viernes, 3 de febrero de 2012

Dos chilcanos

Víctor Mondragón


Era miércoles de una semana santa de la década de mil novecientos ochenta,  Jorge, Manuel, Carlos y Benedicto concluían sus estudios universitarios y para celebrarlo planeaban  realizar   un día de campamento en la playa León dormido.  Una fresca noche,  en una esquina, al costado de la bodega del barrio  ultimaban detalles.
-Como estudiamos fuerte, así también deberíamos divertirnos –dijo Jorge mientras sus amigos  asentían.  
-Escuché que irán al sur, mañana viajaré a la ciudad de Mala, los puedo dejar en   la playa –dijo don Rómulo, vecino del barrio.
-Los dioses están con nosotros –respondió Carlos mientras agradecía el ofrecimiento del aciano.
En la mañana siguiente, las nubes del cielo limeño se disipaban con el correr de las horas,  el sol se  abría paso y brillaba cada vez más, la jornada prometía ser magnífica; en el trayecto el anciano detuvo su vieja camioneta en un grifo a la altura de San Juan.
-¿Por qué nos detenemos? –indagó Jorge.
-El radiador está perdiendo agua por un orificio –respondió don Rómulo.
El anciano sustrajo de su maletera un trozo de jabón,  procedió a moldearlo y  taponeo el orificio magistralmente.
-¡Yeeee! –exclamaron  Manuel y Carlos.
-Buena tío, eres lo máximo –exultó Jorge,   los jóvenes abrazaron a don Rómulo extrayéndole  sonrisas.
La vida moderna exige el bálsamo de la risa, en el trayecto los muchachos,  salvo Benedicto que iría después, reían y bromeaban por sus vestimentas, polos descoloridos,  extenuados por el uso, amasados en sudores,  suspiros y otras emanaciones; shorts de uso múltiple, para dormir, jugar fútbol y para ir a la playa, en el límite, cada palabra era una broma; a la altura de Pachacamac, de modo espontáneo don Rómulo narró un hecho que le había ocurrido diez años atrás en ese trayecto.
-Cerca de la medianoche, estaba yo conduciendo por la Panamericana Sur, a la altura de Chilca, de pronto vi  una mujer  vestida con traje oscuro, estaba de pie al borde de la carretera, dudé en detenerme pero más pudo mi curiosidad, le pregunté su destino, ella me señaló hacia la garita. La pasajera se sentó atrás, no alcancé  a ver bien su rostro,  sentí una extraña sensación, algo así como un viento frío,  decidí conversarle  mas  noté que el asiento trasero estaba vacío, eso me pareció imposible pues ella no podría haberse bajado debido a la velocidad. Me dirigí hacia la antigua garita que había cerca a Pucusana,  conté lo sucedido y me aterré cuando  un oficial de  policía  me dijo que no era la primera persona que contaba esa experiencia en aquel lugar –dijo el anciano.
-Te pelaste tío, la mujer te vio cara de lobazo y arrancó –exclamó Manuel.
-No estoy bromeando, lo que les cuento es verdad –replicó el anciano en   tono enérgico.
Los muchachos se sorprendieron al ver la reacción del vecino, bajo una sumisa mirada asintieron. Al llegar al pueblo de  Chilca detuvieron la camioneta en busca de un taller mecánico pues el paliativo del jabón había alcanzado su límite; los jóvenes aprovecharon para ir en busca de hielo, cerveza, pisco y algo de pescado, extrajeron de sus bolsillos las pocas monedas ahorradas y sobre un arrugado trozo de papel enumeraron sus  gastos priorizando la compra de las bebidas alcohólicas y rezagando lo demás. Tras regatear con los vendedores finiquitaron su exigua compra,  en vez de chitas compraron   unas sardinas pequeñas que hallaron de remate, algunas cabezas y espinazos de corvina; el calor del medio día  iba en aumento, gotas de sudor se deslizaban por sus rostros y espaldas, una esporádica brisa marina mitigaba su andar.
Tras media hora de caminata,  divisaron la vetusta camioneta; descargaron su mercadería  y entraron a un corralón que fungía de  taller mecánico. Como todos los muchachos que ingresan  a un nuevo lugar,  reconocieron el terreno, se detuvieron frente a unas imágenes de mujeres de carnes espléndidas,  huérfanas de ropa, posters que suelen poblar los talleres de coches, frutos del depravado  principio comercial de despertar el libido y asociarlo a quienes tuvieran automóviles.   Las horas pasaban y al parecer no solo había problemas en el radiador del vehículo.
-El tío es mosca, no da puntada sin hilo –dijo Jorge.
-¿A qué te refieres? –contestó Carlos.
