miércoles, 17 de noviembre de 2010

La Médium

Gianfranco Mercanti

Siempre me llamó la atención el olor de los hospitales, es una mezcla peculiar entre el alcohol y el formol. Lo vinculo no sólo con el color blanco y lo estéril, sino con los momentos de mayor fragilidad de la existencia. Momentos en que ese equilibrio entre la vida y la muerte se vuelve precario. El médico me acaba de decir que han extirpado mi pulmón izquierdo invadido por el cáncer, y que el patólogo deberá dictaminar sobre mis ganglios, antes de darme de alta.
Soy un hombre de ciencia, y como tal siempre le busco una explicación racional a todos los fenómenos. Sin embargo, no puedo negar que he sido testigo de hechos para los que la ciencia no tiene una justificación. Les contaré uno de ellos, respecto del cual solo me queda pensar que existen niveles de conciencia y de energía muy sutiles, a donde la ciencia aún no ha llegado.
Mi sobrina Yolanda fue desde niña muy delgada y nerviosa. Luego de cumplir los seis años, mi hermano Mario  me había confesado su preocupación por ciertos trastornos mentales que observaba en su pequeña hija. Más de una vez la había encontrado como delirando y hablando con una voz que no le correspondía. Cuando luego le preguntaba por qué lo hacía, simplemente se encogía de hombros.
Me explicó que estos episodios se iniciaron desde que se mudó a la casa que ocupaba, una residencia estilo tudor de dos pisos y buhardillas en Miraflores. Era una casa muy antigua y húmeda, de la que recuerdo vívidamente el olor a petróleo con el que limpiaban sus pisos de madera.  
Empecé a frecuentar más la casa de mi hermano, a fin de ser testigo de uno de estos trances y poder determinar de qué se trataba exactamente. Sin embargo, nunca ocurrió nada extraño, ni Mario me volvió a tocar el tema, por lo que juzgué que él mismo había comprendido que se trató de algún juego de Yolanda, con el propósito de llamar la atención.
A principios de los setenta falleció mi hermano Mario, y pocos meses después su esposa Rosita. Lamentablemente, en aquella época me encontraba trabajando en la mina Orcopampa en las alturas de Arequipa, a diez horas de la ciudad. La distancia y las precarias comunicaciones de la época ya me habían apartado bastante de mi hermano y su esposa. Me enteré tardíamente de sus funerales; sin embargo, me confortó saber que se fueron tan serenamente como vivieron.
Cuando regresé a Lima, fui a ver a Yolanda, ya era una mujer de treinta años, pero seguía delgada y nerviosa, como la recordaba. Hablamos largamente acerca de sus padres. Disfruté relatándole muchas anécdotas de la niñez de Mario, que ella no conocía. Ella me contó de sus noviazgos frustrados,  su trabajo como maestra, y su relación con el más allá, donde –según me dijo- estaban sus padres  velando por ella.
La verdad es que no quise entrar en polémica con ella, y menos revelarle lo que Mario me había contado años atrás. Si sus creencias eran un consuelo para ella, pues qué derecho tenía yo para desilusionarla, para decirle  que sus padres ya no estaban más y punto. Pero no pude dejar de mostrar una sonrisa cuando me habló de las sesiones de espiritismo y me invitó a participar en una de ellas el sábado siguiente.
Un poco por divertirme y pasar el tiempo, fui a la sesión. Cuando llegué, Yolanda me esperaba vestida de blanco, y me presentó a varias personas, que a juzgar por sus conversaciones no eran muy equilibradas. Yo había escuchado hablar de la Ouija, muy de moda por aquel entonces, y esperaba que alguien -conscientemente o no-, moviera el vasito, marcando las letras en el tablero. Pero aquí no había tablero ni copa, solo una mesa negra de tres patas, y una de las invitadas con una libreta y un lapicero. Ella se sentaba aparte, a metro y medio de la mesa.
Nos tomamos todos de las manos y luego de rezar tres padrenuestros, Yolanda empezó a invocar a los espíritus. Durante quince minutos no  pasó nada. Hasta que sonó algo en dirección a una de las paredes de la sala, como si rasparan la superficie de una madera con un peine. Repentinamente, y para mi sorpresa, la mesa se elevó aproximadamente diez centímetros, y los presentes empezaron a cantar las letras del abecedario. Cuando la mesa caía, la mujer que tenía la libreta apuntaba.
Aprovechando la penumbra y que todos los presentes tenían cerrados los ojos, empecé a ver bajo de la mesa, para descubrir el mecanismo que la levantaba. Para mi asombro no lo había. Y ninguno de los presentes tenía forma de hacerlo: Nadie soltaba sus manos, ni las movía. Al terminar la sesión me ofrecí a cargar la mesa, y de paso ver si existía algún medio de izarla que me hubiera pasado desapercibido, pero no. Era una mesa sin artificios que pudieran explicar lo ocurrido.
Ello, movió solo mi curiosidad e interés. Sin embargo, lo que para mí hoy tiene un sentido claro, y que efectivamente me ha convencido que el fenómeno que viví  es verdadero, aunque científicamente inexplicable –por el momento- fue  el texto del mensaje que leyó la mujer que apuntaba: ¨Hermano, sácate ese pulmón. Mario¨ .

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