Rosario
Sánchez Infantas
«Desde la ventana de mi dormitorio veo
el patio de La casa mala» escuchó Rafael. Luego, solo le importó enterarse lo
que Aidé contaba a sus amigas. Se imaginó La Oroya Antigua, una angosta
quebrada ubicada frente al complejo metalúrgico. Semejando un embudo la
quebrada se iba cerrando, terminaba en la Plaza Libertad y daba lugar a un
estrecho desfiladero. Todavía se encontraban algunas casas más arriba de dicha
plaza; entre ellas Rafael sabía que estaba el prostíbulo de la ciudad.
Cuando un profesor
no asistía a su clase, como en esa mañana, los chicos del exclusivo colegio
Hiram Bingham se dedicaban a conversar en grupos o hacían tanto barullo que a
veces el auxiliar los enviaba de recreo. Aidé, la introvertida y poco agraciada
hija de un pequeño comerciante, conocía algo que cualquier alumno de tercer año
de secundaria querría saber. Turbadas y curiosas las dos estudiantes le hacían
preguntas sobre esa nebulosa institución asociada a tabú, placer y pecado.
Rafael se enteró de que había algunas prostitutas adolescentes y muy bonitas;
que las más solicitadas eran las de mediana edad; y que, por último, estaban
las mamis: gordas, viejas y pintarrajeadas hasta el ridículo. Supo
del gran tráfico masculino, diverso en edad y condición social; de la música
estridente y las frecuentes peleas hasta muy entrada la madrugada. Conoció que
algunos compañeros de su colegio eran asiduos visitantes y le sorprendió saber
que el chico que todos molestaban por afeminado era llevado por su propio
padre. Una de las jóvenes preguntó escandalizada por qué no lo denunciaba a la
policía. Aidé, muy segura de sí, dio cátedra: «los policías lo conocen, es el oficio más antiguo
del mundo, si no existiera, los hombres violarían a las niñas».
En un clima
adecuado las confidencias femeninas suelen ser cada vez más íntimas. Gladys, la
de mayor edad, hizo prometer a sus amigas no contar lo que les iba a decir.
Rafael acercó a sus ojos, más aún, la novela que le permitía abstraerse de las
burlas y vulgaridades del bravucón del salón y sus compinches. Confiaba en que
sus compañeras creerían que leía. La joven, aproximándose más a ambas y con voz
muy bajita, les dijo que una tía lejana fue abandonada aquí, en La Oroya, por
el policía que la sedujo y la trajo desde su pueblo. Entonces, ella había tenido
que trabajar en La casa mala hasta que un día un ingeniero se
enamoró perdidamente de ella y la convirtió en su esposa. Algo más dijo la
joven pero tan bajito que Rafael no logró escuchar. Ambas chicas giraron la
cabeza hacia el hijo del ingeniero L. pues se había dicho aquel apellido.
«¿Segura?»—preguntó
Aidé con cara de incredulidad.
Gladys afirmó con
la cabeza y subvocalizó dicho apellido ante el estupor de Rafael, que la miraba
sin disimularlo.
El jefe de esa
familia, hacía quince años, había inventado a una secretaria llegada de Puerto
Rico, país en el cual quedaron todos sus parientes. No sabía que la verdad
siempre sale a flote.
Cuando en 1973 se
inauguró el colegio Hiram Binghan, el ambiente era de lo más propicio. El
gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas, que tomara el poder unos años
antes, expropió y nacionalizó varias empresas extranjeras. Así, el complejo
metalúrgico de La Oroya, de propiedad de la empresa estadounidense Cerro
de Pasco Corporation, coloquialmente conocida como la compañía, pasó
a ser parte de Centromin Perú. En ciento cincuenta años de república peruana,
este era el primer gobierno de tendencia socialista; por ello, muy lentamente
se fue fortaleciendo la conciencia de clase proletaria y el nacionalismo en los
sectores populares. En las familias de los alumnos del flamante colegio, por el
contrario, se defendía la tradición y el statu quo frente a la llamada amenaza
comunista. El colegio, ubicado en la otrora villa exclusiva para los directivos
extranjeros de la compañía, abrió sus puertas a la población que pudiera pagar
por sus servicios: los nuevos directivos de la empresa metalúrgica, autoridades
diversas, profesionales, empleados y negociantes exitosos.
