viernes, 7 de diciembre de 2012

En el hospital


Juan Carlos Camacho


Los médicos no sabían lo que le pasaba a J. Ordenaban una serie de análisis, de sangre, de orina; pedían muestras de secreciones de la faringe, de las amígdalas, le revisaban la esclerótica, le palpaban el vientre y el hígado, le hacían sacar la lengua y le formulaban un montón de preguntas, a las que respondía desganado. Una fiebre de cuarenta grados, por cinco días seguidos, lo estaba consumiendo. Había perdido completamente el apetito y tenía el hígado inflamado.  El médico, le recetó un coctel de antibióticos que no le sirvió para nada; entonces cambió de médico, a un reputado gastroenterólogo, ya mayor, a quien en Arequipa se lo conocía con el apelativo de “mano santa” debido a su habilidad para practicar la cirugía del apéndice. De nuevo, más antibióticos y ningún resultado.  Finalmente,  cuando ya había perdido más de cinco kilos y estaba amarillento como un cirio,  no tuvo más remedio que ir al hospital del seguro social en Arequipa.

Pacientes esperando en los grises y lóbregos ambientes del servicio de emergencia fue lo primero que J vio,  luego pasó por la estación de triage, en la que le tomaron la temperatura y los signos vitales y,  por fin,  se le informó la decisión de su internamiento, una vez que resolvieran el  problema de la falta de cama, pues en aquel momento no había ninguna libre.  Ya tarde, lo internaron en el séptimo piso.  La habitación era pequeña, con cinco camas separadas por cortinas; la suya tenía al lado derecho una amplia ventana con persianas venecianas. El cuarto disponía de un baño pequeño con ducha, lavamanos y toilet, Por el piso rondaban las clásicas cucarachas de hospital, grandes y cafés, con sus  largas antenas tembleques y sus marrones élitros brillantes. Aparecían y desaparecían como por arte de magia, pero las paredes y piso del baño eran sus lugares preferidos. J imaginaba cómo sería la vida subterránea en la red intrincada de tuberías hospitalarias, donde  miríadas de insectos, roedores y otras alimañas se arrastraban, corrían o deslizaban en un torrente invisible pero que sentía tan próximo como repelente.   Esa noche apenas pudo dormir por un par de horas,  le sudaba la nuca por la fiebre y la inquietud de no tener ninguna certeza sobre el mal que le aquejaba. Del origen, si que tenía una vaga idea…

Pocos días antes, en un evento partidario, habían inaugurado un local distrital en la casa de unos simpatizantes.  Los anfitriones organizaron una nutrida reunión con la asistencia de vecinos notables e invitaron un almuerzo arequipeño regado con copas de vino borgoña blanco de ínfima calidad.

“Me siento terriblel, creo que me cayó mal el rocoto relleno o el vino que nos dieron de almuerzo”.- Confesó, al atardecer de ese día,  a Óscar, su compañero de campaña y candidato como él.

“Qué raro, yo estoy bien, mejor descansa esta noche, mañana seguramente estarás mejor”.-Respondió Óscar, afablemente.

J tenía todavía varias actividades aún,  pero las canceló todas se fue a acostar, esperanzado en levantarse sano al día siguiente. Cuál no sería su sorpresa cuando, al día siguiente, se sintió peor, mareado,  con fiebre y sin ganas de hacer nada.

La visión de las sábanas de tocuyo blanco y la colcha, mil veces usadas y marcadas con una cifra en plumón negro, le recordaban las marcas de los números que tenían en las muñecas los prisioneros de los campos de concentración  nazis.

J no recibía muchas visitas, a Cecilia, su esposa,  le prohibieron verlo, dada su situación de embarazo de casi nueve meses, solo su padre venía de cuando en cuando a ver cómo se encontraba.

  -Es un caso inusual, de diagnóstico difícil, de lo único que estoy completamente  seguro es que usted está  muy bajo de defensas-. Indicaba uno de los médicos a J, moviendo al mismo tiempo la cabeza con el seño fruncido.  Por las noches J  seguía humedeciendo la almohada.  Cuando esto sucedía,  le daba la vuelta, pero luego la empapaba por el otro lado.  Tenía el  sueño intermitente y se despertaba con cada ingreso de las enfermeras de turno a la habitación.  En el séptimo  piso del hospital habría unas veinte habitaciones similares.  Era un edificio de principios de los años setenta, funcional y con un diseño modernista, de nueve pisos, con amplias áreas verdes y ascensores. Pero más de veinte años de trajín intenso lo habían  deteriorado visiblemente, en especial a sus zonas públicas y a sus habitaciones de hospitalización; la pintura se encontraba en malas condiciones y las persianas necesitaban reparación.  Algunos enfermos se lamentaban en silencio; otros, la mayoría, lucían indiferentes mirando desde sus camas esas horribles telenovelas mexicanas a todo volumen, en aparatos de televisión que operaban con sus controles remotos.

