viernes, 6 de mayo de 2011

Fin de fiesta

                                                                                             Clara Pawlikowski
                                                                       

Sus aventuras con taxistas fueron los temas de mis compañeras en ese fin de ciclo.

Al terminar el taller de literatura programamos continuarlo, como se hacía de costumbre, almorzando en alguna parte. El profe conocedor del Rimac, nos propuso ir a comer donde un conocido suyo. Detuvimos un taxi, nos acomodamos como pudimos, todos íbamos tan apretujados que se nos quitó hasta el deseo de conversar sólo se escuchaba la voz de García que daba la dirección al taxista. Celia hacía equilibrio con sus manos para sostener un envase de plástico con salsa a la huancaína que ella preparó para la ocasión y Jezabel acomodaba sus caderas al fondo del asiento con meneos frecuentes. Miguel sentado al filo tenía una mano cogida del cinturón de seguridad del asiento delantero.

Luego de cruzar la ciudad y hacer mil volteretas  llegamos al restaurante, bajamos adormecidos,  cerca de un cerro desnudo al que desembocaba una calle llena de niños y jóvenes jugando fútbol. El restaurante estaba en el segundo piso de una vivienda a medio construir en un barrio de edificaciones humildes, las gradas de la escalera de ladrillos sin el acabado de cemento y el techo fabricado con plásticos de diferentes colores. No había otros comensales, en un espacio amplio se encontraban colocadas varias mesas de tamaños diversos con manteles de hule con grandes florones. García, el profe, se saludó efusivamente con el dueño que en pocos minutos regresó con un trapo viejo para limpiar la mesa que elegimos.

Lo primero que hicimos fue  beber el vino que llevó Miguel. Lo acabamos  en un sólo round y aún con los estómagos vacíos.

El restaurante estaba bordeado de una pared de pequeña altura, la cual permitía observar el vecindario. Estaba circunvalado de un lado por cerros ennegrecidos con grandes rocas en sus laderas y por el otro un paisaje extenso de casas a medio construir, azoteas atiborradas de fierros y desechos, tiras de alambre que sostenían ropa multicolor recién lavada. La azotea de al lado tenía  pilas de cajas con botellas vacías de cerveza y periódicos acumulados por todas partes y un gallinero gigante con varias gallinas que cacareaban a menudo.

El vino hizo su efecto muy rápidamente, sin  más ni más, Jezabel, una compañera que canta tangos con una voz ronca y que diríamos es una mujer muy “bien despachada”, que siempre viste faldas apretadas y tacones altos, lucía esta vez una cabellera húmeda recién recortada, comenzó a contarnos su historia. Los demás, la escuchábamos sin decir palabra, unos curiosos y otros sorprendidos sólo atinamos a mirarla.

El relato comenzó a tomar cuerpo después de los prolegómenos de cómo Jezabel conoció a un taxista, pues sin pensarlo mucho nos dijo que terminaron en un hostal de la calle Marsano. Un excelente hostal para ella, muy barato y que uno puede llevar el CD que prefiera y bueno, podríamos hacer el amor con la música de nuestro agrado. Nos contaba que su libido va in crecendo con cada nueva conquista. Tenía verdad aquello que leí por alguna parte, que los hombres o en este caso las mujeres frustradas pugnan por desprenderse de sus inhibiciones.

Al día siguiente de su “revolcón”, continuó Jezabel, el taxista se levantó temprano, alrededor de las siete de la mañana y le dijo:
−Amorcito  ¿Nos vamos?

Jezabel se dio vueltas en la cama y no le contestó nada, siguió remoloneando, total, nos dijo, en el hostal la hora del check-out era al medio día y ella necesitaba antes de salir una buena ducha caliente para sacarse el olor a perfume barato. Si “el pata” tenía que irse era su problema, él para mantener a su familia debía taxear desde muy temprano. Diomedes, abandonado por su amante, no intentó suicidarse sino que la miró  frustrado y se retiró,  a seguir circulando por las calles limeñas. Al bajar indicó en la administración que la señora pagará la cuenta.