Aquella noche
Rafael perdió el sueño al recordar lo escuchado en el colegio. « ¿Y la lucha de
clases?», se preguntó mientras se imaginaba con
repugnancia, a uno de sus compañeros que se ufanaba de su actividad sexual,
penetrando a una mujer en cuyo cuerpo estuviera antes un vulgar y maloliente
borracho cuya risa estúpida mostraba unos dientes verdes por el consumo de la
coca y la falta de higiene. Sintió náuseas al pensar que la cúpula protectora,
que se había fabricado con su retraimiento social y el refugio en la lectura,
era vulnerada por sus propios pensamientos a partir de una información
perturbadora llegada del exterior.
Al adolescente
introvertido, sensible y lector voraz, le inquietaba especialmente volver a
encontrarse con la Señora L. Siendo muy intensa la vida social de la élite en
La Oroya, había muchos lugares en los cuales se podía hallar a quien se está
evitando: la iglesia, el club social, la mercantil de abastos, la clínica y el
colegio mismo. Se preguntaba si no la reconocerían sus antiguos clientes, entre
ellos seguramente los padres de sus compañeros del colegio. Aunque descartó
rápidamente a su padre como un usuario, pensarlo le produjo el
sinsabor que sentía cuando lo prosaico alcanzaba a una persona idealizada por
él. Recordó a la señora L.: alta, delgada, de porte distinguido, bella, de tez
morena clara, de expresión dulce «… o, ¿triste?» Pensó en el largo proceso de
educación que debió de llevar a cabo el ingeniero L. pues, recordaba haber
leído alguna vez que esas mujeres suelen ser vulgares, sin escrúpulos ni
refinamientos.
Hacía un par de
años que le inquietaba estar atravesando esta etapa de evidentes y perturbadores
cambios físicos; así como su desadaptación a la frivolidad e hipocresía que
creía ver en sus pares. Ahora le perturbaban, además, las evidencias de que
había un mundo sórdido, violento, muy diferente al ideal que había imaginado y
que le daba sosiego. « ¿Cómo no iba a ser posible conocer y relacionarse con
personas cultas, sensibles, íntegras?, como mi familia», pensó. Sus padres, profesionales foráneos, en
esta ciudad inhóspita acercaban a sus hijos a todas las manifestaciones de la
cultura universal, generaban un ambiente afectuoso y de respeto a las
individualidades; pero sobretodo vivían con una moral convincente. Ahora Rafael
sentía aprehensión pues no conocía cabalmente a personas de su entorno que
creía haber conocido y estimado desde pequeño.
Al día siguiente, al levantarse de la
cama, estaba convencido de que nunca más habría de mirar igual a sus compañeros
de sección. Cuánto ignoraban el hijo del ingeniero L. y él (ambos hijos de
profesionales exitosos), y cuánto sabían las otras (hijas de un obrero y de un
pequeño negociante) respecto a la vida.
El
sábado siguiente había tomado un refresco de sabor indeterminado para remojar y
poder ingerir un par de pastelillos desabridos y secos, calmar su ansiedad y
disimular su larga permanencia en el kiosco de planchas de zinc. De pronto vio
llegar el auto de la señora L. a la Plaza Libertad. Ella se estacionó frente a
una bodeguita, conversó brevemente con el dueño y echó a andar, cuesta arriba,
por un estrecho callejón de los muchos que surcaban ambas laderas de la
quebrada. Las casas cercanas a la plaza tenían las paredes de tapial encaladas
o recubiertas de pintura ordinaria y mostraban antiguas manchas de orina en sus
bases. Las que se ubicaban en la parte más alta mostraban el barro del cual estaban
hechas y sus techos de planchas metálicas oxidadas. El sol de la mañana clara
se asentaba en la tierra sucia y levantaba un hedor a orina, excremento reseco
y basura descompuesta. A prudencial distancia, Rafael empezó a seguirla
mientras ella se desplazaba con seguridad por el irregular piso de tierra. Le
llamó la atención la rapidez con la que la señora L. avanzaba por aquellos
parajes llenos de perros flacos, pollos de distintos tamaños y nubes de moscas
sobre los residuos sólidos del agua sucia vertida a las callejuelas. El
adolescente jamás imaginó que este cerro albergara tanta actividad humana:
pequeñas cantinas y tiendecitas de mostradores mugrosos, carpinterías,
funerarias, radiotécnicos, electricistas, costureras y casi todo cuanto el
hombre puede necesitar. Niños de mejillas rojas, piel tostada, y mocos resecos,
interrumpían sus alegres juegos para mirar curiosos a la delgada y bien vestida
señora de rasgos delicados y tersa piel canela. Volvieron a interrumpirlos
cuando pasó el adolescente cuyas botas de cuero de becerro y pantalones
vaqueros importados desentonaban con sus modestas apariencias.
«¡Claro!», se dijo
Rafael; si ella había trabajado en La casa Mala debió haber
vivido por aquí, en las proximidades. Y en efecto, al pasar delante de una casa
de dos plantas en cuya puerta se leía «Se alquilan cuartos» la esposa del ingeniero L. se detuvo, suspiró
y la observó unos instantes. Al asomarse una anciana a la puerta, la señora L.
sobresaltada se alejó rápidamente e ingresó a una casita de puertas
entreabiertas, ubicada dos escalones por debajo de la calle. En la penumbra de
la única habitación con el piso y las paredes de tierra, en toscas perchas de
madera se exhibían diversos sombreros típicos de los habitantes del cercano
valle del Mantaro.
Las
madres de familia del flamante colegio Hiram Bingham, casi todas
integrantes de la nueva élite de la compañía, buscaban que sus
hijos, aunque vivieran en el interior del país, tuvieran la mejor formación
integral posible. Es así que auspiciaban juegos florales; contrataban
profesores nativos de inglés, y profesores de cuanto arte o artesanía estuviera
disponible; los profesores del colegio debían acomodar sus horarios para que
los chicos fueran a aprender a jugar golf en el campo de la empresa recién
nacionalizada. Aunque las flores solo crecieran en la villa de los
directivos (donde también se ubicaba el colegio) el calendario académico
disponía festejar la primavera. Una danza a ejecutar requería sombreros nativos
y hubo que buscarlos cerro arriba, para lo cual había sido comisionada la
señora L.
Sintiendo
culpa por mentir a sus padres, Rafael había inventado un trabajo grupal del
colegio; fue a La Oroya Antigua y aguardó ansioso en la Plaza Libertad la
llegada de la esposa del ingeniero L.
¡Nunca
pensó que esto pudiera ocurrirle a él! Antes se había enamorado, con la
idealidad del amor platónico, de las mujeres hermosas y delicadas que habitaban
las novelas con las que su temperamento introvertido hallaba deleite
espiritual. En el plano terrenal, a veces, le habían robado la serenidad
algunas hermosas jovencitas que (ahora se daba cuenta) eran delicadas y dulces
como su propia madre.
Necesitaba
ponerle un nombre al desasosiego, impulsividad y obsesión por la señora L.