Un enfermo de la cama vecina  estaba también grave.  Sus familiares contrataron a un señor de edad avanzada que se ofrecía a cuidar a los enfermos por cierta cantidad de dinero. El cuidante tenía una frente impresionante por su forma cónica como un huevo, era voluminosa, pero en la punta estaba  como desinflada y adornada con una gran cicatriz. A la vista, había sufrido un accidente terrible o le habían practicado una lobotomía de parte del lóbulo frontal; sin embargo,  caminaba, miraba y hablaba casi normalmente; pero  en la noche solo se dedicaba a dormir. Su presencia, con su impresionante frente le  daba  un aspecto todavía más sórdido al cuarto del hospital.

La salud de J empeoraba cada día más, la faringitis le impedía pasar la saliva, había perdido completamente el apetito y lucía cada vez más demacrado. Los médicos, confundidos,  esperaban lo peor.

“No me gusta recibir visitas y que vean mi estado lamentable, prefiero sufrir solo.  Me han suspendido los alimentos sólidos y sólo me dan mate de anís, además del suero intravenoso y los antibióticos.  Me siento cada vez peor, tengo la faringe y las amígdalas inflamadas y con una cubierta blanca -cándida alcibans- me dijo una doctora, unos hongos saprófitos que atacan cuando uno está muy bajo defensas naturales. La esclerótica la tengo amarilla y la boca seca, la fiebre no baja.” -cavilaba J, sin poder tranquilizarse.

El médico jefe de piso, temía que tuviera difteria, una enfermedad que ya no se presentaba desde hace muchos años en Arequipa y pidió a Cecilia que consiguiera un suero específico que no había en el Perú.  Ella se las ingenió para encargarlo en Arica y lo hizo enviar con un amigo que trabajaba en Tacna.  En un par de días llegó en un conservador plástico con hielo.  Como no estaban seguros de lo que padecía, al final descartaron colocarle el suero anti diftérico.

A Cecilia, la enfermedad sin diagnóstico seguro de J, le inquietó de alguna manera pero no por eso interrumpió sus actividades. Su trabajo de promotora en el Instituto del Sur y el embarazo, que ya daba a su fin, concentraban casi toda su atención. Un año antes el Sodalitum había decidido incursionar agresivamente en la formación superior de los jóvenes arequipeños y el Instituto del Sur sería su primera apuesta. Cecilia había sido reclutada como promotora y el director le había encargado  captar el interés de las promociones salientes de los principales colegios privados locales. Ese verano, le proporcionaron un VHS y un televisor de veintiún pulgadas para hacer la promoción. Como buena hiperactiva,  había olvidado completamente su estado grávido.  La adrenalina,  derivada del desafío de convencer a los prospectos sobre la misión de excelencia educativa ofrecida, era superior a su propia condición de preñez. Además esa circunstancia parecía darle más fuerza para acometer sus visitas de promoción.  Los chicos de los colegios Prescott,  San José, La Salle y algunos otros, sentían curiosidad al verla llegar con sus equipos, que trasladaba en su propio carro, un Volkswagen amarillo, apenas acompañada de un asistente. Enfundada en un traje floreado amplio, con su cabello negro crespo, al estilo áfrica look natural, su tez morena y joven, y el prominente vientre de ocho meses de gestación era algo que los chicos no esperaban ver. 

Aquella tarde, cuando J ya estaba internado por más de dos semanas, Cecilia trabajó hasta  entrada la noche. Entró al departamento dúplex de la calle Melgar, donde quedaba la quinta familiar en la que vivían,  y rendida, se echó en la cama, fue entonces cuando sintió las primeras contracciones. Ante la falta del marido, acudió a una hermana mayor que la derivó al hospital del seguro. Ingresó con la confianza de que las cosas de la naturaleza fluirían por sí mismas. La hospitalizaron en el tercer piso, el de maternidad.

