jueves, 20 de agosto de 2015

La dieta del pobre

Paulina Pérez



La Avenida Amazonas siempre estaba llena de turistas. Almacenes de artesanías finas y restaurantes lujosos de comida típica nacional e internacional eran parte de su atractivo. En los alrededores se podía encontrar hermosas casas coloniales transformadas, algunas en posadas, otras en cafeterías con librerías incluidas.

Manuela estudiaba idiomas. Francés de siete a nueve de la mañana  e inglés de doce del día a dos de la tarde. En la noche trabajaba como camarera en La Casa de Francia, uno de los restaurantes más caros de la ciudad.  Su clientela era gente muy acomodada. Políticos, empresarios, militares de alto rango, diplomáticos, conductores de programas de televisión y a veces uno que otro artista internacional del momento.

La decoración del restaurante era exquisita. La disposición de las mesas era tal, que los clientes disfrutaban de cierta privacidad. Las ventanas de madera al igual que los pisos perfectamente pulidos.  Los cuadros, hermosas acuarelas en marcos sencillos y elegantes a la vez, cubrían las paredes. No había nada fuera de lugar ni en exceso.  La vajilla, platos, tazas, cubiertos y cristalería habían sido traídos  de Francia y a excepción de los cristales estaban grabados con el logo del restaurante, una especie de lazo con los colores de la bandera francesa.

Manuela era una muchacha simpática, de cabellos negros y lacios, de mediana estatura. No era fea pero tampoco muy agraciada, sin embargo cuando se arreglaba con esmero atraía más de una mirada. Estaba contenta con su empleo, la paga  y  el horario le permitían estudiar y el lugar, practicar sus idiomas. 

Habían terminado tres meses de intensa campaña electoral y por fin había llegado el día de elegir el nuevo gobierno. La radio, la televisión, la prensa impresa, el país entero estaba inundado de propaganda electoral.

Manuela tenía libre los domingos y un fin de semana completo cada quince días. Ese domingo de elecciones se levantó temprano y fue con su padre a votar. Él tenía mucha esperanza de que por fin ganara un patriota, ya había tenido suficiente con todos los que de una u otra manera facilitaban el saqueo del país.

El ganador de la presidencia de la República, era un candidato nuevo, fresco, sin casi nada de pasado político; su equipo estaba conformado por varios dirigentes populares. Hombres y mujeres que habían liderado manifestaciones, plantones y huelgas donde se exigían mejores condiciones de trabajo y salarios para los obreros, los médicos o los educadores. O el reclamo por los derechos humanos violentados, la reforma agraria o la ley del agua. Por todos esas cosas, tan comunes en las luchas de los pueblos en América Latina desde hace mucho tiempo. 

El nuevo gobierno se iba asentando, se reestructuraban ministerios, aparecían otros nuevos. Se llamó a elecciones para la conformación de una nueva asamblea constituyente que entregaría en menos de un año una nueva constitución para re institucionalizar el país. 

Manuela sentía una nueva brisa en la ciudad, la gente parecía más positiva. Todos comentaban sobre las transformaciones en marcha. En contraste con el ambiente negativo  en su trabajo. Sus importantísimos clientes ahora hablaban bajo, las caras sonreídas habían cambiado por rostros de preocupación y ceños fruncidos. 

A medida que el debate político iba tomando fuerza en el país, el aire se iba enrareciendo. El jefe de Manuela se veía preocupado. Había muchos rumores sobre la desaparición de la propiedad privada, de expropiaciones, limitación de libertades. Los medios de comunicación informaban y repetían en cada emisión que la actual administración,  estaba tomando medidas similares a las de regímenes totalitarios. Y el gobierno empezaba a sufrir las primeras bajas en sus filas, algunos de quienes en un inicio lo apoyaban se pasaron a la oposición acusándolo de haber traicionado al pueblo. Mientras, sus opositores lo acusaban de comunista.

Manuela estaba muy preocupada pues cada vez salía más temprano del trabajo. Tenía miedo de que eso perjudique sus planes y se viera obligada a abandonar sus estudios. Comentaba con su padre sobre sus percepciones y escuchaba sus argumentos para luego replicarlos en su trabajo y tratar en algo de paliar la gran confusión que intereses de un lado y otro generaban en  la gente.

