miércoles, 19 de febrero de 2014

La última bala

Marco Absalón Haro Sánchez



El flamante Sheriff del pueblo se parcializó hacia un rico minero que se avecinó al lugar hace un par de años. Este minero tenía muchos hombres que trabajaban a sus órdenes: los de la mina por el mísero sueldo que les pagaba por cargar el material y conseguirle las piedras preciosas, y los que le guardaban las espaldas día y noche. Se emborrachaba junto a estos últimos, como era su costumbre, sin dejar de visitar una y otra vez las habitaciones de aquel hotelucho, donde le aguardaba una mujer por turno. Pero ese día no se sentía tan alegre como en los pasados, pues algo le disturbaba tremendamente, y no sabía qué era eso que le anudaba la garganta.
Cierto forastero también se presentó en dicho lugar donde debía cobrar justa venganza sobre el último miembro del clan Dalton: la cabeza que faltaba hacer rodar. Las vacas mugían en los corrales contiguos mientras el joven Clark encendió un cigarro y avanzó con paso seguro hacia la cantina donde sin lugar a dudas lo encontraría. Al compás de sus pasos sentía la presencia de las pistolas, como un guante sobre la piel, colocadas hacia adelante por ambos lados para ser tomadas con las manos cambiadas. Su cinturón preñado de proyectiles sin usar pronto sería un conjunto de agujeros vacíos. El sol caía perpendicularmente sobre aquel pedazo de oeste americano. Y la sombra que proyectaba el ala de su sombrero le volvía el rostro más duro y siniestro. Todos los movimientos eran fríamente calculados y correspondían al personaje que iba enfundado en aquel traje de vaquero: las botas, los pantalones, la camisa, el chaleco, en fin toda su indumentaria era de blanco impecable. Era un titán albo el que hundía las botas en el polvo. De igual modo por los orificios del antifaz brillaban dos llamas incandescentes. No olía a sudor como otras veces porque se hubo afeitado a conveniencia para la posible última batalla. Su porte regio y bien proporcionado, le volvía más temible y admirado. Sobre todo por las mujeres que ya eran historia, incluso aquellas que ahora miraban su paso marcial hacia un cruento combate del cual nadie se atrevía a predecir el desenlace. Todo el mundo estaba oculto dentro de las casas y sólo asomaban los ojos para contemplar a este jinete de la Apocalipsis. Breves ráfagas del desierto circundante ululaban de manera siniestra, y anunciaban la cercanía de la reina de los no vivientes.
Minutos antes exterminó a varios forajidos que quisieron matarle por la espalda. Y antes de que éstos hicieran uso de sus rifles o pistolas cuando estaban escondidos en los cobertizos, Vincent se les adelantó regalándoles una bala de Colt 45 en medio de sus ojos o del corazón. El Sheriff abrigaba la esperanza de recibir una bonificación de parte de las piezas buscadas por el forastero. Por eso cumplía fielmente con el mandato de los tales que le ordenaron: «No metas tu cuchara en este plato: la comida es sólo nuestra». Y como podemos ver los planes estaban saliendo al revés: quien estaba metiendo la verdadera cuchara en dicho plato y vaciándolo del todo era el Justiciero de Plata, el cazador de bichos malos. Pero para atrapar a éstos debía ser un personaje igual o peor que ellos, y así era.
Ya sólo faltaban pocos pasos para llegar al sitio prescrito. El vaquero se detuvo y encendió un nuevo cigarro. Lo chupó con fuerza, paladeó la sustancia acre y escupía volutas grises al espacio; mientras sus ojos muy atentos y con gesto torvo devoraban las puertas del antro. Imaginó que tal vez el objetivo podría escaparse por alguna puerta oculta, situada en la parte de atrás o la azotea. Pero mejor pensó en el futuro inefable que le depararía junto a la guapa Lana, que le diera muchos hijos, en caso de salir airoso de ésta. Aunque no pensaba transformarse en hogareño y ser un marido ejemplar y responsable, que sepa llevar bien las riendas del rancho y las de su hogar. Por un momento anheló cambiar de vida. Se vio a sí mismo siendo el eje de un hogar feliz, con una honrada familia, asistiendo a misa los domingos. Pero…
-¡Piufff…! ¡Piufff…!
Nuevos tiros salieron de los cobertizos del pueblo por el lado de la iglesia. En seguida se puso en guardia Vincent y respondió con sus infalibles pistolas.
-¡Piufff…! ¡Piufff…!
Como continuaran los disparos, se generalizó la batalla. El joven Clark oculto detrás de un carruaje respondía con diligencia. Antes de un minuto se vio caer de lo alto varios cuerpos atravesados por sus balas. Un par de individuos que intentaban disparar contra éste dejaron sus rifles y corrieron asustados, no querían morir. Pero las balas del valiente pistolero les alcanzaron, y les hicieron trastabillar y caer.

Vincent Clark llevaba casi una década dedicada a la caza de recompensas. Más de una vez recibió heridas de consideración en las diferentes escaramuzas por conseguir sus objetivos, pero al final siempre salió victorioso. No obstante seguía siendo audaz y temerario, y nunca dejaba sin respuesta una mirada cariñosa o de desdén que le prodigara mujer alguna. Pero en su retina llevó para siempre grabadas tres imágenes en especial: las de sus queridos padres, y la de una dulce niña, quien fuera amiga y confidente de juegos en los últimos años de la infancia. Pues apenas se quedó huérfano fue acogido por su pariente Elizabeth y el marido Rafaelo Simeone, un inmigrante italiano, quienes procrearon a la musa de sus sueños: la rubia Lana. Cuando apenas entró en la adolescencia empezó a trabajar para unos comerciantes de ganado, y poco a poco se fue alejando del hogar de acogida. Sin embargo este par de jóvenes abrigaba la esperanza de algún día poder estar juntos para siempre. Vincent evocaba la calidez primorosa de su mirar y dulce sonreír. Esos grandes ojos color de esmeralda, bordados de finas y arqueadas pestañas se inmortalizaron en su alma juvenil. Así mismo las líneas inequívocas de los labios bermejos de la muchacha no se borraban jamás de su mente. O la tibieza de sus abrazos que sólo llegó a idealizarlos porque aún no fueron el uno del otro. Pues ya era un poderoso motivo para volver a visitar a menudo dicha parentela, así se encontrase al otro extremo del globo terrestre.

Durante tres lustros creció la leyenda de un Justiciero de Plata: se decía que éste en cada pueblo que iba arreglaba entuertos, y socorría a los necesitados o protegía a las viudas menesterosas. Y era considerado como un férreo depredador sin alma, el mismo que no sentía temblarle la mano cuando empuñaba las Colt 45 para cumplir sus justas venganzas. Marcó un propio estilo de justicia: el tiro en la cabeza de su adversario junto con el hilo de plata en una de las muñecas. Los que lo habían visto testificaban que era un joven de unos treinta y tantos, de ojos negros como su cabello, barba de muchos días, y muy escurridizo. Aparte de manejar con sobrada pericia las pistolas era un galán por quien suspiraban las mujeres que lo veían por vez primera. Y más aún aquellas cuyos zapatos amanecieron debajo de su catre de soltero. Lo que llamaba poderosamente la atención en su persona era que en el día brillaba la majestuosidad de su traje, tanto como en la noche confundía por la negrura del mismo, pero siempre llevaba el consabido antifaz que guardaba el secreto; aunque el brillo metálico de las pistolas, espuelas y hebillas era siempre el mismo.

