miércoles, 18 de diciembre de 2024

Un oscuro secreto

Doris Verónica Martínez Méndez


El pequeño cuarto de baño del departamento contenía una melodía amortiguada por el agua cayendo de la regadera. Resonó un chirrido al cerrarse la llave de la ducha, seguido de un largo silbido en las tuberías, como si estas fueran poseídas por un mal espíritu. Tintinearon los aros de la cortina y continuó el tarareo entre la nube de vapor que se disipaba. Julieta se envolvió con la toalla y se acercó al espejo empañado, con su dedo dibujó un corazón con las iniciales «R y J» y se dijo en su interior lo afortunada que era.

Román llegó a su vida por azares del destino cuando, movido por la disciplina y formalidad en sus estudios, la contactó por teléfono para pedirle la única copia disponible de un libro que ella había prestado de la biblioteca. La atracción fue inmediata, pero ambos eran terriblemente tímidos. Se encontraban con frecuencia en los pasillos de la universidad, la cafetería y hasta en el colectivo. Una tarde en que Julieta se viera atrapada por una fuerte tormenta, Román se ofreció acompañarla y se animó a invitarla a salir.

Julieta temía a su madre, pues era una mujer muy estricta y autoritaria. Le había prohibido salir con muchachos y tener novio, a pesar de su mayoría de edad. Román no se desanimó y se propuso lograr el consentimiento de su suegra. Se presentó en su modesto departamento con formalidad impecable. Llenó de halagos la labor en la crianza de su hija sin la ayuda de un hombre y la entretuvo con una catequesis sobre las tentaciones que sufrió el hijo de Dios en el desierto.

—Me sorprende que sea tan devoto —dijo aquella mujer que todavía tenía rasgos de su juventud por haber sido una madre adolescente.

—Mi madre nos instruyó con ahínco en las cosas de la fe.

—¿Tiene más hermanos?

—Tengo una hermana que está por tomar sus votos religiosos.

—¡Qué maravilla!

Julieta terminó de limpiar el espejo del baño para reconocer la sonrisa en su rostro. El aroma de las esencias florales se había intensificado con el vapor y se sintió intoxicada de felicidad. Salió a su habitación sintiendo todavía un cosquilleo en su vientre; su cuerpo le parecía otro, caminaba distinto por el escozor que había quedado del encuentro insospechado de aquella mañana. Su corazón golpeaba su pecho con fuerza y su rostro mantenía un rubor febril que la sofocaba. Miró su cama y se apresuró a cambiar las sábanas que tenían las manchas rojas de su virginidad perdida y el aroma de los dos cuerpos que retozaron sobre ellas. Notó en el rabillo de su ojo la imagen del crucifijo sobre la cabecera, pero apretó la ropa entre sus brazos para oler una vez más el perfume de Román, y no pudo arrepentirse.

—Debo llevarte a tu casa —recordaba Román cuando tenían la suerte de poder salir a solas.

Solían refugiarse bajo el secreto de un árbol de sauce en la plaza cerca de la iglesia. Sus ramas se doblaban formando una cúpula y caían hasta el piso como una cortina, dándoles privacidad, si bien su inocencia no les exigía más que un roce de manos y besos tímidos.

—Es muy temprano.

—Ya son casi las nueve, Julieta, no queremos que tu mamá se enoje conmigo por llevarte muy tarde.

Las condiciones de la madre de Julieta eran tan severas como ella: No llegar después de las nueve de la noche y no visitarla cuando estuviera sola. Román cumplía todo al pie de la letra, aunque entre clases se escabulleran detrás de los salones para besarse, todavía con cierta torpeza. Una de esas tardes, Julieta empujó un poco más su lengua dentro de la boca de Román y, en una respuesta voraz, él mordió su labio inferior, alejándose en un reflejo inmediato.

—¿Qué te pasa? —preguntó Julieta y examinó su labio lastimado.

—¿Qué te pasa a ti? —dijo con severidad y la acorraló contra la pared—. ¿Tienes lengua de serpiente acaso para hacer eso?

