jueves, 5 de diciembre de 2024

La noche en que florecieron los guayacanes

Luis Orellana Díaz

 

La mujer abrió los ojos cuando el ómnibus se detuvo y sintió que todo a su alrededor le daba vueltas. Se levantó despacio, estiró los brazos hacia arriba y sus articulaciones tronaron al unísono. Los pasajeros más diligentes comenzaban a descender del autobús. Miró a su compañero que aún dormía ajeno a las incomodidades del viaje; lo vio tan frágil… como un cachorro, no entendía por qué sus amigas lo encontraban atractivo. Pero ella no estaba impresionada. «Sencillamente no hay química», pensó. Solo quería olvidar a su excónyuge, y su cara peluda aparecía por todas partes. Luego de una prolongada separación, los papeles del divorcio habían llegado a sus manos hacia apenas unos días.

—¿Ya arribamos? —preguntó Alex medio dormido.

Zafiro lo miró y asintió con la cabeza. Cargó su mochila al hombro y siguió por el pasillo. En un terminal polvoriento, de un pueblo perdido en las estribaciones de los andes occidentales; Alex, ya despierto del todo, sonreía optimista mientras parloteaba sobre lo excitante que había resultado el viaje. No terminaba de creerlo, era un sueño hecho realidad: Zafiro, la mujer más hermosa que había conocido, la más elegante, la más deseada de la empresa viajando en su compañía. ¡Y todo un fin de semana por delante!, estaba tan ansioso que no sabía cómo comportarse; hablaba con las manos y su cuerpo exultante no podía ocultar la felicidad que lo embriagaba. Ella mantenía un semblante sombrío y a veces sonreía por cortesía.

—Me imaginé que te gustaba la aventura —dijo el chico, al ver lo parco de su semblante.

Zafiro sacudió la cabeza y una nube de polvo se desprendió de sus cabellos.

—¿Aventura? —replicó un tanto contrariada, luego desvió su mirada sin pronunciar otra palabra.

Los transportes seguían llegando y la plaza, llenándose de gente. Una multitud abigarrada que parloteaba a gritos y reía a carcajadas se cernía como una plaga de langostas en el pequeño caserío de Pindal.

—¿Dónde nos hospedaremos?, ¿habrá un hotel decente en este paraje abandonado? —preguntó la mujer.

—Dios proveerá —respondió el chico poseído por el optimismo.  

La comarca ardía con un sol de mediodía que casi no proyectaba sombras. Zafiro y Alex eran de los primeros periodistas que llegaban al pueblo; y, a pesar de que el chico hablaba de aventuras, estaban aquí por trabajo. Tenían que reportar para el canal en el que laboraban un raro evento natural que sucede anualmente coincidiendo con las primeras lluvias: el florecimiento de los guayacanes. Año tras año, grandes extensiones de bosque seco se tiñen de amarillo dejando a sus moradores sumergidos en un alucinante océano de luz. Este evento es efímero, dura lo que dura un parpadeo del cielo: apenas unos días; luego caen las flores que son devoradas por los chivos y el paisaje vuelve a vestirse de monotonía.

La mujer acomodó su mochila. En ella cabían dos mudas de ropa y un pequeño neceser que contenía: cosméticos, repelente, unos Kleenex, un tubo de tabletas de antiácido y unas gotitas de valeriana para calmar sus nervios. Luego, metió a presión dentro de su mochila un rollo de cables y la caja con el micrófono. Alex, que la miraba embelesado, en un arranque de afecto intentó acomodar el cabello arremolinado que caía sobre la frente de su amiga, ella esquivó la cabeza con un movimiento instintivo.

—¡Perdón! —dijo él, un tanto abochornado—, no quería importunarte, es cuestión de cortesía.

Se enfrascó en un discurso sobre la caballerosidad, pero las razones que esgrimía no lograban ocultar sus soterradas emociones. Zafiro hizo como si nada.

—Hazte cargo de la cámara, el trípode, la maleta… te dejo lo más «fácil» —dijo ella mirándolo a los ojos como buscando una reacción de protesta en su compañero, luego giró y avanzó en dirección al pueblo con una sonrisa contenida. «Son todos unos perros» —repitió para sus adentros.