Hace un lustro más o menos anduvo mezclado entre la gente que iba o venía en un pueblo del estado de Santa Ana. Sin saber por qué ese día quiso pasar desapercibido y no andaba con los vestidos habituales. Iba al paso del cuadrúpedo de pelo bayo. Sus polvorientas botas de piel rematadas en los talones con sendas espuelas que brillaban a lo lejos, de cuando en vez se ladeaban para rascar con las ruedas de puntas sobre la panza del bruto. Un oscuro sombrero le cubría el rostro de los rayos solares que a esa hora de la mañana daban de frente. Acercó la mano enguantada sujetando con los dedos pulgar e índice un humeante pitillo, con la palma de la mano hacia adentro. Insufló un par de veces y escupió las ondas grises. Cualquiera que lo mirara, fácilmente podía deducir que el chaleco marrón hacía juego con la piel de guantes, correas y botas, mientras la camisa a cuadros contrastaba con los vaqueros oscuros que cubrían sus interminables extremidades. Insufló la enésima vez cuando…
-¡Piuf! ¡Piuf! ¡Piuf! –disparaban algo cerca de éste.
-¡Piuf! ¡Piuf! Piuf!
Vincent miró con indiferencia cómo huían tres individuos en desigual carrera con toda la velocidad que les permitían sus monturas –mentalmente se puso en guardia pero no dio a notar el temperamento de alerta-. Y a cierta distancia les seguía un grupo de jinetes con el Sheriff a la cabeza. Una densa nube de polvo los envolvió cuando éstos pasaron ante sus mismas barbas. Pero de pronto uno de ellos se materializó a considerable distancia del joven, y gritó mostrándole con el índice:
-Éste también es uno de los fugitivos. A por él.
Dos jinetes se acercaron a gran velocidad al sitio donde mostrara el dedo de su compañero, y sólo hallaron el suelo donde estuvo parado el vaquero. Éste desapareció como por ensalmo.
A la noche siguiente, no tan lejos del sitio, una sombra avanzaba sigilosamente entre los arbustos y rocas que guarnecían una hoguera a medio consumir, en cuyo derredor pernoctaban tres tipos envueltos en sus capas. La sombra extendió una mano que llevaba un lienzo o algo parecido, y fue tapando vigorosamente la boca y nariz de cada sujeto, cuyos rostros tenían barbas de muchos días y uno de los tales lucía una enorme cicatriz en uno de los pómulos. Y ninguno supo que fue de ellos hasta cuando despertaron atontados. Llevaban atadas las manos a la espalda.
-¿Quién coño nos abordó mientras dormíamos? -gruñó uno de los tres.
-¿Cómo quieres que lo sepa si yo también me encuentro en las mismas? -repuso otro.
-Joder -masculló un tercero-. Sea quien fuere vino a por nosotros. ¿Ven cómo nos tiene? A merced de su maldito capricho.
-Bueno. Verán –asintió uno que emergió de la vegetación-. Si no hubieran violado ni matado tal como lo han hecho, nadie se hubiera cruzado en su camino. Pero ahora es mejor que se pongan sobre sus pies, y en marcha, zopencos.
»Andando –insistió el vaquero ante las interrogantes que mostraban los sujetos cariacontecidos-. Si no quieren llevar en el cráneo un proyectil que está a punto de liberarse de mi revólver. Hay para todos. No se preocupen.
Como pudieron se pusieron en pie, y empezaron a caminar delante del joven desconocido. Era notoria la desconfianza que les embargaba porque más tardaban en caminar que en volver a ver a su captor, el mismo que simulaba no darse cuenta de sus cuitas, e iba tarareando algún estribillo mientras les azuzaba a tan pocos pasos. Al cabo de media hora se detuvieron frente a la comisaría del pueblo. Salió el Sheriff junto a sus ayudantes a ver quienes iban y...
-¿Son éstos los tres que perseguía el otro día, Sheriff? –ofreció el desconocido que vestía de blanco impecable.
-Sí. Son éstos los que huyeron del poder de la ley –arguyó pomposamente el aludido-. Pero esto es como la justicia de Dios que tarda pero no olvida. Más temprano que tarde iban a caer en nuestras manos. ¡Enciérrenlos! –ordenó a sus ayudantes que obedecieron mirando desdeñosamente al que los trajo.

