román—. Amor, ¿estás bien?

Román sacudió su cabeza y buscó un espacio entre la gente para escapar de la conversación. Julieta intentó seguirlo, pero era interceptada por su familia para felicitarla. Entró a la casa y encontró a Román en el comedor, tomaba uno de los tragos de licor que estaban sobre la mesa, sacudiendo la cabeza y murmurando algo para sí, en un extraño soliloquio. Ya lo había notado antes, pero no le había dado importancia.

—¿Román? ¿Estás bien?

—Sí —afirmó, aturdido—, la música es un poco estridente.

—¿Te duele la cabeza? ¿Quieres algo?

—¿Qué pasó con Benito?

—No lo sé, quedó en el jardín...

—Me refiero a si fue tu novio.

—Mamá no me dejaba tener novio, mucho menos en el colegio, lo sabes.

—No, no. No pregunto si fue un novio del que supiera tu madre, ¿fue uno de los que no supo?

Julieta quedó perpleja y miró su rostro para confirmar si se trataba del mismo Román que ella conocía. Sus ojos negros relumbraban sin pestañear, como si un agujero quisiera tragársela. De inmediato intentó besarla.

—No, Román —lo detuvo ella, contrariada—, ¿qué demonios te ha dado hoy?

—Demonios, justamente —repitió y volvió a acercarse como si le faltara el aire, pero se reprimió al ver su rostro asustado—. Perdóname, me he puesto celoso.

Julieta exhaló con cierto alivio, sin dejar todas sus reservas, y se acercó a tomarle la mano.

—No tienes porqué.

—Te amo, Julieta, ese es el porqué.

Julieta se conmovió y aquellas palabras pasaron por su cabeza como una niebla que borró todo temor y desarmó su aprensión por completo.

—Yo también te amo.

Desde ese día, Román mostró más voracidad en sus momentos a solas. A ratos, sin embargo, era todo lo contrario, y Julieta no lograba predecir sus cambios. Tal vez fueran los escrúpulos religiosos con los que ambos habían crecido, pero iban revelándose poco a poco a todas las prohibiciones.

—¿No viene tu hermana de visita, Román? —preguntó la mamá de Julieta al salir de misa—. Me gustaría mucho conocerla.

—Se encuentra ahora en un retiro de desierto espiritual —explicó sin esconder la prisa de sus pasos, como buscando alejarse del templo—, al parecer es un requisito para definir su vocación.

—Yo hubiera deseado que Julieta tomara los hábitos —confesó aquella mujer mientras contaba monedas para comprar chucherías en la plaza—. De niña solía usar las fundas de las almohadas como velo y me dio la breve ilusión de que se consagraría al servicio de Dios.

Román apretó su mandíbula y tragó grueso, fingiendo una sonrisa que Julieta no pasó desapercibida.

—Yo no jugaba a ser monja —explicó cuando su madre se alejó de ellos—, sino a casarme. Pero si le decía eso me vería en problemas.

—¿Román? —llamó un sacerdote que los había seguido desde la iglesia—. ¡Sabía que eras tú! ¡Qué sorpresa encontrarte, muchacho! ¿Está todo bien contigo?

Román correspondió su abrazo con familiaridad.

—Padre Jorge, ¿qué hace por estos rumbos?

—Me han trasladado, ¿estás bien? —preguntó de nuevo, con interés, y miró a Julieta—, ¿quién es tu amiga?

—Ella es Julieta, padre —se limitó a contestar.

—Mucho gusto —saludó ella en un intento de involucrarse—. ¿Cómo se conocen?

—Oh, el padre Jorge me conoce desde niño —dijo Román y sonrió—. Padre, tenemos prisa, pero me gustaría que habláramos en otro momento.

—Claro, hijo, acá puedes buscarme.

Román se despidió y no dio tiempo a Julieta de agregar nada.

—Te acompaño a tu casa, tu mamá parecía ocupada.

Julieta volvió a notar que Román movía sus labios sin pronunciar palabra. Al llegar a su casa, pensó que no estaría mal invitarlo a un café, pero antes de darse tiempo de poner el agua a hervir, Román la llevó entre beso y beso al secreto de su habitación.

Julieta había logrado ocultarle todo a su madre y pasó el resto del día intentando estudiar. Miraba el teléfono con frecuencia, Román apenas contestaba sus mensajes y eso la tenía inquieta. Era frecuente que él se enfrascara tanto en el estudio que olvidara responder sus mensajes, incluso, llegar a las citas. Pero este silencio le parecía distinto.

Esa noche Román regresaba a su casa arrastrando sus pasos como si tuviera pies de plomo. Un cigarro en sus labios dejaba una estela de humo, como si fuera una nube de pensamientos apretados que lo seguían.

«Si de verdad la amas —le dijo el padre Jorge aquella tarde—, debes decirle todo».

Atravesó un callejón oscuro que se iluminaba por el foco rojo de un lupanar de mala muerte que mantenía sus puertas abiertas. La música en el interior hacía vibrar las ventanas y flotaba en el aire una mezcla de lociones y marihuana. Román vivía a la vuelta, en un mesón austero a un costado de la catedral. Le asqueaba ver la cúpula del campanario tan cerca de aquel nido de pecado. Una de las mujeres que atraía clientela en la esquina se acercó cariñosamente a él para proponerle su compañía, pero las voces en su cabeza no lo dejaron escucharla.

—Nos dejará, vamos a perderla —murmuró en un conocido soliloquio mientras oscilaba sus pies en un vaivén indeciso—. ¿Y qué? Es una pérfida, ¿lo has visto? No. Déjala en paz. Es una pecadora. También yo lo soy. No. Fue amor. Fue lujuria. ¿Iremos al infierno? Date cuenta, esa mujer terminará por abandonarte. Ella no. La vida terminará quitándonosla. ¿Recuerdas a tu madre? ¡No! ¿Y tu hermana? Todas se van. Ella no. El padre Jorge le dirá todo y la perderemos. No le dirá nada. Hice lo que debía hacer. ¿Lo mataste? Sí, iremos al infierno. ¡Cállate! Quiero a Julieta para mí. No la puedes tener. Ya la he tenido y fue muy fácil. Déjala en paz. Julieta es para mí, yo fui quien se atrevió a hablarle, ustedes solo saben rezar. No la podrán retener.

—Oye, te ves perdido —insistió la mujer y se acercó a tomar su mano.

—¡Déjala en paz! —gritó Román y tomó a aquella mujer del cuello y la tumbó al piso sin que ella pudiera defenderse.

Un golpe seco en su cabeza calló todas las voces y perdió la conciencia.