Alex acomodó los enseres como pudo, se puso el trípode bajo el brazo, la maleta sobre su cabeza y siguió el rumbo de Zafiro. La mujer estaba decidida a llegar cuanto antes al pueblo; de pronto se detuvo en un pequeño rellano que daba al sur del caserío. Desde allí contempló un cielo diáfano, de un azul hipnotizante; unos pocos estratos en forma de briznas de algodón desperdigados en la línea del   horizonte alimentaron en la reportera la esperanza de que algo de humedad estaba ascendiendo por el lado del Pacífico. «Quizá mañana llueva y podamos grabar la floración completa», pensó. Bajó la mirada y una extensión interminable de matorrales yermos sometidos al calor abrazador del mediodía apareció frente a sus ojos.

A su izquierda se podían vislumbrar las siluetas caprichosas de los guayacanes desperdigadas por aquí y por allá; los pocos florecidos, lucían copas cuajadas de un amarillo intenso que vibraba como una miríada de mariposas bajo el embate de un viento que provenía de la costa. Una sensación oceánica invadió el pecho de la mujer, respiró profundo, cerró los párpados y flotó por un instante en ese oleaje caleidoscópico de colores solares. Así se mantuvo, con los ojos cerrados por un lapso corto de tiempo, hace mucho que no sentía tanta magia, tanta paz. De repente, se percató que la palabra «aventura» intentaba echar raíces en su cerebro y pensó en Alex. Sabía, sin mirarlo, que su joven compañero estaba ahí detrás plantado estoicamente y sintió un poco de pena, quizá hasta algo de ternura, pero el rostro de su ex volvió a revolotear en su cabeza como una polilla maléfica.

El chico la contemplaba ajeno al bullicio de los motores y al ajetreo de la gente que seguía llegando, ni siquiera el peso de su carga menguaba el júbilo de tenerla cerca. En su mente era ella la protagonista. El fotógrafo novel había movido cielo y tierra para ganarse el derecho de acompañarla en este viaje. —Bueno —dijo ella volviendo hacia su compañero—, vamos por una ducha caliente y algo para calmar el hambre.

Alex avanzaba con pie firme sobre la cuesta empinada que los conducía al pueblo, esta vez iba delante. Usaba camiseta verde con patrones camuflaje; chaleco caqui y jockey verde militar con visera del color del chaleco a cuya sombra centellaban unos ojos marrones. Su tipo no era común: nariz respingada, pómulos marcados y quijada cuadrada con la barba a medio crecer. Tenía las piernas largas. De talla más alta que la del promedio, sus hombros anchos colmaban la camiseta. De brazos velludos, antebrazos fuertes y puños de hierro. En el dorso de la mano izquierda llevaba tatuado la A circundada de los anarquistas y en el antebrazo derecho las iniciales de Soziedad Alkoolika. Cuando la mujer lo vio aventurarse por la mitad del pueblo, con toda esa parafernalia a cuestas, sintió algo que no había sentido en el par de años de haberlo conocido y a su mente acudió la imagen de un adorable héroe de historieta cómica más que la de un camarógrafo de televisión.

La tarde la pasaron en un hostal de mala muerte sin ventilación y con escasa dotación de agua, asediados de mosquitos que burlaban los toldos mal zurcidos. Alex se asomaba con cualquier pretexto a la habitación de Zafiro: que le faltaba dentífrico, que necesitaba repelente; abrigaba la esperanza de sorprenderla en paños menores. Cuando cayó la noche, salieron en busca de comida aguijoneados por el hambre.  

 —Parece que esta noche no lloverá —dijo Zafiro, mientras hurgaba con un tenedor plástico unos frijoles revueltos con arroz y él, un pedazo de carne seca de alguna especie de animal que no lograba identificar aún. Era una mujer «grande» para él —quizá los separaba una década—; Alex la miraba como en éxtasis sin encontrar la forma de abordar con ella sus sentimientos; cuando estaba a punto de decírselos sentía que era muy temprano, pero a la vez sentía que se le hacía tarde, el fin de semana pasaba volando.

—¿Qué te preocupa —preguntó ella—, se te agotaron las pilas o no te gusta la comida?

—Nada de aquello —dijo él, disimulando su ensimismamiento—, ojalá esta noche llueva para que podamos filmar la floración completa.

—Ahora solo falta que no llueva y tengamos que esperar más días de lo planeado —Zafiro lo dijo como una premonición y Alex se sintió culpable de abrigar el deseo de que no lloviese al menos un par de días más.

—Seguro que llueve —dijo él, condescendiente—, siempre llueve en la temporada de floración.

