miércoles, 5 de febrero de 2014

El encendedor

Marcela Royo Lira



 La mañana clara y de sol desvía al chico de su acostumbrado paseo en bicicleta por las callejuelas cercanas al barrio, hacia el río. Allí, se entretiene tirando piedras, pone atención al  sonido según el tamaño al hundirse en el agua, observa el juego de los círculos.  Al rato, se interna entre los matorrales a orinar.

 Entonces, ve el cuerpo.

 Vuelve a casa. La madre, en la cocina, prepara tostadas para el desayuno. La hermanita mira dibujos animados en la televisión. El niño, retraído por naturaleza, guarda silencio y se sienta a desayunar. Pero el cadáver en el río no lo deja tomarse la leche ni coger un pedazo de pan. Sale al patio sin hablar con la mujer sentada a la mesa. Entierra, bajo el nogal, lo que había recogido entre los matorrales. Luego, entra. 

 El padre se asoma recién duchado.  

─Se me hizo tarde ─dice desde el umbral─. No había champú en el baño, tuve que ir de una carrera al almacén y esperar a que abrieran  ─agrega con cara de disgusto. Se va sin desayunar.  

─Un hijo que vive en su mundo y un marido siempre apurado ─se queja la mujer mirando a la niña que aún no termina la leche. Recoge las tazas, limpia la mesa. Acostumbrada a su modo de ser no pone atención al hijo que sube al dormitorio y se encierra.

 Esa noche, en el noticiero de la televisión, la familia se entera del crimen. Un vagabundo descubrió el cadáver. Qué hacía una pequeña de sólo diez años a tan temprana hora en el río, interroga el periodista. La madre llorando responde: la había enviado a comprar pan para el desayuno  y entonces se le perdió la pista. Eran alrededor de las siete de la mañana, insiste el hombre con el micrófono; el negocio está a dos cuadras, a veces el pan tarda un poco, mi hija lo esperaba, dice ella. Maricela sabía que no debía hablar con desconocidos ni tampoco irse a otro lado, deja en claro la mujer, limpiándose las narices.

─La policía investigará el crimen─, aventura el periodista después de intentar en vano hablar con el fiscal allí presente.

 Dos días después el padre del niño anuncia a la hora de comida: 

─Este no lo voy a perder─. Y con su mano grande, de dedos anchos, muestra un encendedor nuevo.

─No me explico dónde pudiste dejarlo ─dice la esposa─. Lo busqué en toda la casa. Me gusta, es llamativo. 

 Se lo muestra al niño, pero este no levanta la cabeza del plato de comida. Inicia un movimiento de la parte superior del cuerpo hacia atrás y adelante. Los padres simulan no darse cuenta, acostumbrados a la manía. 

 El hombre se retira al dormitorio cuando hablan del caso en el noticiero, alega que le  molesta la morbosidad de los periodistas; además, reconoce que le da mucha pena, en dos ocasiones le había regalado a la pequeña un dulce cuando coincidieron en el almacén. 

 El chico, ante la extrañeza de su madre, desarma la bicicleta. Por partes separadas se la regala al hombre del carretón que pasa comprando fierro, catres y cálefonts viejos.

─¡Paciencia, Señor! ─rezonga, escobillando la polera de su marido─. Este niño y sus rarezas, y Manuel tan sucio que dejó el buzo, ni que se hubiese arrastrado por la maleza.

 En menos de un mes, otra pequeña víctima, violada y muerta por estrangulamiento. Esta vez la policía encuentra el cuerpo. La familia había dado aviso de su desaparición el día antes, cuando no volvió de la escuela a la hora de costumbre. Testigos la vieron de la mano de un hombre en dirección al río, entregan el perfil del sospechoso a la policía.

 Esa noche, mientras la familia duerme, el hombre sale al patio y se dispara en la boca con un revólver comprado hacía poco. No dejó una nota. 

 El niño entierra, en el mismo lugar que la vez anterior, el encendedor vistoso que la madre hubiese querido  conservara como recuerdo del padre.

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