La mañana siguiente, Julieta esperó a Román en la estación del autobús que compartían para ir a clases, pero él no llegó. Lo buscó en la universidad. Nadie lo había visto. No respondía sus mensajes y no tenía idea de dónde pudiera estar.

Días después, saliendo de la iglesia, se encontró con el nuevo sacerdote que ya había conocido una vez. El padre Jorge llevaba un cabestrillo donde reposaba su brazo izquierdo y mostraba unos moretones en su rostro. Fue verlo y sentir un enorme desasosiego. Julieta no contuvo sus lágrimas al preguntarle por Román. Aquel hombre dio un suspiro que confirmaba el matiz de tragedia que teñía lo sucedido. Fueron a la clínica psiquiátrica donde Román había pasado los últimos días.

Román tenía seis años cuando presenció el crudo asesinato de su madre a manos del abusador de su hermana de diez años. La imagen de aquella mujer tirada en el piso sobre un charco rojo rutilante, con el terror en sus ojos abiertos, fracturó su mente. Se aferró a su cuerpo, empapándose de su sangre, aún tibia, sintiendo el olor metálico mezclado con su perfume floral. Los policías no pudieron arrancarlo de su regazo, se convirtió en una fiera y hasta mordió a uno de ellos, por lo que tuvieron que sedarlo. En el orfanato, se refugió en sus recuerdos de la escuela dominical y en la compañía de su hermana. Años después, ella escapó del lugar y el golpe de su abandono lo llenó de rabia, volviéndose posesivo y rebelde. Los sermones del padre Jorge le daban un poco de paz, por lo que decidió entrar al seminario, pero su examen psicológico reveló múltiples trastornos. El médico dijo que Román tenía dos o tres personalidades atrapadas en su cabeza. Se deslizaba entre ellas sin darse cuenta. Sentirse rechazado, amenazado o abandonado provocaba la transición, como un mecanismo de defensa. Llegada su mayoría de edad, dejó el orfanato y entró al mundo que conocemos.

—Le perdí el rastro cuando me trasladaron a otra parroquia —relató el padre Jorge—. Supongo que entonces te conoció y ese apego desbloqueó los miedos que detonan sus cambios.

—No lo noté a tiempo —se lamentó Julieta, mientras lo miraba dormido en una habitación blanca.

—Es porque Román sintió el mismo amor en todas sus identidades, hija —confesó el sacerdote y notó la mirada confundida de aquella joven—. Un conflicto tremendo para él.

—¿Él lo atacó?

—El mismo niño desesperado que no quiere ser arrancado de la mujer que ama fue quien lo hizo.

Julieta soltó sus lágrimas y buscó el abrazo del sacerdote para tener un poco de sosiego. Siguió visitando a Román algunos días, sin que él lo supiera, pues sería peligroso para su tratamiento. Las autoridades declararon sus acciones inimputables.

Román empezó a mejorar y pasaba mucho tiempo en la capilla del hospital. Aprendió a disfrutar el silencio y la claridad de sus pensamientos. El padre Jorge llegaba todos los viernes a llevarle los sacramentos y consejería espiritual. Su rostro se notaba más sereno, pero en el fondo seguía extrañando a Julieta. Intentó escribirle varias veces, pero sus cartas no pasaban del encabezado.

Julieta siguió su vida entre los reproches de su madre, quien le prohibió volver a ver al loco que la había engañado, las burlas de su familia y la desesperanza de saberlo perdido.

—No puedes salvarlo —le dijo el padre Jorge una tarde—, él debe hacerlo solo. No llores. Lo he visto muy bien. Está iniciando un nuevo tratamiento, de esos modernos: Hipnosis. Suena fantástico, pero no es pecado, como dicen algunos. Me pidió que te diera esto.

El padre Jorge le extendió una carta y Julieta la tomó con temor:

«Querida Julieta:

Intenté escribirte muchas veces, pero era tanto lo que tenía en mi cabeza entonces, que me quedaba en blanco. Han ido callando las voces y puedo tomar la palabra. Empiezo pidiéndote perdón por el daño que te hice. Perdónalos a ellos también, si cabe la posibilidad. Aún no sé definir la responsabilidad de cada cual, pero el arrepentimiento es uno solo. Dicho esto, quiero agradecerte. Lo que viví contigo ha sido una quimera de principio a fin. Tampoco sé hasta dónde mantendré esos recuerdos con el tratamiento, pero estoy seguro que seguirán acompañándome en sueños, donde no puedan herirte. Mi mente puede estar fraccionada, pero el corazón siempre ha sido uno, y con él te he amado. Ahora debo renunciar a ti. Es un remedio amargo, pero remedio al fin. Piensa en mí como una fantasía, pues no puedo asegurarte a quién realmente llegaste a amar. Si solo fui un espejismo, entonces déjalo así. A diario le pediré a Dios que te permita la felicidad que mereces.

Hasta siempre,

Román.»

Julieta leía aquel papel arrugado y con remiendos de cinta adhesiva bajo la sombra del sauce en la plaza. Las hojas temblaban con la brisa cálida de aquella mañana, filtrando los rayos de sol, susurrando entre ellas junto al trinar de los pájaros. El paso del tiempo empezaba a diluir la tinta en aquellas partes donde cayeron sus lágrimas y faltaba una de las esquinas de cuando su madre quiso destruirla.

Julieta pasó su mano sobre la inscripción en la corteza agrietada: «R y J». Pudo sentir la hendidura más profunda que cuando fue hecha tres años atrás. Pocas veces vio a Román a lo lejos en la universidad, pero él no parecía darse cuenta de su presencia. Tal vez sí haya borrado todo recuerdo de ella en el tratamiento. Julieta se mudó a otra ciudad y toda esa historia se fue diluyendo en el olvido. Ella limpió sus lágrimas y, al dar la vuelta, notó la figura de un hombre haciéndose paso entre las ramas que caían hasta el suelo.

Ambos quedaron paralizados al reconocerse. Román llevaba una barba recortada que resaltaba el atractivo de sus facciones. Julieta había cortado su cabello y usaba un poco de maquillaje. Se mantuvieron mudos, contemplándose.

—¿Julieta? —balbuceó Román con desconfianza.

—Soy yo —dijo con un temblor en su voz.

—Debía asegurarme —bromeó sin apartarle la mirada—, no esperaba verte por acá.

—Hacía unas diligencias, ¿vienes mucho por aquí?

—A diario —respondió con un sonrojo y señaló una dirección—, es decir, ayudo al padre Jorge en la parroquia.  

—Me da gusto, te veo muy bien, ¿ayudó la hipnosis?

—Casi por completo.

—¿Casi?

