miércoles, 26 de agosto de 2015

En la muerte

Bernardo Alonso


En los últimos instantes de mi vida estaba esperando a cruzar la avenida Central. El semáforo de peatones marcaba rojo mientras la avenida era transitada intensamente por taxis, autobuses, autos, bicicletas y algunos camiones de carga. Más de tres o cuatro minutos oliendo el penetrante smog de esos automotores y codeándome con toda esa gente que siempre de a pie se transportaban.

Mi chofer me dejó a unas cuadras del Palacio Nacional por el caótico tránsito de media tarde. Estaba por entrevistarme con el presidente de la república para asesorarlo con motivo del tratado de libre comercio con potencias asiáticas.

Me sofocaba el olor de la gente a mi alrededor. Acababa de dejar de llover en un húmedo verano y me dio la impresión de que estar hacinados con esta humedad en el metro o autobús producirían este desagradable hedor a humanidad.

Pasaban los segundos, los autos por la avenida y yo con mi traje Zegna azul marino, corbata Ferragamo de seda rosa con vivos azul claro y mis zapatos italianos color camello impecablemente boleados como siempre. Me sentía en un lugar ajeno a mi hábitat como lo era mi oficina de lujo o dentro de mi Mercedes Benz blindado. Diario me transportaba a varias reuniones de negocios por la ciudad sin respirarla o estar parado en la acera escuchando de forma directa los motores y ruidos urbanos. Afortunadamente me encontraba aislado de todas estas sensaciones, caí en la cuenta que era un placer circular enjaulado y separado de los demás.

A cada momento la gente iba aumentando en número y yo al frente de la manada de peatones deseosos de cruzar la calle. De una breve ojeada vi a mis dos costados un par de personas distintas entre sí. A mi derecha un señor, al parecer velador o guardia de algún edificio por su uniforme y gorra, vestía con pantalón azul marino bastante arrugado, y la camisola blanca percudida con insignias de alguna empresa de seguridad. Sujetaba con la axila el ejemplar del periódico del día y en la mano izquierda una bolsa roja con comida. Me daba la impresión que tendría más de sesenta y cinco años por su bigote canoso y cabellera plateada. Era una persona apacible, no volteaba a ver a los demás y el molesto ruido de los motores no le afectaba, parecía conocer a la perfección la exactitud del tiempo del semáforo.

De mi lado izquierdo una joven de no más de veinticinco años completamente apurada por cruzar se asomaba a ver a los autos como sí con su mirada pudiera detenerlos para cruzar la calle. En dos ocasiones volteó a ver su reloj. El brillante arete en su nariz me llamó la atención. La miré mientras ella volteaba al lado opuesto aunque me sorprendió analizándola pero retiré mi mirada para no provocarla pudiendo percatarme de su apariencia, con botas militares, jeans negros entallados, blusa escotada de un gris desgastado, cabellos teñidos de rosa brillante, labios azabaches y el olor de un perfume corriente y penetrante.

Por fin el semáforo pintó verde para los peatones deteniéndose el tránsito en la avenida, ninguno de los dos personajes avanzó hasta detenerse el auto más pegado a la acera, era parte de su instinto de peatón regular al que me apegué como inexperto en el tema de calle. Al dar el primer paso fuera de la banqueta el calor de los motores y radiadores hacía más sofocante el ambiente a nuestro caminar. Nunca perdimos la formación desde el arranque hasta llegar al otro lado, y antes de subir la banqueta pude ver en el piso una rejilla negra como las de la zona del centro de la ciudad que resguardan las viejas instalaciones eléctricas de no más de tres metros de largo por tres metros de ancho.

Acabamos de cruzar y como soldados en una marcha subimos la banqueta pisando la rejilla que abriéndose al son de una trampa de oso nos tragó a los tres, cayendo un par de metros en la fosa encharcada con cables retorcidos. Todo fue muy rápido, me sentí quemado y a la vez por todo mi cuerpo recorrió un destello infinito que me hizo ver un umbral iluminado donde perdí toda sensación física, no había ruido, ni dolor, ni nada, sólo la luz elevada a la que llegué entregando mi cuerpo en su interior.

Olvidé la escena anterior y desde el tercer piso del edificio frente al cruce abrí los ojos viendo como la gente gritaba y se asomaba a la fosa, corría gente desde todas direcciones en una histeria colectiva. Enfoqué más y me vi en una escena de desdoblamiento con mi traje azul abierto mostrando mi pecho con la mirada al cielo, el agua sucia mojando mis hermosos ropajes, inerte, inmóvil y muerto.

—Somos nosotros —resonó una ronca voz a mi derecha. Era el guardia mirando por la misma ventana, parecía tranquilo.

—Estamos completamente muertos ¿no lo crees? —a mi izquierda la joven dijo con sarcasmo.

Comencé a alterarme por verme muerto en un inundado registro eléctrico con los ojos abiertos mirándome y los dueños de los otros cuerpos muertos a mi lado hablándome como si me conocieran de siempre.