Mientras que a media milla del sitio un verdadero hormiguero se movía entre las enormes bocas de las minas y el interior, o hacia el exterior junto a las poderosas cribas donde depositaban el material pétreo para ser molido y clasificado, luego de ser trasladado en carros que rodaban sobre los raíles, en constante vaivén. Este proceso era controlado por varios hombres bien armados que estaban prestos a hacerlos estar en pie a los esclavos chinos o japoneses que tropezaban y caían, usando para ello métodos inimaginables. O si alguno se guardaba un  trozo de cuarzo entre sus vestidos, creyendo no ser visto, era azotado cruelmente por cualquiera de los guardas, y enviado al sitio más peligroso de dicha explotación, cuando no era amputada la mano que intentara hurtar dicho objeto, y si se resistía era asesinado en el acto. Los guardas eran comandados a su vez por un hombre que pasaba del medio siglo de edad, Philip Dalton, y sus hijos Bernard, Walter, Richard y Cyril, cuya edad oscilaba entre los veintiocho y treinta y cinco. Estos retoños vestidos con ropa de salir controlaban que todo marchase bien. El primero era grande como un oso y sus movimientos respondían a impulsos viscerales. Mientras el segundo no era alto pero sí un tanto flaco, parecía usar más la inteligencia que la fuerza. En cambio Richard era alto y desgarbado, de temperamento bipolar. Solo el último, el flemático Cyril, se asemejaba a su padre Philip: de estatura normal, un tanto amante de chanzas, pero rudo y maniático por excelencia. Éste heredó sus gustos y aficiones, y también la pasión por explotar las entrañas de la tierra, pero no con sus manos sino con hombres que gastaban las energías para enriquecerlos. Todos poseían cierta pericia en el manejo de las armas, sobre todo el revólver. Pronto los tres primeros se independizaron para comandar una bien organizada banda de asaltantes de trenes y diligencias. Y aseguraban que de ese modo ganarían mucho más dinero que escarbando las mezquinas entrañas de la tierra. Pero convirtieron el trabajo de las minas en una tapadera de sus ilícitas acciones antes las autoridades de turno, aunque éstas conocían el mal de la olla y no trataban de enderezarlo debido a que recibían jugosas recompensas por parte del clan interesado.
Por lo general la vida de estos cuatro hermanos seguía siendo unida más que por los vínculos sanguíneos; esto es, debido a las constantes tropelías en contra del bien público. Y aseguraban hasta la saciedad que para ellos no existían las rejas, ya que más de una vez fueron encarcelados por diferentes motivos pero enseguida estaban en la calle. Los más atrevidos comentaban que su pronta libertad se debía a que el padre Dalton los arropaba con gruesos fajos de billetes verdes ante los agentes del orden. O enviaba a sus hombres a libertarlos a punta de revólver.
Cierta noche que éstos rezongaban junto a sus respectivas damiselas alguien apareció en la habitación de cada uno, y se los llevó a todos sin infligirles un solo rasguño. Nadie supo cómo ni a qué hora se materializaron los cuatro hermanos entre los demás reclusos que no eran más que tres. Cuando el Sheriff indagó sobre el asunto a los caídos del cielo, éstos se contentaron con decir que eran hermanos de padre y madre, y que estaban dedicados al «trabajo honrado de las minas», y que alguien les durmió mientras acampaban a media milla del sitio, al pie de los enormes socavones, y que cuando despertaron se hallaban en dicho calabozo. No pudieron dar señales de nadie porque no se enteraron de nada hasta ese momento. Cuando terminó el interrogatorio el Sheriff guiñó un ojo a uno de los hermanos sin que nadie más que éste lo viera. Al quedarse solos los prisioneros se miraron unos a otros con extraña conmiseración, y comentaban lo siguiente:
-¡Joder! ¿De dónde coño salieron los que nos trajeron? –soltó el más avezado de los cuatro.
-Ni la más remota idea –denegaron los demás.
-¿Pero cómo se enteró que éramos requeridos por la justicia? –inquirió uno de los tres primeros que ya había visto a aquel forastero vestido de blanco.
-¿Y que recientemente nos seguía el Sheriff y sus ayudantes? –corroboró otro de los mismos-. A lo mejor es el mismo que nos entregó a las autoridades.
-¿Qué? –se sorprendió uno de los hermanos Dalton-. ¿Ustedes conocen a quien los entregó?
-Sí lo conocemos –asintió uno de los tres y lo describió-. Verán es un tipo alto…
-¿Pero éste qué tiene que meter las narices donde no le conviene? –opinó uno del clan Dalton-. A lo mejor son los Marshals enviados por las autoridades del Estado que ignoran el trato que hay con el Sheriff.
-No. No. Ni pensarlo –gruñó otro de los últimos que aparecieron en la celda-. Yo más bien creo que éste o éstos tienen parentesco con los padres y el crío que asesinaron los indios...
-Ya cállate –cortó uno de los reos que parecía tener tanto peso como el primero-. Y si así fuera. ¿A ti qué más te da lo uno o lo otro?
Pero al oído del que hablaba, uno de ellos comentó lo siguiente:
-No en vano el Sheriff me hizo del ojo. Así que estemos tranquilos.
Hubo un corto silencio. Pero no obstante...
-¡Mierda! –vociferó Walter-. Si esos desconocidos son algo para los difuntos: estamos perdidos. Tenemos que escapar a como dé lugar. Y pronto. No podemos seguir con la esperanza de que el Sheriff haga de nuevo el tonto y nos deje libres. Hay que actuar por nuestra cuenta, por si acaso.
-Eso es –asintieron todos, incluidos los tres que se encontraban en la celda acusados por delitos análogos.
Pasados unos minutos uno de ellos empezó a gritar como loco y armó un zafarrancho. Se acercó uno de los ayudantes del Sheriff a ver qué pasaba. Y como nada podía ver desde la distancia de seguridad, debido a la penumbra de la celda, se acercó lo que pudo a los barrotes pero una tenaza de hierro le rodeó el cuello y le apretó contra éstos, mientras una mano le despojó del revólver.
-¡Eh! –gritó el captor hacia el interior de la comisaría-. ¡Vengan aquí, y traigan las llaves. Si no quieren que encaje una bala en la sesera de éste! ¡Pronto!
Los aludidos no tuvieron mayor remedio que obedecer el mandato del prisionero sublevado. El Sheriff saltaba de alegría mentalmente debido a la estratagema montada por el reo, ya que con este hecho quedaba lavada su culpa. Y simuló seguir mansamente las instrucciones; aunque hubiese querido colgar a los tres primeros para dejar claro que actuaba con transparencia y seriedad. Pero ya ni modo ¿cómo podría hacer que únicamente se queden los tres del caso?
-¡Todos con las manos en alto seguir avanzando hacia la luz! –ordenó el reo en tanto que apretaba el cañón del revólver a la sien del ayudante prendido-. ¡Si alguno intenta algo le mato a éste! ¿Okay?
Al rayar el día fue la novedad que los prisioneros se escaparon. El Sheriff y sus ayudantes atados de pies y manos, amordazados y doloridos, yacían tumbados en las tablas del piso de la comisaría. Cuando fueron liberados desplegaron un operativo para perseguir a los fugitivos, pero todo fue inútil porque éstos llevaban varias horas de ventaja.