Julieta empezó a vestirse y notó en el espejo la serie de pequeñas manchas violáceas por succión en un trayecto desde sus clavículas hasta su vientre y volvió a cubrirse con su toalla. Sintió miedo de lo que Román pudiera estar pensando de ella por haber accedido a todo lo que habían hecho.

—¿Crees que estuvo mal? —preguntó Julieta al ver que él se levantó para vestirse a prisa.

—No, es solo que tu mamá puede regresar —repuso un poco nervioso—, y no quiero que tengamos problemas.

—¿No te arrepientes?

—No, Julieta, sería un idiota si lo hiciera —dijo más tranquilo y se acercó para besarla apasionadamente—. No dejes que tu mamá se entere.

Julieta se puso una blusa de cuello alto para esconder las marcas en su escote y llevó toda la ropa a lavar. Con esfuerzo logró dar vuelta al colchón antes de poner las sábanas limpias. A medida que iba borrando las huellas de lo sucedido, empezó el conflicto sobre el bien y el mal en su cabeza. Román había sido su referente moral, uno distinto al de su madre. La había respetado y nunca se había insinuado en deseos carnales que pudieran aflorar con el paso de la relación. Admiraba su templanza. Pero algo había cambiado, de unos días a la fecha, algo lo hizo sucumbir.

Para el cumpleaños número veintiuno de Julieta, su madre organizó una comida en casa de una prima. Román, por supuesto, estaba invitado; sería su primer contacto con el resto de la familia. Esperaba encontrarse con más fanáticos religiosos, pero fue todo lo contrario. Su suegra se disculpaba por el comportamiento de su familia, la música y el consumo de alcohol. Entre los presentes, Román notó a un joven bien parecido que buscaba encontrar a Julieta a solas con cualquier pretexto.

—¡Hola! Tú debes ser Román —saludó aquel muchacho con soltura.

—Él es Benito —agregó Julieta—, fuimos compañeros en el colegio.

—Fuimos más que eso, ¿no, Julieta? —se mofó Benito ante la expresión perpleja de Román y soltó una fuerte carcajada—. ¡Fuimos campeones del triatlón de matemáticas!

—No tomes el crédito que no tienes, entraste al final de la competencia —aclaró Julieta sin negarle una sonrisa de consideración y miró el semblante pálido de Román—. Amor, ¿estás bien?

Román sacudió su cabeza y buscó un espacio entre la gente para escapar de la conversación. Julieta intentó seguirlo, pero era interceptada por su familia para felicitarla. Entró a la casa y encontró a Román en el comedor, tomaba uno de los tragos de licor que estaban sobre la mesa, sacudiendo la cabeza y murmurando algo para sí, en un extraño soliloquio. Ya lo había notado antes, pero no le había dado importancia.

—¿Román? ¿Estás bien?

—Sí —afirmó, aturdido—, la música es un poco estridente.

—¿Te duele la cabeza? ¿Quieres algo?

—¿Qué pasó con Benito?

—No lo sé, quedó en el jardín...

—Me refiero a si fue tu novio.

—Mamá no me dejaba tener novio, mucho menos en el colegio, lo sabes.

—No, no. No pregunto si fue un novio del que supiera tu madre, ¿fue uno de los que no supo?

Julieta quedó perpleja y miró su rostro para confirmar si se trataba del mismo Román que ella conocía. Sus ojos negros relumbraban sin pestañear, como si un agujero quisiera tragársela. De inmediato intentó besarla.

—No, Román —lo detuvo ella, contrariada—, ¿qué demonios te ha dado hoy?

—Demonios, justamente —repitió y volvió a acercarse como si le faltara el aire, pero se reprimió al ver su rostro asustado—. Perdóname, me he puesto celoso.

Julieta exhaló con cierto alivio, sin dejar todas sus reservas, y se acercó a tomarle la mano.

—No tienes porqué.

—Te amo, Julieta, ese es el porqué.

Julieta se conmovió y aquellas palabras pasaron por su cabeza como una niebla que borró todo temor y desarmó su aprensión por completo.