Los días iban pasando y la calma retornaba de a poco, seguían los rumores pero ya no causaban el mismo efecto. La Casa De Francia volvía a llenarse como de costumbre pero para gran sorpresa de Manuela, la clientela cambió bastante. Algunos conocidos dirigentes populares, ahora transformados en ministros, subsecretarios y directores se sentaban en la misma mesa con empresarios, dueños de grandes medios de comunicación, hacendados.

Manuela conocía personalmente a varios de ellos gracias a su padre. Cuando era niña su padre estaba muy vinculado a la actividad política, era el representante jurídico de algunas organizaciones sindicales y había llevado la defensa de algunos dirigentes.  

Una noche el jefe de Manuela le encargó que se concentrara en una sola mesa. Gente muy importante celebraría una reunión y requerían la atención especial de dos camareros solo para ellos. Ella y Sebastián habían sido elegidos para atenderla.

A las ocho de la noche empezaron a llegar. Manuela identificó a varios, mientras les recibía sus abrigos. Todos vestían trajes de marca, zapatos finos y estaban excesivamente perfumados. Por momentos el ambiente se volvía irrespirable.

Uno de ellos, Enrique, reconoció a Manuela y la saludó afectuosamente. Al saber que ella atendería la mesa, se alegró mucho y le agradeció. Todos eran hombres. Pese a ocupar altos cargos y vestir ropa cara, algunos seguían siendo sencillos, educados y al momento de pedir muy considerados. Pero tres de ellos habían sufrido una especie de mutación ante los ojos de Manuela. Pidieron el vino más costoso y tablas de embutidos importados como entrada a más de una copiosa cena. Sebastián tuvo que armar un  auxiliar  para  acomodar  el gigantesco pedido. La mesa estaba tan atiborrada que Manuela sintió nauseas.

Los asuntos serios se resolvieron en treinta minutos, al menos eso parecía, porque después de ese tiempo, las carcajadas y la conversación banal altisonante fue invariable el resto de la noche. Sebastián junto con otros camareros guardó los carros y buscaron taxis para algunos de ellos que de tan alcoholizados  no sabían ni dónde estaban. Enrique y dos más que Manuela no conocía pidieron disculpas por sus compañeros y abandonaron el restaurante muy apenados. La última hora había sido tan tensionante a causa  de los  ebrios necios, que nadie hizo comentarios, se cambiaron y salieron directo a casa.

Al día siguiente Manuela llegó al restaurante como siempre, a la hora de costumbre. Luego de hacer la ronda  para constatar que todo estuviera perfecto antes de la hora de apertura salió en busca de cigarrillos. Siempre fumaba uno antes de empezar la jornada. Mientras caminaba por la calle, escuchó que alguien la llamaba por su nombre. Era Enrique. Corrió hasta ella y le acompaño por los tabacos mientras le comentaba lo avergonzado que seguía, por el terrible comportamiento de sus compañeros la noche anterior.

Manuela le dijo que no se preocupara,  no pasaba con frecuencia y de vez en cuando era bueno romper  la rutina. Le invitó a pasar  por  el restaurante un lunes o martes, días bastante tranquilos para invitarle una copa en la barra y conversar un poco. Se dio cuenta que en cinco minutos abrían, lanzó un beso y partió.

Manuela detestaba los jueves, viernes y sábados. Había mucho trabajo siempre. Aquel jueves lo había empezado cansada  por culpa del show de unos altos funcionarios de gobierno que a causa de beber y comer en exceso perdieron los modales. Le tocaba recibir a los clientes y acompañarlos hasta sus mesas.  Acababa de dejar a una pareja cuando reconoció al trío de la noche anterior pero cada uno acompañado de una mujer.

Manuela les explicó que no había ni una sola mesa disponible, podían esperar pero no era seguro, puesto que todo había sido reservado. Pidieron hablar con el dueño. Manuela rápidamente fue en busca de Don Guillaume, su jefe, quien les explicó lo mismo. De manera insultante le ofrecieron un billete de cien dólares para que les hiciera lugar. Don Guillaume lo rechazó con suma delicadeza y ante semejante grosería, ofreció recibirles al día siguiente incluyendo una buena botella de vino como cortesía de la casa a manera de disculpa por no poderles servir en ese momento. Inesperadamente, uno de ellos agarró el billete, lo lanzo a la cara de Manuela y a continuación se desató en insultos e improperios. El escándalo era tal que uno de los camareros se apresuró a llamar a la policía. Los gendarmes llegaron y los invitaron a abandonar el lugar para no verse en la penosa situación de detenerlos. Mientras gritaban y amenazaban con la típica frase de quienes tienen algo de poder o influencia: “no saben con quién se han metido”, se marcharon. Don Guillaume pidió excusas a todos los presentes y ofreció una tabla de picaditas a cada mesa por la incomodidad causada.

