Ruth Rosales
Los dos
litros de mate que tomé esa tarde hicieron su trabajo dejándome despierta justo
la noche en que habías planeado marcharte. Mi insomnio te lo impidió, y te
quedaste aquí, amargándome la vida.
Claro,
no siempre fue así. El juramento de amor que expresaste frente a mis padres,
con el ramillete de las flores favoritas de mamá en tu mano, fue el de amarme y
respetarme hasta el final de tus días. ¡Cuántas veces me vi tentada en vaciar
el gotero entero de la tintura de valeriana en tu café! Acelerar ese momento
inminente al que todos los seres vivos vamos, unos con calma, otros con la
premura de regresar a la tranquilidad prometida del paraíso y vivir la vida
eterna. Nunca me animé. Opté, en cambio, por vaciar mis instintos asesinos en
las copas de vino que me empinaba en cuanto el sol de las cinco de la tarde se
asomaba por la ventanilla del fregadero y se burlaba de las recientes llagas
que decoraban mi cuello.
Quería
olvidar el estúpido momento en que acepté, después de un año de insistencias,
me acompañaras al trabajo para dizque cuidarme de los maleantes. Llevaba cinco
años haciendo el mismo recorrido yo sola desde que los senos empezaron a
escaparse de mi cuerpo y nunca se presentó alguien que al menos me dijera:
«¡Mamacita!» o «¿A qué hora vas por el pan?». Nada, era invisible para los
hombres, menos para ti. Desde ahí debí haber sospechado que no eras uno de
ellos, sino una especie de caricatura sacada de alguna tira cómica. Pero no
creas que estabas en la categoría del ánime
proveniente de Japón, en donde el tormento de las almas de los trazos animados
se compensa con esas figuras delgadas de cabello abundante, ojos enormes,
penetrantes, cuyos contornos equilibraban el perfil perfecto e inexpresivo de
su atractiva virilidad. No. Eras sólo una línea desdibujada y sin estructura,
como lo era tu patética y aburrida vida a la que me invitaste a pasar y en la
que caí como un gusano perdido entre las telarañas de un ático abandonado.
Creí
que podría saciar los revoloteos de mi alma confundida. Esos cinco bastos
largos que se me presentaban en las constantes tiradas de tarot mostrándome la
lucha enferma por ejercer poder dentro de un matrimonio alimentado por
silencios, frustraciones y desencantos. Golpeteos altisonantes en constante
lucha por escapar, salir de este lugar inmundo disfrazado de ciudad, en el que
la mejor virtud de una mujer es casarse y servirle a su marido tal y como lo he
hecho contigo. Por eso, cuando supe que te habías liado con Carmela, la
españoleta que llegó del brazo del mejor amigo de papá, veinte años más joven
que él y diez menos que tú, empecé a ir a la iglesia con tal devoción para
pedir al altísimo con toda su corte celestial que les diera el valor y se escaparan,
dejándome viuda sin necesidad de convertirme en asesina.
Lo
tenía todo planeado en mi cabeza. En el momento en que se marcharan me vestiría
de negro. La gente sentiría compasión por mí y aceptarían la excentricidad de
creerte muerto en lugar de aceptar que me habías dejado. El plan era perfecto.
Desde ese momento, el golpeteo estridente de los tambores internos de mi alma,
silenciaron la furia cada vez más amarga de mis antorchas encendidas. Las
peleas que oscilaban en el aire de la casa dejaron de ser intimidantes. Mi
espalda empezó a sanar, aunque de vez en cuando extrañara el sorpresivo impacto
de la escoba. ¡Era tan extraño no tenerte miedo! Estabas enamorado y yo amaba
tu falta de interés hacia mi cuerpo.