-Don Rómulo nos ha traído con su segunda, esa camioneta no da más; al acompañarlo compartimos el riesgo de que el vehículo se plante en el camino y tengamos que empujarlo.
-No seas especulador, llama a don Rómulo y conversemos con ese cliente que también está esperando una reparación –replicó Carlos mientras abría una botella de Inca Kola familiar.
 -Soy jubilado de la municipalidad de Chilca y vecino del lugar. ¿A dónde se dirigen?  -les dijo aquel cliente mientras agradecía el vaso de gaseosa.
-Vamos a hacer campamento en el  León dormido, queremos divertirnos –respondió Jorge.
-Toda esta zona es bellísima, pese a que es un desierto, contiene  atractivos como las cuevas de tres ventanas,  las lagunas curativas y lindas playas –dijo el jubilado.
También hay yacimientos arqueológicos que demuestran  la existencia  de agricultores  desde   seis mil años antes de Cristo, los más antiguos de Sudamérica –añadió.
-Ala, ¿y hay historias de tesoros aquí? –preguntó Manuel.
-Como en todo lugar, hay mitos y leyendas, hay hechos curiosos en los restos arqueológicos encontrados: los  hombres están   sepultados atados al suelo mediante pesadas piedras, las mujeres atadas a estacas y los bebés con cuerdas amarradas a postes.
-¿Y eso significa algo? –inquirió Manuel.
-Eso suele coincidir  con creencias fantasmales: evitar que los muertos  se levanten de sus tumbas -dijo el jubilado.
Tras los desconcertantes relatos y una vez reparada la avería, enrumbaron hacia su destino, luego de unos minutos vieron  la inconfundible figura de un cerro rocoso, color tierra y rojizo, parecía  un león echado al borde del mar, habían llegado a su destino,  el vehículo se detuvo, bajaron hacia la playa y procedieron a desempacar  una vieja   carpa y demás enseres. El lugar  estaba desierto, abandonado quizás; se posesionaron de  un costado de la playa, cerca de unas peñas, no distante de un boquerón en el cerro, a la altura de la panza del presunto felino. Un caluroso día iba dando paso al atardecer, los jóvenes estaban  en el paraíso, sus pulmones inhalaban abundante oxígeno, el olor a mar peruano los embriagaba, liberaron sus pies del calzado opresor de las ciudad,  echaron a correr por la playa, en el fondo sabían que no hay  placer más natural que la libertad  y a él se entregaron.
-Vamos a regirla, solo tijera y papel –dijo Jorge con el afán de repartir los deberes inherentes al campamento.
El inocente Manuel reaccionó como autómata, mostro papel y le asignaron la ardua tarea de prender la fogata, Jorge armaría  la carpa y Carlos se encargaría de la comida; el reto despertó en Carlos su espíritu de supervivencia, se acercó a las peñas en busca de choros y  consiguió algunos aunque sumamente pequeños; mientras sus compañeros, buscando evitar que  la cerveza se calentara y  queriendo emular a los piratas, tuvieron la genial idea de enterrar sus botellas   bajo la sonrisa del mar,  en  la orilla, midieron la distancia del cerro y de la carpa, plantaron  un par de estacas,  procedieron a enterrar su preciado tesoro y  dejaron  que fluya clamoroso el atardecer. Por su parte y   tras una hora buscando ramas secas y otra  de arduos intentos, Manuel  logró generar una chispa de fuego que encendió  sus ilusiones.
Era ya las seis de la tarde y Benedicto iba al encuentro de sus amigos en un autobús que tenía un letrero que decía Soyuz, en el trayecto pidió a un pasajero contiguo que le avisara al pasar por la playa León dormido, éste le respondió que él bajaría antes y que los buses difícilmente se detendrían allí.
-¿Por qué dices que allí no se detienen? –preguntó  Benedicto.
-En esos lugares se comentan relatos de aparecidos –respondió el pasajero.
 -¿Sabes alguna? - inquirió Benedicto
-Una vez viajando en un microbús, alcancé a ver por la ventanilla a un joven con el rostro ensangrentado,  el ayudante del conductor cerró rápidamente la  puerta gritando: dale, dale. Yo le reproché y el chofer me respondió: carajo no vez que es un aparecido –contó el pasajero.
Me  desconcerté más aun cuando el ayudante del conductor me dijo: antes lo hemos visto, luego desaparece –añadió el pasajero.
Benedicto sonrió disimulando su incredulidad;  el susurro del Soyuz  invitaba al sueño, minutos después  y haciendo honor al nombre de la playa,  Benedicto  se quedó dormido. Cerca de Pucusana despertó, bajó del autobús y sabiendo  que no estaría lejos,  decidió agotar sus pasos al borde de la carretera,  hacia el León dormido; una seductora y blanca luna le invitaba a caminar. Para los jóvenes no hay problemas que no puedan superar, Benedicto enrumbó con entusiasmo, casi con placer.
