miércoles, 31 de marzo de 2021

Sin nombre

Lizbeth Ramírez Torres


En una casa pequeña de donde el humo salía por la chimenea, un aura de melancolía y decadencia parecía reinar dentro y fuera. Una niña de apenas diez años vivía ahí, sus ojos grandes y curiosos observaban hacia el exterior, ya que no podía salir, y junto con ella habitaba su abuela, una anciana severa y de ojos sanguinolentos. Nunca se había molestado en darle un nombre, porque desde que la pequeña quedó en su custodia, algo sobre ella la incomodaba o le irritaba, por lo que era mejor llamarla cosa o estorbo y por mucho tiempo la niña creyó que era todo eso.

La mayor parte del tiempo la pequeña se quedaba encerrada en la casa, mientras su abuela hacía las faenas en el invernadero. Una vez en su habitación se sentaba en la cama, para observar lo que ocurría afuera. Los rayos del sol iluminaban el hermoso día. Algunos niños se divertían jugando con la pelota o construyendo castillos con tierra, reían con soltura y alegría. La niña se preguntó por qué no podía ser como todos esos niños. Nunca la dejaban salir. «Mi abuela dice que estoy loca, que hay algo mal en mí, por eso debo de estar siempre en casa, por eso no puedo tener un nombre». Los ojos se le humedecieron y siguió observando con melancolía.

 ―¡Pedro! ―llamaron a uno de los niños. Se levantó y fue corriendo hacia su madre.

¿Acaso sus padres nunca la llamaron de alguna manera? Pero no podría saberlo, porque ya no existían. No importa, encontraré un nombre para mí, se dijo.

Al poco rato, la anciana llamó a la niña, pues era hora de que le leyera el siguiente capítulo de la biblia. Gracias a que su abuela había perdido gran parte de su vista le enseñó a leer, algo que la pequeña agradeció mucho. Se sentó en uno de los sillones, junto a la chimenea, y comenzó a leer, mientras la anciana escuchaba atentamente.

La búsqueda dio inicio. Sin embargo, no sabía cómo dar con su nombre perfecto, pues solo conocía el de sus padres, el de su abuela y los que leía en la biblia. Empezaba a creer que sus pesquisas eran inútiles. Además, no tenía a nadie que pudiera ayudarle. Un día se armó de valor y le preguntó a su abuela si sus padres nunca le habían llamado de alguna forma, pero esto despertó su furia y la pobre muchacha se arrepintió de haber pedido su apoyo.

¿Por qué mi abuela se molesta tanto cuando le menciono sobre mi nombre?, se preguntó.

Se dirigió al cuarto triste y abatida. Esto era importante para ella porque ya no quería que la llamaran cosa o estorbo. Deseaba ser algo más que eso. Se acercó a la ventana de su habitación y divisó al mismo niño del otro día: Pedro. El sol se metía en el horizonte y el cielo se pintó de tonos naranjas y rosas.

Una lágrima descendió por su mejilla.

Pronto la noche llegó, y con ella, miles de estrellas. En momentos de gran soledad contemplar el firmamento no la hacía sentir tan sola, pues experimentaba que de alguna manera entendían su tristeza aquellas bolas de fuego tan lejanas y silenciosas.

Al despertar la mañana siguiente, corrió la cortina que cubría la ventana y se percató de que había un libro tirado en el suelo. Su abuela nunca le había dejado tener uno, porque la harían pensar cosas raras. ¿Por qué lo habían dejado ahí?

Al poco rato ideó un plan para ir por él.

Esperó que la anciana se fuera y salió cuidadosamente de la casa hacia donde se encontraba el objeto. Para su terrible sorpresa, el niño de siempre estaba ahí, intentó ocultarse, pero ya la había visto.

 ―Ven, no tengas miedo ―dijo Pedro.

 El corazón de la niña latía con fuerza, pero salió de su escondite.

 ―¿Cómo te llamas?

 La pequeña se ruborizó.

 ―Mi nombre es Pedro ―dijo el niño, y se percató de que la niña veía fijamente el libro―. ¿Quieres esto?

 Asintió.

 Pedro le entregó el libro en las manos.

 ―Gracias ―logró articular la niña, y salió corriendo a toda prisa hacia su casa.

Este había sido el único encuentro que había tenido con alguien más que no fuera su abuela.

Se dirigió a su habitación rápidamente, donde empezó a hojearlo con mucha alegría, y pronto se enfrascó en la lectura.

