lunes, 11 de mayo de 2015

Huellas

Camilo Gil Ostria


Había huellas en todo el pasillo al que daba la entrada. La confusión me poseía. Mi casa era grande, su único habitante: mi persona. Y yo jamás había dejado tales barbaridades.

Eran huellas blancas, como si alguien –quizás un niño, por el tamaño de las huellas– hubiera bañado sus pies en talco o harina y luego hubiese caminado por mi casa con ellos. Luego de seguirlos con interés de investigador, averigüé que en realidad no llevaban a ninguna parte, que solo daban vueltas de un lado a otro, sin sentido alguno.

Llamé a la policía y el encargado vino para solo decirme:

–Eso es un fantasma don Pablo, yo que usted me mudo de casa hoy mismo. –Yo lo miré sin creerle ni una sola palabra, en esos tiempos tenía cincuenta y seis años, y en toda mi vida jamás había creído en esas inmaduras historias.

–Mejor usted se marcha y tenga claro que yo no lo haré… –hice una pausa y con mal humor agregué–: Y menos por algo que no existe.

–Está bien don Pablo, pero ya verá que yo tenía razón. A mis vecinos les pasó lo mismo…

Dejó un silencio enfático en el aire y se marchó, lo miré con odio contenido, ¿¡quién era ese para advertirme de cosas sobrenaturales!? Entonces insistí, el culpable de esas huellas era un mocoso, y yo no iba a permitir que un pillo cualquiera entre a mi casa a hacer de las suyas. Por lo cual contraté un guardia, lo dejé dentro de la casa, justo al lado derecho de la puerta principal que daba, por un lado, a un amplio jardín, en su tiempo lleno de flores y árboles, hoy seco y marchito. Por el otro, al pasillo que terminaba en las amplias escaleras de mármol blanco. Al frente suyo había una pequeña estatua de un buda y un gran espejo, luego estaba la gran puerta de madera, rematada con detalles de vidrio y posteriormente, al lado derecho estaba una silla, donde él pasaba todo el día, sentado sin hacer nada más que asustar a cualquiera que quisiera entrar.
Aunque de vez en cuando iba a “estirar las piernas” por el jardín, daba una vueltita y volvía.

Yo lo dejaba ahí y él dormía, se sentaba, leía cómics y una que otra revista. Cuando un día volví, el guardia, cuyo nombre era Eduardo, estaba dormido. Y todo el pasillo estaba lleno de huellas blancas. Ese era un pasillo bastante amplio y ancho, a los bordes había sillas muy antiguas que eran puramente decorativas, si uno se sentaba ahí, la silla se rompía. Mi punto es que es demasiado ancho como para que alguien lo llene de huellas y mi guardia, sentado en ese mismo pasillo no lo note.

–¡EDU! –grité enojado– ¿¡Qué es esto!?

Él despertó desconcertado, y gritó como por reflejo:

–¡Asesino!

–No, Edu –respondí, obviamente, intentando calmarlo–, no es un asesino, tú dime qué es…

–¡Ay! Señor, lo siento, perdón, lo siento…

–¡Ya! –lo interrumpí– estás perdonado, pero dime: ¿Por qué hay huellas en todo mi pasillo, si te encargué que nadie pase por él sin mi permiso?

–No señor, cómo cree. Si aquí no hay ninguna hue… –se interrumpió y miró el suelo– ¡Carajo! Eso de los fantasmas en esta casa había sido verdad, porque señor, ¡le juro!, eso no estaba ahí hace pocos segundos.

–¡Ya, y yo soy Satán!

–¡Ay no! Blasfemo, ay no…

–Ya cálmate –le dije y  por suerte era bueno obedeciendo– estaba bromeando, yo no soy Satán.

–Pero señor, debería mudar…

–¡No! –grite, interrumpiéndolo otra vez. Mi orgullo era muy grande– no nos vamos a mudar, tú no vas a poder dormir en horas de trabajo y ahora, si aparece alguien que quiera dejar huellitas en mi casa tú lo moleras a golpes. Le enseñaras a no meterse en propiedad ajena.

Eduardo asintió con la cabeza.

–Y como castigo por dormirte tú limpiarás mi piso.

Eduardo volvió a asentir con la cabeza, y se marchó  por una escoba.

Yo miré el piso, me sentí triste pues esa casa había sido de mi familia por generaciones, tenía cuatro cuartos y alguna vez todos estuvieron llenos, hoy solo están ocupados por una simple cama, sus paredes de color amarillento, que hace décadas solían ser blancas, me dan un gran asco que me provoca salir corriendo, por eso es que rara vez las visito y si lo hago es para depositar algún objeto que ya no me sirva, una lavadora rota, tal vez una mesa o una silla que se quedó con únicamente tres patas. Pero además, hay que resaltar una grandiosa sala de estar, donde en los inviernos se encendía un fuego majestuoso y alguno, –quizá mi tío–, de mis parientes tocaba el piano, era uno de cola, totalmente negro y de una hermosura inigualable, cuyo sonido era tan perfecto que, en sus tiempos, llenaba la casa de bellas melodías.