Mientras tanto sus amigos en la playa bromeaban alrededor de la fogata,  habían pinchado sus sardinas con palotes y éstas se asaban a fuego bajo, con paciente temperatura la piel de las sardinas les regalaría una agradable textura, casi crujiente;  Carlos dispuso sobre sendos platos, papas cocidas acompañadas de ají molido con huacatay y se sirvieron la primera tanda de sardinas asadas, el hambre y el deseo de disfrutar les hicieron degustar las mejores sardinas de sus vidas.
Con el correr de las horas la marea subió, Jorge se dirigió a la orilla en busca de una cerveza pero no halló alguna, no había contado con la fuerza del mar, las estacas fueron  arrastradas por las olas, los tres jóvenes buscaron denodadamente el tesoro enterrado y solo encontraron arena y más arena, hicieron media docena de hoyos  pero las botellas de cerveza no aparecieron.
-Esta noche la disfrutaremos sí o sí, hemos perdido la batalla pero no la guerra, aun tenemos pisco –exclamó Manuel.  
A falta del mencionado elemento, procedieron a elaborar  chilcano de pisco, Carlos alguna vez había visto a su padre batir pisco, jugo de limón,  hielo,  Ginger ale,  así lo reprodujo. Se sentaron alrededor de la fogata, bebieron con imprevisto entusiasmo pretendiendo alcanzar la ansiada felicidad. Por su parte Carlos adelantaba la difícil tarea de elaborar un plato que les ayude a superar una próxima y segura resaca, soasó pacientemente en la fogata un ají amarillo y  lo molió sobre una piedra, seguidamente frió el ají, ajos, cebolla, tomate, apio y poro; llenó la olla de agua, añadió espinazos, cabezas de pescado y  los mini choros, dicho caldo  suele  ser considerado como un levanta-muertos tras una borrachera.
-Hey, acérquense y aprecien mi arte culinario –dijo Carlos a sus amigos.
Con precaución al principio pero con deleite después, sus amigos probaron el agradable sabor de aquel caldo.
-Mejor lo escondo, no vaya a ser que venga un muerto, lo pruebe y se levante  -comentó Carlos. Los jóvenes soltaron una fuerte carcajada y    brindaron con el otro chilcano, el cóctel ya mencionado.
-Qué curioso, estamos cerca de Chilca y estamos consumiendo chilcano en dos presentaciones, un caldo y un cóctel –comentó Jorge mientras sonreía.
Por su parte, Benedicto proseguía su camino, lento pero seguro, le animaba saber que se encontraría con sus amigos y que cada paso hacia más próximo su encuentro; la noche se había tornado fresca, la luna llena le inspiraba una serena ilusión, a lo lejos vio unos cerros frente al mar.
-Esos son, ya casi he llegado –se dijo a sí mismo.
De pronto el cielo se iluminó y divisó tres luces aplanadas y fulgurantes, éstas zigzagueaban en el horizonte,  seguidamente, se detuvieron frente al mar y de súbito se alejaron a una increíble velocidad, en dirección de los cerros frente al León dormido; Benedicto se asustó y empezó a correr presa de espanto; en unos minutos llegó jadeante a la mencionada playa y  la vio desolada, sin muestra de vida alguna; pretendió emitir un silbido típico, aquel de su  barrio: tfi, tfi, tfi, tfu, mas soplaba sin  obtener sonido alguno, cubierto por una  piel de gallina irrumpió sobre la carretera a fin de que algún vehículo se detuviera pero ninguno pasaba, ya no ubicaba la carretera, infirió que le vigilaban; preso de pavor, pensó en cavar un hoyo y esconderse, absorto, casi no percibía el mundo físico; de pronto sintió un estruendoso ruido, potentes faros de luz alumbraron su rostro, era un bus interprovincial que casi lo atropella; miró  la playa y divisó una fogata,  escuchó el llamado de sus compinches.
Benedicto corrió hacia la fogata cual alma que lleva el diablo, al alcanzar la misma no podía hablar, la boca la tenía sumamente seca, era incapaz de  emitir palabra alguna; Jorge le alcanzó una copa de chilcano de pisco, lo abrazaron y rompieron la tensión del momento. La clara noche había dado paso a una ligera neblina.
-¿Vieron esas luces en el cielo? –preguntó Benedicto.
-¿Qué luces?, ¿te refieres a  los buses interprovinciales? –contestó Manuel.