—Yo también te amo.

Desde ese día, Román mostró más voracidad en sus momentos a solas. A ratos, sin embargo, era todo lo contrario, y Julieta no lograba predecir sus cambios. Tal vez fueran los escrúpulos religiosos con los que ambos habían crecido, pero iban revelándose poco a poco a todas las prohibiciones.

—¿No viene tu hermana de visita, Román? —preguntó la mamá de Julieta al salir de misa—. Me gustaría mucho conocerla.

—Se encuentra ahora en un retiro de desierto espiritual —explicó sin esconder la prisa de sus pasos, como buscando alejarse del templo—, al parecer es un requisito para definir su vocación.

—Yo hubiera deseado que Julieta tomara los hábitos —confesó aquella mujer mientras contaba monedas para comprar chucherías en la plaza—. De niña solía usar las fundas de las almohadas como velo y me dio la breve ilusión de que se consagraría al servicio de Dios.

Román apretó su mandíbula y tragó grueso, fingiendo una sonrisa que Julieta no pasó desapercibida.

—Yo no jugaba a ser monja —explicó cuando su madre se alejó de ellos—, sino a casarme. Pero si le decía eso me vería en problemas.

—¿Román? —llamó un sacerdote que los había seguido desde la iglesia—. ¡Sabía que eras tú! ¡Qué sorpresa encontrarte, muchacho! ¿Está todo bien contigo?

Román correspondió su abrazo con familiaridad.

—Padre Jorge, ¿qué hace por estos rumbos?

—Me han trasladado, ¿estás bien? —preguntó de nuevo, con interés, y miró a Julieta—, ¿quién es tu amiga?

—Ella es Julieta, padre —se limitó a contestar.

—Mucho gusto —saludó ella en un intento de involucrarse—. ¿Cómo se conocen?

—Oh, el padre Jorge me conoce desde niño —dijo Román y sonrió—. Padre, tenemos prisa, pero me gustaría que habláramos en otro momento.

—Claro, hijo, acá puedes buscarme.

Román se despidió y no dio tiempo a Julieta de agregar nada.

—Te acompaño a tu casa, tu mamá parecía ocupada.

Julieta volvió a notar que Román movía sus labios sin pronunciar palabra. Al llegar a su casa, pensó que no estaría mal invitarlo a un café, pero antes de darse tiempo de poner el agua a hervir, Román la llevó entre beso y beso al secreto de su habitación.

Julieta había logrado ocultarle todo a su madre y pasó el resto del día intentando estudiar. Miraba el teléfono con frecuencia, Román apenas contestaba sus mensajes y eso la tenía inquieta. Era frecuente que él se enfrascara tanto en el estudio que olvidara responder sus mensajes, incluso, llegar a las citas. Pero este silencio le parecía distinto.

Esa noche Román regresaba a su casa arrastrando sus pasos como si tuviera pies de plomo. Un cigarro en sus labios dejaba una estela de humo, como si fuera una nube de pensamientos apretados que lo seguían.

«Si de verdad la amas —le dijo el padre Jorge aquella tarde—, debes decirle todo».

Atravesó un callejón oscuro que se iluminaba por el foco rojo de un lupanar de mala muerte que mantenía sus puertas abiertas. La música en el interior hacía vibrar las ventanas y flotaba en el aire una mezcla de lociones y marihuana. Román vivía a la vuelta, en un mesón austero a un costado de la catedral. Le asqueaba ver la cúpula del campanario tan cerca de aquel nido de pecado. Una de las mujeres que atraía clientela en la esquina se acercó cariñosamente a él para proponerle su compañía, pero las voces en su cabeza no lo dejaron escucharla.