—Hay cosas que no cambian porque no están en la cabeza, sino en el corazón.

—¿Te gustaría ir por un café y contarme?

Román se mantuvo paralizado.

—Debería consultarlo al médico —dijo y fijó su mirada en ella—, pero sí, me gustaría. Solamente que, esta vez, sería solo yo.

Julieta se sonrió, sus ojos húmedos rutilaban a punto de desbordarse. Le mostró su carta.

—¿Fuiste tú quien escribió esto? —preguntó y Román afirmó con la cabeza—. Entonces me basta.

lunes, 9 de diciembre de 2024

Una dulce venganza

Lucía Yolanda Alonso Olvera


Todos nos hemos topado con personas que nos hacen daño, nos maltratan, nos insultan o nos agreden. Para muchos, es difícil olvidar las injurias y las humillaciones de las que fueron víctimas. Estos personajes suelen practicar la venganza con sus semejantes o viven infelices bajo el agobio del resentimiento. Llenos de rencor padecen una profunda desolación, ya que las ocasiones para cobrarse una venganza no siempre se presentan.

Otros dejamos pasar las ofensas, seguimos nuestro camino y disfrutamos de la vida sin tener presente las injurias. A veces, la casualidad puede ponerse de nuestro lado y nos ofrece la posibilidad de cobrarnos los agravios. En estas ocasiones la venganza se presenta como un dulce manjar que se derrite entre nuestros dedos y que hay que aprovechar para paladearlo en su justo momento.

¿Ha tenido, querido lector, la oportunidad de cobrarse una venganza sin haber esperado la ocasión?

María ha terminado con notas sobresalientes el máster de diseño que vino a hacer a Madrid gracias a una beca de excelencia otorgada por la Universidad de Innovación y Tecnología de España. Durante los dos años de su estancia en esta ciudad se hizo amiga de Lorena, una chica que trabaja como asistente del embajador de México en España.

Lorena ha invitado a María para que este verano cubra de manera interina la plaza de recepcionista en la embajada, ya que la mujer contratada ha pedido permiso por maternidad.

María decidió aceptar el trabajo. Con el dinero que ganará planea hacer un viaje por Italia durante un mes, antes de regresar a México.

La labor de la recepcionista consiste en atender a todas las personas que tienen cita con el embajador, hacerlas pasar de la recepción a las salas de juntas y contestar las llamadas en el conmutador.

Es una tarde calurosa, durante la mañana hubo muchas reuniones importantes. A las dos, el embajador ha salido a comer para volver a su última cita a las cuatro de la tarde.  María no se ha despegado de su asiento atendiendo a las visitas y una gran cantidad de llamadas. Tuvo que comer con Lorena un sándwich en la cocina de la oficina para volver a sentarse en la recepción de inmediato.

La embajada se encuentra en el décimo piso de una moderna torre en el paseo de la Castellana. Elegante, amplia y sobria, está decorada con exquisitas artesanías de diversos lugares de México. Esta es la segunda semana de María en su nuevo trabajo. A las tres y media de la tarde se abren las puertas del ascensor y la mujer que entra a la recepción es nada menos que Grace Ríos.

María la observa acercarse a su escritorio, está igual que hace doce años que la dejó de ver, solo un poco más arrugada. Está segura de que no la reconocerá. Ahora, María lleva el cabello muy corto y decolorado, tiene un piercing en la nariz y es muy delgada. Ya no es la niña regordeta, con lentes y trenzas que conoció Grace, en la secundaria.

Qué dulce ironía le brinda la vida, una oportunidad inesperada que nunca imaginó.

—Bienvenidas todas. Este es nuestro primer día de clases. A partir de hoy, a las ocho en punto de la mañana cada grupo de secundaria deberá estar formado en su lugar asignado en el patio y en orden alfabético, por apellido. A quienes son las primeras de la fila de los grupos de primero, se les llamará en el transcurso de la mañana para que asistan a la dirección y reciban instrucciones por parte de la prefecta, la maestra Grace Ríos. Ella les indicará sus responsabilidades diarias por las mañanas —concluyó la directora, Josefina Archundia, con micrófono en mano en el segundo piso del edificio central, desde donde muy temprano daba instrucciones y avisos importantes a todo el alumnado.  

Nunca olvidaría el primer día de clases en aquella secundaria. María Alarcón había cursado la primaria en una escuela pequeña, mixta y activa, cerca del departamento céntrico donde vivía con sus padres y su hermano Mateo.  

María y Mateo habían llegado a la pubertad y sus padres, Laura y Ernesto, decidieron que cada uno debía tener su propia habitación, por lo que compraron una casa amplia y cómoda, pero lejos del barrio céntrico donde vivían, razón por la que decidieron cambiarlos de colegio.

Eligieron para María el Instituto Femenil del Bosque, un bachillerato muy reconocido de la ciudad y en donde planearon que cursara la secundaria y la preparatoria para que después pudiera entrar a una universidad de excelencia. Sin duda, Laura y Ernesto, siempre aspiraron a darles a sus hijos la mejor educación, sabían que su futuro dependería de su formación escolar.

El Instituto Femenil del Bosque, tenía dos planteles con instalaciones modernas y extensos jardines. La secundaria albergaba alrededor de quinientas alumnas, divididas en cuatro grupos por grado. Las alumnas debían portar el uniforme de diario que incluía blusa blanca, suéter y falda azul marino, mocasines cafés y calcetas blancas. Dos días a la semana llevaban el uniforme de deportes: bermudas, pantalón y chaqueta azul marino, playera, calcetines y tenis blancos.

Para María el cambio de escuela resultó muy impactante, ya que, en la primaria, no portaban uniforme y la disciplina era muy relajada, mientras que, en este instituto había infinidad de reglas que había que acatar con mucho rigor.

Al ser la primera de la lista de su grupo, María se dirigió a la dirección a recibir las instrucciones que había mencionado la directora.  

—Buen día, soy María Alarcón del grupo Primero B, vengo a ver a la prefecta para que me diga qué tengo que hacer todas las mañanas.

—Pasa. La oficina de la maestra Ríos, es la segunda puerta del lado derecho, ya están ahí otras niñas de primero esperándola —contestó la secretaria de la dirección.

La oficina de la dirección era austera y silenciosa y daba al pasillo de acceso de la planta baja del edificio principal. La secretaria, una señora mayor de unos sesenta años y cara de pocos amigos, vestía de negro y llevaba el cabello recogido en un moño.

Grace Ríos tiene aproximadamente cuarenta años, es alta con buena presencia, viste una blusa blanca abotonada hasta el cuello, blazer y pantalón negro, el cabello rubio muy corto peinado hacia atrás, tiene una mirada severa detrás de las gafas y su trato es cortante y seco.