Tenía
guardado en el fondo de mi cajón, en un compartimento secreto debajo de un
falso tablón, el amuleto que la bruja Constanza me hizo para aplacar tu
mediocridad y falta de hombría; esa, de la que tanto carecías cuando llegabas a
casa con las manos vacías, sin la promoción que tanto prometías desde que
estábamos de novios y presumiste frente a mis padres. Debía usarlo cuando te me
acercaras con ese cuerpo flaco, escurrido, pero al final de cuentas masculino y
ejercías las pocas fuerzas que tenías para ceñir mi cuello y apretarlo,
mientras te bajabas la bragueta y sin ni siquiera quitarme las bragas poseerme
con fuerza hasta arrebatarme el conocimiento. Ya no sería necesario, porque
Myrnita, la secretaria y amante de tu jefe, me había dicho en confesión que
planeabas irte esa noche de agosto. Se lo dijiste al que asegurabas era tu
amigo del alma después del cuarto trago de Tom
Collins que tomabas nada más de pura pose.
Esa
semana los nervios no me dejaron tranquila. Fui a la iglesia en la mañana, en
la tarde y en la noche, para asegurarme de que el todopoderoso les ayudara y no
les aguadara las ganas de irse a tierras españolas a vivir su historia de amor.
Pero el humor es la carcajada siniestra del diablo y quiso esperarme en la
puerta de mi casa en forma de hierba. Mi madre, que había viajado semanas
anteriores a Buenos Aires, me trajo un hermoso matero para que mejor tomara esa
endemoniada planta en lugar de café. Y ahí estoy yo, de bruta, tomándome el
mate pensando que era como un té de manzanilla.
Myrnita
había confundido la fecha, no te ibas el sábado como había dicho, si no el
jueves, el día en que el mate me provocó el insomnio. Debí haberlo sospechado
porque estabas cariñoso y nervioso al mismo tiempo. Pensaste que Carmela te
esperaría, pero ella lo que deseaba era largarse de aquí y lo haría contigo o
sin ti. Lo hizo sin ti.
Ese fue
el primer momento en que estuve a punto de saborear mi libertad. Pensé que
tendría una segunda oportunidad cuando agarraste el palo de escoba y empezaste
a usar mi cuerpo como piñata. Como pude llegué al cajón del buró y me hice del
amuleto de la bruja Constanza, un cuernito de cabra que debía clavar en un
muñequito que tenía tu forma maltrecha y escurrida, pero salió volando cuando
zurraste mi cara con la paja desgreñada de la escobilla. En un movimiento
desesperado por no perder la conciencia, mi mano recobró el cuerno y fue a dar a tu entrepierna, ¿te acuerdas?
Chillaste como un puerco en el matadero. El bendito talismán se coló hasta tus
huevos arrancándotelos de tajo. ¡Quién iba a decir que estaría tan filoso! La
sorpresa y el dolor te hicieron retroceder y te apoyaste en la ventana. Lo
siento. No pude desaprovechar la oportunidad. Me levanté y te empujé con fuerza
para que cayeras, pero ni así me convertí en asesina.
Parapléjico
te quedaste y seguiste amargándome la existencia. Pensé que teniéndote como un
bulto sería más fácil deshacerme de ti. ¡Qué equivocada estaba! El párroco de
la iglesia, que creía ver en mí a la cristiana abnegada entregada a la voluntad
de Dios, organizó una colecta para ayudar a la pobre mujer que de buenas a
primeras se había quedado con un marido incapaz de cuidarla. Quién iba a decir
que el padrecito lograría recolectar la cantidad de dinero que tú nunca
lograste juntar ni con horas extras, aguinaldo y prestaciones.
La
gente metiche que le encanta el protagonismo de inmediato propagó la historia
de la pobre mujer en desgracia. El relato exagerado llegó a los oídos de un
reportero amarillista que vino a tomarte las peores fotos para que causaras
compasión. No le costó mucho trabajo, te veías más flaco, amolado y asqueroso
que de costumbre.
La
edición de esa revista, en donde salió el reportaje de tu heroísmo y sacrificio
por salvar la honradez y vida de tu mujer, llegó a los ojos del productor más
pesado de uno de esos programas de televisión que nada más buscan desgracias
para subir el índice de audiencia.
