lunes, 9 de diciembre de 2024

Una dulce venganza

Lucía Yolanda Alonso Olvera


Todos nos hemos topado con personas que nos hacen daño, nos maltratan, nos insultan o nos agreden. Para muchos, es difícil olvidar las injurias y las humillaciones de las que fueron víctimas. Estos personajes suelen practicar la venganza con sus semejantes o viven infelices bajo el agobio del resentimiento. Llenos de rencor padecen una profunda desolación, ya que las ocasiones para cobrarse una venganza no siempre se presentan.

Otros dejamos pasar las ofensas, seguimos nuestro camino y disfrutamos de la vida sin tener presente las injurias. A veces, la casualidad puede ponerse de nuestro lado y nos ofrece la posibilidad de cobrarnos los agravios. En estas ocasiones la venganza se presenta como un dulce manjar que se derrite entre nuestros dedos y que hay que aprovechar para paladearlo en su justo momento.

¿Ha tenido, querido lector, la oportunidad de cobrarse una venganza sin haber esperado la ocasión?

María ha terminado con notas sobresalientes el máster de diseño que vino a hacer a Madrid gracias a una beca de excelencia otorgada por la Universidad de Innovación y Tecnología de España. Durante los dos años de su estancia en esta ciudad se hizo amiga de Lorena, una chica que trabaja como asistente del embajador de México en España.

Lorena ha invitado a María para que este verano cubra de manera interina la plaza de recepcionista en la embajada, ya que la mujer contratada ha pedido permiso por maternidad.

María decidió aceptar el trabajo. Con el dinero que ganará planea hacer un viaje por Italia durante un mes, antes de regresar a México.

La labor de la recepcionista consiste en atender a todas las personas que tienen cita con el embajador, hacerlas pasar de la recepción a las salas de juntas y contestar las llamadas en el conmutador.

Es una tarde calurosa, durante la mañana hubo muchas reuniones importantes. A las dos, el embajador ha salido a comer para volver a su última cita a las cuatro de la tarde.  María no se ha despegado de su asiento atendiendo a las visitas y una gran cantidad de llamadas. Tuvo que comer con Lorena un sándwich en la cocina de la oficina para volver a sentarse en la recepción de inmediato.

La embajada se encuentra en el décimo piso de una moderna torre en el paseo de la Castellana. Elegante, amplia y sobria, está decorada con exquisitas artesanías de diversos lugares de México. Esta es la segunda semana de María en su nuevo trabajo. A las tres y media de la tarde se abren las puertas del ascensor y la mujer que entra a la recepción es nada menos que Grace Ríos.

María la observa acercarse a su escritorio, está igual que hace doce años que la dejó de ver, solo un poco más arrugada. Está segura de que no la reconocerá. Ahora, María lleva el cabello muy corto y decolorado, tiene un piercing en la nariz y es muy delgada. Ya no es la niña regordeta, con lentes y trenzas que conoció Grace, en la secundaria.

Qué dulce ironía le brinda la vida, una oportunidad inesperada que nunca imaginó.

—Bienvenidas todas. Este es nuestro primer día de clases. A partir de hoy, a las ocho en punto de la mañana cada grupo de secundaria deberá estar formado en su lugar asignado en el patio y en orden alfabético, por apellido. A quienes son las primeras de la fila de los grupos de primero, se les llamará en el transcurso de la mañana para que asistan a la dirección y reciban instrucciones por parte de la prefecta, la maestra Grace Ríos. Ella les indicará sus responsabilidades diarias por las mañanas —concluyó la directora, Josefina Archundia, con micrófono en mano en el segundo piso del edificio central, desde donde muy temprano daba instrucciones y avisos importantes a todo el alumnado.  

Nunca olvidaría el primer día de clases en aquella secundaria. María Alarcón había cursado la primaria en una escuela pequeña, mixta y activa, cerca del departamento céntrico donde vivía con sus padres y su hermano Mateo.  

María y Mateo habían llegado a la pubertad y sus padres, Laura y Ernesto, decidieron que cada uno debía tener su propia habitación, por lo que compraron una casa amplia y cómoda, pero lejos del barrio céntrico donde vivían, razón por la que decidieron cambiarlos de colegio.