—Buen día, niñas. ¿Quién es Ana Acosta? —pregunta la prefecta leyendo el nombre en las listas de asistencia de los grupos de primer año que tiene en la mano derecha, mientras se ajusta los lentes con la mano izquierda.

—Soy yo —contesta una niña morena y menuda que está al lado de María.

—Se contesta: presente, maestra —corrige la prefecta alzando la ceja mirando a Ana inquisitivamente.

—María Alarcón.

—Presente, maestra —contesta asustada María.

—Lucero Andrade.

—Presente, maestra.

—Y tu debes de ser Alejandra Anaya, ¿cierto?

—Presente, maestra —contesta la más larguirucha de todas.

—Al ser las primeras de la lista de su grupo les tocará todas las mañanas registrar asistencia y hacer la revisión de higiene y buena presentación de todas sus compañeras. ¿Entienden a que me refiero?

—No, maestra —contesta María, mientras las demás no responden.

—¿Qué es lo que no entiendes? ¿Tú cómo te llamas?

—Soy María Alarcón de primero B y no entiendo qué es lo que tenemos que hacer exactamente.

—Lo voy a explicar una sola vez, pongan mucha atención. Es muy sencillo y hay que hacer esto todos los días. En cuanto se forme la fila de su grupo a primera hora de la mañana van a tener muy poco tiempo para pasar lista y hacer la revisión. ¿Entendido? —pregunta la prefecta con tono autoritario y sin dar oportunidad a que contesten.

»Cada una de ustedes tendrá un cuaderno como este —mostrando el cuadernillo de uno de los grupos en la mano y prosigue—, es la lista de su grupo. Todas las niñas deberán estar formadas siempre en orden alfabético por apellidos. En cuanto suene el timbre, estén todas formadas y la directora empiece a dar los buenos días y los avisos matutinos; ustedes tendrán que revisar una por una a sus compañeras para calificar su higiene y presentación. La revisión consiste en: peinado con el cabello bien recogido; boca y dientes limpios; uniforme completo y en buen estado; manos y uñas impecables y zapatos relucientes. Si sus compañeras asisten a la escuela aseadas marcarán en cada casilla un uno, o si, por el contrario, no cumplen deberán poner un cero. Semanalmente sumarán los puntos que cumple cada una y entregarán las listas con los resultados. Las niñas que mayor puntuación tengan son las que vienen aseadas y con buena presentación. ¿Alguna pregunta?

—Sí, yo tengo una —dice María mientras mantiene la mano levantada.

—¡Otra vez tú! ¿Cuál es tu duda?, creo que expliqué claramente lo que deben hacer.

—Sí, maestra, lo explicó muy bien, pero ¿por qué tenemos que hacer este trabajo de revisión nosotras con nuestras compañeras? Eso debería ser una responsabilidad de la maestra titular del grupo, ¿no le parece?

—Mira, niña, esta práctica se ha hecho en este instituto desde hace muchos años, y nadie va a venir a cuestionar nuestras reglas y nuestras costumbres. Es una obligación que tienen las primeras de la lista de cada grupo y te parezca bien o no, lo tendrás que hacer. Es una orden, ¿entendido? —concluye la prefecta muy molesta.

Ante la regañina, todas se mantienen en silencio.

—Tomen su cuaderno con las listas y vayan de inmediato a su salón, que a estas horas habrá empezado su primera clase —les dice la prefecta entregándoles a cada una el cuadernillo —, y tengan cuidado de no perder los cuadernos, porque eso les puede ocasionar expulsión.

María ha llegado a casa el primer día de clases desanimada y sin apetito. Laura, su madre, ha percibido que no está contenta como cuando volvía de la primaria.

—¿Cómo te fue hija? Te noto rara.

—No sé si me va a gustar esta escuela, mamá. Me choca que no haya niños y llevar uniforme y, además, como soy la primera de la lista me toca hacer de policía con mis compañeras y diario tendré que revisarles sus uniformes, la boca, las manos y las uñas y en caso de que no vayan impecables, tendré que bajarles puntos.

—¡Ay hijita!, qué raras prácticas tienen en ese colegio. Tú tranquila, a todas tus compañeras ponles siempre buena calificación, no creo que haya niñas que vayan sucias y mal presentadas, es una institución muy cara y con fama de ser muy estricta y seguramente todas las familias mandan a sus hijas impecables.

María siguió el consejo de su madre, aprovechó ser la responsable de pasar lista para conocer a todas sus compañeras y hacer amigas. María era sonriente, amiguera y simpática, todos los días marcaba uno en todas las casillas, nunca revisaba los uniformes y mucho menos la higiene de las chicas, todas las mañanas chacoteaba con todas.

Al cabo de tres meses de entregar semanalmente el cuadernillo de asistencia, la mandó llamar la prefecta a la dirección.

—María, he revisado las listas de asistencia de tu grupo cada semana y veo que no estás haciendo bien tu trabajo —le espetó la prefecta en cuanto entró a su oficina, sin saludarla siquiera.

—Maestra, todas las mañanas paso lista y las reviso con cuidado. Las chicas del salón cumplen perfectamente, traen el uniforme completo, los zapatos, las uñas y las manos limpias y vienen muy bien peinadas —contestó María sonriendo.

—No te rías de mí, no es gracioso. Te voy a dar esta semana para que rectifiques y hagas bien tu trabajo, si la semana próxima me vuelves a entregar el cuadernillo con estas estupendas calificaciones, voy a tomar medidas al respecto, ¿entendiste, niña?

—Sí, maestra, pondré más atención en la revisión —contestó María tímidamente.

María siguió cotorreando con sus compañeras mientras pasaba lista, siempre pensó que esa tarea no le correspondía, y no quería ser la pesada del salón que pusiera malas notas.

Dos semanas más tarde, la volvió a llamar la prefecta a la dirección. Esta vez no estaba sola, la acompañaba la niña Juliana Casillas, la más odiosa del salón y quien siempre se mostraba hosca.

—Mira, niña, como no quieres hacer la revisión de higiene y presentación, he tomado una decisión —afirmó la prefecta molesta —. Desde mañana, Juliana, revisará que lo hagas bien, ¿entendiste?

—Pero, maestra, eso no me parece justo —dijo María observando a Juliana, quien mostraba una sonrisa burlona.

—¿Qué es lo que no te parece justo?

—Que Juliana me vigile y yo tenga que hacer este horrible trabajo. Ninguna niña debería calificar la presentación e higiene de sus compañeras. Son las autoridades las que ponen las reglas y ustedes deberían hacerlas cumplir. Además, si yo no lo hago bien y Juliana quiere hacerlo, pues sería mejor que lo haga ella.