El recién llegado seguía atormentado por la incertidumbre,  preguntaba si habían visto las luces que él vio, por enésima vez le respondieron  que no; instantes después, ya sereno,  Benedicto les contó lo que vio  y su sorpresa de haber encontrado  la playa desierta mientras sus amigos le repetían   que todo el tiempo había estado encendida la fogata.
-¿Por qué tardaste tanto? –preguntó Manuel.
-¿Qué dices?, si debe ser las ocho de la noche –respondió Benedicto aletargando su dicción.
Realmente era casi el amanecer del día siguiente, los jóvenes se sentaron nuevamente sobre la arena, adoptaron una pseudo postura de flor de loto,  avivaron el fuego y tras intercambiar opiniones y no menos brindis, se ubicaron entre Pisco y Nazca. No resignados a la pérdida de las botellas de cerveza, empezaron a merodear por la orilla como lobos sedientos,  sorpresivamente divisaron que el pico de una botella afloraba en la orilla, se acercaron, cavaron la arena húmeda  y recuperaron las botellas extraviadas.
Era ya casi el amanecer, la neblina se mostraba densa,  la temperatura había bajado, el silencio se hizo hostil,  casi perfecto, de pronto los jóvenes  alcanzaron a divisar un resplandor en el cielo, éste se detuvo cerca de ellos por unos segundos, alzaron sus ojos  y vieron que a  gran velocidad la luz desaparecía adentrándose en el mar. Los  rostros de los jóvenes se tensaron, aquello se sobrepuso a su incredulidad.
-¿Vieron eso?, es lo que vi y no me creyeron –gritó Benedicto.
-Alucinante –dijo Jorge.
-Ala, ahora que mejor lo pienso, esta zona es conocida por los presuntos avistamientos de OVNIS -dijo Manuel.
-Claro, varios conocidos de la universidad vienen aquí por eso -añadió Carlos. 
Perturbaron sus ánimos comentando  lo escuchado de don Rómulo, lo narrado por el cliente del taller mecánico y del pasajero del autobús. Los cuatro muchachos acababan de terminar  sus estudios de ingeniería,  escrutando  las entrañas de su racionalidad buscaron una explicación a lo acontecido, esgrimieron conjeturas forzando a extremos los límites de su imaginación.
-El movimiento de esas luces era como de las  moscas, por inercia ninguna máquina humana podría hacer esas trayectorias bruscas –dijo Benedicto.
-Yo creo que  solo son imágenes de otro tiempo u otra dimensión –añadió Manuel.
-Si el río suena es porque piedras trae, ahora que recuerdo una vez mi tío  también me contó que cerca a Pucusana  recogió a una mujer que desapareció en el trayecto –comentó Benedicto.
-Claro y al parecer estos fenómenos son recurrentes en el tiempo, por eso los antiguos pobladores de Chilca enterraban a sus muertos atados al suelo –añadió Manuel.
-Estoy más asustado que negro en ducha, ya me cortaron la borrachera, mejor vámonos de aquí –añadió Jorge.
-No se asusten, eso  lo explica la teoría de las cuerdas –dijo Manuel.
-¿Qué es eso? –preguntó Benedicto.
-Es una  teoría que plantea la existencia de más de cuatro dimensiones y también postula que hay puentes o conexiones entre las  dimensionales, es decir lugares como este donde es posible pasar  de una dimensión a otra, quizás cruzaste un umbral inter dimensional –añadió Manuel.
-Ya no le den trago –exclamó  Carlos tras  señalar a Manuel.  
Los muchachos estaban sorprendidos, desconcertados, comentaban entre murmullos,  en  su racionalidad  no descartaban una sugestión colectiva u otra explicación razonable.
-Carlos, ¿dónde compraste el pisco? –preguntó Manuel.
-En el mercado del barrio –respondió Carlos.
-No vaya a ser adulterado,  no vaya a ser como algunos  de Acho – añadió Benedicto. 
-Mejor cortemos la borrachera –dijo Carlos.
El muchacho  avivó la hoguera para calentar el  plato fuerte de la jornada, chilcano de pescado, lo sirvieron  en sendas tazas,  tras pedir la bendición del Altísimo,  cada comensal añadió al caldo, ají, culantro, perejil  y limón según su gusto.
La borrachera había superado la etapa de la alegría y las bromas, se situaron en la etapa crítica y reflexiva; fueron embargados por un ímpetu más hondo que sus sentimientos,  acataron un impulso que no hubieran sabido justificar,  pensaron  detenidamente  sobre el sentido de la vida y confesaron su  perplejidad ante  la trascendencia.
Bajo la frescura del aire,  el rumor atareado de las olas y la sorpresa del alba, la sensatez y la racionalidad prevalecieron, dieron gracias a Dios por las bendiciones recibidas, por la vida, por tener salud, por haber concluido sus estudios,   es decir, tornaron aquella semana tranca en Semana Santa.