Ese domingo J, pensaba: “En la mañana,  entró un cura haciendo sonar  una campanilla en cada habitación, invitando a comer la ostia a los creyentes  y a dar la extremaunción a los enfermos agonizantes”. J era agnóstico, pero en aquel trance, no pudo dejar de pensar en la proximidad del desenlace y en la partida.  No creía en la vida eterna. ¿Será verdad que los ateos, antes de morir, reniegan de su verdad y se convierten?” ¿Abdicaré de mi agnosticismo como Chesterton o me mantendré hasta el final fiel a mi verdad, como Orwell? –discurría. Pensaba en el retoño que habría de nacer por esos días,  y, sin poder evitarlo más, se sentía invadido por un sentimiento religioso, como cuando era púber y sintió el viento del soplo divino en un campamento de verano organizado por los evangelistas del colegio Internacional.

Uno de los médicos le informó a J que su esposa  había ingresado la víspera, con síntomas de parto inminente. “Cuando me internaron la dejé con casi nueve meses de embarazo” –recordó como en un sueño. 

J inquirió  a uno de los médicos con ansiedad:

 “¿Fue un parto normal o hay alguna complicación?, doctor”

“Absolutamente normal, será un parto natural.  Pero, por supuesto, tú no podrás ver a la criatura todavía; el peligro de contagio, tú sabes”. -Respondió el doctor con amabilidad.

Por supuesto no quiero que haya el menor riesgo”- le contestó J,  con firmeza.

Ese día J pensó: “Si no salgo vivo de este hospital, por lo menos algo de mi creación saldrá de aquí”, y sintió,  con emoción verdadera, el sentimiento único  de estar pronto a ser padre por primera vez. Irónicamente eso sucedía  en un momento en que sentía alejarse aleteando  su propia vida.

Del nacimiento de su hija Daniela -ése fue el nombre que le dio en ese momento-  se enteró poco tiempo después del parto.  Un médico, que se hizo su confidente,  le contó que todo había salido bien y que era mujer. J recordó que su  esposa siempre decía: “Que sea hombre o mujer, con tal de que venga con salud”.  Increíblemente, desde ese momento J  empezó a sentirse  mejor, la garganta se le fue desinflamando gradualmente y le regresaron las ganas de vivir. A los pocos días pudo bajar al piso de maternidad para ver a la recién nacida, dormida en los brazos de Cecilia.  Se emocionó al ver el esbozo de su sonrisa tierna y descubrir en su rostro un aire familiar.  Sus rasgos suaves, sus mejillas sonrosadas y su quijada afilada,  recordaban a J a su madre de joven.  ¡Por fin era padre de su primera hija!  Solo le faltaba escribir su libro y plantar varios árboles.

A partir de ese momento, la recuperación fue rápida, le regresó el apetito que había perdido por semanas y aceptó la comida sólida, unos cotidianos bistecs con arroz y clara de huevo cocido. Los resultados de los análisis mejoraron paulatinamente.  La mañana que le dieron de alta estaba tan debilitado por haber guardado cama, por más de un mes, que casi perdió el equilibrio al bajar las gradas, pues tenía los músculos  agarrotados y el apuro por ver a su hija Daniela era irrefrenable…..

Pronto se sumiría de nuevo en la campaña, con más ímpetu, debido a que en el tiempo que había estado fuera de circulación muchas cosas pasaron. Su liderazgo en las encuestas  decayó y arreciaba una fuerte competencia entre los candidatos. En su ausencia, le redujeron la pauta publicitaria,  favoreciendo a los otros a su costa. Tuvo que trabajar a fondo para recuperar el tiempo perdido. Pero al fin, superando la debilidad física, logró la meta, fue elegido.

En las madrugadas aa pequeña, con su canturreo despertaba a J,  haciéndole olvidar la mala noche, por haberse levantado varias veces para preparar el biberón. Entonces pensaba “ Por un hecho inexplicable, a esta pequeña, a este ángel caído del cielo le debo la vida.”

Una noche J soñó que se encontraba  en medio de una lujuriosa selva. La puesta de sol había dado inicio a la sinfonía de colores y  se hallaba en una colina desde donde veía el río y sus meandros, adivinando todo su curso, a través de bofedales, cerros, cordilleras, hasta perderse en la selva baja, verde como la vida. Se despertó en  calma y  recordó súbitamente un fragmento de un poema de Heraud que había leído muchos años atrás:

“….los árboles cantan con 
    el río, 
    los árboles cantan 
    con mi corazón de pájaro, 
    los ríos cantan con mis 
    brazos.”

2 comentarios:

  1. Un cuento emotivo y bien escrito que nos hace recordar que los hijos son un bendición. Felicidades al escritor

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  2. ¡Ay! este cuento me deja pensando... por qué se mejora J a partir del nacimiento de Daniela.... eso puedo entenderlo, pero qué le pasaba antes...
    Otra cuestión que está detrás: cuando fue elegido ... ¿mejoró las condiciones del hospital? o siguió habiendo cucarachas...

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