—¿Cómo te atreves a hablarme de esa manera y cuestionar las reglas? —gritó la prefecta furiosa—. Eres una escuincla insolente, mal educada y rebelde. Te mereces tres días de expulsión por objetar las reglas y contestarme de ese modo. Hoy mismo les llamaré a tus padres para reportar tu mal comportamiento. A partir de mañana cuenta tres días de no aparecerte en el instituto y cuando vuelvas tendrás que hacer tu trabajo con la supervisión de Juliana. Se acabó esta discusión. ¡Vete de inmediato a tu salón y no vuelvas más por aquí! —concluyó Grace Ríos con la cara enrojecida de cólera.

Esa expulsión fue el inicio de incontables problemas en la escuela. Sus padres se empeñaron en que terminara ahí la secundaria y María tuvo que lidiar con el odio que le profesó desde entonces la prefecta, quien le hizo la vida imposible.

—Buenos días, señorita, soy la maestra Grace Ríos, tengo una cita con el embajador.

—Buenos días. ¿A qué hora tiene su cita? ¿Me repite por favor su nombre y el asunto que viene a tratar con él?

—Soy la maestra Grace Ríos y tengo cita a las cuatro, o sea en treinta minutos. El asunto que vengo a tratar es para solicitarle su apoyo para formalizar un convenio entre el Instituto Femenino del Bosque en México y la Universidad Complutense de Madrid, para que nuestras alumnas de bachillerato hagan estancias de verano en España.

—¡Qué extraño! —contestó María sonriéndole—. El embajador hoy no dio citas porque tuvo que ir a El Escorial a un evento con el rey. ¿No se habrá confundido de día, maestra Ríos?

—Por supuesto que no, señorita. Tengo programada esta cita desde hace un mes. La hice desde la Ciudad de México y me la dio su asistente, la licenciada Lorena Gómez.

—¡Qué raro!, permítame llamar a Lorena para preguntarle.

María le marca desde el conmutador a Lorena y le dice que, si le puede dar unos minutos. Cuelga y se levanta de su silla y le pide un momento a Grace para ir a hablar directamente con la asistente del embajador y aclarar el asunto.

—Lore, me acaba de llamar la señora Ríos para cancelar la cita que tenía hoy con el embajador a las cuatro de la tarde, avísale a tu jefe que esta mujer no vendrá y si no tiene más citas, ya no tiene caso que regrese.

—¡Qué bien!, ahora mismo le mando un mensaje para que se relaje y ya no vuelva, hemos tenido una mañana de locos. Apurémonos a cerrar este changarro y nos vamos a tomar unas cañas y un pincho en el bar de abajo. Lleno estos formatos y en unos diez minutos nos vamos, ¿te parece?

—¡Me parece perfecto! —contesta entusiasmada María cerrando la puerta de la oficina de Lorena para dirigirse bailoteando de alegría hacia la recepción.

—Ya hablé con la licenciada Gómez —comenta María—. Me dice que no le pudo haber dado ninguna cita con el embajador el día de hoy, porque, cómo le comenté, desde hace más de dos semanas tenía programado este evento en El Escorial. Lamento mucho su situación, pero el día de hoy el embajador no dio citas.

—No puede ser, señorita. ¿Y no me podría dar una cita para mañana jueves?, ya que regreso a México el viernes temprano. 

—Eso no va a ser posible, porque el embajador no regresa de su viaje hasta el lunes próximo.

—¡Qué barbaridad, señorita! Esto nunca me había pasado, ¿qué le voy a decir a la directora?

—Pues que no pudo ver al embajador. Pero seguramente en su próximo viaje la recibirá —contesta María mientras Grace ya está de espaldas oprimiendo el botón del elevador para marcharse furiosa.  

En cuanto Grace entra al ascensor, María se siente pletórica y comienza a reír a carcajadas. De pronto Lorena llega a la recepción lista para irse al bar.

—¿De qué tanto te ríes, chamaca? —pregunta cariñosamente.

—De una tontería. Vámonos ya, Lore. Hoy yo invito los pinchos y las cañas porque estoy de muy buen humor.

jueves, 5 de diciembre de 2024

La noche en que florecieron los guayacanes

Luis Orellana Díaz

 

La mujer abrió los ojos cuando el ómnibus se detuvo y sintió que todo a su alrededor le daba vueltas. Se levantó despacio, estiró los brazos hacia arriba y sus articulaciones tronaron al unísono. Los pasajeros más diligentes comenzaban a descender del autobús. Miró a su compañero que aún dormía ajeno a las incomodidades del viaje; lo vio tan frágil… como un cachorro, no entendía por qué sus amigas lo encontraban atractivo. Pero ella no estaba impresionada. «Sencillamente no hay química», pensó. Solo quería olvidar a su excónyuge, y su cara peluda aparecía por todas partes. Luego de una prolongada separación, los papeles del divorcio habían llegado a sus manos hacia apenas unos días.

—¿Ya arribamos? —preguntó Alex medio dormido.

Zafiro lo miró y asintió con la cabeza. Cargó su mochila al hombro y siguió por el pasillo. En un terminal polvoriento, de un pueblo perdido en las estribaciones de los andes occidentales; Alex, ya despierto del todo, sonreía optimista mientras parloteaba sobre lo excitante que había resultado el viaje. No terminaba de creerlo, era un sueño hecho realidad: Zafiro, la mujer más hermosa que había conocido, la más elegante, la más deseada de la empresa viajando en su compañía. ¡Y todo un fin de semana por delante!, estaba tan ansioso que no sabía cómo comportarse; hablaba con las manos y su cuerpo exultante no podía ocultar la felicidad que lo embriagaba. Ella mantenía un semblante sombrío y a veces sonreía por cortesía.

—Me imaginé que te gustaba la aventura —dijo el chico, al ver lo parco de su semblante.

Zafiro sacudió la cabeza y una nube de polvo se desprendió de sus cabellos.

—¿Aventura? —replicó un tanto contrariada, luego desvió su mirada sin pronunciar otra palabra.

Los transportes seguían llegando y la plaza, llenándose de gente. Una multitud abigarrada que parloteaba a gritos y reía a carcajadas se cernía como una plaga de langostas en el pequeño caserío de Pindal.

—¿Dónde nos hospedaremos?, ¿habrá un hotel decente en este paraje abandonado? —preguntó la mujer.

—Dios proveerá —respondió el chico poseído por el optimismo.  