Pindal se iba colmando de turistas desprevenidos que no encontraban un sitio donde hospedarse. Zafiro y Alex merendaban en el único lugar que atendía hasta la noche. Cuando Bernardo los descubrió, se encontraban sentados frente a una mesa despatarrada, bajo un improvisado tinglado cubierto con manteles plásticos. «¡Qué sorpresa!», pensó. Como buen sabueso que era, llegó hasta el kiosco guiado por el olor del aceite cocido. Su asombro se volvió dicha al reconocer en aquella escena, digna de una película de Fellini a su exesposa en compañía del joven fotógrafo.

La mujer se llevó una sorpresa. El tipo parado frente a ella era su ex, el mismísimo Bernardo del Prado, el presentador de las noticias de la tarde en el canal gubernamental. Alto, fornido, de ojos claros, con una barba espesa y bien acicalada; frisaba los cuarenta. Se acercó sonriente he hizo la venia llevando su mano derecha al pecho justo sobre el corazón, de ahí a los labios, a la frente y luego la extendió en dirección a la mujer con una pantomima teatral. Zafiro no sabía si reír o llorar, Alex estaba congelado; era lo último que podía suceder, lo identificó de inmediato —¿quién no conoce a Bernardo del Prado?—, Zafiro lo invitó a sentarse a regañadientes, pero su corazón le galopaba dentro del pecho. 

Desde que llegó Bernardo no paraba de hablar. Le contó a Zafiro que había terminado definitivamente con su asistente —la «vedette» causante de su separación—, le habló sobre sus proyectos, inclusive le ofreció a su ex un cargo mejor remunerado en el ministerio de comunicación.

—Estamos realizando una serie de reportajes para promocionar la imagen turística del país.

Llevó la mano al bolsillo interno de su blazer de verano y sacó un folleto que colocó en la mesa. Zafiro lo miró con curiosidad. En la cara principal del tríptico estaba el rostro sonriente del presidente con un slogan que decía: All you need is Ecuador.

—¿Llegaste en el último turno? —preguntó Alex para romper el monólogo de Bernardo.

—No —respondió—, llegamos en un camper que nos facilitó el canal. Además, tenemos una camioneta con todo el equipo cargado —lo dijo con arrogancia al tiempo que se atusaba la barba con la mano.

La conversación se prolongó por cerca de una hora hasta que los comensales de las mesas aledañas empezaron a retirarse al ver a los vendedores desarmar la improvisada fonda. Terminado el stock de la cocina, embalada la vajilla en el interior de las ollas vacías, se levantaba el negocio en medio de los lamentos de la multitud que esa noche tendría que acostarse con el estómago vacío. Zafiro y Alex se despidieron de Bernardo y caminaban en dirección del hostal cuando el hombre los llamó:

—¡Hey!, ¿en serio piensan retirarse?

Se detuvieron y, volviéndose, se miraron el uno al otro sin saber que responder, Alex tomó la iniciativa:

 —Estoy muy cansado —dijo, buscando alguna excusa para librarse de su compañía—, hemos tenido un viaje terrible y mañana hay que salir temprano para Mangahurco.

—¿Y tú Zafiro, estás tan cansada como para perderte un Jack Daniels que nos espera en el camper? —espetó Bernardo.

La mujer lo pensó por un instante, luego miró a Alex, lo vio tan desvalido que volvió a sentir una extraña ternura por el chico. Sin embargo, en su interior, una fuerza que no podía controlar la empujaba hacia su ex. Era una mezcla de ira, de curiosidad y quizá… todavía amor; en el fondo guardaba muchas preguntas sin respuesta. La mujer tomó al chico por el brazo y haciendo un guiño le dijo:

—¿Por qué no? Vamos, total, los guayacanes no irán a ningún lado.

Una cálida sensación le invadió el cuerpo al sentir el brazo de Zafiro engarzado con el suyo.

—Vamos —dijo armado de valor. Era la primera vez que la sentía tan íntima.

La casa rodante esperaba estacionada en el rincón de un descampado, donde alguna vez existió un parque; destacaba entre las improvisadas tiendas de campaña que los turistas habían levantado en el sector. Zafiro iba del brazo de Alex, y aunque la brisa nocturna la hacía tiritar, el calor que emanaba el cuerpo cercano del amigo la recomponía, pero lo mejor era su olor, tenía algo grato, algo acogedor.

