miércoles, 16 de julio de 2014

¿Qué ocurre cuándo un hogar se queda sin padre?

Marco Absalón Haro Sánchez



Los arreglos para la festividad empezaron pocos días antes, Julia, una mujer de unos veinticinco a treinta años, de cuerpo menudo y piel aceitunada, era la anfitriona junto a Ernesto, su marido, quien rondaría el medio siglo de existencia, de apariencia enjuta y desgarbada. No se sabe a ciencia cierta la desazón del carácter; aunque las malas lenguas decían que cuando recién juntaron sus vidas él era muy paciencioso con su mujer que casi era una niña y que la envidia de cierta gente hizo que le dieran a beber un hechizo que torció su voluntad.

La entrada al rancho era un amplio callejón rodeado de tiestos con plantitas multicolores, los cuales fueron trasladados de diferentes sitios para orquestar la cercanía de algún evento importante. Julia con la colaboración de sus hijos y de dos o tres vecinas empapelaba los arcos por donde trepaban las enredaderas, mientras que en la cocina hervían a toda leña un par de ollas enormes con sus respectivos mondongos y patas de reses.

–Ahora empezaré a acarrear a los invitados –ofreció Ernesto.

–Sí, por favor –atajó Julia– ojalá se los pueda tener a todos para la comida.

Dicho esto descendió el hombre de la casa en busca de su canoa que permanecía en el atracadero. Trepó en ella, se arrellanó en uno de sus bancos y, antes de ponerla en marcha, extrajo una botella de debajo del asiento para llevarse a los labios luego de destaparla. Cuando el líquido atravesó el gaznate, hizo un breve gesto de malestar y echó otro bocado antes de tirar del motor para arrancarlo. Una vez puesta en marcha se alejó río arriba, acompañado del bronco ronroneo y el aire que le azotaba en la cara. Realizó tantos viajes como personas había que transportar, las cuales no eran menos de tres docenas entre hombres, mujeres y niños. Cuando partió al enésimo viaje, su mujer le recomendó traer los últimos encargos y, como lo notara un tanto «alegre» por la irremediable verborrea, le pidió que de momento no bebiera más hasta que la fiesta llegara a buen término. Pero él hizo una mueca al tiempo que escondía una nueva botella debajo del asiento y partió sobre las encrespadas olas del Zamora.

El rancho construido sobre una colina lo hacía visible a muchos metros de distancia; aunque estaba rodeado de vegetación era imposible ser desestimado en la primera ojeada de cualquier caminante que se cruzara por sus cercanías. Mientras algunas mujeres colaboraban con la preparación de los alimentos y arreglos previos para la comida, los niños jugaban alegremente alrededor creando un aire de alegría y emotividad.

–Usted ya tiene hijas señoritas –increpó una invitada a Julia– muy pronto la van a hacer suegra.

–Ay, calle nomás –repuso la aludida.

–Cierto –terció otra mujer– pero como son tan alhajitas, buenos maridos conseguirán y enseguida vendrán los nietos.

Un ligero rubor encendió las mejillas de la anfitriona; pues no le gustaba hablar mucho sobre este tema espinoso. No obstante, intentó mostrarse agradable cuando dijo:

–Bueno pues, si ésa es la ley de la vida ¿qué se va a hacer?

–Así es, así es –corroboraron las otras mujeres.

–Lo importante es –sopesó una de ellas que parecía tener mucha experiencia– que los maridos sean responsables y trabajadores; aunque un tanto borrachazos o mujeriegos.

–Eso sí que no –protestó Julia– si son bebedores o que les guste acostarse con el perro y el gato, eso no.

–¡Ay! –sentenció la madre de Ernesto– ¿usted cómo lo podría evitar?

–Así es, comadrita, así es –terció otra mujer para quitar hierro a la cuestión– mejor hablemos de otras cosas más importantes.

–Ajá –repusieron a una sin dejar de sonreír para sus adentros por la perorata que defendía los intereses de la anfitriona.