La comarca ardía con un sol de mediodía que casi no proyectaba sombras. Zafiro y Alex eran de los primeros periodistas que llegaban al pueblo; y, a pesar de que el chico hablaba de aventuras, estaban aquí por trabajo. Tenían que reportar para el canal en el que laboraban un raro evento natural que sucede anualmente coincidiendo con las primeras lluvias: el florecimiento de los guayacanes. Año tras año, grandes extensiones de bosque seco se tiñen de amarillo dejando a sus moradores sumergidos en un alucinante océano de luz. Este evento es efímero, dura lo que dura un parpadeo del cielo: apenas unos días; luego caen las flores que son devoradas por los chivos y el paisaje vuelve a vestirse de monotonía.

La mujer acomodó su mochila. En ella cabían dos mudas de ropa y un pequeño neceser que contenía: cosméticos, repelente, unos Kleenex, un tubo de tabletas de antiácido y unas gotitas de valeriana para calmar sus nervios. Luego, metió a presión dentro de su mochila un rollo de cables y la caja con el micrófono. Alex, que la miraba embelesado, en un arranque de afecto intentó acomodar el cabello arremolinado que caía sobre la frente de su amiga, ella esquivó la cabeza con un movimiento instintivo.

—¡Perdón! —dijo él, un tanto abochornado—, no quería importunarte, es cuestión de cortesía.

Se enfrascó en un discurso sobre la caballerosidad, pero las razones que esgrimía no lograban ocultar sus soterradas emociones. Zafiro hizo como si nada.

—Hazte cargo de la cámara, el trípode, la maleta… te dejo lo más «fácil» —dijo ella mirándolo a los ojos como buscando una reacción de protesta en su compañero, luego giró y avanzó en dirección al pueblo con una sonrisa contenida. «Son todos unos perros» —repitió para sus adentros.

Alex acomodó los enseres como pudo, se puso el trípode bajo el brazo, la maleta sobre su cabeza y siguió el rumbo de Zafiro. La mujer estaba decidida a llegar cuanto antes al pueblo; de pronto se detuvo en un pequeño rellano que daba al sur del caserío. Desde allí contempló un cielo diáfano, de un azul hipnotizante; unos pocos estratos en forma de briznas de algodón desperdigados en la línea del   horizonte alimentaron en la reportera la esperanza de que algo de humedad estaba ascendiendo por el lado del Pacífico. «Quizá mañana llueva y podamos grabar la floración completa», pensó. Bajó la mirada y una extensión interminable de matorrales yermos sometidos al calor abrazador del mediodía apareció frente a sus ojos.

A su izquierda se podían vislumbrar las siluetas caprichosas de los guayacanes desperdigadas por aquí y por allá; los pocos florecidos, lucían copas cuajadas de un amarillo intenso que vibraba como una miríada de mariposas bajo el embate de un viento que provenía de la costa. Una sensación oceánica invadió el pecho de la mujer, respiró profundo, cerró los párpados y flotó por un instante en ese oleaje caleidoscópico de colores solares. Así se mantuvo, con los ojos cerrados por un lapso corto de tiempo, hace mucho que no sentía tanta magia, tanta paz. De repente, se percató que la palabra «aventura» intentaba echar raíces en su cerebro y pensó en Alex. Sabía, sin mirarlo, que su joven compañero estaba ahí detrás plantado estoicamente y sintió un poco de pena, quizá hasta algo de ternura, pero el rostro de su ex volvió a revolotear en su cabeza como una polilla maléfica.

El chico la contemplaba ajeno al bullicio de los motores y al ajetreo de la gente que seguía llegando, ni siquiera el peso de su carga menguaba el júbilo de tenerla cerca. En su mente era ella la protagonista. El fotógrafo novel había movido cielo y tierra para ganarse el derecho de acompañarla en este viaje. —Bueno —dijo ella volviendo hacia su compañero—, vamos por una ducha caliente y algo para calmar el hambre.

Alex avanzaba con pie firme sobre la cuesta empinada que los conducía al pueblo, esta vez iba delante. Usaba camiseta verde con patrones camuflaje; chaleco caqui y jockey verde militar con visera del color del chaleco a cuya sombra centellaban unos ojos marrones. Su tipo no era común: nariz respingada, pómulos marcados y quijada cuadrada con la barba a medio crecer. Tenía las piernas largas. De talla más alta que la del promedio, sus hombros anchos colmaban la camiseta. De brazos velludos, antebrazos fuertes y puños de hierro. En el dorso de la mano izquierda llevaba tatuado la A circundada de los anarquistas y en el antebrazo derecho las iniciales de Soziedad Alkoolika. Cuando la mujer lo vio aventurarse por la mitad del pueblo, con toda esa parafernalia a cuestas, sintió algo que no había sentido en el par de años de haberlo conocido y a su mente acudió la imagen de un adorable héroe de historieta cómica más que la de un camarógrafo de televisión.

La tarde la pasaron en un hostal de mala muerte sin ventilación y con escasa dotación de agua, asediados de mosquitos que burlaban los toldos mal zurcidos. Alex se asomaba con cualquier pretexto a la habitación de Zafiro: que le faltaba dentífrico, que necesitaba repelente; abrigaba la esperanza de sorprenderla en paños menores. Cuando cayó la noche, salieron en busca de comida aguijoneados por el hambre.  

 —Parece que esta noche no lloverá —dijo Zafiro, mientras hurgaba con un tenedor plástico unos frijoles revueltos con arroz y él, un pedazo de carne seca de alguna especie de animal que no lograba identificar aún. Era una mujer «grande» para él —quizá los separaba una década—; Alex la miraba como en éxtasis sin encontrar la forma de abordar con ella sus sentimientos; cuando estaba a punto de decírselos sentía que era muy temprano, pero a la vez sentía que se le hacía tarde, el fin de semana pasaba volando.

—¿Qué te preocupa —preguntó ella—, se te agotaron las pilas o no te gusta la comida?

—Nada de aquello —dijo él, disimulando su ensimismamiento—, ojalá esta noche llueva para que podamos filmar la floración completa.

—Ahora solo falta que no llueva y tengamos que esperar más días de lo planeado —Zafiro lo dijo como una premonición y Alex se sintió culpable de abrigar el deseo de que no lloviese al menos un par de días más.

—Seguro que llueve —dijo él, condescendiente—, siempre llueve en la temporada de floración.