Manuela llegó a  casa y despertó a su padre para contarle lo sucedido. Estaba muy impresionada por el comportamiento tan primitivo de estos sujetos que por dos días consecutivos habían protagonizado actos muy vergonzosos. Quería encontrar a Enrique y se lamentaba no haberle pedido su número o al menos preguntarle por su lugar de trabajo. Estaba muy molesta. Temía que insistieran otra vez esa noche. Por suerte no fue así. Estaba tan agotada por los últimos sucesos que cuando llegó su día libre tenía la sensación de que había trabajado sin descanso por un mes.

Una nueva semana comenzaba y mientras arreglaba las servilletas para las mesas. Le avisaron que le llamaban por teléfono. Era Enrique y quería saber si podía ir esa noche. Manuela le dijo que necesitaba hablar con él y que por favor no faltara.

Enrique llegó cerca de las siete de la noche, Manuela salió a recibirlo apenas lo vio. Lo llevó hasta la barra y acompañados por café y una porción de torta húmeda de chocolate,  ella  le iba comentando los últimos acontecimientos sobre sus amigos. Enrique pidió nuevamente excusas por ellos, incluso quería hablar con Don Guillaume pero Manuela le dijo que no era necesario. Lo ideal era hacer un llamado de atención a sus amigos, pedirles más prudencia y respeto.

Saber de las andanzas de aquellos tres insolentes, le molestó mucho, pero el verdadero motivo para visitar a Manuela era pedirle que trabajara con él.

Manuela no lo aceptó, tenía un plan trazado: terminar sus estudios y buscar un trabajo en el extranjero que le permitiera viajar por el mundo. Enrique no insistió, y luego de conversar un largo rato y ponerse al día respecto a la vida de cada uno, se despidió asegurando visitarla seguido. Enrique no le era para nada indiferente a Manuela pero le llevaba al menos diez años y eso la hacía desanimarse. 

A partir de ese día Enrique visitó con frecuencia a Manuela e incluso salían los días en que ella estaba libre. Sin darse cuenta su relación había iniciado. Él tenía un buen nivel de vida, era un tipo muy inteligente y sencillo. No buscaba ostentar ni su vida era de despilfarro. Gustaba de comprar libros, buen cine, buena música y compartía esos espacios con ella. 

Al pasar de los días Manuela le rogó que buscara un trabajo para ella. Siempre debía trasnochar y desde que estaban juntos nunca tenía un día libre. Enrique trabajaba en el Ministerio de Inversión Social y ubicó a Manuela en el departamento de comunicación.

Manuela empezó a cambiar y Enrique lo percibió enseguida. La sentía distante. Pese a trabajar en el mismo lugar se veían menos que antes. A veces no contestaba su celular y dejó de pasar la noche entera con él. Antes de que su relación se hiciera más formal le había animado a que participara en las juventudes del partido de gobierno. Y cuando él le cuestionaba por su frialdad y sus ausencias, ella le respondía que él tenía la culpa por haberle insistido en la militancia. Ella estaba muy comprometida y él debía respetárselo.

Una noche Enrique llegó a la sede del partido y entendió todo. Manuela no solo le había estado mintiendo sino que había traicionado todos los principios que un día le hicieron pensar en ella como una compañera ideal. Era la novia oficial del líder de las juventudes del partido. Salía abrazada de su nueva conquista cuando notó a Gustavo, se acercó, y con una frialdad impensable para él, le pidió dejar de acosarla sin darle tiempo a responder.

Al día siguiente Enrique se enteró que Manuela había renunciado. Preguntó por ella a sus compañeros de trabajo. Había sido contratada en una empresa de comunicación del gobierno.

Manuela viajaba a los congresos de jóvenes alineados a la izquierda. El hecho de hablar tres idiomas le ayudaba. Aprendió sobre redes sociales y comunicación. Pronto dejó al líder de las juventudes por un consultor extranjero contratado por el gobierno para el manejo de redes sociales.

Enrique era muy reservado, su vida privada era privada.  Manuela siempre le reclamó por eso. Y apenas terminó con él, publicaba toda su vida, la laboral y la personal en las redes sociales. Rápidamente los comentarios mal intencionados, basados en sus mismas publicaciones,  le dieron la fama de ser experta en conseguir buenos cargos entre sábanas.

