martes, 4 de octubre de 2016

Su propia crisis

Rosario Sánchez Infantas

«Desde la ventana de mi dormitorio veo el patio de La casa mala» escuchó Rafael. Luego, solo le importó enterarse lo que Aidé contaba a sus amigas. Se imaginó La Oroya Antigua, una angosta quebrada ubicada frente al complejo metalúrgico. Semejando un embudo la quebrada se iba cerrando, terminaba en la Plaza Libertad y daba lugar a un estrecho desfiladero. Todavía se encontraban algunas casas más arriba de dicha plaza; entre ellas Rafael sabía que estaba el prostíbulo de la ciudad.
Cuando un profesor no asistía a su clase, como en esa mañana, los chicos del exclusivo colegio Hiram Bingham se dedicaban a conversar en grupos o hacían tanto barullo que a veces el auxiliar los enviaba de recreo. Aidé, la introvertida y poco agraciada hija de un pequeño comerciante, conocía algo que cualquier alumno de tercer año de secundaria querría saber. Turbadas y curiosas las dos estudiantes le hacían preguntas sobre esa nebulosa institución asociada a tabú, placer y pecado. Rafael se enteró de que había algunas prostitutas adolescentes y muy bonitas; que las más solicitadas eran las de mediana edad; y que, por último, estaban las mamis: gordas, viejas y pintarrajeadas hasta el ridículo. Supo del gran tráfico masculino, diverso en edad y condición social; de la música estridente y las frecuentes peleas hasta muy entrada la madrugada. Conoció que algunos compañeros de su colegio eran asiduos visitantes y le sorprendió saber que el chico que todos molestaban por afeminado era llevado por su propio padre. Una de las jóvenes preguntó escandalizada por qué no lo denunciaba a la policía. Aidé, muy segura de sí, dio cátedra: «los policías lo conocen, es el oficio más antiguo del mundo, si no existiera, los hombres violarían a las niñas».
En un clima adecuado las confidencias femeninas suelen ser cada vez más íntimas. Gladys, la de mayor edad, hizo prometer a sus amigas no contar lo que les iba a decir. Rafael acercó a sus ojos, más aún, la novela que le permitía abstraerse de las burlas y vulgaridades del bravucón del salón y sus compinches. Confiaba en que sus compañeras creerían que leía. La joven, aproximándose más a ambas y con voz muy bajita, les dijo que una tía lejana fue abandonada aquí, en La Oroya, por el policía que la sedujo y la trajo desde su pueblo. Entonces, ella había tenido que trabajar en La casa mala hasta que un día un ingeniero se enamoró perdidamente de ella y la convirtió en su esposa. Algo más dijo la joven pero tan bajito que Rafael no logró escuchar. Ambas chicas giraron la cabeza hacia el hijo del ingeniero L. pues se había dicho aquel apellido.
«¿Segura?»—preguntó Aidé con cara de incredulidad.
Gladys afirmó con la cabeza y subvocalizó dicho apellido ante el estupor de Rafael, que la miraba sin disimularlo.
El jefe de esa familia, hacía quince años, había inventado a una secretaria llegada de Puerto Rico, país en el cual quedaron todos sus parientes. No sabía que la verdad siempre sale a flote.
Cuando en 1973 se inauguró el colegio Hiram Binghan, el ambiente era de lo más propicio. El gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas, que tomara el poder unos años antes, expropió y nacionalizó varias empresas extranjeras. Así, el complejo metalúrgico de La Oroya, de propiedad de la empresa estadounidense Cerro de Pasco Corporation, coloquialmente conocida como la compañía, pasó a ser parte de Centromin Perú. En ciento cincuenta años de república peruana, este era el primer gobierno de tendencia socialista; por ello, muy lentamente se fue fortaleciendo la conciencia de clase proletaria y el nacionalismo en los sectores populares. En las familias de los alumnos del flamante colegio, por el contrario, se defendía la tradición y el statu quo frente a la llamada amenaza comunista. El colegio, ubicado en la otrora villa exclusiva para los directivos extranjeros de la compañía, abrió sus puertas a la población que pudiera pagar por sus servicios: los nuevos directivos de la empresa metalúrgica, autoridades diversas, profesionales, empleados y negociantes exitosos.
Aquella noche Rafael perdió el sueño al recordar lo escuchado en el colegio. « ¿Y la lucha de clases?», se preguntó mientras se imaginaba con repugnancia, a uno de sus compañeros que se ufanaba de su actividad sexual, penetrando a una mujer en cuyo cuerpo estuviera antes un vulgar y maloliente borracho cuya risa estúpida mostraba unos dientes verdes por el consumo de la coca y la falta de higiene. Sintió náuseas al pensar que la cúpula protectora, que se había fabricado con su retraimiento social y el refugio en la lectura, era vulnerada por sus propios pensamientos a partir de una información perturbadora llegada del exterior.
Al adolescente introvertido, sensible y lector voraz, le inquietaba especialmente volver a encontrarse con la Señora L. Siendo muy intensa la vida social de la élite en La Oroya, había muchos lugares en los cuales se podía hallar a quien se está evitando: la iglesia, el club social, la mercantil de abastos, la clínica y el colegio mismo. Se preguntaba si no la reconocerían sus antiguos clientes, entre ellos seguramente los padres de sus compañeros del colegio. Aunque descartó rápidamente a su padre como un usuario, pensarlo le produjo el sinsabor que sentía cuando lo prosaico alcanzaba a una persona idealizada por él. Recordó a la señora L.: alta, delgada, de porte distinguido, bella, de tez morena clara, de expresión dulce «… o, ¿triste?» Pensó en el largo proceso de educación que debió de llevar a cabo el ingeniero L. pues, recordaba haber leído alguna vez que esas mujeres suelen ser vulgares, sin escrúpulos ni refinamientos.
Hacía un par de años que le inquietaba estar atravesando esta etapa de evidentes y perturbadores cambios físicos; así como su desadaptación a la frivolidad e hipocresía que creía ver en sus pares. Ahora le perturbaban, además, las evidencias de que había un mundo sórdido, violento, muy diferente al ideal que había imaginado y que le daba sosiego. « ¿Cómo no iba a ser posible conocer y relacionarse con personas cultas, sensibles, íntegras?, como mi familia», pensó. Sus padres, profesionales foráneos, en esta ciudad inhóspita acercaban a sus hijos a todas las manifestaciones de la cultura universal, generaban un ambiente afectuoso y de respeto a las individualidades; pero sobretodo vivían con una moral convincente. Ahora Rafael sentía aprehensión pues no conocía cabalmente a personas de su entorno que creía haber conocido y estimado desde pequeño.
Al día siguiente, al levantarse de la cama, estaba convencido de que nunca más habría de mirar igual a sus compañeros de sección. Cuánto ignoraban el hijo del ingeniero L. y él (ambos hijos de profesionales exitosos), y cuánto sabían las otras (hijas de un obrero y de un pequeño negociante) respecto a la vida.