Eligieron para María el Instituto Femenil del Bosque, un bachillerato muy reconocido de la ciudad y en donde planearon que cursara la secundaria y la preparatoria para que después pudiera entrar a una universidad de excelencia. Sin duda, Laura y Ernesto, siempre aspiraron a darles a sus hijos la mejor educación, sabían que su futuro dependería de su formación escolar.

El Instituto Femenil del Bosque, tenía dos planteles con instalaciones modernas y extensos jardines. La secundaria albergaba alrededor de quinientas alumnas, divididas en cuatro grupos por grado. Las alumnas debían portar el uniforme de diario que incluía blusa blanca, suéter y falda azul marino, mocasines cafés y calcetas blancas. Dos días a la semana llevaban el uniforme de deportes: bermudas, pantalón y chaqueta azul marino, playera, calcetines y tenis blancos.

Para María el cambio de escuela resultó muy impactante, ya que, en la primaria, no portaban uniforme y la disciplina era muy relajada, mientras que, en este instituto había infinidad de reglas que había que acatar con mucho rigor.

Al ser la primera de la lista de su grupo, María se dirigió a la dirección a recibir las instrucciones que había mencionado la directora.  

—Buen día, soy María Alarcón del grupo Primero B, vengo a ver a la prefecta para que me diga qué tengo que hacer todas las mañanas.

—Pasa. La oficina de la maestra Ríos, es la segunda puerta del lado derecho, ya están ahí otras niñas de primero esperándola —contestó la secretaria de la dirección.

La oficina de la dirección era austera y silenciosa y daba al pasillo de acceso de la planta baja del edificio principal. La secretaria, una señora mayor de unos sesenta años y cara de pocos amigos, vestía de negro y llevaba el cabello recogido en un moño.

Grace Ríos tiene aproximadamente cuarenta años, es alta con buena presencia, viste una blusa blanca abotonada hasta el cuello, blazer y pantalón negro, el cabello rubio muy corto peinado hacia atrás, tiene una mirada severa detrás de las gafas y su trato es cortante y seco.

—Buen día, niñas. ¿Quién es Ana Acosta? —pregunta la prefecta leyendo el nombre en las listas de asistencia de los grupos de primer año que tiene en la mano derecha, mientras se ajusta los lentes con la mano izquierda.

—Soy yo —contesta una niña morena y menuda que está al lado de María.

—Se contesta: presente, maestra —corrige la prefecta alzando la ceja mirando a Ana inquisitivamente.

—María Alarcón.

—Presente, maestra —contesta asustada María.

—Lucero Andrade.

—Presente, maestra.

—Y tu debes de ser Alejandra Anaya, ¿cierto?

—Presente, maestra —contesta la más larguirucha de todas.

—Al ser las primeras de la lista de su grupo les tocará todas las mañanas registrar asistencia y hacer la revisión de higiene y buena presentación de todas sus compañeras. ¿Entienden a que me refiero?

—No, maestra —contesta María, mientras las demás no responden.

—¿Qué es lo que no entiendes? ¿Tú cómo te llamas?

—Soy María Alarcón de primero B y no entiendo qué es lo que tenemos que hacer exactamente.

—Lo voy a explicar una sola vez, pongan mucha atención. Es muy sencillo y hay que hacer esto todos los días. En cuanto se forme la fila de su grupo a primera hora de la mañana van a tener muy poco tiempo para pasar lista y hacer la revisión. ¿Entendido? —pregunta la prefecta con tono autoritario y sin dar oportunidad a que contesten.

»Cada una de ustedes tendrá un cuaderno como este —mostrando el cuadernillo de uno de los grupos en la mano y prosigue—, es la lista de su grupo. Todas las niñas deberán estar formadas siempre en orden alfabético por apellidos. En cuanto suene el timbre, estén todas formadas y la directora empiece a dar los buenos días y los avisos matutinos; ustedes tendrán que revisar una por una a sus compañeras para calificar su higiene y presentación. La revisión consiste en: peinado con el cabello bien recogido; boca y dientes limpios; uniforme completo y en buen estado; manos y uñas impecables y zapatos relucientes. Si sus compañeras asisten a la escuela aseadas marcarán en cada casilla un uno, o si, por el contrario, no cumplen deberán poner un cero. Semanalmente sumarán los puntos que cumple cada una y entregarán las listas con los resultados. Las niñas que mayor puntuación tengan son las que vienen aseadas y con buena presentación. ¿Alguna pregunta?