Jezabel habló sin parar durante casi media hora, en el ínterin, los platos que encomendamos ya estuvieron listos. Gallito, el dueño del restaurante, los traía a la mesa uno a uno, tomándose un tiempo entre ellos para poder oírnos,  lo apreciaba sorprendido al escuchar los temas que tratábamos. Cuando terminó de servirnos, disimuladamente se sentó en una banca cerca de nosotros.

Entre las cosas que nos narró Jezabel fue que llevó al taxista a presentarle a su madre, una mujer que bordea los ochenta.
−Madre éste es el muchacho con el que salgo últimamente ¿te acuerdas que te conté? El taxista…
−Ya lo veo, está excelente, ¿me podría dar un paseíto por La herradura?

Miguel tenía la cara roja por el vino y por la vergüenza, así nos reveló al regreso por lo insólito de las historias. El profe interesado en que los demás soltaran la lengua contó que en una oportunidad, en una reunión de escritores cada comensal terminó relatando sus intimidades, “ese es un buen ejercicio para soltarse”, nos dijo.

Me recordaba los jóvenes de los cuentos de Bocaccio, que salían por las tardes a contar sus historias bajo los árboles de los campos, ya no de temas didácticos y de moral característicos de la Edad Media sino de lujuria y pasión. También, parecía el día consagrado a Venus cuando las ninfas se reunían en un lugar agradable, sentadas en torno  a Ameto, para relatar las historias de sus amores.

Escuchando a Jezabel, me dirigí a Celia:
−Excelente tema para un cuento, hay que tratar de recordarlo.
−De ninguna manera −me contestó− yo estoy en edad de merecer y también tengo una historia con un taxista −y a renglón seguido,  contó como terminó enamorándose de un taxista que le había llevado en un día muy frío a su trabajo, la galanteó en el trayecto y se citaron al final de la tarde. Con gran sorpresa, el taxista le estaba esperando puntualmente en la esquina donde habían convenido.

 Los detalles de su encuentro amoroso en la Costa Verde fueron dándonos sorpresas tras sorpresas. Celia bordea los sesenta y cinco años y nos dijo que su taxista  fue muy joven. Entre otras cosas relató que el carro era estrecho, que  el olor a gasolina y a trapos sucios fue intenso y, que el taxista apenas llegó se la “comió entera”. Arreglándose el vestido ya de vuelta a su casa ella se sentía  rejuvenecer, hacía mucho tiempo que no se había rozado con músculos duros y muy bien formados, recordando aún la flacidez de su marido muerto años atrás. Repitió varias veces que la pasó bien hasta que de regreso a casa, Celia se percató que no tenía el monedero con el aguinaldo que ese día le dieron en la oficina por fiestas patrias. Al día siguiente, mientras disfrutaba mirándose al espejo, notó los excesos que el taxista había dejado en su cuello.

Nadie tuvo quejas sobre la comida, después de beber el vino y las cervezas llevábamos un hambre voraz, el cebiche se terminó, los chicharrones de calamares casi llegando fueron asaltados por todos, esperábamos las papas que encomendó Celia para usar la salsa que ella preparó.

Todos estábamos satisfechos, cuando llegó la hora de partir, Gallito se había cambiado de ropa, era otro, se lo veía con los cabellos mojados como saliendo de una buena ducha, se adelantó y quiso ayudar a Jezabel ofreciéndole la mano, ella se volteó y dijo:
−Todavía puedo.
Gallito bajando la voz susurró:
−Yo también taxeo y no tengo costumbre de hacer perro muerto en los hostales.

Cuando nos dirigimos caminando a la calle más concurrida de vehículos para tomar un taxi, vimos a Jezabel montarse en el tico de Gallito. García se quedó con los crespos hechos, cuanto hubiera dado por tener un tico.

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