Pindal se iba colmando de turistas desprevenidos que no encontraban un sitio donde hospedarse. Zafiro y Alex merendaban en el único lugar que atendía hasta la noche. Cuando Bernardo los descubrió, se encontraban sentados frente a una mesa despatarrada, bajo un improvisado tinglado cubierto con manteles plásticos. «¡Qué sorpresa!», pensó. Como buen sabueso que era, llegó hasta el kiosco guiado por el olor del aceite cocido. Su asombro se volvió dicha al reconocer en aquella escena, digna de una película de Fellini a su exesposa en compañía del joven fotógrafo.

La mujer se llevó una sorpresa. El tipo parado frente a ella era su ex, el mismísimo Bernardo del Prado, el presentador de las noticias de la tarde en el canal gubernamental. Alto, fornido, de ojos claros, con una barba espesa y bien acicalada; frisaba los cuarenta. Se acercó sonriente he hizo la venia llevando su mano derecha al pecho justo sobre el corazón, de ahí a los labios, a la frente y luego la extendió en dirección a la mujer con una pantomima teatral. Zafiro no sabía si reír o llorar, Alex estaba congelado; era lo último que podía suceder, lo identificó de inmediato —¿quién no conoce a Bernardo del Prado?—, Zafiro lo invitó a sentarse a regañadientes, pero su corazón le galopaba dentro del pecho. 

Desde que llegó Bernardo no paraba de hablar. Le contó a Zafiro que había terminado definitivamente con su asistente —la «vedette» causante de su separación—, le habló sobre sus proyectos, inclusive le ofreció a su ex un cargo mejor remunerado en el ministerio de comunicación.

—Estamos realizando una serie de reportajes para promocionar la imagen turística del país.

Llevó la mano al bolsillo interno de su blazer de verano y sacó un folleto que colocó en la mesa. Zafiro lo miró con curiosidad. En la cara principal del tríptico estaba el rostro sonriente del presidente con un slogan que decía: All you need is Ecuador.

—¿Llegaste en el último turno? —preguntó Alex para romper el monólogo de Bernardo.

—No —respondió—, llegamos en un camper que nos facilitó el canal. Además, tenemos una camioneta con todo el equipo cargado —lo dijo con arrogancia al tiempo que se atusaba la barba con la mano.

La conversación se prolongó por cerca de una hora hasta que los comensales de las mesas aledañas empezaron a retirarse al ver a los vendedores desarmar la improvisada fonda. Terminado el stock de la cocina, embalada la vajilla en el interior de las ollas vacías, se levantaba el negocio en medio de los lamentos de la multitud que esa noche tendría que acostarse con el estómago vacío. Zafiro y Alex se despidieron de Bernardo y caminaban en dirección del hostal cuando el hombre los llamó:

—¡Hey!, ¿en serio piensan retirarse?

Se detuvieron y, volviéndose, se miraron el uno al otro sin saber que responder, Alex tomó la iniciativa:

 —Estoy muy cansado —dijo, buscando alguna excusa para librarse de su compañía—, hemos tenido un viaje terrible y mañana hay que salir temprano para Mangahurco.

—¿Y tú Zafiro, estás tan cansada como para perderte un Jack Daniels que nos espera en el camper? —espetó Bernardo.

La mujer lo pensó por un instante, luego miró a Alex, lo vio tan desvalido que volvió a sentir una extraña ternura por el chico. Sin embargo, en su interior, una fuerza que no podía controlar la empujaba hacia su ex. Era una mezcla de ira, de curiosidad y quizá… todavía amor; en el fondo guardaba muchas preguntas sin respuesta. La mujer tomó al chico por el brazo y haciendo un guiño le dijo:

—¿Por qué no? Vamos, total, los guayacanes no irán a ningún lado.

Una cálida sensación le invadió el cuerpo al sentir el brazo de Zafiro engarzado con el suyo.

—Vamos —dijo armado de valor. Era la primera vez que la sentía tan íntima.

La casa rodante esperaba estacionada en el rincón de un descampado, donde alguna vez existió un parque; destacaba entre las improvisadas tiendas de campaña que los turistas habían levantado en el sector. Zafiro iba del brazo de Alex, y aunque la brisa nocturna la hacía tiritar, el calor que emanaba el cuerpo cercano del amigo la recomponía, pero lo mejor era su olor, tenía algo grato, algo acogedor.

Mientras caminaban, la voz grave de Bernardo se imponía al grillar de los insectos nocturnos. Zafiro venía pensando en la bendición de contar con el chico en un momento como este. Lo imaginó valeroso, indestructible a pesar de su juventud y se estrechaba al cuerpo del muchacho. Tal vez no era un rival de la talla de su ex o tal vez sí. Bernardo no se inmutaba por la intimidad de sus acompañantes y conversaba seguro de su elocuencia y su buen sentido del humor. De tanto en tanto, bromeaba a costa del joven: ya por sus tatuajes o por su vestimenta, lo veía demasiado ingenuo, demasiado poco para considerarlo un rival.

El camper era el territorio de Bernardo y se sintió a sus anchas, hablaba con todo el desparpajo sobre sus últimos logros, mostrando sendas fotografías con políticos y personajes del jet set, él mismo se sentía una estrella en ascenso. Entre copa y copa les hablaba de sus éxitos recientes, de su última gira por Europa.

—¡Qué no hubiese dado! —le dijo a Zafiro—, por ver la puesta del sol desde los puentes del Sena contigo. Contemplar como el astro se diluye en las aguas del río, mientras los cruceros encienden sus luces y se alejan bajo la tutela de la Torre Eiffel.

—Me imagino que estabas muy bien acompañado —inquirió la mujer y un pulso de rabia se agitó en su sangre.

No era envidia, era una ira contenida. En los pocos años de casada tuvo una vida discreta, sin lujos, sin viajes, sin grandes acontecimientos; solo la rutina de la casa, los celos de Bernardo y sus constantes negativas a que ejerciera la profesión de periodista. Su trabajo en el canal fue la causa, según su exmarido, del comienzo del fin de su matrimonio. La botella de Jack Daniels terminó en el cesto de basura y los ayudantes de Bernardo, que participaban en la tertulia, salieron en busca de más licor.

La mujer se aventuró fuera a tomar el sereno, la luna aparecía a media altura recortada en su circunferencia sobre un cielo metálico. Avanzó unos pasos en dirección al parque mirando por aquí y por allá, nada en concreto. Su silueta perfecta, iluminada por detrás con la luz cálida que provenía del camper, resplandecía dentro de las gasas de lino que la cubrían. Su pelo ensortijado, ahora mimado por ungüentos y perfumes, flameaba como la zarza ardiente de la leyenda bíblica. Bernardo y Alex, que la contemplaban embelesados, se sintieron diminutos, como criaturas desnudas, indefensas frente a la magia infinita de una figura de mujer.

Lo último que se podía encontrar en Pindal a esas alturas era licor.