—Nos dejará, vamos a perderla —murmuró en un conocido soliloquio mientras oscilaba sus pies en un vaivén indeciso—. ¿Y qué? Es una pérfida, ¿lo has visto? No. Déjala en paz. Es una pecadora. También yo lo soy. No. Fue amor. Fue lujuria. ¿Iremos al infierno? Date cuenta, esa mujer terminará por abandonarte. Ella no. La vida terminará quitándonosla. ¿Recuerdas a tu madre? ¡No! ¿Y tu hermana? Todas se van. Ella no. El padre Jorge le dirá todo y la perderemos. No le dirá nada. Hice lo que debía hacer. ¿Lo mataste? Sí, iremos al infierno. ¡Cállate! Quiero a Julieta para mí. No la puedes tener. Ya la he tenido y fue muy fácil. Déjala en paz. Julieta es para mí, yo fui quien se atrevió a hablarle, ustedes solo saben rezar. No la podrán retener.

—Oye, te ves perdido —insistió la mujer y se acercó a tomar su mano.

—¡Déjala en paz! —gritó Román y tomó a aquella mujer del cuello y la tumbó al piso sin que ella pudiera defenderse.

Un golpe seco en su cabeza calló todas las voces y perdió la conciencia.

La mañana siguiente, Julieta esperó a Román en la estación del autobús que compartían para ir a clases, pero él no llegó. Lo buscó en la universidad. Nadie lo había visto. No respondía sus mensajes y no tenía idea de dónde pudiera estar.

Días después, saliendo de la iglesia, se encontró con el nuevo sacerdote que ya había conocido una vez. El padre Jorge llevaba un cabestrillo donde reposaba su brazo izquierdo y mostraba unos moretones en su rostro. Fue verlo y sentir un enorme desasosiego. Julieta no contuvo sus lágrimas al preguntarle por Román. Aquel hombre dio un suspiro que confirmaba el matiz de tragedia que teñía lo sucedido. Fueron a la clínica psiquiátrica donde Román había pasado los últimos días.

Román tenía seis años cuando presenció el crudo asesinato de su madre a manos del abusador de su hermana de diez años. La imagen de aquella mujer tirada en el piso sobre un charco rojo rutilante, con el terror en sus ojos abiertos, fracturó su mente. Se aferró a su cuerpo, empapándose de su sangre, aún tibia, sintiendo el olor metálico mezclado con su perfume floral. Los policías no pudieron arrancarlo de su regazo, se convirtió en una fiera y hasta mordió a uno de ellos, por lo que tuvieron que sedarlo. En el orfanato, se refugió en sus recuerdos de la escuela dominical y en la compañía de su hermana. Años después, ella escapó del lugar y el golpe de su abandono lo llenó de rabia, volviéndose posesivo y rebelde. Los sermones del padre Jorge le daban un poco de paz, por lo que decidió entrar al seminario, pero su examen psicológico reveló múltiples trastornos. El médico dijo que Román tenía dos o tres personalidades atrapadas en su cabeza. Se deslizaba entre ellas sin darse cuenta. Sentirse rechazado, amenazado o abandonado provocaba la transición, como un mecanismo de defensa. Llegada su mayoría de edad, dejó el orfanato y entró al mundo que conocemos.

—Le perdí el rastro cuando me trasladaron a otra parroquia —relató el padre Jorge—. Supongo que entonces te conoció y ese apego desbloqueó los miedos que detonan sus cambios.

—No lo noté a tiempo —se lamentó Julieta, mientras lo miraba dormido en una habitación blanca.

—Es porque Román sintió el mismo amor en todas sus identidades, hija —confesó el sacerdote y notó la mirada confundida de aquella joven—. Un conflicto tremendo para él.

—¿Él lo atacó?

—El mismo niño desesperado que no quiere ser arrancado de la mujer que ama fue quien lo hizo.

Julieta soltó sus lágrimas y buscó el abrazo del sacerdote para tener un poco de sosiego. Siguió visitando a Román algunos días, sin que él lo supiera, pues sería peligroso para su tratamiento. Las autoridades declararon sus acciones inimputables.

Román empezó a mejorar y pasaba mucho tiempo en la capilla del hospital. Aprendió a disfrutar el silencio y la claridad de sus pensamientos. El padre Jorge llegaba todos los viernes a llevarle los sacramentos y consejería espiritual. Su rostro se notaba más sereno, pero en el fondo seguía extrañando a Julieta. Intentó escribirle varias veces, pero sus cartas no pasaban del encabezado.