El sábado siguiente había tomado un refresco de sabor indeterminado para remojar y poder ingerir un par de pastelillos desabridos y secos, calmar su ansiedad y disimular su larga permanencia en el kiosco de planchas de zinc. De pronto vio llegar el auto de la señora L. a la Plaza Libertad. Ella se estacionó frente a una bodeguita, conversó brevemente con el dueño y echó a andar, cuesta arriba, por un estrecho callejón de los muchos que surcaban ambas laderas de la quebrada. Las casas cercanas a la plaza tenían las paredes de tapial encaladas o recubiertas de pintura ordinaria y mostraban antiguas manchas de orina en sus bases. Las que se ubicaban en la parte más alta mostraban el barro del cual estaban hechas y sus techos de planchas metálicas oxidadas. El sol de la mañana clara se asentaba en la tierra sucia y levantaba un hedor a orina, excremento reseco y basura descompuesta. A prudencial distancia, Rafael empezó a seguirla mientras ella se desplazaba con seguridad por el irregular piso de tierra. Le llamó la atención la rapidez con la que la señora L. avanzaba por aquellos parajes llenos de perros flacos, pollos de distintos tamaños y nubes de moscas sobre los residuos sólidos del agua sucia vertida a las callejuelas. El adolescente jamás imaginó que este cerro albergara tanta actividad humana: pequeñas cantinas y tiendecitas de mostradores mugrosos, carpinterías, funerarias, radiotécnicos, electricistas, costureras y casi todo cuanto el hombre puede necesitar. Niños de mejillas rojas, piel tostada, y mocos resecos, interrumpían sus alegres juegos para mirar curiosos a la delgada y bien vestida señora de rasgos delicados y tersa piel canela. Volvieron a interrumpirlos cuando pasó el adolescente cuyas botas de cuero de becerro y pantalones vaqueros importados desentonaban con sus modestas apariencias.