 ―Electra, mi nombre será Electra ―dijo la niña con una sonrisa en los labios (era el nombre de la protagonista del libro).

Electra, por fin había llegado al final de la búsqueda y jamás estuvo tan feliz como ahora. Sin embargo, tenía que ser muy cuidadosa para que no se enterara su abuela. Escribió su nombre en el libro y en una hoja de papel que pegó en la pared (la abuela nunca iba al cuarto).

Por otro lado, Pedro quería volver a ver a aquella niña, así que se dirigió hacia su casa, pues algunas veces la había visto a través de la ventana sin que se diera cuenta, por lo que tenía claro donde vivía.

 ―Buenas tardes, ¿está su nieta? ―preguntó el niño inocentemente.

 ―¿De qué hablas? ¿Cómo es que la conoces? ―preguntó la anciana.

 ―Algunas veces la veía cuando se asomaba a través de la ventana para observarnos, nunca la vi poner un pie afuera de la casa, hasta el otro día que salió para recoger un libro, y se lo obsequié ―contestó Pedro―. Y me preguntaba si podría salir a jugar conmigo.

 ―¡Ella no vive aquí! ―dijo la anciana enfurecida, y cerró la puerta dando un portazo.

Pedro se fue decepcionado, pero no perdía la esperanza de que la volvería a ver.

La anciana se dirigió a la habitación de la niña, sus ojos parecían que se saldrían de sus órbitas. Electra estaba tan inmersa leyendo que no se percató que alguien se acercaba, cuando lo hizo su abuela estaba en la entrada mirándola encolerizada.

―¡Tú no eres nadie, entiéndelo! ―dijo la anciana hecha una furia, y le arrebató el libro de las manos y con todas sus fuerzas empezó a destruirlo, las hojas caían al suelo en pedazos; después, tomó la hoja donde la muchacha había escrito su nombre y la destrozó―. ¡Eres una cosa, un estorbo, eso eres! ¡No puedes tener un nombre!

Electra permaneció sentada en la cama, sin oponer resistencia a lo que hacía su abuela, las lágrimas salían corriendo por sus mejillas.

Finalmente, la anciana abandonó la habitación.

No soy Electra, soy una cosa, un estorbo, pensó.

En el piso se hallaban las hojas del libro hechas pedazos, pero al parecer no era lo único que había roto la anciana. Electra se sentía cayendo en un abismo sin fondo y su mirada se perdió en el vacío. Se levantó como mecanizada por un solo pensamiento, tomó una soga que estaba en uno de los cajones.

La mañana volvió a llegar, sin embargo, el cielo estaba gris y lleno de nubes, auguraba lluvia. La anciana se levantó de un humor más intolerante que de costumbre. Se dirigió hacia la cocina para desayunar y le sorprendió no encontrar a su nieta todavía. Cuando terminó lo que había en el plato, fue hacia el cuarto de la cosa para despertarla.

 ―¡Holgazana!

 Abrió la puerta, y un grito desgarrador salió de su boca, parecía que la muerte se había presentado a su puerta.

 ―¡No, no, no! ―decía la abuela mientras se tomaba de la pared para no caer.

El cuerpo de su nieta colgaba desde el techo, sostenida por una soga amarrada a su cuello.

La anciana yacía en el piso hecha un ovillo.

En el cementerio local se llevaría a cabo el sepelio. Su abuela, el cura, Pedro acompañado de su madre y los que cargaban el féretro desfilaban hacia el camposanto en un día con el cielo gris y el viento gélido, pues la temporada de lluvias había comenzado. Pronto el ataúd estuvo bajo tierra.  El sacerdote trataba de consolar a la pobre anciana, sus ojos estaban inyectados de sangre de tanto llorar. Pedro contemplaba la escena con tremendo pesar y no entendía cómo la niña murió tan repentinamente si se veía tan sana.

Una vez que la ceremonia hubo concluido y todos se habían ido, a la vista quedó la lápida que decía:

 

Aquí yace

 Electra

 1965-1975

1 comentario:

  1. Es el mejor cuento del mundo, me gustó la atmósfera que genera, siento la experiencia de nuestra protagonista, además de sentir el dolor que ella sufrió, odio a la abuela, pero siento como de verdad le duele la muerte de su nieta. Además de ver cómo afecta a Pedro, alguien que ahora no entiende que pasó, pero en un futuro lo comprenderá y sentirá el mismo dolor que los lectores.

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