—Sí, yo tengo una —dice María mientras mantiene la mano levantada.

—¡Otra vez tú! ¿Cuál es tu duda?, creo que expliqué claramente lo que deben hacer.

—Sí, maestra, lo explicó muy bien, pero ¿por qué tenemos que hacer este trabajo de revisión nosotras con nuestras compañeras? Eso debería ser una responsabilidad de la maestra titular del grupo, ¿no le parece?

—Mira, niña, esta práctica se ha hecho en este instituto desde hace muchos años, y nadie va a venir a cuestionar nuestras reglas y nuestras costumbres. Es una obligación que tienen las primeras de la lista de cada grupo y te parezca bien o no, lo tendrás que hacer. Es una orden, ¿entendido? —concluye la prefecta muy molesta.

Ante la regañina, todas se mantienen en silencio.

—Tomen su cuaderno con las listas y vayan de inmediato a su salón, que a estas horas habrá empezado su primera clase —les dice la prefecta entregándoles a cada una el cuadernillo —, y tengan cuidado de no perder los cuadernos, porque eso les puede ocasionar expulsión.

María ha llegado a casa el primer día de clases desanimada y sin apetito. Laura, su madre, ha percibido que no está contenta como cuando volvía de la primaria.

—¿Cómo te fue hija? Te noto rara.

—No sé si me va a gustar esta escuela, mamá. Me choca que no haya niños y llevar uniforme y, además, como soy la primera de la lista me toca hacer de policía con mis compañeras y diario tendré que revisarles sus uniformes, la boca, las manos y las uñas y en caso de que no vayan impecables, tendré que bajarles puntos.

—¡Ay hijita!, qué raras prácticas tienen en ese colegio. Tú tranquila, a todas tus compañeras ponles siempre buena calificación, no creo que haya niñas que vayan sucias y mal presentadas, es una institución muy cara y con fama de ser muy estricta y seguramente todas las familias mandan a sus hijas impecables.

María siguió el consejo de su madre, aprovechó ser la responsable de pasar lista para conocer a todas sus compañeras y hacer amigas. María era sonriente, amiguera y simpática, todos los días marcaba uno en todas las casillas, nunca revisaba los uniformes y mucho menos la higiene de las chicas, todas las mañanas chacoteaba con todas.

Al cabo de tres meses de entregar semanalmente el cuadernillo de asistencia, la mandó llamar la prefecta a la dirección.

—María, he revisado las listas de asistencia de tu grupo cada semana y veo que no estás haciendo bien tu trabajo —le espetó la prefecta en cuanto entró a su oficina, sin saludarla siquiera.

—Maestra, todas las mañanas paso lista y las reviso con cuidado. Las chicas del salón cumplen perfectamente, traen el uniforme completo, los zapatos, las uñas y las manos limpias y vienen muy bien peinadas —contestó María sonriendo.

—No te rías de mí, no es gracioso. Te voy a dar esta semana para que rectifiques y hagas bien tu trabajo, si la semana próxima me vuelves a entregar el cuadernillo con estas estupendas calificaciones, voy a tomar medidas al respecto, ¿entendiste, niña?

—Sí, maestra, pondré más atención en la revisión —contestó María tímidamente.

María siguió cotorreando con sus compañeras mientras pasaba lista, siempre pensó que esa tarea no le correspondía, y no quería ser la pesada del salón que pusiera malas notas.

Dos semanas más tarde, la volvió a llamar la prefecta a la dirección. Esta vez no estaba sola, la acompañaba la niña Juliana Casillas, la más odiosa del salón y quien siempre se mostraba hosca.

—Mira, niña, como no quieres hacer la revisión de higiene y presentación, he tomado una decisión —afirmó la prefecta molesta —. Desde mañana, Juliana, revisará que lo hagas bien, ¿entendiste?

—Pero, maestra, eso no me parece justo —dijo María observando a Juliana, quien mostraba una sonrisa burlona.

—¿Qué es lo que no te parece justo?