Luego de una semana un forastero vestido de blanco se encontraba en la cantina del pueblo sentado a una mesa jugando al solitario con las cartas. Y llegó a sus oídos un grito desesperado de una mujer que fue cortado en el acto porque alguien le tapó la boca, pero seguía escuchando que la mujer intentaba hablar o gritar de todos modos. El vaquero se puso sobre sus pies, levantó la vista hacia donde provenía dicho ruido y percibió a través del grueso cortinaje de la alcoba que había en la planta alta: dos sombras que forcejeaban dentro de la habitación. Rápidamente subió los escalones y golpeó la puerta. Nadie contestó. Iba a sacar el revólver pero no alcanzó a hacerlo porque fue encañonado desde la oscuridad.
-No te muevas ni hagas ningún ruido, hijo de puta –ordenó una voz mientras le despojaba de las armas-. Camina o te mato aquí mismo.
Eran tres los individuos que cubiertos los rostros con los típicos pañuelos obligaban al vaquero a abandonar el lugar. Le ataron de pies y manos y dejaron caer en una carreta para trasladarlo fuera del pueblo. Los mirones no podían más que comentar al ver dichas escenas; pues a sus ojos les parecía un gigante blanco el que iba atado en dicho carromato.
Luego de la citada aprehensión abandonó la alcoba la pareja que simuló el prescrito maltrato para llamar la atención del vaquero, y poder prenderle.
Lejos del pueblo los individuos bajaron al prisionero de la carreta y empezaron a apalearle.
-Por tu maldita culpa, hijo de puta –gruñó uno mientras le pateaba las costillas-, estábamos presos, y a punto de ser colgados. ¡Toma!
-¡Aggg...! -se quejaba.
-Colguemos a este cabrón –se antojó otro-. No sea que se nos quiera hacer humo el muy ladino.
-Espera –ordenó el de la cicatriz-. Primero tenemos que hacerle sentir todo el dolor que merece por habernos entregado a las autoridades del pueblo. Para que se acuerde toda la vida de nosotros. Y se arrepienta de haber nacido.
Dicho esto le llevaron dentro de un rancho abandonado y le ataron como a un cordero en el matadero para causarle mucho dolor físico, y después matarle. Atadas las manos y los pies quitaron sus ropas y anudaron una cuerda a su sexo.
-Hijo de puta –sentenció uno de los verdugos al tiempo que tiraba de la cuerda y le causaba más dolor.
-¡Aggg…! –se quejaba el vaquero que no podía articular palabra alguna por tener una mordaza que cortaba su lengua.
-¡Aggg…! –volvía a quejarse en cada apretón.
-¡Aggg...!
De cuando en cuando se acercaba el de la cicatriz y golpeaba atrozmente el rostro del joven:
-¡Tsoc!
-¡Tsoc!
-¡Tsoc!
Se escuchaba en cada golpe, causándole múltiples heridas con los puños, aparte de bañarle en sangre.
Venía otro y apretaba la cuerda que apretaba sus testículos y...
-¡Aggg...! -se quejaba el vaquero.
Estuvo a punto de sucumbir de tanto dolor pero ese momento alguien disparó desde la oscuridad y cortó la cuerda que lo sujetaba por las partes íntimas. Y como se generalizaron los disparos entre ambos bandos alguien aprovechó ese intervalo para acercarse y cortar las ataduras del vaquero que se desplomó adolorido. Mientras arreció el tiroteo la víctima reptaba poco a poco hacia un lugar en la sombra intentando alcanzar algo. Cuando llegó allí recibió un Winchester, y la figura que le entregó el arma parecía llevar cabello largo y plumas. El vaquero herido hizo buen uso del fusil e hirió de muerte a sus captores. Entonces apareció en la escena un grupo de indios al mando de un joven.
-Nosotros no matar a quienes hacerte daño –dejó caer el que hacía de jefe mientras le entregaba un lienzo para que se cubra-. Y dejar que tú mismo matar a tus verdugos para cumplir venganza tuya, no nuestra.
-¿Pero dejaste que me torturen éstos? –desdeñó el vaquero.
-No –insistió el joven indio-. Nosotros ahora ver luces y escuchar quejidos, y acercarnos a ver qué pasar dentro de rancho abandonado. Y darnos cuenta que hombres blancos torturarte. Y entrar en escena para cortar ataduras y pasarte trueno que mata. Claro que para nosotros ser fácil acabar con éstos pero querer que tú mismo cobrar venganza tuya.
-Entiendo el subterfugio –sonrió Vincent-. Gracias por auxiliarme. Que si no fuera por ustedes no sé si hubiera podido contar esta historia a las generaciones venideras.
» ¿Quiénes ser, para que yo les recuerde como unos héroes que salvaron mi vida? –añadió Vincent, agradecido.
-Yo ser Perro Voraz, hijo de León Amarillo –repuso el indio-. Y ellos ser hombres fuertes de nuestra tribu. Nosotros pasar por casualidad cerca de aquí. Y a partir de este momento estar a tus órdenes, joven blanco. Más que por tu raza por tu vestimenta que quedar toda destrozada.
Cuando oyó el nombre León Amarillo, Vincent se quedó pensativo unos instantes, y quiso atar unos cabos que estaban sueltos y preguntó:
-¿Quién es León Amarillo?
-León Amarillo ser anciano de tribu –contestó el joven indio- y él ordenar que nosotros vigilar alrededores de nuestro asentamiento para prevenir ataques de otras tribus o de hombres blancos. ¿Por qué querer saber, hombre blanco?
-Eh… por nada –repuso Vincent-,  En todo caso nuevamente doy las gracias por su ayuda.
-No tener por qué –ofreció el interlocutor que también le entregaba un atado de algo-. Nosotros estar al servicio de quienes necesitarla, y ser miembros de tribu apache que habitar en aldea no lejos de este lugar, hacia el norte. Si necesitar algo tú ir a visitarnos. Vestirte prendas confeccionadas por mujeres indias, pero antes curarte heridas. Adiós y buena suerte.
Dicho esto desapareció de la vista el grupo de indios al mando de Perro Voraz.
Al día siguiente las autoridades sólo pudieron constatar los orificios causados por un fusil Winchester sobre cada uno de los fallecidos, quienes en su tiempo fueron aprehendidos y estaban acusados por violación y asesinato. El Sheriff no podía dar una explicación cabal del asunto, y se contentó con decir:
-¿Será éste un ajuste de cuentas?
-Todo es posible –repuso un ayudante.
-¿Pero un poco extraño, no? –volvió el Sheriff-. No llevan ninguna marca que indique que hayan sido torturados y asesinados. Como tampoco lo hicieron a mucha distancia, sino la normal que se usa en los duelos. Aunque se puede presumir que los que acabaron con ellos iban a por los tales, y no con revólver sino con un Winchester que generalmente lo usan los indios que habitan estos territorios.
-¿Y qué me dice del hilo de plata que llevan en sus muñecas, Sheriff? –terció otro ayudante-. No los habrán puesto de balde.
-Pues… No sé qué pensar –repuso el aludido-. Aunque ya se está haciendo común el hilillo de plata ése, en cada ejecutado.
-¿No será que es una señal que deja en sus víctimas el que los caza como ratas? –se aventuró de nuevo el ayudante.
-Ni idea, ayudante, ni idea –se impacientó el Sheriff que no dudaba de qué iba el asunto.

De los siete que se escaparon quedaban con vida los hermanos Dalton, y éstos se creían los amos de los pueblos de la región; pues a su capricho se adueñaban de los bienes de los colonos tanto como de la castidad de sus mujeres o hijas. Prueba de ello son las escenas que voy a describir:
-¿Podría acompañarte a dar el baño, preciosa? –importunó Bernard a una guapa muchacha que se bañaba descuidadamente en el río.
-No, gracias –dejó caer la aludida que apenas cubría su cuerpo con las prendas típicas del baño-. Sé cuidarme sola. Además no me haría bien la compañía de un elefante si soy una bella princesa –ironizó.
Pero al notar que no era uno solo el que la veía bañarse salió del agua y cogió su ropa para irse, y…
-¿Dónde crees que vas, preciosa? –le atajó Walter, tomándola de la muñeca y atrayéndola para darle de besos.
-¡Ay, suélteme! –reaccionó la chica-. ¡Me hace daño…!
-Hum. Ya vas a saber lo que es hacer daño –gruñó uno de ellos mientras la tomaron a la fuerza, quitaron sus prendas y la violaron una y otra vez.
Nadie escuchó sus gritos de auxilio hasta que perdió el conocimiento por tanto dolor. Y sus agresores se marcharon dejándola envuelta en su propia sangre.
Otro día anduvieron los dos últimos hijos del clan Dalton por un camino que comunicaba con Las Cruces, acompañados del consabido grupo de hombres a caballo. Y se acercaron a un rancho donde moraba una familia compuesta por sus padres de mediana edad y de dos niños no mayores de doce años, hembra y varón. Entraron los visitantes en los patios de la vivienda. Se bajaron de sus monturas y empezaron a caminar en el corredor de la casa. Atisbaron por las ventanas a ver si veían a alguien, pero nada. Iban a marcharse cuando salió el padre de familia de sopetón, empuñando una vieja escopeta.
-¿Se les perdió algo por aquí? –inquirió el hombre con el dedo en el gatillo-. Largo de aquí si no quieren que les llene de plomo –ordenó.
-No. Nada, buen hombre –sonrió el visitante mientras le hacía una ceremoniosa venia.
En cuanto terminaba de inclinarse Richard que hacía el ademán y se quitaba la chistera, rápidamente extrajo un pequeño revólver que lo llevaba dentro, y mató al padre de familia. Luego entraron todos los que allí estaban, incluido Cyril, e hicieron de las suyas con la madre y los hijos de la pareja. Ninguno se salvó de ser pasado por las «armas» de cada forajido.

