viernes, 13 de mayo de 2011

Bikila y mis recuerdos

Clara Pawlikowski

Odié al zapatero portugués que confeccionaba los   botines que mi madre me obligaba a usar de niña. El pobre hombre nunca supo de mis sentimientos.
           La memoria aunque apacible y mansa como el agua de los ríos de la selva, nunca es la misma. Siempre hay detalles que uno olvida, otros que uno añade. Con dolor uno omite pero la presión de los recuerdos hierven dentro y nadie los para, salen a borbotones, son ágiles y van tan veloces que uno se enreda en ellos.
           Eso me está pasando, las imágenes son coloridas y tienen sonido, veo a mi hermano Shito riendo sin parar, el eco multiplica sus carcajadas, lo veo mojado con los pies descalzos chapoteando en el agua que entraba en la canoa a través de las rendijas, nos incita a quitarnos los botines y las medias; mi hermana y yo sin pensarlo muchos desatamos los pasadores y en un santiamén teníamos los pies refrescándose en el agua.
           No puedo detallar la libertad que sentí en esos momentos, odiaba los botines. Esos botines de cuero marrón que usé por muchos años, con las puntas duras y poco flexibles que eran una cárcel para mis dedos.
           Por eso cuando supe que Abebe Bikila había corrido descalzo la maratón en Roma en 1960 y que aún así ganó la medalla de oro en esas olimpiadas, lo comprendí enteramente. No creo que yo podría haber corrido una maratón sin zapatillas pero debo decirles que disfruto mucho cuando camino descalza, se desgranan en mi memoria miles de recuerdos, el agua de la canoa, el verde de la vegetación tupida que nos rodeaba y escucho las risotadas de mi hermano y el frío del agua que hasta ahora lo siento entre los dedos.
           Bikila fue etíope, no les voy a contar en cuantas olimpiadas participó ni cuantas medallas de oro ganó, les diré que este africano pertenecía a la guardia imperial del emperador Haile Selassie, nació de una familia numerosa y pobre. Más bien mi memoria me lleva por otros rumbos y mi pluma corre suave sin intentar batir ningún record.
           En esa maratón Bikila  tuvo que correr descalzo porque sus zapatillas estaban desgastadas y no le quedó tiempo para adecuarse a las nuevas. Además, descalzo corría más rápido, según su entrenador.
           Corriendo pasó por el obelisco de Aksum. Este fue robado por los italianos en la segunda guerra etíope-italiana. Aksum es una ciudad al norte de Etiopía y constituyó una de las más antiguas civilizaciones del norte de África. Sus pobladores construyeron este obelisco de veinticuatro metros de altura, en el siglo IV de nuestra historia. Se derrumbó, quizás por la acción de un terremoto, porque la zona es altamente sísmica y se partió en tres grandes moles.
           En 1937, el obelisco fue llevado a Italia como trofeo de guerra donde permaneció adornado la ciudad de Roma hasta no hace mucho. Italia se comprometió a devolver el obelisco, sin embargo no movieron un dedo casi medio siglo. La presión internacional ayudó a que Italia cumpla su compromiso, las quinientas toneladas de piedra llegaron a Italia en barco y retornaron a su lugar de origen por avión.
            Volviendo a Bikila, les contaré que  no sólo pasó por el Obelisco de Aksum, sino que culminó su meta en el Arco de Constantino, construido de mármol y ladrillos alrededor del año 300 DC con los despojos de otros monumentos para conmemorar la victoria de Constantino sobre Majencio, un emperador romano que terminó ahogado en el Tiber cuando intentaba huir.
           De este arco partió Benito Mussolini, el Duce, veinticinco años antes de la maratón de Bikila para conquistar Etiopía. Conquista, que hizo con artes poco santas, a un país empobrecido. Usó gases mostaza para derrotar no sólo al ejército etíope sino a la población civil. Gases prohibidos  por acuerdos internacionales que fueron violados por Italia con la complicidad de Inglaterra y Francia que solaparon este hecho criminal.
          Observo la fotografía de Mussolini y lamento su postura rígida, su uniforme ceñido al cuerpo y ajustado a la cintura con una correa ancha y más abajo sus pobres pies encarcelados en unas botas altas que le llegan hasta las rodillas. Su poder no le permitía disfrutar en público la libertad de los pies descalzos. Quizás tuvo una madre como la mía.

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