Para la comida se sirvió gran variedad de platos, en los que no faltaron: los caldos de mondongo o de patas de res, el de gallina, el yaguar locro (sopa de sangre), las fuentes rebosantes de yucas o maduros cocidos, el infalible ají condimentado con cebolla roja y perejil, entre otros. En un recipiente grande que se colocó en el centro de la mesa descansaba un puerco horneado, el que desde hacía rato alelaba con su gratos efluvios. Todo esto se sirvió en sendos platos acompañados de escudillas con espumante chicha de chontilla. Los alimentos empezaron su tránsito hacia los estómagos de cada uno, habiendo esperado largo rato a que apareciera el anfitrión que no volvía del pueblo. Nadie se atrevió a hacer un comentario sobre su posible estado si cuando los recogió andaba medio jumo (mareado).

La tarde se ocupó en varios menesteres hasta la llegada del cura de la parroquia, el mismo que asistiría al lugar antes de que cayera la noche y para asegurar su asistencia uno de los invitados se ofreció a recogerlo en el pueblo; pues como no volvía Ernesto y precisaban de un medio de transporte para él, tomó un caballo y cruzó la montaña a escape.

Antes del ocaso se oyó un motor y enseguida se asomaron a ver si era Ernesto; pero desestimaron este pensamiento cuando vieron que el bote atracó en la orilla y desembarcaron dos personas, uno era el cura.

Desfiló una pequeña procesión llevando en andas al santo patrono del lugar, el cual lucía bien engalanado y luego la eucaristía dedicada al mismo personaje. Todos estaban absortos en la celebración y encomendaban sus almas al Creador por intermedio de San Sebastián, el protector de los humildes.

Acabada la misa el cura bendijo una vez más a los fieles creyentes y abandonó el rancho acompañado de un par de montubios que se ofrecieron para el efecto.

Mientras tanto la música empezó a sonar con todo el volumen posible invitando a mover el esqueleto y los priostes repartían sendos chupitos de aguardiente sin dejar de levantar el codo una y otra vez. Los que colaboraron con el traslado del cura estaban de regreso trayendo consigo una buena cantidad de bebida y cigarrillos. 

Pero no todo era alegría, como una sombra pasó por la mente de Julia el hecho de que algo le pasó a Ernesto porque ya era hora de que hubiera vuelto y no había ni rastro de él. Preocupada indagó a los hombres que volvieron del pueblo a ver si lo habían visto: ninguno daba razón de su paradero.

–Mamá –dejó caer Ernestito– ¿por qué papá no vuelve?

–No sé, hijo –repuso la madre– ya era hora de que estuviera aquí, pero nada.

–Sí, mamita –corroboró Natalia, una quinceañera muy cariñosa– a lo mejor le pasó algo a mi papi.

–Ustedes saben cómo es él –atajó la madre– cuando se agarra a beber no existe quién lo frene hasta quedar como un alambique.

–¡Ay, mami! Ya vendrá –quitó hierro Carmen, la primera de sus hijas– aunque borrachito pero vendrá.

Julia sentía repeluznos al recordar que en los primeros años de convivencia él salía todos los días a trabajar las tierras que habían comprado junto a la posesión de unos conocidos suyos, Herminio y Conchita; quienes estuvieron gustosos de tenerlos como huéspedes hasta que se acomodaran. 

Ernesto, aparte de labrar la tierra de su propiedad, dedicaba varias horas al día a construir su rancho y regresaba cuando caía la noche.

Por su parte Julia, no sabía o no quería lavar un plato y menos quería cocinar o remendar ropas u otros quehaceres propios de las amas de casa y se pasaba ociosamente, tirada en una hamaca que colgó en los pilares de la planta baja del rancho; pero Conchita, la propietaria, le amonestaba de la siguiente manera:

–Julia, hija. Levántate y haz algo: lava la ropa o prepara la comida. Ya ha de venir Ernesto con hambre. ¿Qué le vas a dar de comer? Te puede pegar.

–¡Psch! –resoplaba con sorna– no pasa nada: él cocina, él lava los trapos sucios y cuando hay que coser o remendar alguna ropa él lo hace.

–Debería de darte vergüenza, hija –continuaba Conchita– si te casaste es para atenderle y no para estar como niña bonita sin hacer nada.

Los consejos de Conchita no hacían eco en su cerebro de criatura insensata y confianzuda. Al llegar el ocaso, minutos antes de que llegara Ernesto, recién ponía las ollas al fuego para simular que estaba cociendo los alimentos.

–¿Qué haces todo el día, mujer –renegaba  su  marido– por qué no has hecho la comida? ¿Por qué no remendaste los pantalones y cuándo vas a lavar?