El padre de Vincent, Frederick Clark, en su juventud acabó con la vida de un par de indias accidentalmente, fue puesto tras las rejas, y en el juicio se comprobó que realmente fue un accidente lo de la explosión que las mató; ya que el enjuiciado se encontraba trabajando en una mina cuando éstas pasaban cerca y les alcanzó las rocas. A partir de entonces se convirtió en un férreo defensor de la causa apache en general, aunque algunos indios anhelaban su muerte instigados por los adversarios del benefactor. Sin embargo muchos duelos que tuvo contra los blancos por defender a éstos los ganó a punta de sus Colt 45. Nadie era más rápido que el padre de Vincent en los pueblos del estado de Santa Ana.
Clark hijo investigaba diligentemente sobre el asesinato de sus padres, y no tuvo reparo en visitar la aldea en territorio apache que días antes le indicara el grupo de indios que lo salvó, con el fin de saber mayores detalles sobre el asesinato de sus padres. Puesto que ese nombre le parecía familiar si recientemente fue librado de morir en manos de sus torturadores por Perro Voraz quien aseguró ser hijo del mentado personaje. Pero quiso asegurarse de que era el mismo León Amarillo de quien tuvo noticias. Y apenas puso sus pies en el sitio se acercó a una anciana y preguntó:
-¿Conocer a León Amarillo?
-Según quien preguntar –repuso la mujer india, desconfiada.
-Yo ser Vincent Clark, hijo de Rinoceronte Blanco –repuso el aludido.
La india al oír el apodo aquel cambió sus facciones por unas más halagüeñas, y dijo:
-¿En verdad ser hijo de Rinoceronte Blanco?
-Sí, que lo soy –repuso el visitante con viveza.
-León Amarillo ser anciano de tribu –apostilló la india-, y estar ahora mismo en Consejo indio. En tienda de enfrente reunirse. Tú pasar si querer.
Se acercó el joven a la citada vivienda resguardada por dos guerreros que le cerraron el paso cruzando sus fusiles entre sí mediante movimientos bruscos.
-Yo ser hijo de Rinoceronte Blanco –asintió el vaquero-, y querer hablar con León Amarillo.
Enseguida uno de ellos dejó el puesto de centinela para adentrarse en la tienda, y se acercó a un anciano y le habló al oído. Volvió a salir el mensajero.
-Tú pasar –soltó el mismo-, pero antes dejarme truenos que matan.
-Oh, sí –repuso Vincent al tiempo que se despojaba de la macana con las pistolas.
Y dejaron el paso franco al visitante. Entró pues, Vincent y pudo ver al grupo de ancianos que formando un corrillo estaban sentados sobre sus pies. Pero uno se levantó y recibió al huésped en tienda aparte. Y cuando estaban a solas preguntó a modo de bienvenida:
-¿Cómo saber que yo ser León Amarillo?
-Mi padre era Rinoceronte Blanco –repuso con énfasis el huésped-, el que luchó por la causa…
-Apache en general –complementó el anciano-. Y que gracias a él conseguir mayor respeto por nuestros derechos de parte de hombres blancos. Ahora quien dirigir jóvenes guerreros ser Perro Voraz, heredero de mi sangre.
»Bueno –añadió el viejo indio-. Decirme, hijo de Rinoceronte Blanco, ¿en qué poder ayudar León Amarillo?
-Tú saber, anciano, que mataron a mis padres e incendiaron nuestra cabaña unos indios renegados –exponía el tema Vincent Clark, ya sin dudar.
-Sí, hijo de Rinoceronte Blanco –repuso fríamente el viejo indio-. Yo ser uno de los que matar a tus padres hace ya muchos años. Tomar venganza. Estar en tu derecho.
Le dejó en sus manos el puñal, y se inclinó a esperar el golpe fatal.
-Adelante –prosiguió el anciano.
-No. León Amarillo –soltó el joven vaquero a pesar de sentir que algo empezó a subir desde la planta de sus pies con dirección a su corazón-. No. Mientras no confesar el porqué de tu cobarde agresión a mis padres. Y además yo deberte un gran favor –reprimió lo mejor que pudo las furias que le venían en camino.
El anciano se tranquilizó, y volvió a arrellanarse sobre la piel de bisonte en la que estuvo sentado. Y empezó a relatar lo acontecido:
-Yo ser padre de Nube Gris, la primera de mis hijas. Estar para casarse con Lobo Feroz, hijo de jefe navajo. Pero ser raptada junto a otras doncellas por Elefante Salvaje, así llamarle por entonces a padre de gran familia blanca que controlar trabajo minero del sector, el mismo intentar casar a Nube Gris con Flecha Mortal, hijo suyo con una india de otra tribu.
»Yo intentar recuperar a doncellas indias por las buenas –prosiguió el anciano-. Elefante Salvaje no querer. Y ponerme como condición matar a Rinoceronte Blanco y su familia para liberar a nuestras hijas. Fijarnos plazo para acabar con ellos, y que si no cumplía con trato matar a todas tres. Entonces, como padre, ¿qué tuve que hacer?
Hubo un corto silencio.
-Ahora –agregó el anciano indio-. Ya saber motivo. Tomar cuchillo y regar mi sangre. Debo reunirme con mis antepasados.
Dicho esto volvió a inclinarse el anciano al tiempo que entregaba una hoja afilada en manos del joven Clark que parecía temblar de tanto coraje reprimido. El anciano esperaba el golpe mortal sobre su humanidad, pero al notar que nada ocurría levantó quedamente la cabeza. Y pudo ver un lagrimoso joven que le entregaba el arma dentro de su funda.
-No. Buen anciano –dejó caer un Vincent emocionado-. Tú no merecer morir sino éstos que te obligaron a matar a mis padres. Voy en su busca, y juro que acabaré con esos malditos así tenga que morir para cumplir mi propósito.
En cuanto terminó dicha perorata se encaminó a la salida de la tienda, y quien le entregó sus pistolas fue Perro Voraz, manso como un cordero.