Julieta siguió su vida entre los reproches de su madre, quien le prohibió volver a ver al loco que la había engañado, las burlas de su familia y la desesperanza de saberlo perdido.

—No puedes salvarlo —le dijo el padre Jorge una tarde—, él debe hacerlo solo. No llores. Lo he visto muy bien. Está iniciando un nuevo tratamiento, de esos modernos: Hipnosis. Suena fantástico, pero no es pecado, como dicen algunos. Me pidió que te diera esto.

El padre Jorge le extendió una carta y Julieta la tomó con temor:

«Querida Julieta:

Intenté escribirte muchas veces, pero era tanto lo que tenía en mi cabeza entonces, que me quedaba en blanco. Han ido callando las voces y puedo tomar la palabra. Empiezo pidiéndote perdón por el daño que te hice. Perdónalos a ellos también, si cabe la posibilidad. Aún no sé definir la responsabilidad de cada cual, pero el arrepentimiento es uno solo. Dicho esto, quiero agradecerte. Lo que viví contigo ha sido una quimera de principio a fin. Tampoco sé hasta dónde mantendré esos recuerdos con el tratamiento, pero estoy seguro que seguirán acompañándome en sueños, donde no puedan herirte. Mi mente puede estar fraccionada, pero el corazón siempre ha sido uno, y con él te he amado. Ahora debo renunciar a ti. Es un remedio amargo, pero remedio al fin. Piensa en mí como una fantasía, pues no puedo asegurarte a quién realmente llegaste a amar. Si solo fui un espejismo, entonces déjalo así. A diario le pediré a Dios que te permita la felicidad que mereces.

Hasta siempre,

Román.»

Julieta leía aquel papel arrugado y con remiendos de cinta adhesiva bajo la sombra del sauce en la plaza. Las hojas temblaban con la brisa cálida de aquella mañana, filtrando los rayos de sol, susurrando entre ellas junto al trinar de los pájaros. El paso del tiempo empezaba a diluir la tinta en aquellas partes donde cayeron sus lágrimas y faltaba una de las esquinas de cuando su madre quiso destruirla.

Julieta pasó su mano sobre la inscripción en la corteza agrietada: «R y J». Pudo sentir la hendidura más profunda que cuando fue hecha tres años atrás. Pocas veces vio a Román a lo lejos en la universidad, pero él no parecía darse cuenta de su presencia. Tal vez sí haya borrado todo recuerdo de ella en el tratamiento. Julieta se mudó a otra ciudad y toda esa historia se fue diluyendo en el olvido. Ella limpió sus lágrimas y, al dar la vuelta, notó la figura de un hombre haciéndose paso entre las ramas que caían hasta el suelo.

Ambos quedaron paralizados al reconocerse. Román llevaba una barba recortada que resaltaba el atractivo de sus facciones. Julieta había cortado su cabello y usaba un poco de maquillaje. Se mantuvieron mudos, contemplándose.

—¿Julieta? —balbuceó Román con desconfianza.

—Soy yo —dijo con un temblor en su voz.

—Debía asegurarme —bromeó sin apartarle la mirada—, no esperaba verte por acá.

—Hacía unas diligencias, ¿vienes mucho por aquí?

—A diario —respondió con un sonrojo y señaló una dirección—, es decir, ayudo al padre Jorge en la parroquia.  

—Me da gusto, te veo muy bien, ¿ayudó la hipnosis?

—Casi por completo.

—¿Casi?

—Hay cosas que no cambian porque no están en la cabeza, sino en el corazón.

—¿Te gustaría ir por un café y contarme?

Román se mantuvo paralizado.

—Debería consultarlo al médico —dijo y fijó su mirada en ella—, pero sí, me gustaría. Solamente que, esta vez, sería solo yo.

Julieta se sonrió, sus ojos húmedos rutilaban a punto de desbordarse. Le mostró su carta.

—¿Fuiste tú quien escribió esto? —preguntó y Román afirmó con la cabeza—. Entonces me basta.

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