–Es que no puedo –replicaba la aludida con la mayor tranquilidad del mundo.

Los propietarios de la finca oían a diario en la habitación de al lado éstas y otras discusiones parecidas. 

Una vez acabada la construcción del rancho, Ernesto, se mudó con su mujer no sin antes agradecer a sus conocidos.

–Ya sabes –ofreció Herminio– cuando necesites de algo me lo dices, no tengas ningún reparo que yo te echaré una mano en lo que te haga falta.

–Gracias, hombre –repuso– gracias por tu hospitalidad y tu buena voluntad, que Dios te pague. 

Al cabo de varios años vinieron los hijos y se hizo responsable Julia: al ver las necesidades de la vida, no le quedó mayor remedio que cambiar positivamente y ayudar como era debido a Ernesto. Sin embargo, de la noche a la mañana él tuvo un cambio radical de carácter y nadie sabía el porqué; pues cuando se juntaba con sus amigos y se pegaba los tragos se convertía en un monstruo que daba miedo. Su mujer e hijos que lo veían venir borracho, maldiciendo a diestra y siniestra, huían despavoridos hasta ponerse fuera de su alcance. Porque, aparte de la lluvia de amenazas, tomaba el machete o el viejo fusil dispuesto a acabar con la vida de cualquiera de sus familiares o de quien se cruzase en el camino ese momento de eufórica ira. Pero su mujer poco a poco fue dejando de temerle y llegó a la conclusión de que él «solo quería intimidarles». Cuando Ernesto le apuntaba a la cabeza o al cuerpo no se retiraba asustada y la madre del verdugo le decía:

–¡Quítate, hija! ¿Cómo puedes quedarte tranquila, no ves que este borracho sinvergüenza de mi hijo te quiere matar?

–Que me mate pues –replicaba serena– si Dios quiere que muera me he de morir, sino seguiré con vida.

Se presume que Ernesto empeoró en sus malos instintos porque se relacionó con una doncella indígena y que el día menos pensado le dio a beber uno de sus brebajes para hechizarlo. Debido a ello llegó al extremo de la locura que causan los narcóticos poderosos usados por los brujos indígenas; quienes se dedican a la adoración del fuego y a la invocación de espíritus del otro mundo.
Julia sufría sus maltratos junto a las siete criaturas que habían procreado; las cuales tan indefensas como ella, nada podían hacer para frenar las tropelías de aquel padre entregado al peor de los vicios que tiene la humanidad: la ebriedad alcohólica. Lo malo era que no solo bebía, sino que tenía intentos homicidas. Este cambio en el proceder de Ernesto era lo que Julia repudiaba con toda su alma. 

De pronto y con no poco asombro, escucharon un grito desde la entrada de la finca abarrotada de gente.

–¡Señora Julia, hoy sí que le mato y le voy a beber la sangre. De hoy no pasa, hic!

Al oír esto, bajaron el volumen del equipo de música y todos se quedaron en profundo silencio, mientras la madre de Ernesto salió a encontrarlo y le pareció mucho mayor de lo que realmente era; pues estaba irreconocible con la ropa mojada y desgarrada, no llevaba zapatos.

–¿Hijo, qué te pasa, por qué estás así?

–¡Madre, a usted la respeto! –siguió Ernesto, en tanto se acercaba al rancho– el problema no es con usted, sino con la Julia... ¡La canoa se viró en medio río por su culpa, hoy le mato, hic! Me salvé de puro milagro, gracias a que no soy tan malo para nadar, ¡hic!

–¡Qué culpa tienen ella y los guaguas, déjalos en paz! –atajó la anciana mientras la mujer y los niños se escondieron de su presencia.

A los ruegos de su madre se tranquilizó el hombre y salió Julia con los niños del escondite. Mientras que los invitados y vecinos abandonaban el lugar.

–¡Julia, por poco te quedas sin marido, la canoa se me vira en medio río –carraspeó dolorido– hic! En cuanto pude salí del agua, me orienté y caminé un par de horas a campo traviesa sin botas ni nada… ¡ay, ay, ay!