Racionalmente entendía que el pasado de ella era contrario a lo que creían y
valoraban él y su familia. Creía en el amor, como entrega generosa y a veces
sacrificada por el ser amado; ello excluía definitivamente a la prostitución
como posibilidad en su vida. Entonces, ¿qué le pasaba ahora? ¿Cómo explicaba
que buscara la proximidad de esa mujer, que por dinero entregó su cuerpo a
cualquier hombre que la requiriera? Se conmovía profundamente al tenerla cerca,
anhelaba prolongar cuanto pudiera ese momento. Muchas cosas se la recordaban:
mirar a su hijo (que estaba en la misma sección que él), escuchar aquel
apellido, pasar por la residencial donde vivía, incluso, mirar a su compañera
Aidé, la que vivía cerca de La Casa mala. Ahora le bastaba
escuchar hablar de La Oroya Antigua, para pensar en la señora L.
Pese
al tipo de educación recibida, la culpa lo rondaba. Siempre había considerado
caduco y oscurantista relacionar el amor y el placer con el pecado. Pero ahora
cuando imaginaba a la madre de su compañero de estudios en el prostíbulo,
ligera de ropas e intentando seducir a cualquier parroquiano, sentía
excitación, celos y culpa. Le agobiaba pensar que traicionaba el proyecto
educativo de sus padres y su concepción religiosa adoptada por convicción.
Llegó a pensar que era tan misógino como cualquier cliente de La casa
mala.
Tal
como lo temió, se la encontraba a cada paso. Antes con temor, ahora con una
ansiedad gustosa. Un día fue al club a recoger a su hermano menor que
participaba en un campeonato de bowling, al cruzarse en el pasillo
con la señora L. esta le dijo sonriendo: «Hola, Rafita». Esa noche perdió el sueño especulando si ella
había notado sus sentimientos; quizás él no le resultaba indiferente; o quizás
solamente lo veía como a otro de los chicos, de familias amigas, que había
visto crecer.
El
domingo siguiente, después de escuchar misa con su familia, Rafael buscaba en
la mercantil un regalo para un amigo que cumplía años. La ciudad aún disfrutaba
de los servicios creados para satisfacer las necesidades de los
norteamericanos, servicios que se irían extinguiendo porque el gobierno de
facto había prohibido las importaciones. El adolescente realizó un recorrido metódico:
zapatos americanos, italianos, argentinos. En eso la vio mirando las vitrinas y
mostradores paralelos a los que él recorría. Se sonrojó violentamente. ¿Qué
hacía esta mujer bonita, sobriamente vestida y maquillada, mirando kajaks?
Rafael simuló mirar con detenimiento las vitrinas del lado derecho pero en
realidad miraba en los vidrios el reflejo de la señora L. al otro lado de la
tienda. Fingió ver las camisas importadas; los casimires ingleses; las joyas de
oro de hasta 24 quilates. Ahora ella se había detenido frente a los aparejos de
pesca. ¿Sabría pescar? ¿Iría a pescar con el ingeniero? ¿Era un obsequio para
el policía que la abandonó? Mientras ella permanecía sin avanzar, él pidió al
vendedor le mostrara corbatas de seda china. ¡Qué gusto tan exquisito el de los
asiáticos! Seleccionó dos corbatas que si no las regalaba, bien le podían
servir a él, bastaba con anotarlo en la cuenta paterna. Observa que ella lleva
zapatos negros de tacones, medias de nylon negras y vestido de seda con
pequeñas flores estampadas (¡también a ella le gustan las sedas chinas!). Ahora
un sonriente vendedor sexagenario y con grandes mostachos es el que señala y le
va nombrando a la dama diversas carabinas y fusiles. ¡Por Dios! ¿Qué
hace esta hermosa señora con un Yellow
Boy, lo último de los fusiles
Winchester, en las manos? Algunos de sus compañeros, iban con sus
padres, de pesca o a cazar venados, vizcachas y aves silvestres en los nevados
próximos. Los profesionales peruanos habían adoptado aquellos deportes y
costumbres de sus anteriores jefes extranjeros. No recordaba al hijo del
ingeniero L. entre los que comentaban esas pescas o cacerías.