«¡Claro!», se dijo Rafael; si ella había trabajado en La casa Mala debió haber vivido por aquí, en las proximidades. Y en efecto, al pasar delante de una casa de dos plantas en cuya puerta se leía «Se alquilan cuartos» la esposa del ingeniero L. se detuvo, suspiró y la observó unos instantes. Al asomarse una anciana a la puerta, la señora L. sobresaltada se alejó rápidamente e ingresó a una casita de puertas entreabiertas, ubicada dos escalones por debajo de la calle. En la penumbra de la única habitación con el piso y las paredes de tierra, en toscas perchas de madera se exhibían diversos sombreros típicos de los habitantes del cercano valle del Mantaro.

Las madres de familia del flamante colegio Hiram Bingham, casi todas integrantes de la nueva élite de la compañía, buscaban que sus hijos, aunque vivieran en el interior del país, tuvieran la mejor formación integral posible. Es así que auspiciaban juegos florales; contrataban profesores nativos de inglés, y profesores de cuanto arte o artesanía estuviera disponible; los profesores del colegio debían acomodar sus horarios para que los chicos fueran a aprender a jugar golf en el campo de la empresa recién nacionalizada. Aunque las flores solo crecieran en la villa de los directivos (donde también se ubicaba el colegio) el calendario académico disponía festejar la primavera. Una danza a ejecutar requería sombreros nativos y hubo que buscarlos cerro arriba, para lo cual había sido comisionada la señora L.

Sintiendo culpa por mentir a sus padres, Rafael había inventado un trabajo grupal del colegio; fue a La Oroya Antigua y aguardó ansioso en la Plaza Libertad la llegada de la esposa del ingeniero L.

¡Nunca pensó que esto pudiera ocurrirle a él! Antes se había enamorado, con la idealidad del amor platónico, de las mujeres hermosas y delicadas que habitaban las novelas con las que su temperamento introvertido hallaba deleite espiritual. En el plano terrenal, a veces, le habían robado la serenidad algunas hermosas jovencitas que (ahora se daba cuenta) eran delicadas y dulces como su propia madre.

Necesitaba ponerle un nombre al desasosiego, impulsividad y obsesión por la señora L. Racionalmente entendía que el pasado de ella era contrario a lo que creían y valoraban él y su familia. Creía en el amor, como entrega generosa y a veces sacrificada por el ser amado; ello excluía definitivamente a la prostitución como posibilidad en su vida. Entonces, ¿qué le pasaba ahora? ¿Cómo explicaba que buscara la proximidad de esa mujer, que por dinero entregó su cuerpo a cualquier hombre que la requiriera? Se conmovía profundamente al tenerla cerca, anhelaba prolongar cuanto pudiera ese momento. Muchas cosas se la recordaban: mirar a su hijo (que estaba en la misma sección que él), escuchar aquel apellido, pasar por la residencial donde vivía, incluso, mirar a su compañera Aidé, la que vivía cerca de La Casa mala. Ahora le bastaba escuchar hablar de La Oroya Antigua, para pensar en la señora L.

Pese al tipo de educación recibida, la culpa lo rondaba. Siempre había considerado caduco y oscurantista relacionar el amor y el placer con el pecado. Pero ahora cuando imaginaba a la madre de su compañero de estudios en el prostíbulo, ligera de ropas e intentando seducir a cualquier parroquiano, sentía excitación, celos y culpa. Le agobiaba pensar que traicionaba el proyecto educativo de sus padres y su concepción religiosa adoptada por convicción. Llegó a pensar que era tan misógino como cualquier cliente de La casa mala.

Tal como lo temió, se la encontraba a cada paso. Antes con temor, ahora con una ansiedad gustosa. Un día fue al club a recoger a su hermano menor que participaba en un campeonato de bowling, al cruzarse en el pasillo con la señora L. esta le dijo sonriendo: «Hola, Rafita». Esa noche perdió el sueño especulando si ella había notado sus sentimientos; quizás él no le resultaba indiferente; o quizás solamente lo veía como a otro de los chicos, de familias amigas, que había visto crecer.