La casa en su totalidad, apestaba a flores, mi abuela se encargaba de eso, plantándolas, o poniendo floreros delante de cada espejo y ventana, ahora esos detalles están únicamente en mi memoria… Ahora la casa es más vacía, más sucia y bueno, a mí no me importa y de hecho, me gusta vivir así, tal vez me lo merezco.

Ahora era una casa habitada solo por mí, y bueno, ahora Edu. Mi familia había ido separándose poco a poco, mis padres y tíos habían fallecido, algunos en trágicos accidentes que no vale la pena mencionar, otros por causas naturales, mi hermana se había suicidado y mi hermano estaba en algún lugar de Europa y ya no hablaba conmigo desde hace ya muchas décadas.

Me miré en el espejo y vi a un hombre mayor, con el pelo totalmente negro, pero que ya escaseaba, con una que otra arruga y con un mal temperamento que sobresalía en los ojos, pero de pronto había algo más. La cara de mi hermana apareció en el espejo, me sonrió, se rió un poco, –tal vez de mis pensamientos, tal vez de mi cara de viejo–, y desapareció, yo pensé por un momento que me estaba volviendo loco, luego me aseguré a mí mismo que solo era mi cabeza, que, tras pensar en toda mi vida, me mostró imágenes en el espejo.

Luego me calmé y a los minutos el hecho ya estaba olvidado.

Entonces llegó Eduardo con un trapeador medio húmedo y lo limpió todo, yo me marché a dormir, muchas cosas habían pasado ese día y estaba agotado.

Toda la semana salí y volví a casa, Eduardo ya no dormía y ya no había huellas en mi pasillo, todo iba tal y como yo lo esperaba. Pero un día, ese mismo mes, llegué a casa y Eduardo estaba aterrado, el pasillo volvía a tener huellas.

–¿Qué pasó? –le pregunté, pero él temblaba demasiado como para darme una respuesta.

Di unos pasos internándome en el pasillo, escuché risas, muchas risas, y eran extrañas, eran como un ruido ensordecedor, que parecía venir primero de derecha, luego de izquierda, de adelante, de atrás y luego de todos lados al mismo tiempo.

Pero las risas no estaban tan mal, porque a los pocos segundos se convirtieron en un llanto que hizo que me caiga de rodillas. Intente taparme los oídos con las manos, pero de nada servía, el ruido parecía estar en mi cabeza, y yo me volvía loco, intentaba moverme, pararme o hacer cualquier cosa, pero no podía.

Entonces Eduardo corrió y me sacó de ahí hasta el jardín. Ambos caímos en el pasto, sin importar que estaba mojado.

–¡La niña! –dijo él con notable temblor en su cuerpo, y posiblemente en su interior también, en su alma, el miedo lo tenía controlado.

–¡¿Qué niña!? –pregunté enojado, estaba cansándome de cuentos de fantasmas, aunque cada vez me parecían menos cuentos y más reales.

–Una niña apareció, era blanca, tan blanca como un cadáver, saltaba alrededor del pasillo, con cada salto dejaba huellas blancas, yo le grité: “¡¿Qué haces aquí?!”, pero mi pregunta no tuvo respuesta. Ella solo saltaba, y luego el piano empezó a tocarse, me acerqué a la niña, intente agarrarla, pero mis manos no pudieron sostenerla, fue como… como si en realidad no estuviese ahí.

Miró al suelo, luego volvió a mirar a mis ojos.

–Pero luego de llenar todo de huellas, como siempre lo hace, –continúo su relato– me miró, me miró fijamente a mis ojos, sus ojos eran color avellana, parecidos a los tuyos, pero con un toque más claro. Y de pronto se puso a reír, le pregunté qué le parecía tan chistoso.

Hizo una corta pausa, luego siguió:

–“Tú.”, fue su seca respuesta y dejó de reír, para empezar a llorar, el piano se volvió loco y empezó a tocar muchas teclas juntas, pero yo me acerqué a la sala de estar y no había nadie ahí. Luego la niña corrió hacia mí, pero desapareció y yo me quede sentado en mi silla, porque si me acercaba a esos asientos antiguos entonces solo escuchaba risas y llanto. Como a usted le pasó hace unos segundos.

–No me pasó nada. –dije con frialdad, no podía admitir tal barbaridad.

–Pero…

–¡Nada de peros! –Le dije y lo mandé a trabajar nuevamente, él, obviamente, se rehusó–. No puedes decirme que no, ¡soy tu jefe!