Más adelante Vincent visitó a su pariente por línea materna, su tía Elizabeth, quien vivía en un bonito rancho acompañada de su esposo Rafaelo Simeone y su hija Lana. En cuanto cruzaron las miradas el par de jóvenes sintieron que algo invisible se movía en sus corazones, y un extraño rubor empañó las mejillas de la chica. Esos días pasaba vacaciones en casa de sus padres, estudiaba Derecho en la universidad de Las Cruces, la inmediata ciudad más importante de aquellos territorios.
-¿Qué me cuentas, mi querido Vincent? -inquirió el ama de casa cuando estuvo dentro.
-Nada importante –repuso el joven-. Sólo que hace unos días por poco impiden que vuelva a verlos.
-¿Qué pasó? Cuéntame –se interesó Elisabeth al ver el rostro del joven con magulladuras no recientes.
-Gajes del oficio –repuso mientras una joven dejaba al descubierto unos blancos y pulidos dedos cuando trajo una bandeja con tazas y café-. No te preocupes. Ya no volverán a molestar en la vida –apostilló el joven.
Lana permanecía muda e impasible.
-Pero, hombre, por Dios –siguió el ama.
-¿Qué te pasó, bambino? –terció Rafaelo que acababa de entrar en la habitación-. Oh, no… ¿Cómo es posible? ¿Quiénes fueron los agresores?
-No se preocupen que ya son pasto del gusano conquistador –volvió Vincent.
Y les contó de cabo a rabo la escaramuza de la cual acababa de salir con vida gracias a la intervención de los indios.
-Cuídate, bambino –recomendó su pariente Rafaelo-. Corres mucho peligro en tu «oficio». Bueno. ¿Y qué más nos cuentas? ¿O es que estás de «misión» estos días?
-Casi -repuso Vincent-. Estoy siguiendo la pista de los hermanos Dalton y sus forajidos, quienes hacen de las suyas por estos alrededores. También tuvieron que ver con la muerte de mis padres. Pues estoy enterado de quienes son en realidad, tanto como de los motivos que obligaron a los indios apaches a asesinarlos.
-¿No me digas? -se alarmó Rafaelo-. ¿Pero acabas de salvarte por puro milagro y sigues la pista de tales sujetos? ¿Y sabes que tuvieron la culpa de tu orfandad? Me parece que te arriesgas demasiado, bambino.
-Pues -intervino Elizabeth-, yo creo que vienes al ojo del huracán, hijo. Porque el otro día mataron una familia al otro lado del río. Y ellos no se metían con nadie. Esperemos que éstos no se atrevan con nuestros bienes. Ni tú debes andar en pos de esos forajidos. Son muy peligrosos.
-El Sheriff dijo que están tras la pista de dichos sujetos –esbozó el padre de familia-, y que tarde o temprano caerán en manos de la justicia.
Ese momento se oyó un galope tendido de caballos que se acercaba al rancho.
-Hay que estar atentos por si acaso –pidió Vincent mientras se levantaba de un salto y oteó por la ventana ladeando con cuidado la cortina-. Atiende Rafaelo mientras yo me escondo en la azotea para controlarlos debidamente. Cuando salgas a ver lo que quieren no lo hagas sin tus pistolas ni tu rifle.
» ¿Permanece montada la ametralladora que conservas como reliquia? -añadió el joven.
-Sí, como siempre –repuso Rafaelo-. Y está lista en el sitio más alto de la casa, y con la caja de proyectiles a punto.
-Vale –repuso-. Y ustedes dos –se dirigió al par de damas-. No se asomen a las ventanas por nada hasta que esté todo claro, ¿okay?
Vincent se ocultó rápidamente en el lugar prescrito mientras los hombres a caballo entraron al patio. Rafaelo salió a recibirles. Pero en cuanto abrió la puerta una bala atravesó su pecho y le obligó a desplomarse pesadamente en el umbral. Acto seguido empezó una batalla desigual. Una andanada de disparos salía del techo de la casa. Cayó la mayor parte de jinetes atacantes. Sólo quedaron tres en pie. Y éstos se quedaron sin balas. Entonces una voz ordenó desde la azotea:
-¡Suelten las pistolas. Y manos a la nuca! ¡Sino este instante se mueren, desgraciados!
Éstos obedecieron la orden sin poder ver quien profería, mientras el que daba la voz rápidamente se asomó al umbral donde había caído Rafaelo. Se inclinó y palpó la yugular a ver si aún seguía vivo sin dejar de apuntar con su revólver a los tres. Enseguida hizo señas a las mujeres para que auxiliaran al herido.
-Oye -dijo uno-. Déjanos ir si no quieres vértelas con nuestro padre.
El pistolero anfitrión vestido totalmente de blanco no contestó. Dio dos pasos y se detuvo ante los tales mientras las mujeres recogieron a Rafaelo que se desangraba y cerraron la puerta tras de sí.
-Vale –soltó el forastero-. Yo les dejaré ir con una condición.
-A ver ¿cual? -se interesó Bernard con voz aflautada.
-Con el que saque la pajita más larga nos batiremos primero –dijo Vincent mientras colocaba una pistola sobre la mesa. Y cargó balas delante de los tales para que notaran que no había trampa.
»A ver –prosiguió-. Cada uno acérquese a tomar su parte.
Nadie dijo ni media palabra mientras la retiraba. Y cuando recogieron notaron que uno de ellos llevaba la más larga. Éste se puso pálido y estático.
-¿Qué esperas que no pasas a tomar el arma? –gruñó el vaquero de blanco-. ¿O qué prefieren, que les mate a todos tres como han matado ustedes, tan cobardemente? Les toca elegir.
Los dos hermanos codearon a Walter para que pasara pronto. Y éste se acercaba a tomar el revólver de la mesa en tanto que Richard guiñaba un ojo a Bernard evitando ser visto por el joven vaquero que ponía sus manos en alto para darle ventaja. Y el que se acercó a la mesa apenas pudo acariciar el revólver cuando una bala perforó su cabeza y cayó fulminado.
-A ver –siguió Vincent mientras enfriaba el cañón de su pistola-. ¿Quién pasa voluntariamente, o yo designo al que le toca?
-Yo... yo voy –titubeó Bernard que llevaba la mediana, y miraba a sus lados como quien quería una aprobación porque no dudaba que su hermano pondría en marcha un plan que les salvase a los dos.
Se acercó a la mesa rodeando el cuerpo inerte de su hermano, y con mucha ansiedad iba a empuñar el Colt pero no llegó a hacerlo porque una bala perforó su cabeza. Y cuando esto acontecía, el último que tenía un veintidós escondido en la nuca quiso matar a Vincent al descuido, pero éste le disparó primero y murió en el acto. Concluyó su venganza cuando colocó en la muñeca de cada uno un cordón de plata.
El Sheriff sólo pudo realizar el levantamiento de los cadáveres acompañado de sus ayudantes. Algo inconmensurable empezó a crecer en su burdo pecho al ver que sus planes se estaban yendo a la deriva por culpa del justiciero desconocido quien acababa de dar muerte a sus protegidos.
En cuanto a Vincent no se marchó sin antes dejar a buen recaudo a sus parientes, y una vez comprobado que Rafaelo quedaba fuera de peligro luego de haber recibido atención médica.
Mientras se alejaba traía a la memoria que apenas era un niño cuando un grupo de indios mató a sus padres, e incendió su rancho. Éste se salvó porque fue al río a por agua. Y desde allí miraba aterrorizado las escenas contra su indefensa familia. Los indios se hicieron humo después de este doble homicidio.
Y lejos del lugar de los hechos daban parte a cierto personaje la audaz fechoría que acababan de cometer.
-Nosotros cumplir con nuestra parte de trato –dejó caer el jefe de los indios renegados-. Ahora tú, hombre blanco, cumplir con la tuya: devolver a nuestras tres hijas que tener en tu poder. Una de ellas ser la mía, y llamarse Nube Gris que deber casarse con Lobo Feroz cuando ser luna llena, y ya sólo faltar tres días.
-A ver la muestra que lo cumplieron –vociferó un hombre de mediana edad. Llevaba traje de salir y estaba rodeado de muchos hombres a caballo.
-Aquí tener muestra –soltó León Amarillo mostrando un par de cabelleras dentro de un saco.
Los hombres del ilustre personaje tomaron el saco, se acercaron a éste y le mostraron el contenido.
-Cabellera de mujer, cabellera de hombre –apostilló el indio.
-Falta una –vociferó el ilustre personaje.
-¿Qué una? –interrogó el indio.
-La del crío –volvió el de la chistera.
-Nosotros no ver a ningún crío –protestó el indio-. Además si haber alguno no tardar en morir porque no haber quien cuidar de él. Devolver a hijas de nuestro pueblo.
-Bien –asintió el ilustre personaje-. Aquí tienes a tus indias piojosas.
Y los hombres de éste traían a empellones para hacerlas andar más a prisa a tres jóvenes apaches. Los padres indios recibieron a sus hijas mientras los demás del grupo les soltaban las ataduras de manos y pies.
-Quedamos en paz, León Amarillo –dejó caer Philip Dalton-. Tú cumplir palabra de asesinar a Rinoceronte Blanco y su familia; aunque no completa. Y yo entregarte jóvenes indias. “Ojalá más adelante no tengamos problemas por causa de ese maldito crío”, masculló para sus adentros.
-De momento, sí –asintió con gravedad el indio-. Yo esperar no tener más altercados contigo, hombre blanco, ni con ninguno de los tuyos durante mucho tiempo.
-Sí. Eso espero yo también –sonrió maliciosamente el ilustre personaje mientras se alejaba con sus hombres a todo galope.
Una densa nube de polvo los cubrió de la vista.