4 comentarios:

  1. MUY AMENO EL ARTICULO CON UNA BUENA NARRATIVA QUE DETALLA PARTE DEL VIAJE QUE REALIZARON. LES AGRADECERE DE ANTEMANO PONERSE EN CONTACTO CONMIGO TRABAJO EL BLOG ACTUALIDAD CAÑETANA. MIS CORREOS SON ALJEVCA@HOTMAIL.COM Y JUANVLADIMIR1975@GMAIL.COM

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  2. Hola Juan.
    Este cuento lo imaginé en mi adolescencia pues en el diario La Prensa solían publicar noticias relacionadas: "una vez más una mujer fantasma cerca a Pucusana", luego en la universidad tenía compañeros del grupo Rama que decian ir a Chilca a ver OVNIS. Queda a cargo de los especialistas ahondar sobre el asunto.
    Soy católico y a veces me he sentido contrariado porque algunos jóvenes abocan la Semana Santa solo a borracheras.
    Te escribiré para intercambiar comentarios.
    Saludos,

    VICTOR MONDRAGON

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  3. Me gusto el relato, entre solo de paso para curiosear y la narracion me atrapo.
    mis saludos y animos a seguir escribiendo.

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  4. Me gusta tu relato, es interesante para cualquier público. Lo que mas me gusta es el rescate de valores. Me preguntaba si todos los jóvenes seguirían pensando como en los 90 que para escribir algo bueno había que decir mil groserías, mejor si con contenido sexual... tipo Jaime Bailey (dicho sea de paso no lo he leído porque para mí es demasiado procaz por las puras. Coincido en rescatar los valores que trajo el cristianismo y que no son malos, las fiestas de Semana Santa se han convertido en orgías...por si acaso, no soy religiosa. Adelante y gracias por compartir.

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