—Que Juliana me vigile y yo tenga que hacer este horrible trabajo. Ninguna niña debería calificar la presentación e higiene de sus compañeras. Son las autoridades las que ponen las reglas y ustedes deberían hacerlas cumplir. Además, si yo no lo hago bien y Juliana quiere hacerlo, pues sería mejor que lo haga ella.

—¿Cómo te atreves a hablarme de esa manera y cuestionar las reglas? —gritó la prefecta furiosa—. Eres una escuincla insolente, mal educada y rebelde. Te mereces tres días de expulsión por objetar las reglas y contestarme de ese modo. Hoy mismo les llamaré a tus padres para reportar tu mal comportamiento. A partir de mañana cuenta tres días de no aparecerte en el instituto y cuando vuelvas tendrás que hacer tu trabajo con la supervisión de Juliana. Se acabó esta discusión. ¡Vete de inmediato a tu salón y no vuelvas más por aquí! —concluyó Grace Ríos con la cara enrojecida de cólera.

Esa expulsión fue el inicio de incontables problemas en la escuela. Sus padres se empeñaron en que terminara ahí la secundaria y María tuvo que lidiar con el odio que le profesó desde entonces la prefecta, quien le hizo la vida imposible.

—Buenos días, señorita, soy la maestra Grace Ríos, tengo una cita con el embajador.

—Buenos días. ¿A qué hora tiene su cita? ¿Me repite por favor su nombre y el asunto que viene a tratar con él?

—Soy la maestra Grace Ríos y tengo cita a las cuatro, o sea en treinta minutos. El asunto que vengo a tratar es para solicitarle su apoyo para formalizar un convenio entre el Instituto Femenino del Bosque en México y la Universidad Complutense de Madrid, para que nuestras alumnas de bachillerato hagan estancias de verano en España.

—¡Qué extraño! —contestó María sonriéndole—. El embajador hoy no dio citas porque tuvo que ir a El Escorial a un evento con el rey. ¿No se habrá confundido de día, maestra Ríos?

—Por supuesto que no, señorita. Tengo programada esta cita desde hace un mes. La hice desde la Ciudad de México y me la dio su asistente, la licenciada Lorena Gómez.

—¡Qué raro!, permítame llamar a Lorena para preguntarle.

María le marca desde el conmutador a Lorena y le dice que, si le puede dar unos minutos. Cuelga y se levanta de su silla y le pide un momento a Grace para ir a hablar directamente con la asistente del embajador y aclarar el asunto.

—Lore, me acaba de llamar la señora Ríos para cancelar la cita que tenía hoy con el embajador a las cuatro de la tarde, avísale a tu jefe que esta mujer no vendrá y si no tiene más citas, ya no tiene caso que regrese.

—¡Qué bien!, ahora mismo le mando un mensaje para que se relaje y ya no vuelva, hemos tenido una mañana de locos. Apurémonos a cerrar este changarro y nos vamos a tomar unas cañas y un pincho en el bar de abajo. Lleno estos formatos y en unos diez minutos nos vamos, ¿te parece?

—¡Me parece perfecto! —contesta entusiasmada María cerrando la puerta de la oficina de Lorena para dirigirse bailoteando de alegría hacia la recepción.

—Ya hablé con la licenciada Gómez —comenta María—. Me dice que no le pudo haber dado ninguna cita con el embajador el día de hoy, porque, cómo le comenté, desde hace más de dos semanas tenía programado este evento en El Escorial. Lamento mucho su situación, pero el día de hoy el embajador no dio citas.

—No puede ser, señorita. ¿Y no me podría dar una cita para mañana jueves?, ya que regreso a México el viernes temprano. 

—Eso no va a ser posible, porque el embajador no regresa de su viaje hasta el lunes próximo.

—¡Qué barbaridad, señorita! Esto nunca me había pasado, ¿qué le voy a decir a la directora?

—Pues que no pudo ver al embajador. Pero seguramente en su próximo viaje la recibirá —contesta María mientras Grace ya está de espaldas oprimiendo el botón del elevador para marcharse furiosa.  

En cuanto Grace entra al ascensor, María se siente pletórica y comienza a reír a carcajadas. De pronto Lorena llega a la recepción lista para irse al bar.

—¿De qué tanto te ríes, chamaca? —pregunta cariñosamente.

—De una tontería. Vámonos ya, Lore. Hoy yo invito los pinchos y las cañas porque estoy de muy buen humor.

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