Vincent se incorporó rápidamente, pero con suma cautela. Acercó los humeantes cañones a sus labios y los sopló uno por uno mientras reponía los proyectiles gastados sin dejar de otear a su alrededor. Las enfundó, se sacudió el polvo de los pantalones y de los codos, y continuó su marcha hacia la cantina. Los curiosos que llenaban puertas y ventanas de las casas eran testigos de la balacera desigual. Y que para sorpresa de alguien: no resultó como quería. Porque los enviados por éste no pudieron acabar con el veloz pistolero que se defendió como gato patas arriba. No quedaba más remedio que enfrentarlo, pero parecía tener las de ganar el último Dalton, ya que varias decenas de pistoleros estaban pendientes de él las veinticuatro horas del día. Aparte de ello, extendió sus dominios en los constantes asaltos a trenes o diligencias, tal como lo hacían sus ya extintos hermanos. En el último atraco perpetrado hace una semana se llevaron un botín de un millón de dólares en barras de oro, que debía ser trasladado de manera conveniente a un banco de Alburquerque. La caja fuerte del tren que portaba los valiosos lingotes no resistió al poder de la dinamita colocada por los forajidos en el asalto. El golpe fue perfecto: mataron a los guardas y se hicieron con las barras de metal precioso. Ni siquiera fue suficiente un pelotón de uniformados enviados por el fuerte militar para su custodia porque unos murieron y otros quedaron heridos de gravedad. Una vez concluido el atraco los forajidos desaparecieron de la escena dejando tras sí una estela de polvo mezclado con el humo de la explosión. Este último atraco llamó mucho la atención por parte de las autoridades de Las Cruces que nombraron una comisión de investigación con un Marshal a la cabeza, la misma que apenas nominada se puso en marcha hacia los territorios señalados. Esos momentos pisaban los derredores del pueblo a visitar.
Clark encendió un nuevo cigarro antes de poner un pie en el antro. Echó el humo por los carrillos, tomó aire y avanzó como impelido por un imán hacia el fondo. A su paso hacia el mostrador aumentó la tensión entre los que simulaban jugar o tomar algo. Sólo sus ojos se movían como los de un sapo cuando siguen los rayos de luz que entra a raudales por una puerta o una ventana. El recién llegado pidió un whisky mientras miraba alrededor con disimulo, pero con eficiencia a ver si no se daba algún movimiento en falso antes de hora. Justo antes de entrar había calculado que no le faltarían los proyectiles en caso de un enfrentamiento similar al que tuvo hace solo unos minutos.
-¿Buscas a alguien, forastero? –le importunó un hombre a su lado.
-Eh, sí –propuso Vincent-. Busco al primer pistolero que tenga la habilidad de atravesar una bala por el pico de una botella.
Todos se echaron a reír ante la propuesta inesperada que hizo titubear al hombre que hablaba con el forastero.
-¡Qué cojones! –exclamó el pistolero anfitrión-. Vamos a jugar un rato. ¿Es para mis compañeros también esta propuesta? ¿O sólo para mí?
-Sí –carraspeó un tétrico visitante al tiempo que bebía un nuevo trago de whisky y degustaba su sabor picante-. Todo el que quiera probar puntería puede apuntarse –inhaló su pitillo con fuerza y echó el humo de manera siniestra.
-Vale –asintió nuevamente el primero mirando con malicia y de manera interrogativa a sus compañeros-. ¿Cuál será el premio para aquel que lo logre?
Un silencio sepulcral presionaba una respuesta por parte del vaquero visitante.
-Para el primero que lo logre será mi cabeza –ironizó con avidez en medio de las consabidas volutas que teñían el ambiente.
-¿Y si no lo logra? –inquirió una voz del grupo.
-Pues, si no lo logra será la cabeza suya –gruñó Vincent al tiempo que asentaba el vaso con fuerza sobre el mostrador.
Entendieron que el asunto era serio y nadie dijo ni jota, pero...
-De acuerdo –continuó Dalton-. Pero tú primero ¿vale?
-Muy bien –asintió el forastero-, yo primero. Pero lo practicaremos en las calles del pueblo.
Todos murmuraban con voz muy baja mientras asintió Cyril:
-Perfecto. Salgan todos a la calle.
En el momento que salieron Vincent prestó mucha atención, y miró que había varios hombres alrededor. Esto previno al joven vaquero y le dio mayor seguridad de saber en qué camisa de once varas estaba metido hasta las orejas. Iba a ejecutar la estratagema prevista de acabar con muchos a la vez. Ya que por eso mismo hace un par de horas hizo traer varias carretas y pidió juntarlas unas con otras en el centro de la plaza para sabe Dios qué cosa hacer. Y estas carretas contenían bancos de madera pero no eran visibles sus patas. Nadie hizo caso de su presencia justo en el sitio donde iba a llevarse a cabo el juego de la botella.
-¿Ya empezamos? –propuso el forastero.
-Sí, ahora mismo –repuso Dalton a nombre de los demás.
Vincent dio unos cuantos pasos y se colocó a un tiro de piedra de la botella por cuyo pico debía pasar la bala. Abrió un poco los pies para ganar equilibrio al cuerpo, mientras observaba con disimulo los rifles que empezaron a aparecer de los techos. Todos estaban suspensos esperando el momento de la primera prueba. Con un rápido movimiento sacó sus pistolas e hirió primero a los que estaban en los cobertizos. Luego a los que estaban cerca de él. Pero Cyril rápidamente se refugió en la cantina con cuatro o cinco de sus secuaces. Mientras Vincent enfriaba los cañones con el consabido soplo.
-¿Aún quieres que pasemos la prueba de fuego? –gruñó el forastero ante un atemorizado Cyril en tanto reponía los proyectiles de sus pistolas.
-No. Porque has hecho trampa –fue su respuesta.
-¿Y tú no la hiciste apostando a tus hombres en los cobertizos una y otra vez? –dejó caer un seguro Vincent-. Así es que estamos a manos. Ven pasemos la prueba.
Hubo un corto silencio.
-Voy, pero mis hombres conmigo –titubeó por fin Cyril.