Rafael
mira, sin mirar, los sombreros italianos, las boinas españolas, los frascos de
perfume y colonias importadas. Una vendedora insiste en rociarle perfumes para
que elija. No puede pensar bien, pide un frasco de Monsieur de Givenchy. Busca
a la señora L. «¡No puede ser! ¡Ha desaparecido!» Mira en varias direcciones.
Ve ingresar al salón a un par de oficiales de la Guardia civil que van
directamente hacia un vendedor y hacen un pedido puntual. Intuye que tienen que
ver con la desaparición de la mujer y no los pierde de vista. En quince minutos
salen con un aparato de radio. Mientras tanto, la vendedora de perfumes ha
seguido hablándole. Sin saber por qué Rafael se encuentra comprando una hermosa
botella de vidrio ámbar que contiene Lilly del Valle de Dior.
¿Cómo se lo explicará a su madre? Difusamente siente que se lo podría regalar a ella. De
pronto la vuelve a ver viniendo desde los probadores. «¿Sería alguno de esos policías
el hombre que la abandonó? ¿Se estaba escondiendo de él?» La había observado en
una ocasión pasar por enfrente de la comisaría mirando hacia dentro. « ¿Qué
quería o temía ella si ya estaba bien casada? ¿O no lo estaba? ¿No le sacaría,
el ingeniero, su pasado cada vez que discutían?» ¡Ahora lo recordaba! «¡Antón
Chéjov aborda este tipo de relaciones!»
Esa
noche Rafael buscó, en los libros de cuentos de Chéjov que había en su casa,
aquel cuento que había leído aproximadamente un año atrás. Describía la
reacción de un muchacho ante el problema de la prostitución, reacción con la
cual él se había identificado. Y así es como encontró La crisis.
Tal como lo recordaba había tres tipos de hombres que intentaban liberar a
alguna de las mujeres caídas: está quien le alquila una
habitación, hace de ella una costurera (y su amante) y luego la entrega a un
hombre honrado, para que mantenga su nueva condición. Otro tipo de hombre hace
de ella una costurera, busca reeducarla; pero la mujer, acabada la novedad, comienza
a tener tratos con hombres a espaldas de su protector o regresa a su antigua
vida. Y quien, como el ingeniero L., se casa con la mujer. “Cuando ese
animal insolente, oprimido, caprichoso o estúpido, se convierte en esposa, ama
de casa, y después en madre, su vida y su concepción del mundo se trastocan de
tal modo que resulta difícil reconocer en la esposa o madre a la antigua mujer
caída”. Como cuando lo leyó por primera vez, le repugnaba pensar en una
prostituta como su amante o su esposa. Implicaba traicionar sus principios y
escrúpulos, y los de su familia. Y siendo práctico, él era un estudiante
adolescente que no iba a poder competir con el ingeniero que sí le dio la vida
que ella necesitaba. Siempre había sido racional, pero ahora abstraía a la señora
L. de su condición de ex prostituta. Ahí estaban las canciones manteniendo
vigorosas las heridas que causa crecer: «Me estoy portando mal, no debo
obrar así. Yo sé que no es feliz, pero tiene su hogar. ¿Por qué la conocí y la
empecé a querer?, si hoy puedo enloquecer si no la veo más». Rafael comenzó a preguntarse: « ¿será
feliz?» Intuía que no, y entonces, le invadía un sentimiento de ternura y
compasión por la madre de su compañero de estudios.