Mientras caminaban, la voz grave de Bernardo se imponía al grillar de los insectos nocturnos. Zafiro venía pensando en la bendición de contar con el chico en un momento como este. Lo imaginó valeroso, indestructible a pesar de su juventud y se estrechaba al cuerpo del muchacho. Tal vez no era un rival de la talla de su ex o tal vez sí. Bernardo no se inmutaba por la intimidad de sus acompañantes y conversaba seguro de su elocuencia y su buen sentido del humor. De tanto en tanto, bromeaba a costa del joven: ya por sus tatuajes o por su vestimenta, lo veía demasiado ingenuo, demasiado poco para considerarlo un rival.

El camper era el territorio de Bernardo y se sintió a sus anchas, hablaba con todo el desparpajo sobre sus últimos logros, mostrando sendas fotografías con políticos y personajes del jet set, él mismo se sentía una estrella en ascenso. Entre copa y copa les hablaba de sus éxitos recientes, de su última gira por Europa.

—¡Qué no hubiese dado! —le dijo a Zafiro—, por ver la puesta del sol desde los puentes del Sena contigo. Contemplar como el astro se diluye en las aguas del río, mientras los cruceros encienden sus luces y se alejan bajo la tutela de la Torre Eiffel.

—Me imagino que estabas muy bien acompañado —inquirió la mujer y un pulso de rabia se agitó en su sangre.

No era envidia, era una ira contenida. En los pocos años de casada tuvo una vida discreta, sin lujos, sin viajes, sin grandes acontecimientos; solo la rutina de la casa, los celos de Bernardo y sus constantes negativas a que ejerciera la profesión de periodista. Su trabajo en el canal fue la causa, según su exmarido, del comienzo del fin de su matrimonio. La botella de Jack Daniels terminó en el cesto de basura y los ayudantes de Bernardo, que participaban en la tertulia, salieron en busca de más licor.

La mujer se aventuró fuera a tomar el sereno, la luna aparecía a media altura recortada en su circunferencia sobre un cielo metálico. Avanzó unos pasos en dirección al parque mirando por aquí y por allá, nada en concreto. Su silueta perfecta, iluminada por detrás con la luz cálida que provenía del camper, resplandecía dentro de las gasas de lino que la cubrían. Su pelo ensortijado, ahora mimado por ungüentos y perfumes, flameaba como la zarza ardiente de la leyenda bíblica. Bernardo y Alex, que la contemplaban embelesados, se sintieron diminutos, como criaturas desnudas, indefensas frente a la magia infinita de una figura de mujer.

Lo último que se podía encontrar en Pindal a esas alturas era licor.

—¿Qué hora es? —preguntó la mujer cuando retornó al Camper.

—Hora de retirarse —contestó Alex.

—¡Apenas las diez! —intervino Bernardo—, ¡qué pena!; en la capital las farras recién comienzan a las doce. ¿No me digan que en su tierra a las diez ya están metidos en el «estuche»? —Con unos años trabajando para el gobierno Bernardo ya se consideraba capitalino y claro, todo un hombre de mundo.

—¿Qué te diré…?  —contestó Alex, aburrido de las bromas de Bernardo—. Si tuviese una bola de cristal hubiese traído licor y quizá hasta una guitarra, pero —se quedó pensando— cargo una «bola» de yerba; y mirándolo a los ojos sacó de su chamarra una cantidad de grifa del tamaño de una bola de pimpón: ¿Tú que has hecho de todo, seguro que también le haces a esto?

Bernardo dudó un instante y disimulando su sorpresa consultó con Zafiro:

—Y tú, ¿sí le haces?  

—¿Por qué no? —respondió ella con toda naturalidad—, la noche parece propicia.

—Por supuesto, ¿¡por qué no!? —dijo Bernardo sin considerar que nunca había fumado mota—. Ya que Zafiro fumaba, él no quería quedar como un «zanahoria».

—¿Y qué si les invitas a los chicos? —preguntó Alex.

—No, no —interrumpió Bernardo—, mucho «sapo». Luego van a difamarme en el canal.

Se despidieron de los chicos y caminaron hacia un recoleto, lejos del bullicio. Alex desmenuzó la yerba dentro de su gorra para que el viento no la dispersara, la mezcló con algo de tabaco para bajarle el grado y la roló en un lillo. El porro tomó la forma de un bate de béisbol en miniatura. Lo encendió con dos caladas hondas y lo pasó a su nuevo amigo.

—Primero las damas —dijo Bernardo, señalando a Zafiro.

—No —insistió Alex—, es de malas romper el ritual. La procesión va por la derecha —y volvió a ofrecer el porro a Bernardo que se encontraba a su diestra.

—Bien —dijo este, y se armó de valor. Carraspeó un par de veces como para limpiar las vías respiratorias y se lanzó al vacío.  Una calada superficial y expulsó un humo gris y denso, luego otra totalmente inocua.   

