martes, 31 de mayo de 2011

La espera

Antonio Bardales


La humedad de este recinto me enferma. Es una construcción añeja. Las columnas y el decorado de este edificio demuestran su antigüedad. Según leí, se construyó durante los años de 1953 a 1956 durante una gestión militar. No hay lugar a duda que desde sus inicios esta longeva construcción ha sido usada como recinto ministerial o dependencia pública. Hoy esta destinado al Poder Judicial. Dos leones aguardan a sus visitantes y si sus paredes hablaran, relatarían en libros y tomos inacabables las ansiedades, pasiones y frustraciones de todo aquel que alguna vez -por desgracia o casualidad de la vida- cruzó sus puertas y ambientes. Es una lástima que en estos recintos haya tenido que caminar con él.

Hace muchos años que partió. Aún el recuerdo de su tierna sonrisa me debilita. Siempre fue una persona amable y sencilla. El esplendor y la combinación de la moda, no era su estilo. Era de aquellos hombres que siempre cogían al toro por las astas y que rara vez temen a algo. Sabía como hacer las cosas, al menos durante mi infancia nunca lo vi perder.

En aquella época, admiré sus grandes y fuertes manos. Paradójicamente, cuando mamá, cansada por mi falta de disciplina y concentración, perdió toda “esperanza” en mi aprendizaje, él me enseñó a sumar, restar, multiplicar y dividir. Extraño esas tardes estivales en la que corría detrás de mí cuidando que no me precipitara en el asfalto con la bicicleta. Su ingenio para la electricidad era único. Siempre admiré como en el desorden de cables y circuitos él conocía la función de cada pieza y accesorio. Siento coraje al recordar lo rápido que han pasado los años y como aparecieron las enfermedades en él.

En esta triste sala hace frío. La humedad que reina y los ácaros despiertan en mí una alergia indescriptible. La impaciencia me gana. Mi piel se irrita. Aún no son las ocho de la mañana y los que están destinados a dar respuesta no hacen gala de su presencia. La furia me atormenta. Tengo que controlarla, al menos mejor que aquella tarde de invierno ¿Qué absurdo? Justo ahora, entre esta gente que espera al igual que yo un veredicto, siento la ira que aquel día apareció en cada parte de mi pequeña existencia. Desde mi asiento en aquel recinto insensible, frígido y fúnebre como esté, observé por la pequeña ventana de ese lugar como las ramas zigzagueaban violentamente en el firmamento, a la vez que las hojas caían románticamente en el pavimento ¿Qué contrariedades? Desde aquellos días, las ansias de libertad ya se apoderaban de mí. Sin embargo, hasta hoy, no logro recordar cómo me escapé del colegio. Cuando me fugué tenía ocho años. No era un toro, al menos no podía pretenderlo, pesé a mi voluminosa apariencia. Todavía retengo en la memoria como esa noche se abalanzo sobre mí. Fue la única vez que lo hizo. No era para menos. Traté de explicarle las razones del porqué lo hice, en mi primitiva teoría del poder. No sirvió de mucho. Y a pesar de todos mis infantiles esfuerzos, no logró entender. No comprendió como un niño que no sobrepasaba ni el mes de haber cumplido los ocho años, no aguantó la tiranía de aquella docente escolar. Yo gritaba e imploraba, entre llantos y lagrimas:

-                     ¡Escúchame! ¡Escúchame! ¡Escúchame! ¡No me pegues! ¡No me pegues! ¡No me pegues!

Como odie a esa vieja, cuyos insultos y violento comportamiento me arrebató temporalmente del amor paterno. Al final, él no entendió y yo tampoco. Las injusticias están al día para el clamor de los inocentes. Yo recibí mi corrección que por ley de la naturaleza me correspondía, a decir de mamá y mis hermanas. Yo hasta ahora lo cuestiono. Pero, con algún dolor pasajero no planificado, había logrado mi cometido. No regresé jamás a estudiar por las tristes tardes invernales en ese lugar y nunca más volví a ver a esa vieja, y su apellido ni el reflejo de su fisonomía quedo albergado en los archivos de mi vida.

Debido a mi rolliza apariencia, a mis nueve años sudaba y me cansaba demasiado. Mi sobrepeso era un aliado a una mortificante situación. A mi corta edad, creo que entendía la jerarquía y la autoridad del más grande, más aún luego de la semejante paliza recibida un año antes. En ese entonces, no sabía del porqué, mi Papá nos hacia caminar tanto, en vez de pagar un par de veces la tarifa del ómnibus. Siempre le rogaba:

-                     Tomemos autobús. Me canso mucho. Me canso y tengo sed - le decía.

¡Ay! Esas sofocantes tardes de verano en el que nos dirigíamos a la academia de música, a Bertha -mi hermana- y a mí nos instruían en el manejo de la guitarra.

Todos los días, él, Bertha y yo caminábamos cerca de cuatro kilómetros diarios al margen de la Vía Expresa. No lo comprendía, pero a estas alturas, hoy con la paciencia que se aprende en toda ocupación, entiendo el valor del trabajo y del maldito dinero.

Siempre se preocupó de que no nos faltase nada, desde la instrucción de nuestra alma y disciplina hasta la educación y la alimentación, era lo primordial para él. Ahora, lo recuerdo y estoy con Bertha en esta sala saturada de personas, donde algunas buscan una primicia para sus revistas, otras esperan una sentencia que sea la guía y la solución de su pesar, en tanto que muchos esperan a la ansiada justicia. Hasta ahora no entiendo que espero aquí, si hace un par de años que nos dejó. Si las formalidades normativas entendieran el valor de la vida y la dignidad de las personas, él todavía estaría con nosotros. Las contradicciones del sistema judicial hacen que hoy estemos sin él, a la espera de lo que con mucha expectativa anhelo.

Han pasado quince años desde que lo despidieron por haber denunciado actos de corrupción y malversación en la empresa pública en la que trabajó por cuarenta años. Según leí en la carta de despido, la causa fue la injuria a los “honestos” funcionarios. Se enfrentó a una tiranía al igual que yo. Y durante muchos años, pesé a su infatigable esfuerzo entre políticos y autoridades nadie lo escuchó. En todos estos años, conocí el odio y aprendí a reconocer a los funcionarios y políticos que con hipocresía salen en los medios sosteniendo que luchan a favor de un nuevo sistema de honradez y trabajo ¡va! Si mis padres no me hubieran enseñado el respeto a la vida, esta vez, de forma planificada, hubiera seguido mi ira, mis instintos y los hubiera asesinado.

Muy a mi pesar, en esta amplia sala cubierta por una delicada alfombra roja, observo un antigua Biblia que se encuentra al costado de aquel inmenso crucifijo que adorna la amplia mesa de madera. Miró fijamente cada uno de los rostros de los Magistrados que ahora se encuentran sentados frente a mí. Analizó el bigote y la barba de cada uno de ellos. Apreció cada uno de sus gestos. Y afloran en mí, la imagen de cada una de las situaciones que nos tocó afrontar junto a mi familia en esta fatigosa secuela judicial. Mi madre se encuentra en el hospital. Y ahora, estoy con mi hermana escuchando la sentencia a favor de mi padre. Lo acaban de reincorporar a su puesto de trabajo. Y me pregunto: ¿Una saludable contradicción? ¡Va! Y maldigo ¿Por qué la realidad tiene que superar a la ficción?

Amén.

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