-¿O sea, seis balas contra dos? –inquirió el joven Clark.
-Sí. Si quieres –dejó caer su interlocutor aparentando valentía-. Si no pues, ya nada, que te den...
-Vale –asintió el forastero-. Pero tus hombres se colocarán en un sitio donde yo pueda verlos. Y nadie llevará sus armas. ¿Okay?
-¡Qué cojones! –exclamó Cyril mirando con sus ojos lobunos, pero iba a ejecutar un plan que se le acabó de ocurrir-. Ahora mismo.
Y salieron los seis de la cantina luego de despojarse de sus pistolas y dejarlas en el tablado del piso; aunque cada uno llevaba su dotación de reserva entre sus ropas, y eso no lo dudaba el forastero que se colocó a la vanguardia de sus movimientos.
-Ustedes serán nuestros testigos de honor –dispuso Vincent-. Suban a las carretas que ven en el centro de la plaza y tomen asiento mientras se desarrolla el juego. ¿Vale?
-Vale –dijeron al unísono y se apostaron a esperar sentados en los bancos de las carretas mientras tramaban el momento clave para relucir sus veintidós ocultos e intentar matar al joven vaquero.
-Eh, eh –soltó Cyril con viveza mientras ejecutaba la primera parte del plan-. Ahora cada uno tendrá en el tambor de su arma sólo dos proyectiles. Si en el primer intento no logra su objetivo, sólo tendrá una nueva oportunidad. ¿Vale, blanca paloma? –se burló.
-Okay –asintió Vincent al tiempo que quitaba los demás proyectiles de su revólver, sin hacer caso de la somera burla. Y dejó dos que las desmontó y las volvió a montar delante de los seis pares de ojos que iban o venían según sus movimientos.
Lo propio hizo Cyril, cargó dos proyectiles en el tambor del suyo. Y ambos dejaron las respectivas macanas sobre una mesa a la vista de todos y a considerable distancia del concurso.
Justo ese momento acababa de llegar un grupo de ocho o diez hombres al pueblo quienes dejaron sus monturas y se acercaron a pie para ser testigos de la escaramuza que se desarrollaba. Portaban sendos trajes oscuros y una estrella de metal en el pecho.
Empezó el juego mortal. De nuevo el joven Clark se puso enfrente del objetivo a atravesar. Oteó alrededor con disimulo, y como no había nadie disparó su arma y atravesó el proyectil por el pico de la botella. La sangre se heló en las venas de todos cuantos presenciaron la pericia del tirador. Hecho que aplaudieron mentalmente los recién llegados.
Este momento uno de los que observaban el juego mortal sobre la carreta quiso sacar su arma oculta, pero pensó: «Mejor apenas empiece la segunda tanda del concurso lo mataré». Y no movió un solo músculo. Sin saber que era observado por quienes no permitirían un crimen por la espalda.
Lo propio hizo Cyril, atravesó el plomo fulmíneo por el pico de la botella, y todos aplaudieron dicho empate. Pero ya sólo les quedaba uno para definir la prueba. Y éste en vez de permitir al joven Clark continuar con el concurso, hasta que exista un ganador, disparó sobre su humanidad. Cuando se desplomaba el forastero alcanzó a utilizar su última bala y disparó sobre las carretas, que explotaron por los aires hiriendo de gravedad a todos los que estaban subidos en ella y los de su derredor.
Pasados unos minutos de la explosión el Marshal y sus ayudantes se materializaron en la escena. En tanto que los heridos fueron recogidos por el populacho para ser atendidos en urgencias por el médico. Sobrevivieron Vincent y dos o tres pistoleros de parte del clan Dalton. Cyril dejó de existir luego de una corta y dolorosa agonía, llevaba destrozada la mitad izquierda de su cara y el cráneo. Los pacientes eran vigilados por los hombres de la ley que iban a ponerlos tras las rejas a espera de un justo juicio. Pero Elizabeth recuperó a Vincent con la venia del pueblo que atestiguó en su favor. Entonces el Marshal no tuvo más remedio que dejarlo en sus manos, pero se llevó a los demás heridos, y detuvo al Sheriff y a sus colaboradores. Los que opusieron resistencia a la autoridad murieron atravesados por las balas justicieras. Antes de partir colocó una nueva placa de acero en el pecho de un honrado morador del pueblo.
Mientras Elizabeth trasladó a Vincent a su rancho, y se hizo cargo de las curaciones hasta la total recuperación. Y los dos enfermos no tuvieron nada que envidiar acerca de las atenciones de un hospital, pues recibieron el cariñoso apoyo de dos damas de la familia: Elizabeth y Lana. Por lo que respecta a Vincent, restablecido de la última hecatombe que casi le cuesta la vida, tenía que decidir lo que haría desde aquel día en adelante: si colgar sus pistolas y dedicarse a otros trabajos, o continuar siendo un experto en cazar bichos malos.
El gobierno del estado de Santa Ana premió el valor indomable de Vincent a lo largo de su trayectoria justiciera y lo hizo acreedor a una importante suma en dólares por haber devuelto la paz a sus contornos, librando a los moradores del azote falaz del clan Dalton y su banda de forajidos. Un gran porcentaje del oro robado por éstos volvió a las arcas de los propietarios. Al fin de la ceremonia el Marshal quiso investir a Vincent Clark como nuevo Sheriff del pueblo; pero éste se negó al decidir hacerse cargo de las labores del no pequeño rancho de su parienta Elizabeth, ya que Rafaelo quedó parapléjico debido a la herida que astilló la columna vertebral.
Vincent Clark tomó por esposa a la singular Lana Simeone con la que tuvo muchos hijos. Y vivieron muy felices junto a sus parientes que se convirtieron en comprensivos suegros y abuelos a la vez.


THE END


4 comentarios:

  1. Quedó perfecto este relato con la sabia dirección de nuestro tutor José Alejandro. Sólo que quisiera ver si aún se puede corregir una falta ortográfica en la palabra whisky, pues olvidé hacerlo a pesar de habérmela hecho notar mi tutor.

    Gracias por leer y por sus comentarios.

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