Algo
insospechado ocurriría el siguiente viernes. Julio era un buen amigo, hijo de
un médico, que no pertenecía a la compañía. Había invitado a
una reunión en su casa ubicada en un conjunto habitacional de clase media: el
segundo bloc comenzando desde el puente de La Oroya nueva. Los bromistas
agregaron que no se podían perder: un terral rodeaba al edificio de color
verde, desteñido y descascarado por las inclemencias del tiempo. Al llegar
Rafael pensó que le habían jugado una broma, no había un edificio verde, ni
terral, ni descascaramiento alguno. Caminó hasta el final del conjunto
habitacional y regresó. Se sintió bobo andando perdido con su regalo, y
faltaban tres horas para que lo recogiera el chofer. Literalmente había
desaparecido el edificio verde. Iba a sentarse en una de las ocho banquitas
metálicas de un hermoso jardín cuando alguien gritó su nombre mientras lo
sujetaba por debajo de los brazos halándolo hacia arriba. Era el hijo del
ingeniero L. Desde la ventana abierta de su automóvil la señora L. sonriendo le
dijo: « ¡No, criatura de Dios, todo está fresco!» Rafael se ruborizó
intensamente y para disimular comenzó a imitar a su compañero quien tocaba con
la punta de un dedo las bancas verdes; el cerco blanco; las farolas negras,
todo acabado de pintar. Recién notó que el césped, los arbustos y las flores
acababan de ser plantados, ¡el edificio acababa de ser pintado!
«¡Qué suerte tiene
Julio de vivir en el edificio de la secretaria del ingeniero
Muller!», dijo su compañero, guiñándole un ojo. «La varita mágica de la
compañía desapareció al dinosaurio del chato».
Rafael
se sintió profundamente avergonzado. ¡Haber sido rescatado como una
criatura! «¡Criatura!», así lo había
llamado. Su madre hubiera hecho lo mismo por él o cualquiera de sus compañeros.
Sintió tan fuera de lugar sus sentimientos hacia la señora L. Pensó que ella
debería leer como en un libro abierto lo que sentían sus hijos, y lo que él
experimentaba en su presencia. Quiso demostrarle que no era ninguna criatura.
En los cuatro meses siguientes, en contra de sus principios y fortalecido por
su orgullo, empezó a flirtear con chicas del colegio, feliz de ser la comidilla
del colegio. En las noches lloraba amargamente sintiendo que la traicionaba y
que la estaba decepcionando. No había salida. Veía el mundo desde la opresión
de un pozo oscuro y frío.
En
la ceremonia de elección de la reina de primavera de un colegio de la
localidad, el Hiram Binham envió como candidata a Sussanna Healey D’anjoy y
Rafael fue su paje. Al certamen se presentaron chicas muy lindas. Rafael quedó
deslumbrado por Mary, una criatura colmada de gracia: de piel canela, talle
delicado, largo cabello negro y unos inmensos ojos negros. Sus delicados
movimientos parecían cuidar no cayera su corona de reina, desde siempre y hasta
siempre. Sin embargo, fue coronada reina de la primavera Sussanna, por su tez
blanquísima, ojos grises y cabellos rubios.
No
fueron sus valores, al enamorarse de Mary, se sintió obligado a escribir una
carta de despedida para la señora L., carta que nunca envió pero que tornó sus
sentimientos en una nostálgica querencia que a veces le robaba un suspiro.
Creyó reconocer que su desbordante pero contenida sexualidad y su naturaleza
soñadora y voluptuosa, le hicieron deslumbrarse por la señora L., una mujer
hermosa de la cual conoció, abrupta y explícitamente, un aspecto de su
sexualidad.
Solo
en una ocasión, pensó que la señora L., quince años atrás, debió de parecerse a
Mary.
Tres meses después el padre de Rafael,
un alto funcionario del complejo metalúrgico de La Oroya, se jubiló. Toda su
familia emigró a los Estados Unidos, los hijos hicieron sus respectivas
carreras profesionales y se adaptaron fácilmente a una vida tan cómoda como
aquella a la que estaban acostumbrados en el centro metalúrgico donde nacieron.
Cuarenta años después de haber dejado
La Oroya, el descanso médico por una fractura poco importante le dio la
oportunidad de revisar fotografías de su infancia y juventud. Una instantánea
de su primera comunión mostraba al ingeniero L. sosteniendo del brazo a su
esposa. Al verla sintió una nostalgia serena. Al verlo a él, le invadió un
sentimiento de generosidad y grandeza de espíritu. Musitó conmovido «gracias,
ingeniero».
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