–Son cosas que a veces pasan, hombre, ya tranquilízate –suavizó Julia al tiempo que le ayudaba a mudarse de vestido–. ¿No ves que estamos de fiesta en honor y devoción a San Sebastián? No debiste haberte quedado tomando. ¿No te das cuenta? Los vecinos se han ido, solo por tu mala conducta. Éste es el último año que se hace fiesta aquí en nuestra finca... Que el santito me perdone, que no es por él, sino por tus malas actuaciones.

–¡Mira, cómo tengo los pies llenos de espinas. Sácamelas por favor, hic! –pidió Ernesto mostrando cara de circunstancias. Había dejado de tiritar.

–Nada te hubiera pasado si no te hubieras puesto a beber en vez de estar aquí con nosotros –continuó Julia–. Deberías respetar las fiestas y los días de guardar. Tenías que hacer algo indebido en esta fecha.

Con santa paciencia fue quitando las espinas una por una, mientras que su suegra alumbraba con un candil la operación.

A través de los meses aquella terrible situación en nada varió, debido a que este padre continuaba maltratando, golpeando y poniéndoles al alcance de su arma de fuego a aquellos desdichados menores. Julia sufría con incansable paciencia todos estos atropellos, dejando en manos del Altísimo para que él en su infinita misericordia les librara de caer en desgracia y que hiciera justicia a su tiempo según las obras de cada uno.

Un domingo a media tarde, aún seguía bebiendo Ernesto y se le ocurrió como obra portentosa de las tinieblas acabar de una vez por todas con su puerca vida. Cogió el bote de herbicida que se hallaba dentro de una caja y con llave, quitó la tapa y se lo empinó como agua. En vez de matar la maleza se estaba matando a sí mismo, como era natural en estos casos que por fortuna son pocos, sintió una fuerte quemazón: primero en el esófago y luego en los intestinos, el estómago le ardía atrozmente. La reacción corporal fue tan brusca y no había defensas que contrarrestaran semejante pócima. En fracción de minuto el cuello mostraba una mancha rojiza que iba aumentando cada vez más y de su piel salían ampollas sanguinolentas. El rostro dibujaba una desvaída imagen. Por las comisuras de los labios escapaba un espumarajo verdoso. En fin, todo él se retorcía de paroxismo cruel. Se intentó trasladarlo al hospital en andas; pero ya fue tarde porque en el difícil trayecto dejó de existir. 

A consecuencia del suicidio quedaron en la orfandad siete retoños. Por fortuna había algunos beneficios materiales para que pudieran defenderse sin tener que mendigar; pero la viuda no por ello pensó quedarse sola, ya que era joven aún y estaba de buen ver. Enseguida aparecieron pretendientes al acecho. Más temprano que tarde era menester estar acompañada de alguien que le ayudase en las faenas agrícolas. Con tan mala suerte que el nuevo marido resultó ser la reencarnación del difunto; pues cometía fechorías iguales o peores que el finado, sin tener derecho a la propiedad. Esto hizo que la pobre Julia y sus hijos continuaran viviendo en un infierno peor que el primero y a la postre se vieron en la calle; merced a que el flamante marido les despojó sin piedad de todo cuanto tenían en vida de Ernesto, por medio de engaños.

A partir de entonces Julia empezó de cero. Si antes era propietaria de una próspera finca y no le faltaba nunca el pan del día, hoy tenía que ingeniárselas como pudiera para conseguir los medios de subsistencia. 

Todos los días se la veía en la quebrada lavando ropa ajena, acompañada de sus pequeños. Mientras los más grandecitos ganaban el jornal en cualquiera de las fincas aledañas, los que habían acabado la escuela primaria; pero los que no, aún iban a clases con el alma entristecida. También hacía labores de toda clase como: empanadas, humitas, quimbolitos o arepas, para ganarse la vida. Le ayudaban en la tarea los escolares, quienes recorrían el vecindario y ofrecían los productos en una canasta o un charol. «Ojalá algún día no muy lejano mis hijos tengan lo suficiente para vivir y no les toque mendigar un bocado de pan ni el abrigo», pensaba y siguió bregando contra corriente, haciendo las veces de padre y madre.

3 comentarios:

  1. Quedó perfecto, gracias a usted, José Alejandro.

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  2. Creo firmemente que se camina mucho mejor por la vida si se lo hace de la mano de alguien como en este caso: la orientación sabia de José Alejandro. Todo se aprende en esta vida.

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  3. El título delata el contenido. Que aburrido!

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