—Tranquilo galán no te alteres sólo estás muerto —sonrió la joven burlonamente.

No podía asimilar esa idea de tener mi exitosa vida truncada por andar caminando como un común y corriente por la calle electrocutado en un hoyo oscuro e inundado.

Yo era Alberto San Román de la Cabada de la acaudalada e influyente familia San Román y siempre tuve desde pequeño la obligación de mantener en alto el nombre y fama familiar, estudiando en los mejores lugares con todo a mi disposición hice de mis deberes familiares una religión. Llegué a la cúpula del país al llevar a la presidencia al que en un principio como político de poca monta fui puliendo, inflando y creando como un distinguido hombre de Estado. En verdad era mi títere y yo era quien al final decidía todo acto de poder tras bambalinas. Si había de proponerse una ley, tratado o acuerdo, todo pasaba por mi escritorio.

A mis sesenta años me volví el patriarca de la familia al desbancar a mi vicioso hermano mayor que entre dispendios y escándalos perdió el favor del padre de ambos. Al ser de la nobleza republicana contraje matrimonio con Eva de Casis Roda, hermosa mujer educada a la usanza familiar, éramos aparentemente la pareja perfecta con las mismas ambiciones y objetivos. Nacieron de ese matrimonio dos hijos: Alberto y Clara, ahora ya adultos en sus veintes.

—¡Anda ya acéptalo por Dios! —me regañó el amable y apacible guardia tomándome del hombro al verme a los ojos— te aferras mucho a la vida material, debemos hacernos a la idea, somos almas en pena y estamos en otro lado, tu cuerpo no es más que carne comenzando a descomponerse.

—¡No es posible, esto es un mal sueño! —yo estaba ansioso mientras me embargaba la histeria.

—Y para colmo tenemos que andar con este llorón, ¿por cuánto tiempo? —cínicamente la joven se dirigió al guardia con un gesto de regaño.

—Y, ¿por qué con ustedes? Váyanse de aquí, déjenme sólo —exigí.

—No se puede, estamos juntos en esto, morimos juntos y así estaremos un buen tiempo supongo, desde que esto sucedió así hemos rondado nuestros funerales, ¿no recuerdas? —me cuestionó el guardia encogiendo los hombros.

—¿Con ustedes? Yo no los conozco, los vi en el semáforo de reojo y ahora allá abajo están sus cuerpos con el mío, ¿cómo es posible? ¿qué broma es esta? — dije en mi desesperación con la prepotencia que me caracterizaba.

—Quizás nuestros humildes y casi vacíos funerales te parecerán insignificantes mamón de mierda, pero tuvimos gente que sinceramente nos lloraba, mi madre y su esposa, ahora ve el tuyo, parece una fiesta, es una vergüenza toda esta gente —indignada y con firmeza arremetió la joven.

Era espectador de la película de la vida sin mí, una verdadera película de terror, comenzaba desde mi muerte, en otra dimensión, donde no hay tiempo ni espacio. La autopsia fue un desagradable espectáculo, me abrieron como pollo, me destriparon, me descerebraron y me cosieron como a un costal, a esto sólo lo definía la palabra pesadilla.

El velorio me pareció patético, mientras el hipócrita obispo hablaba de mí como sí hubiera sido un santo o un buen padre de familia o tan siquiera un buen esposo o amigo. El sermón era de lo más artificial, sin sentido alguno. Estaban ahí Eva mi esposa, mis hijos, el presidente de la república, mis enemigos y los que decían ser mis amigos. Sólo desde esa perspectiva podía ver sin ser adulado personalmente a mis cercanos, pero solo les interesaba mi cercanía y no mi amistad. 

—Pues hablan de ti como un gran hombre—no dejaba de tener la actitud burlona la joven— ¡Oh! que solemnidad, todas estas personas vienen de todo el país arremolinándose para ser parte de tu adiós —la cizaña de la joven era pura verdad—   pero mira nada más a ese de allá el de al lado del Presidente ¿quién es? ¿Por qué tan confidente? ¿No eras tú el hombre más cercano?

—Es mi hermano —yo estaba furioso— seguro ya le está vendiendo favores y tratando de tomar mi lugar. 

Veía cómo la gente se comportaba y era un trago de realidad, muchos acudieron para estar en los reflectores, varios medios de comunicación cubrieron el evento. Las afueras de la funeraria estaban plagadas de guardaespaldas y autos de lujo. Las pláticas de los asistentes eran banales sin importarles el motivo por el que estaban ahí. Hacer relaciones y estar presentes no por mí sino por la concurrencia. Se contaban chistes y aunque el ambiente era discreto de vez en cuando una carcajada se podía oír. 

Mi familia no aparentaba el duelo, Eva perfectamente arreglada, maquillada y perfumada, sin una sola lágrima ni siquiera los ojos enrojecidos evidenciaban su sentir por mi muerte. Estaba en mi propio velorio sin ser percibido. Mis hijos no se despegaban de sus celulares y parecería su atención más fija en Facebook y nunca en su tristeza. A caso mi hermana Esperanza quien era más o menos sentimental para darle el adecuado ambiente al evento se soltó a llorar aullando y para seguirle el juego algunas mujeres la consolaron fingidamente.