El domingo siguiente, después de escuchar misa con su familia, Rafael buscaba en la mercantil un regalo para un amigo que cumplía años. La ciudad aún disfrutaba de los servicios creados para satisfacer las necesidades de los norteamericanos, servicios que se irían extinguiendo porque el gobierno de facto había prohibido las importaciones. El adolescente realizó un recorrido metódico: zapatos americanos, italianos, argentinos. En eso la vio mirando las vitrinas y mostradores paralelos a los que él recorría. Se sonrojó violentamente. ¿Qué hacía esta mujer bonita, sobriamente vestida y maquillada, mirando kajaks? Rafael simuló mirar con detenimiento las vitrinas del lado derecho pero en realidad miraba en los vidrios el reflejo de la señora L. al otro lado de la tienda. Fingió ver las camisas importadas; los casimires ingleses; las joyas de oro de hasta 24 quilates. Ahora ella se había detenido frente a los aparejos de pesca. ¿Sabría pescar? ¿Iría a pescar con el ingeniero? ¿Era un obsequio para el policía que la abandonó? Mientras ella permanecía sin avanzar, él pidió al vendedor le mostrara corbatas de seda china. ¡Qué gusto tan exquisito el de los asiáticos! Seleccionó dos corbatas que si no las regalaba, bien le podían servir a él, bastaba con anotarlo en la cuenta paterna. Observa que ella lleva zapatos negros de tacones, medias de nylon negras y vestido de seda con pequeñas flores estampadas (¡también a ella le gustan las sedas chinas!). Ahora un sonriente vendedor sexagenario y con grandes mostachos es el que señala y le va nombrando a la dama diversas carabinas y fusiles.  ¡Por Dios! ¿Qué hace esta hermosa señora con un Yellow Boy, lo último de los fusiles Winchester, en las manos? Algunos de sus compañeros, iban con sus padres, de pesca o a cazar venados, vizcachas y aves silvestres en los nevados próximos. Los profesionales peruanos habían adoptado aquellos deportes y costumbres de sus anteriores jefes extranjeros. No recordaba al hijo del ingeniero L. entre los que comentaban esas pescas o cacerías.

Rafael mira, sin mirar, los sombreros italianos, las boinas españolas, los frascos de perfume y colonias importadas. Una vendedora insiste en rociarle perfumes para que elija. No puede pensar bien, pide un frasco de Monsieur de Givenchy. Busca a la señora L. «¡No puede ser! ¡Ha desaparecido!» Mira en varias direcciones. Ve ingresar al salón a un par de oficiales de la Guardia civil que van directamente hacia un vendedor y hacen un pedido puntual. Intuye que tienen que ver con la desaparición de la mujer y no los pierde de vista. En quince minutos salen con un aparato de radio. Mientras tanto, la vendedora de perfumes ha seguido hablándole. Sin saber por qué Rafael se encuentra comprando una hermosa botella de vidrio ámbar que contiene Lilly del Valle de Dior. ¿Cómo se lo explicará a su madre? Difusamente siente que se lo podría regalar a ella. De pronto la vuelve a ver viniendo desde los probadores. «¿Sería alguno de esos policías el hombre que la abandonó? ¿Se estaba escondiendo de él?» La había observado en una ocasión pasar por enfrente de la comisaría mirando hacia dentro. « ¿Qué quería o temía ella si ya estaba bien casada? ¿O no lo estaba? ¿No le sacaría, el ingeniero, su pasado cada vez que discutían?» ¡Ahora lo recordaba! «¡Antón Chéjov aborda este tipo de relaciones!»

Esa noche Rafael buscó, en los libros de cuentos de Chéjov que había en su casa, aquel cuento que había leído aproximadamente un año atrás. Describía la reacción de un muchacho ante el problema de la prostitución, reacción con la cual él se había identificado. Y así es como encontró La crisis. Tal como lo recordaba había tres tipos de hombres que intentaban liberar a alguna de las mujeres caídas: está quien le alquila una habitación, hace de ella una costurera (y su amante) y luego la entrega a un hombre honrado, para que mantenga su nueva condición. Otro tipo de hombre hace de ella una costurera, busca reeducarla; pero la mujer, acabada la novedad, comienza a tener tratos con hombres a espaldas de su protector o regresa a su antigua vida. Y quien, como el ingeniero L., se casa con la mujer. “Cuando ese animal insolente, oprimido, caprichoso o estúpido, se convierte en esposa, ama de casa, y después en madre, su vida y su concepción del mundo se trastocan de tal modo que resulta difícil reconocer en la esposa o madre a la antigua mujer caída”. Como cuando lo leyó por primera vez, le repugnaba pensar en una prostituta como su amante o su esposa. Implicaba traicionar sus principios y escrúpulos, y los de su familia. Y siendo práctico, él era un estudiante adolescente que no iba a poder competir con el ingeniero que sí le dio la vida que ella necesitaba. Siempre había sido racional, pero ahora abstraía a la señora L. de su condición de ex prostituta. Ahí estaban las canciones manteniendo vigorosas las heridas que causa crecer: «Me estoy portando mal, no debo obrar así. Yo sé que no es feliz, pero tiene su hogar. ¿Por qué la conocí y la empecé a querer?, si hoy puedo enloquecer si no la veo más»Rafael  comenzó a preguntarse: « ¿será feliz?» Intuía que no, y entonces, le invadía un sentimiento de ternura y compasión por la madre de su compañero de estudios.