–Ni siquiera pagas bien… –susurró, ofendido y cambiando su tono servicial por uno más rebelde.

–¿Y qué tal si te subo el sueldo? –ofrecí.

–Mi esposa está enferma, necesito el dinero, pero creo que prefiero no ver esos fantasmas…

–No hay ningún fantasma, y además te lo duplico. –Sentencie con más seguridad de la que en realidad sentía.

Al ver que no había ninguna respuesta verbal alcé mi mano, el otro miró hacia un lado, como para evitar ver mi cara y alzó su mano para estrechar la mía, era un trato hecho.

Él volvió a su puesto, pero desde esa noche nada fue normal.

Me marché a dormir y el guardia a su silla. Esa noche soñé con ella…

Recuerdo bien ese día, caminábamos por una calle, en estos momentos no puedo recordar cuál. Pero puedo traer a mi mente un fuerte olor a comida, para ser más exactos, comida chatarra. Hamburguesas, salchichas, sándwiches, pizzas y miles de otras cosas más, cada lugar con su respectivo letrero luminoso. Ella andaba de mi brazo, pero yo andaba recto, de una manera fría, calculadora, completamente formal, pero ella… Ella era asombrosa, ella sonreía a todo mundo y todo mundo le correspondía su inocente sonrisa, ella andaba entre saltos y juegos. Miraba todo como si fuera la primera vez, y también como si fuera la última.

Yo, ¿qué podía hacer? Solo caminar, y un tanto avergonzado de mi hermana menor. Pero en verdad yo la amaba, entonces empezó a llover, yo le dije que deberíamos buscar refugio, me dijo que no. Que en realidad deberíamos quedarnos donde estábamos y disfrutar de la lluvia, era un día frío y obviamente yo no quería enfermarme, le dije en seguida que no. Me miró con esos ojitos hermosos, me pidió y me rogó que me quedara con ella bajo la lluvia.

Ya no había nadie en la calle, éramos los dos únicos locos, entonces acepté su propuesta. Ella con una sonrisa que hacía que todo valga la pena, empezó a saltar en los charcos, y en uno de sus saltos gran cantidad de agua llegó a mi ropa, yo la miré con fingido enojo.

¿Cómo alguien podía enojarse con ella?

Era simplemente absurdo hacerlo, pero para mí era imposible. Entonces yo salté en un charco, ¡yo salte en un charco! Fue la primera vez que lo hice y la última, y la viví así, lo disfrute desde lo más profundo de mi alma, y ella quedó totalmente mojada, su sonrisa creció de tamaño. ¡Me gritó que yo era un niño!
Y lo gritó con tanta alegría que no fui quién para negarlo, no pude hacerlo, simplemente no pude…

Pero mi sueño saltó de esa escena a una más desagradable:

Primero ella saltaba en el pasillo que ya tantas veces he nombrado, estaba casi exactamente como hoy en día, tal vez con más vida, más energía y alegría. Pues ella llenaba ese pasillo de amor, del verdadero significado de hogar. Pero fue en ese mismo pasillo donde se suicidó.

Con el tiempo ella empezó a dejar de ver motivos para vivir en todo lo que veía, se volvió más fría, tal vez aprendió de mí y me maldigo por eso. A todo empezó a verle lo malo, defectos por aquí y por allá. Nadie sabe en realidad por qué empezó a hacer eso, por qué cambió y se volvió más sombría, yo creo que fue por mi culpa. Pero me estoy desviando del tema.

Tanto en esos días como en el presente, y siempre desde que ha existido esa casa, construida por mi bisabuelo y mis abuelos, hay un balcón que da exactamente a ese pasillo.

En su época estuvo lleno de vida, mi abuela –honorable dama– solía poner miles y miles de plantas y árboles en él; pero con el tiempo se volvió lo que es: un lugar sombrío, que me da escalofríos al pensar en lo qué pasó ahí.

El balcón, para evitar caídas y hacerlo seguro, tiene una baranda, compuesta principalmente de rejas de madera. Antes olían a delicioso jazmín. Hoy, al igual que toda mi casa, solo huelen a polvo y vejez.

En una de esas barandas ella ató una soga, que era la misma que antes utilizábamos para saltar en el jardín.

Y ahí se ahorcó.

Yo lloré, sentí culpa durante meses, ya que ese mismo día, en la mañana, ella me pidió que la acompañe a dar un paseo por el parque, yo me rehusé, le dije que ninguno de los dos estaba para paseos en el parque, que eso era un desperdició de tiempo y que en realidad no valía la pena.