Un día
llegaron unas camionetas blancas llenas de gente. La casa se vio invadida por
diseñadores, carpinteros y decoradores. Me preguntaron cómo habían sido los
acontecimientos para hacer una dramatización. Fingí falsa modestia y dije que
no quería que grabaran mi humilde hogar, pero me dijeron que ellos se
encargarían de que se vieran presentables todos los lugares en donde ocurrió el
altercado. Entonces me llegó la inspiración, vete a saber de dónde. Tal vez si
tuviera madera de cuentera como decía mi madre cada que llegaba a casa con
alguna historia exagerada de la escuela. Habrá sido eso, la gracia divina o el
sereno, pero el relato me salió digno de un Óscar.
Les
expliqué con lujo de detalle que los atacantes habían entrado por la cocina. Me
sometieron y me violaron en la mesa y luego sobre la estufa. Después me
arrastraron a la sala en donde se disponían a metérmela por el culo cuando mi
marido, mi valiente e imperturbable esposo, los encontró en el acto al entrar
por la puerta y recorrer el pasillo alarmado por mis gritos de auxilio.
Por
desgracia, los atacantes eran cuatro (en la versión del reportero de la revista
habían sido dos, pero nadie se dio cuenta de que se duplicaron) y sometieron
sin problemas a mi pobre hombre. Lo amarraron y quisieron obligarlo a ver lo
que los desgraciados estaban a punto de hacerme antes de ser interrumpidos,
pero la voluntad de mi amado fue tan grande que pudo zafarse de sus ataduras y
me pidió que escapara. Uno de los maleantes se interpuso en el camino
impidiéndome salir, por lo que subí las escaleras en donde fui brutalmente
golpeada. Pensaron que había perdido la conciencia, pero yo fingí. A esta parte
del relato le puse mucha candela puesto que sabía de lo que estaba hablando.
Tenía experiencia en hacerme la muerta cuando te ensañabas conmigo y yo me
desconectaba para bajarte la excitación que te provocaban mis gritos.
Total,
escapé. Fui al baño y agarraré el tubo de la cortina de la regadera para
defenderte. Cuando salí me encontré con que los bandidos estaban en nuestra
recámara obligándote a darles las pocas joyas que teníamos (en realidad no
había ni una sola, pero eso haría más creíble la historia, si no, ¿quién en su
sano juicio da tanta pelea por solo violar a una mujer fea y desgraciada como
yo sin llevarse la recompensa de un botín?).
Entré y
golpeé a los hombres con todas mis fuerzas hasta liberarte, pero no te fuiste.
Iniciaste una batalla cuerpo a cuerpo al ver a tu mujer en peligro. Uno de
ellos sacó un cuchillo que te enterró en la entrepierna y por desgracia se
llevó tu hombría. Te siguieron golpeando y por la inercia de la pelea acabaste
al filo de la ventana. Antes de que te dieran el último golpe que te haría caer
hacia el abismo de la calle proferiste tus últimas palabras: «Corre princesa,
¡sálvate!».
Mi
relato, por supuesto, quiso abarcar toda la casa para que los encargados de
arte del equipo de producción del programa le dijeran a sus carpinteros que
remodelaran aquí y allá. Así fue como este lugar pasó de ser un mísero
cuchitril producto de tu mediocridad a un palacio en medio de un barrio
popular. Y lo hice yo, con una imaginación y visión emprendedora que nunca, ni
en tus más preciados sueños, hubieras sido capaz de construir.
¡El
programa fue un exitazo! Todo mundo quería donar para la recuperación del
amante guapo (¿guapo?) y valeroso que se había sacrificado por su mujer.
Múltiples asociaciones aportaron con equipo, fármacos y atención médica para
que tuvieras lo mejor. Diario teníamos aquí a las de la Unión de Damas
Católicas rezándote los misterios del rosario.
Al
principio estaba encantada con tanta atención, pero el tiempo pasó y cada vez
era más insoportable cuidarte. Quería irme. Soñaba con salir de esta mísera
ciudad y gastarme el dinero que se iba acumulando debajo del colchón. Pero no.