A Enrique  no le había costado mucho olvidarla. Mujeres no le faltaban, pero si le dolía ver como la ambición transformaba a la gente en seres repugnantes, sin principios, sin lealtad ni convicciones. Y sentía cierta culpa al haberle abierto las puertas de un mundo para el cual no estaba preparada.

Los viajes, el dinero y ciertos privilegios le habían cambiado, no  importaba lo que tuviera que hacer para llegar o al menos codearse muy de cerca con quienes estaban en la cima.

Una noche Enrique fue invitado a La Casa de Francia. Ni bien entró recordó a Manuela, no  a la arpía arribista en que se había convertido, sino la chica dulce, correcta, educada y sencilla. Mientras caminaba hacia su mesa guiado por un joven camarero, Enrique reconoció a Fausto, uno de los del famoso trío que habían atormentado a Manuela  un par de noches en otros tiempos. Se acercó a saludar y la vio compartiendo  mesa con ellos. Con los mismos a los que llamó descarados, atrevidos, sinvergüenzas, corruptos y un largo etcétera de adjetivos negativos debido a su deplorable comportamiento.

Enrique saludó e inmediatamente, rogando que no le fallaran las piernas, fue hasta la mesa en la que lo esperaban. Una profunda tristeza lo embargó. Manuela estaba cayendo cada vez más bajo. Enrique no tenía mucha influencia a nivel del gobierno. Era un hombre muy convencido y muy bien formado ideológicamente, cuestionaba muchas cosas de la izquierda, era enemigo acérrimo de la derecha y muy querido por la gente que lo conocía desde hace mucho por su integridad. Tenía muchos enemigos por ello, nadie se atrevía a proponerle algún negocio truculento o alguna candidatura o cargo a cambio de otros favores. Las mujeres eran su debilidad, no se comprometía en serio con nadie desde su divorcio. Y a veces tenía dos novias al mismo tiempo, pero jamás las exponía.

Mientras sus compañeros de mesa conversaban, Enrique seguía ensimismado en pensamientos y recuerdos como la llamada que hace un par de meses le hiciera el padre de Manuela pidiéndole ayuda al no saber de la vida de su hija, se había mudado y no había regresado más.

Los camareros comenzaban a servir las dos mesas que Manuela y compañía requerían para acomodar la variedad de platos, embutidos, y  quesos que hacían parte de una cena que se parecía más a una feria gastronómica. Las botellas de vino  parecían evaporarse de lo rápido que se vaciaban.

Rafael, el amigo que invitara  a Enrique para hacerle una propuesta de formar un nuevo partido político, ante la decadencia del partido oficialista que amenazaba con destruir todo un proceso construido a lo largo de décadas, le preguntó si había visto quien estaba en la mesa de enfrente. Y claro que sí, más de lo que ellos creían.

Gracias a miserables como esos estamos en problemas hoy, censuró Rafael. Enrique asintió y trató de desviar la conversación.

Manuela también vio a Enrique, lo había mirado tan bien que hasta logró sentirlo. 

Fausto era un alto funcionario de gobierno al igual que el resto en su mesa. Mientras comían como si nunca lo hubieran hecho, hablaban de la pobreza, la corrupción y dejaban al Presidente de la República muy mal parado en sus comentarios, pese a trabajar con él. A medida que se servía la comida, y sentía las manos de Fausto manoseándola, y susurrándole  porquerías al oído, Manuela sintió un revoltijo en el estómago. El mismo que había sentido aquella noche, cuando volvió a ver por primera vez a Enrique. Se levantó de un tirón y corrió al baño.

Sebastián, su ex colega de trabajo, seguía empleado en el restaurante. Había recibido a Manuela y sus amigos. Lo buscó y le pidió que le dejara salir al traspatio. Parecía fiera enjaulada moviéndose de un lado a otro, y como en los viejos tiempos, salió a buscar cigarrillos para tranquilizarse.

Caminó algunas cuadras hasta encontrarse con dos vendedoras sentadas en una vereda compartiendo algo de café en un vaso desechable que alguien les había regalado para hacer el frío más soportable. Una vendía rosas y la otra cigarrillos y caramelos. Mientras encendía el tabaco, las oyó comentar:

—¿Sabes cómo hago yo para no tener hambre?

—¿Cómo?

—Tomo agüita. Dietita de pobre —acotó.

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