Se lo dije porque en realidad tenía una cita con mi amor, quien falleció meses después, dos días antes de nuestra boda en un accidente automovilístico, pero no hablaré más de eso... Mi punto es que yo simplemente debería haberle dicho a mi hermana la verdad, que iba a  salir con una chica, y que no podía. Así no la habría tratado tan mal, y si le hacía prometer que al día siguiente saldríamos, tal vez ella seguiría conmigo. Pero me dio vergüenza decirle la verdad, yo era y soy muy tímido, decirle a mi hermana que iba en una cita hubiera hecho que me ponga rojo como un tomate, y ella, posiblemente, me habría molestado el resto del día.

Pero le habría salvado la vida.

Aunque tal vez fue obra del destino, todo tenía que pasar así, o tal vez no, tal vez el destino no es más que otro absurdo. Nadie lo sabe, yo solo sé que está muerta.

Y me culpo y me culpo y me culpo mil veces por eso, y tal vez es por eso mismo que mi cabeza juega conmigo, haciéndome ver huellas, escuchar risas y llantos y el piano que ella tanto amaba, aunque nunca aprendió a tocar.

De repente desperté, un ruido extraño… Baje corriendo las gradas, el suelo volvía a estar lleno de huellas. Mi guardia roncaba como un oso, entonces entré en la sala, el lugar de donde provenía dicho ruido. Las luces estaban apagadas, pero en el centro del lugar, al lado de mi mesa de madera favorita había una especie de brillo. Un resplandor extraño que desde un principio llamó mi atención, entonces me acerqué a él.

Lo toqué, pero sin en verdad poder tocarlo, fue como atravesar algo, pero mi mente insistía en que en verdad sentía algo, y me miró. Era mi hermana, pero me daba la espalda, entonces se dio la vuelta y me miró directamente a los ojos, como cuando me pedía algo, y a esos ojos no les podía negar nada.

Tal vez en esa ocasión me pedía que no corra a por ayuda, y no lo hice. Al poco tiempo me sonrió y habló, habló con la voz tan dulce y melodiosa que tanto extrañaba. Con esa voz que yo tantas veces había escuchado, en momentos tristes, felices, momentos de enojo y hasta de amor. Una lágrima resbaló por mi mejilla, hace tanto que no lloraba…

–¡Ay hermano…! Sigues siendo tan predecible. –Yo al principio no pude creerlo y no respondí, pero mi imaginación no era tan fuerte, mi imaginación no podía crear tales cosas, entonces me animé y le respondí:

–Tanto tiempo…

–Tú –empezó ella a sermonearme, añoraba eso– siempre pensando en el pasado, en el tiempo que no nos vemos, no puedes vivir mucho en el presente…

–Te extrañaba. –Yo hablaba, pero era como hablar conmigo mismo, como dándome cuenta de que en verdad la extrañaba.

–Y me seguirás extrañando, no he revivido ni nada por el estilo. Solo vengo a decirte algo, para que vuelvas a tu vida, saliendo adelante, y así, puedas escapar de ese hoyo que te has cavado.

–¿Qué…? –mi voz era suave, interrumpida, mis ojos estaban muy abiertos, mis oídos muy atentos, mis mejillas húmedas por las lágrimas.

–Mi repentino cambió de humor fue tu culpa, siempre quise ser un poco más como tú. Te admiraba, obviamente la soledad en la que me sumí no ayudó en nada. Siempre deseé el cariño de los demás, especialmente el tuyo; mas de nadie lo conseguí.

Mis ojos se nublaron por la tristeza.

–Mi depresión también fue tu culpa. Y al final el suicidio. –Ella bajó su mirada–, o eso fue lo que pensé a un principio, pero luego de reflexionar me di cuenta de la verdad…

No sabía que decir en ese momento, viejas culpas llenaron mi alma, pero al mismo tiempo una luz de esperanza alumbró mi mirada.

–Hermano, yo he venido a decirte que no fue tu culpa, pues tuve mucho tiempo y tengo mucho más para pensar que en realidad fue mi decisión prestarte tanta atención, darte tanta importancia en mi vida, darte tanto poder sobre mí, y fue realmente relevante si tú lo ejercías o no. Y, solo te pido una cosa: vive en paz…
Entonces me abrazó y como si el aire se la llevará, desapareció. Nada volvió a ser normal. Llené mi casa de plantas, le di una buena limpieza y un sentimiento de amor y de alegría volvieron a llenar su lugar en mi hogar.

Ella nunca volvió, Eduardo se quedó trabajando conmigo, ahora definitivamente sin fantasmas y con su nuevo sueldo que lo mantenía activo y servicial todo el día, no sé qué hubiera hecho sin él.

Yo adopté una hija, la llamé como a mi hermana: Carla y a ella le enseñe a ver todo como  la primera y última vez. Ella fue quien llenó mi vida de felicidad y le agradezco profundamente por todos esos momentos en los que, bajo la lluvia, saltamos en charcos, hasta quedar completamente mojados…

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