Ni así dejaste de desgraciarme. La constante vigilancia de los vecinos, las
beatas, las asociaciones que me daban mes a mes el dinero para tus cuidados,
los desfiles de los médicos que reportaban que ibas mejorando, hacían imposible
que te matara.
Había
alguien que sabía mi secreto: la bruja Constanza. Un día tocó a mi puerta y
entró sin que la invitara. Se sirvió un café mientras decía que ella podría
sacarme del embrollo en el que estaba metida. Dijo que podría deshacerse de ti
sin que nadie sospechara, pero por supuesto me iba a costar. Habló de hierbas,
pociones, sahumerios y hechizos.
Aunque
su propuesta era atractiva, quería ser yo la que se robara tu último aliento.
Le dije que le pagaría. Le daría una cantidad bastante jugosa si me enseñaba el
arte de la brujería hasta aprender cómo hacer el trabajo con mis propias manos.
Se la pensó un poco la vieja mezquina, pero después de escupir al piso, lamerse
la palma y extenderme su mano, me dijo que haría el trato siempre y cuando
hiciera todo cuanto me pidiera. Ese día empecé a aprender los misterios de la
mujer.
Poco a
poco todo se fue acomodando. Las fajas de dinero seguían creciendo, mientras
las visitas de los médicos y los rosarios de las damas católicas fueron
disminuyendo. A la gente ya no le importaba el destino del caballero medieval
salvador de la honra de su princesa, ahora seguían la vida de un grupo de
personas que vivían en una casa y eran grabadas las veinticuatro horas del día.
La morbosidad es cabrona en este país.
Aunque
ya no tengo la vigilancia constante de la gente, sigo sacando todo el dinero
que pueda mientras sigas vivo. Por eso te he mantenido respirando durante todos
estos años. ¡Cómo odio ver tu mirada perdida en esa cara desinflada! Lo único
que me consuela es usar tu cuerpo endeble y putrefacto como muñeco de vudú
metiendo alfileres por cuanto orificio me encuentro. ¿Te acuerdas cómo solías
meterme el palo de escoba en mi vagina por pura diversión? Ahora soy yo la que
uso tu culo para sostener mi vibrador. Y tú que te las hacías de tan machito,
¡quién te viera ahora con los esfínteres desgarrados!
Acabo
de regresar de decirle a la bruja que ya estoy lista para matarte. Esta mañana
me levanté y por primera vez me sentí ligera. Vine a verte y no sentí nada por
ti. Ni odio, ni amor, ni asco. Nada. Sólo había vacío. Entonces supe que era el
momento.
Salí de
la casa tranquila y me fui al monte a capturar las serpientes que usaría para
terminar contigo. ¡Que orgulloso estarías de tu mujer! Ahora no me da miedo
ningún animal. Quién iba a pensarlo cuando te burlabas llamándome vieja collona
al gritar presa de pánico cuando veía a las cucarachas.
Antes
de venir pasé a donde la bruja Constanza para decirle, sólo por puro trámite,
que ya era hora de que dejaras este mundo. Por desgracia, ella no estuvo de
acuerdo conmigo, así que no tuve más remedio que abrir la canasta en donde
traía a las cobritas. Le dije que les había sacado el veneno así que no se
asustó cuando la agarraron a mordidas. Me di la media vuelta antes de que su
cuerpo se retorciera y la espuma amarillenta saliera por su boca. No quise ver
en su mirada el reproche del maestro al darse cuenta de la ingratitud de la
alumna.
Ahora estoy aquí fumando el tabaco que tomé al salir de la casa de la ahora fallecida bruja. He llenado la matera de hierba para estar despierta toda la noche. Quiero presenciar cómo la mezcla que hice de hongos alucinógenos, belladona y valeriana, que acabo de introducir en tu boca, te tortura con visiones terroríficas hacia una muerte desesperada; mientras que yo, sentada en el marco de la ventana, me voy convirtiendo por fin en tu asesina.
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