—No tienes que hacerlo si no quieres —dijo Zafiro sonriendo—, pero si lo haces, tienes que hacerlo bien.

Tomó el porro que su exmarido sostenía entre sus dedos índice y medio como si fuese un cigarrillo de marca y lo sujetó como toda una experta: entre el índice y el pulgar. Se dio un par de caladas profundas manteniendo la respiración, luego exhaló sin prisa. Bernardo estaba fascinado mirando como afloraba tras las siluetas caprichosas del humo el rostro de la mujer que un día fue su esposa. Era el rostro de una diosa griega, de una medusa de ojos profundos y labios generosos.

—Vamos, hombre de mundo —musitó la mujer—, inténtalo de nuevo. —Y le devolvió el canuto.

Fascinado por la visión el verdadero Bernardo surgió redimido del miedo, se dio dos caladas francas, hasta tres y rompió a toser. Tocado ya por los primeros vapores de la yerba, Alex contemplaba la escena como una representación del pecado original: Zafiro se llamaba la serpiente enroscada en el árbol del bien y del mal y Bernardo el primer humano en transgredir las reglas llevado por el deseo.

«Si hubiésemos fumado en una manzana tendríamos la representación perfecta de la tentación en el jardín del edén», pensaba Alex, pero la tos persistente de Bernardo lo sacó del vuelo.

—¡Basta! —dijo Alex—. Suficiente para una primera vez.

—Bernardo estaba con el rostro congestionado y con los ojos llenos de lágrimas, pero decidido.

—¿Cómo sabes que es mi primera vez? ¡Yo he fumado con Bob Marley! —afirmó con aplomo.

Era la frase detonante con la que se puede comenzar una historia cómica. Todo lo místico, todo lo trascendente del momento se desgranó en puras risotadas. Bernardo estaba eufórico, liberado, no lo creía, se sentía en el paraíso; flotando en esa sensación de relajamiento, de completitud, el cielo podía esperar. Tan relajado estaba, que se abrazaba de Alex como si fuesen viejos amigos. Ahora entendía esa frase que leyó alguna vez en una calcomanía con forma de hoja de cannabis que uno de sus hermanos tenía pegada en el refrigerador: “Deja para mañana lo que puedas hacer hoy”. Alex le daba las últimas caladas al porro.

—Yo le remato —dijo Bernardo y, tomando el porro como todo un experto, lo fumó hasta la base, hasta sentir el fuego de la chicharra entre los dedos.

—Cógele suave —advirtió Alex—, cógele suave.

Bajo los efectos del cánnabis surgió otro Bernardo, uno más sensible, menos parlanchín, nada vanidoso, incluso parecía profundo. «¡Te amo!», le gritó a su ex abriendo los brazos hacia el cielo. La luna se había ocultado tras una nube de plata. «¡Siempre te he amado mujer bendita!» repitió con su voz de presentador de televisión y en un arranque de locura intentó abrazarla. Para su propio asombro, la mujer se sintió abochornada, miró a Alex que contemplaba la escena con una mueca de burla en los labios y, esquivando el embate de Bernardo, se hecho a reír a carcajadas. Su joven amigo, contagiado por lo hilarante del momento, se tumbó en el pasto y rio hasta las lágrimas. Bernardo se sintió desplazado. Él, que era un hombre de mundo, de pronto se dio cuenta que había mundos en los que no cabía.

—¡Qué onda la tuya! —dijo Alex aún riendo—. Estás en otra película.

El mal momento sumado al frío de la noche causaron estragos en la salud de Bernardo. El hombre se puso pálido como un fantasma y comenzó a vaciar el vientre en violentas arcadas. Los amigos lo abrigaron y lo dejaron en el camper al cuidado de sus compañeros. «Mañana estará bien», dijo el chico. «Es la “White”. La marihuana solamente hace daño a los tontos o a los cholos». Zafiro lo entendió a la primera. Era una venganza de la vida y los amigos la estaban disfrutando.

Emprendieron el viaje de regreso, el chico la abrazaba por la cintura mientras subían la cuesta que llevaba hasta el hostal. Una suave llovizna se cernía sobre el pueblo. La mujer, tocada por la magia embellecedora del THC, comprendió por qué sus amigas lo veían tan irresistible. La luna volvió a asomarse tras la nube bañando de luz las flores de los guayacanes que comenzaban a abrirse en la humedad de la noche. 

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