Algo insospechado ocurriría el siguiente viernes. Julio era un buen amigo, hijo de un médico, que no pertenecía a la compañía. Había invitado a una reunión en su casa ubicada en un conjunto habitacional de clase media: el segundo bloc comenzando desde el puente de La Oroya nueva. Los bromistas agregaron que no se podían perder: un terral rodeaba al edificio de color verde, desteñido y descascarado por las inclemencias del tiempo. Al llegar Rafael pensó que le habían jugado una broma, no había un edificio verde, ni terral, ni descascaramiento alguno. Caminó hasta el final del conjunto habitacional y regresó. Se sintió bobo andando perdido con su regalo, y faltaban tres horas para que lo recogiera el chofer. Literalmente había desaparecido el edificio verde. Iba a sentarse en una de las ocho banquitas metálicas de un hermoso jardín cuando alguien gritó su nombre mientras lo sujetaba por debajo de los brazos halándolo hacia arriba. Era el hijo del ingeniero L. Desde la ventana abierta de su automóvil la señora L. sonriendo le dijo: « ¡No, criatura de Dios, todo está fresco!» Rafael se ruborizó intensamente y para disimular comenzó a imitar a su compañero quien tocaba con la punta de un dedo las bancas verdes; el cerco blanco; las farolas negras, todo acabado de pintar. Recién notó que el césped, los arbustos y las flores acababan de ser plantados, ¡el edificio acababa de ser pintado!

«¡Qué suerte tiene Julio de vivir en el edificio de la secretaria del ingeniero Muller!», dijo su compañero, guiñándole un ojo. «La varita mágica de la compañía desapareció al dinosaurio del chato».

Rafael se sintió profundamente avergonzado. ¡Haber sido rescatado como una criatura! «¡Criatura!», así lo había llamado. Su madre hubiera hecho lo mismo por él o cualquiera de sus compañeros. Sintió tan fuera de lugar sus sentimientos hacia la señora L. Pensó que ella debería leer como en un libro abierto lo que sentían sus hijos, y lo que él experimentaba en su presencia. Quiso demostrarle que no era ninguna criatura. En los cuatro meses siguientes, en contra de sus principios y fortalecido por su orgullo, empezó a flirtear con chicas del colegio, feliz de ser la comidilla del colegio. En las noches lloraba amargamente sintiendo que la traicionaba y que la estaba decepcionando. No había salida. Veía el mundo desde la opresión de un pozo oscuro y frío. 

En la ceremonia de elección de la reina de primavera de un colegio de la localidad, el Hiram Binham envió como candidata a Sussanna Healey D’anjoy y Rafael fue su paje. Al certamen se presentaron chicas muy lindas. Rafael quedó deslumbrado por Mary, una criatura colmada de gracia: de piel canela, talle delicado, largo cabello negro y unos inmensos ojos negros. Sus delicados movimientos parecían cuidar no cayera su corona de reina, desde siempre y hasta siempre. Sin embargo, fue coronada reina de la primavera Sussanna, por su tez blanquísima, ojos grises y cabellos rubios.

No fueron sus valores, al enamorarse de Mary, se sintió obligado a escribir una carta de despedida para la señora L., carta que nunca envió pero que tornó sus sentimientos en una nostálgica querencia que a veces le robaba un suspiro. Creyó reconocer que su desbordante pero contenida sexualidad y su naturaleza soñadora y voluptuosa, le hicieron deslumbrarse por la señora L., una mujer hermosa de la cual conoció, abrupta y explícitamente, un aspecto de su sexualidad.

Solo en una ocasión, pensó que la señora L., quince años atrás, debió de parecerse a Mary.  

Tres meses después el padre de Rafael, un alto funcionario del complejo metalúrgico de La Oroya, se jubiló. Toda su familia emigró a los Estados Unidos, los hijos hicieron sus respectivas carreras profesionales y se adaptaron fácilmente a una vida tan cómoda como aquella a la que estaban acostumbrados en el centro metalúrgico donde nacieron.
Cuarenta años después de haber dejado La Oroya, el descanso médico por una fractura poco importante le dio la oportunidad de revisar fotografías de su infancia y juventud. Una instantánea de su primera comunión mostraba al ingeniero L. sosteniendo del brazo a su esposa. Al verla sintió una nostalgia serena. Al verlo a él, le invadió un sentimiento de generosidad y grandeza de espíritu. Musitó conmovido «gracias, ingeniero».

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