—¡Carajo Eva te dije que me enterraran en la cripta de la familia San Román con mis padres y abuelos! ¡Coño! ¿No me escuchó? —era puro odio— ¿no me escuchas carajo? ¿Por qué me creman? —me sentía traicionado y engañado. 

Eva salió de la capilla con la urna dorada, su rostro mostraba contrición, lo podía ver pero aun así depositó las cenizas en un nicho de la iglesia de Nuestra señora de Covadonga.

—¡En ese espacio no puedo estar toda la eternidad, no es posible! —lo dije yo a pesar de estar en otra dimensión y sentí llorar.

—Tienes que entender, tu cuerpo físico ya no te pertenece, no te debes de aferrar a tu vida —tratando de mantener la calma dijo el guardia.

—¡Lo dices porque no tenías mi vida viejo jodido! ¡y tú maldita niña envidiosa, los dos son unos fracasados, yo soy un triunfador! ¡soy el que mueve la cuna! —interrumpí a el guardia manoteando y gritando sin mesura.

—¿Eres? Eras, empieza a hablar con propiedad, ya no estás más en tu vida, tu cuerpo es no más de un par de kilos de cenizas —ahora me interrumpió con sarcasmo la joven poniéndole un alto a mi encolerizado exabrupto.

—Cenizas que nadie volverá a visitar —después de un largo silencio por primera vez sentí que me olvidaban y empezaba a morir.

A todo momento tuve el control de la vida, en la familia se comía cuando yo decía, se viajaba a donde yo decía, en la navidad se comía el pavo como yo quería. Y no solo ahí sucedía, mi oficina era un reloj suizo que funcionaba a mi ritmo, llegaba en la mañana y mi café preferido traído desde una cafetería a más de siete kilómetros estaba a la temperatura exacta, las páginas de negocios y finanzas de los principales periódicos simétricamente colocadas en el escritorio. Los jueves se encontraba listo el peluquero para delinearme el bigote y perfeccionar mi impecable cabello. Todo giraba en torno a mí con disciplina y claro dominio de la situación. Hoy eso no era así, me cremaron en lugar de enterrarme, la autopsia me destrozó la envidiable figura, el presidente me olvidaba y sustituía, mis hijos eran indiferentes ante mi muerte. Lo contrario al control era lo acontecido, yo ya no estaba más ahí, dejé de mandar, de decir, de opinar, de imponer, de hacer y de decidir. Era la pérdida total del poder.

El olvido me llevó al arrepentimiento, dando en la cuenta que dejar de ser recordado era la muerte misma. Sólo podía mantenerme en vida por la memoria de los demás. Pero después del velorio sentí la energía venida del recuerdo desvaneciéndose, no poco a poco sino con intensidad. El arrepentimiento se basaba en no echar las raíces a fondo en la vida, ni siquiera en mis hijos a los que veía poco y no estuve en los momentos importantes. Y qué decir de Eva con quién me unía sí bien un fuerte lazo, este era de conveniencia de ambas familias, pero eran muy sabidas nuestras diferencias y que hace muchos años no compartíamos la cama ni la mesa salvo en eventos de gala donde gobernaba la apariencia.

Ahí fue cuando me di cuenta de haber perdido el sentido de trascendencia, ni siquiera hice un testamento donde ordenara mi mundo cuando dejara de estar, no existía un último deseo. La aflicción y remordimiento residió en una fantasía gramatical, en un pretérito pluscuamperfecto expresando la acción que pudo haber sucedido. El maldito hubiera como destino deseado que me llevaba al reproche. Por más poder en la vida nada cambiaría el pasado, nadie lo ha logrado y nunca se ha podido, ni podrá por ser parte de la condición humana quedando indeleblemente escrito en el libro de la vida.

—Venga amigo mío lo pasado ya pasó, así es la vida debemos de dejar atrás los errores, más cuando ya no los podemos cambiar —con sorprendente sabiduría intervenía el guardia como un verdadero amigo— esos fallos son la vida misma, sin ellos todo sería una línea recta, con ellos se delinean las curvas, subidas y bajadas de nuestra existencia. Sí yo hubiera aprendido que en la vida había que perdonar no estaría muerto con ustedes sino amando a mi querida Miranda, la única hija que rechacé y que alejé de mí. 

—Seguro te recordarán más personas que nosotros —la joven señaló con menos acidez que de costumbre— a ti seguro te harán una calle, un aula o misas cada año, esquelas en los periódicos ¿yo qué sé?

Nos alejamos de los sucesos futuros para dirigirnos a nuestro destino existencial, los tres juntos como uno solo. Al final y después de una larga navegación en el océano de la nada vi que no era resignación mi sentimiento sino más bien un alivio o lo contrario a una pesadumbre. Comenzamos a dejar de sentir, de hablar y nos desvanecimos. Se relegaba mi olvido alejándome del mundo, era paz, sí, eso era.

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