—¿Qué hora es? —preguntó la mujer cuando retornó al Camper.

—Hora de retirarse —contestó Alex.

—¡Apenas las diez! —intervino Bernardo—, ¡qué pena!; en la capital las farras recién comienzan a las doce. ¿No me digan que en su tierra a las diez ya están metidos en el «estuche»? —Con unos años trabajando para el gobierno Bernardo ya se consideraba capitalino y claro, todo un hombre de mundo.

—¿Qué te diré…?  —contestó Alex, aburrido de las bromas de Bernardo—. Si tuviese una bola de cristal hubiese traído licor y quizá hasta una guitarra, pero —se quedó pensando— cargo una «bola» de yerba; y mirándolo a los ojos sacó de su chamarra una cantidad de grifa del tamaño de una bola de pimpón: ¿Tú que has hecho de todo, seguro que también le haces a esto?

Bernardo dudó un instante y disimulando su sorpresa consultó con Zafiro:

—Y tú, ¿sí le haces?  

—¿Por qué no? —respondió ella con toda naturalidad—, la noche parece propicia.

—Por supuesto, ¿¡por qué no!? —dijo Bernardo sin considerar que nunca había fumado mota—. Ya que Zafiro fumaba, él no quería quedar como un «zanahoria».

—¿Y qué si les invitas a los chicos? —preguntó Alex.

—No, no —interrumpió Bernardo—, mucho «sapo». Luego van a difamarme en el canal.

Se despidieron de los chicos y caminaron hacia un recoleto, lejos del bullicio. Alex desmenuzó la yerba dentro de su gorra para que el viento no la dispersara, la mezcló con algo de tabaco para bajarle el grado y la roló en un lillo. El porro tomó la forma de un bate de béisbol en miniatura. Lo encendió con dos caladas hondas y lo pasó a su nuevo amigo.

—Primero las damas —dijo Bernardo, señalando a Zafiro.

—No —insistió Alex—, es de malas romper el ritual. La procesión va por la derecha —y volvió a ofrecer el porro a Bernardo que se encontraba a su diestra.

—Bien —dijo este, y se armó de valor. Carraspeó un par de veces como para limpiar las vías respiratorias y se lanzó al vacío.  Una calada superficial y expulsó un humo gris y denso, luego otra totalmente inocua.   

—No tienes que hacerlo si no quieres —dijo Zafiro sonriendo—, pero si lo haces, tienes que hacerlo bien.

Tomó el porro que su exmarido sostenía entre sus dedos índice y medio como si fuese un cigarrillo de marca y lo sujetó como toda una experta: entre el índice y el pulgar. Se dio un par de caladas profundas manteniendo la respiración, luego exhaló sin prisa. Bernardo estaba fascinado mirando como afloraba tras las siluetas caprichosas del humo el rostro de la mujer que un día fue su esposa. Era el rostro de una diosa griega, de una medusa de ojos profundos y labios generosos.

—Vamos, hombre de mundo —musitó la mujer—, inténtalo de nuevo. —Y le devolvió el canuto.

Fascinado por la visión el verdadero Bernardo surgió redimido del miedo, se dio dos caladas francas, hasta tres y rompió a toser. Tocado ya por los primeros vapores de la yerba, Alex contemplaba la escena como una representación del pecado original: Zafiro se llamaba la serpiente enroscada en el árbol del bien y del mal y Bernardo el primer humano en transgredir las reglas llevado por el deseo.

«Si hubiésemos fumado en una manzana tendríamos la representación perfecta de la tentación en el jardín del edén», pensaba Alex, pero la tos persistente de Bernardo lo sacó del vuelo.

—¡Basta! —dijo Alex—. Suficiente para una primera vez.

—Bernardo estaba con el rostro congestionado y con los ojos llenos de lágrimas, pero decidido.

—¿Cómo sabes que es mi primera vez? ¡Yo he fumado con Bob Marley! —afirmó con aplomo.

Era la frase detonante con la que se puede comenzar una historia cómica. Todo lo místico, todo lo trascendente del momento se desgranó en puras risotadas. Bernardo estaba eufórico, liberado, no lo creía, se sentía en el paraíso; flotando en esa sensación de relajamiento, de completitud, el cielo podía esperar. Tan relajado estaba, que se abrazaba de Alex como si fuesen viejos amigos. Ahora entendía esa frase que leyó alguna vez en una calcomanía con forma de hoja de cannabis que uno de sus hermanos tenía pegada en el refrigerador: “Deja para mañana lo que puedas hacer hoy”. Alex le daba las últimas caladas al porro.

—Yo le remato —dijo Bernardo y, tomando el porro como todo un experto, lo fumó hasta la base, hasta sentir el fuego de la chicharra entre los dedos.

—Cógele suave —advirtió Alex—, cógele suave.

Bajo los efectos del cánnabis surgió otro Bernardo, uno más sensible, menos parlanchín, nada vanidoso, incluso parecía profundo. «¡Te amo!», le gritó a su ex abriendo los brazos hacia el cielo. La luna se había ocultado tras una nube de plata. «¡Siempre te he amado mujer bendita!» repitió con su voz de presentador de televisión y en un arranque de locura intentó abrazarla. Para su propio asombro, la mujer se sintió abochornada, miró a Alex que contemplaba la escena con una mueca de burla en los labios y, esquivando el embate de Bernardo, se hecho a reír a carcajadas. Su joven amigo, contagiado por lo hilarante del momento, se tumbó en el pasto y rio hasta las lágrimas. Bernardo se sintió desplazado. Él, que era un hombre de mundo, de pronto se dio cuenta que había mundos en los que no cabía.

—¡Qué onda la tuya! —dijo Alex aún riendo—. Estás en otra película.

El mal momento sumado al frío de la noche causaron estragos en la salud de Bernardo. El hombre se puso pálido como un fantasma y comenzó a vaciar el vientre en violentas arcadas. Los amigos lo abrigaron y lo dejaron en el camper al cuidado de sus compañeros. «Mañana estará bien», dijo el chico. «Es la “White”. La marihuana solamente hace daño a los tontos o a los cholos». Zafiro lo entendió a la primera. Era una venganza de la vida y los amigos la estaban disfrutando.

Emprendieron el viaje de regreso, el chico la abrazaba por la cintura mientras subían la cuesta que llevaba hasta el hostal. Una suave llovizna se cernía sobre el pueblo. La mujer, tocada por la magia embellecedora del THC, comprendió por qué sus amigas lo veían tan irresistible. La luna volvió a asomarse tras la nube bañando de luz las flores de los guayacanes que comenzaban a abrirse en la humedad de la noche.