miércoles, 19 de febrero de 2014

Final para una vieja historia

Marcela Royo Lira


Clara no sabe en qué momento hizo verdad la historia que hilvanó a medida que fue creciendo. Inapropiado para sus planes sería reconocer que se crió en un hogar de niños huérfanos, que la monja-portera escuchó su llanto una mañana y la encontró en el umbral, envuelta en un chaleco viejo. Sin embargo, su imaginación desbordante, que tanto preocupó a la Madre Superiora mientras estuvo interna, le ayudó a urdir un buen plan. 

Desde hoy contaré, que por orden del abuelo materno manos negras me sacaron de la clínica a las pocas horas de nacer. Que mi madre, hija de un magnate del petróleo, tuvo relaciones amorosas con el jardinero de la mansión donde vivían, quien había desertado de un barco noruego y, cual vikingo, tenía ojos verdes encendidos y una cabellera crespa y colorina. 

De ese modo, Clara justificó por años el tono verdoso de su mirada y los ensortijados cabellos de un rojo intenso. Recuperaré mis raíces, se decía, casi convencida que su historia era cierta. Esta piel blanca, los dedos finos y largos me vienen de familia distinguida, porfiaba. Algún día, viviré en una mansión en el barrio exclusivo de esta ciudad.  Soy fruto de la pasión desenfrenada que he imaginado desde siempre. 

Sin darse cuenta, entre fantasías y mil historias inventadas en que ya no sabía qué era cierto y cuál una mentira, se encontró de pronto, a los veintidós años, trabajando como secretaria para una empresa extranjera, liada al petróleo venezolano. 

Hoy es viernes, susurra entre el tecleo de cartas y el teléfono que no cesa de llamar. José Ignacio vendrá en busca de su padre. Están preocupados. La noticia salió en la prensa y hasta anoche todavía hablaban del tema en la televisión. Puedo acercarme a él, decirle cuánto lo siento, que si necesita hablar con alguien que no sea un familiar…

¡Pardiez!  Viene con ella. Sus padres son socios, es natural que sean novios. Es una muchacha desabrida, casi albina, muy tímida; pero él la adora. Ya quisiera que me mirara, por un segundo, como la mira a ella. Los he visto en numerosas ocasiones. Por eso, hace unos meses, fui donde la bruja Rosalinda (famosa en el barrio por sus conjuros con un buen desenlace) y le pedí que la hiciera desaparecer. A los pocos días, supe por mi jefe que la joven  se había perdido a la salida de su casa y que la policía estaba buscándola. Sin embargo, hela enfrente mío sonriéndome con su pose de niña buena. Incluso se acerca y me abraza. José Ignacio toma mi mano conmovido, dice que su padre le dijo de mi preocupación por Valentina (¡Por supuesto! si todas las mañanas le preguntaba si había novedades a fin de determinar mi próxima acción).

─Cuánto me alegro de verla, señorita ─le digo─ ¿Está usted bien? ¿No le hicieron daño, por Dios?

─¡Escapó! Mi chica es una mujer astuta, burló la vigilancia de los secuestradores ─dice él con orgullo (no es tonta, entonces, como creí, pienso). 

Luego, la toma de la mano y entra a la oficina de su padre. 

Escucho la exclamación de júbilo, imagino el abrazo, la emoción. Los últimos días lloró por la que cree será su nuera, muy preocupado por el dinero del rescate. Sentada frente a él lo consolaba y hablábamos, a veces hasta reíamos, él tomaba mi mano entre las suyas y me agradecía. 

Preparo café y pongo tacitas en una bandeja, debo entrar, interrumpir el lazo que los une. La historia la escribo hace años, es hora de su punto final, mascullo taconeando firme. 

Días después, don Nicolás, mi jefe, me invita a cenar. Hay un asunto muy importante para celebrar, dice nervioso, viste elegante, se ve bien, el tono verdoso de la corbata hace juego con sus ojos, huelo su perfume, no sé por qué me contagia el nerviosismo. Voy al baño y bebo agua, me cercioro de lucir bien, el rímel de mis ojos y los cabellos intencionalmente despeinados. Me desabrocho la blusa y, una vez más, observo el raro lunar en mi hombro izquierdo, asemeja la figura de un dragón chino. En el orfanato había llamado la atención de las monjas.

Esta noche descubro que la vida tiene muchas vueltas y que tal como decía el personaje-protagonista Forrest Gum, en la película del mismo nombre, es como un bombón, nunca sabes qué relleno te va a tocar.

Los últimos meses disfrutamos el estar juntos, es un hombre culto, entretenido, hemos ido a la ópera y al ballet en el teatro municipal. También me recomienda autores clásicos para leer. Me gusta oír sus comentarios y análisis de las obras, nunca tuve oportunidad de conocer este otro  mundo, de cultura y arte. Y me agrada. También me contó de su mujer, del accidente y cómo crió solo a José Ignacio. Me emocioné imaginándolo de la mano del niño esa vez en que me contó de los veraneos en Zapallar.

Estoy sorprendida, halagada, aunque en honor a la verdad lo intuía en la forma de mirarme a los ojos, de tomarme del brazo al caminar por la vereda hacia el lugar donde había estacionado el automóvil, al abrazarme cuando le confieso entre lágrimas la verdad de mi historia. Retrocede unos pasos y se queda mirándome, muy serio, bajo la luz del farol de la calle. Creí que se enfadaría, sin embargo, reconoce que nadie trabaja bajo sus órdenes sin ser investigado. Hay un silencio en que no sé qué hacer. Con su pañuelo me seca las lágrimas.

─Clara, es curioso ─dice, tomándome del brazo para que crucemos la calle─ ¿Me creerías si te contara que un día trabajé de jardinero? No siempre fui el que soy, créeme. Nací en Pozo Almonte, éramos muy pobres. A los quince años me vine a Santiago, trabajé de mozo en un restauran cerca de la Estación Central, hice de suplementero y lustra botas, también fui peoneta de un camión que traía fruta del Puerto. Un día un vecino-jardinero que trabajaba en las casas del barrio alto me pidió que lo ayudara. 

Guarda silencio, como si los recuerdos al traerlos a la luz le pesaran. No me atrevo a interrumpirlo. Es su historia. Luego, continúa.

─En una de esas casas vivía una muchacha, el padre tenía una compañía de petróleo en Punta Arenas. Era bailarina del Ballet de Santiago y poeta. Me prestaba libros y cassettes de música clásica, íbamos a los museos y galerías de pinturas. También contribuyó a que terminara mis estudios en la escuela nocturna. Fue la primera mujer de la que me enamoré. En uno de sus viajes se quedó en Portugal, no volví a saber de ella.

Quedo confundida, no sé qué decir. Es como si le hubiese robado parte de su vida y la hice mía. Nos abrazamos largo rato. Sé que piensa en la muchacha de los versos y estrecho el abrazo. Luego, saca un estuche del bolsillo de la chaqueta y mostrándome el anillo de compromiso me pide matrimonio.

─Sólo pido amarte como lo mereces ─ logro balbucir. Reconozco, en este momento, lo que no quería admitir, me había enamorado de él cuando perdonó mis faltas de ortografía en la primera carta que debí teclear para la empresa. Al día siguiente, entregándome un diccionario dijo: “para cuando tenga dudas, señorita Clara, todos nos equivocamos”.

En el vehículo le desabrocho la camisa, mis labios buscan su corazón. 

Entonces veo en su pecho, cerca del hombro, el lunar con la  figura de un dragón chino. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario