martes, 15 de julio de 2014

Que difícil es vivir

Juana Ortiz Mondragón



Riiing, riiinng, riiiiiiing… Todos los días, al tercer repicar del despertador, 5:50 de la mañana se despertaba Tomás. Estiraba uno por uno sus músculos y se incorporaba lentamente. Tomás era un niño de ocho años, piel blanca, ojos azules y pelo ensortijado. Más alto que los chicos de su edad, ágil y delgado como una gacela. Vivía en un poblado a orillas de un rio de ensueño, con sus padres Francisco y  Marta. Un lugar tranquilo en el que podían salir a caminar en las noches de luna llena. Habitado por personas educadas y amables. Las calles estaban llenas de jardines y de bancas para descansar. Francisco y Marta llegaron allí cuando se dieron cuenta de que iban a ser padres, buscando el mejor lugar para vivir.

Francisco era arquitecto y  Marta diseñadora de interiores. Juntos construyeron la casa de sus sueños: habitaciones amplias, muebles de madera, un jardín interior de plantas frutales y uno exterior que daba al río, dos bibliotecas y una sala de televisión, en la que se sentaban en las tardes a ver una buena película.

Tomás era hijo único. Marta y Francisco habían intentado concebir varias veces; abortos múltiples los desconsolaron por mucho tiempo, hasta que como caído del cielo nació Tomás.

Desde su nacimiento nada le había faltado: juguetes, ropa, libros, vacaciones a lugares fantásticos y una enorme habitación desde la que podía divisar el rio. También tenía un hermoso Golden retriever  llamado Único. Su gran amigo y  aunque suene  redundante, quizás el único. Tomás salía todas las tardes a caminar con Único, se sentaban bajo la sombra de un árbol. Tomás leía en voz alta sus cuentos favoritos, Único movía las orejas y abría sus hermosos ojos miel, parecía disfrutar de los ratos de lectura en compañía de Tomás. Sus padres no reparaban en nada para darle gusto y cómo no hacerlo, Tomás merecía todo lo que pudieran darle; él era un hermoso tesoro que los había alejado de una profunda tristeza.

Entre los juguetes favoritos de Tomás, estaba  una muñeca que Marta conservaba desde que era una niña.  Tomás la observaba con sus hermosos ojos, intentando descifrar que le producía. Cuando nadie lo miraba,  jugaba con ella y aprendió a coserle vestidos y sombreros.

En las noches, innumerables pensamientos lo abatían. Se sentía extraño, como si su cuerpo no le perteneciera. En el instituto al que asistía, sus compañeros le ponían sobrenombres y hablaban de él en los pasillos. Su madre se sentía preocupada y un poco frustrada con algunos comportamientos que notaba extraños en Tomás: cadencias en su voz, su forma de caminar había cambiado.

-¿Qué pasará con Tomás? -le preguntaba Marta a Francisco.  

-¡Nada!  - le contestaba con voz tranquila Francisco.

-¿No has notado que su forma de caminar es extraña?  -insistía Marta.

Estas conversaciones terminaban en discusiones. Marta se sentía inquieta con el comportamiento de Tomás y  Francisco trataba sin fortuna de tranquilizarla, de encontrar respuesta a lo que su amado Tomás estaba viviendo.

Francisco era un hombre de temperamento tranquilo, reflexivo.  No solía actuar sin pensar, pero en ocasiones, las conversaciones con Marta lo alertaban de la posible situación que estaba enfrentando Tomás. Francisco tenía una mente abierta. Estaba dispuesto a afrontar diversas  situaciones de la vida y a amar sin importar las dificultades, sobre todo a alguien tan preciado como su hijo.

Tomás tenia sueños recurrentes, en los que sus compañeros del colegio le hacían daño, lo golpeaban por ser y pensar diferente, lo ridiculizaban delante de todos. Se levantaba alterado, sudando,  en medio de gritos y llanto. Francisco, Marta y Único lo consolaban y acompañaban. Único se enrollaba junto a las piernas de Tomás, en las noches, cuando lo sentía nervioso y triste. Era el mejor ejemplo de un amigo fiel.

-¡No sé qué me pasa! –decía Tomás llorando-.  Siento que mi cuerpo no me pertenece.

-¡No te preocupes Tomás! ¡Te ayudaremos!  -le decía Francisco, mientras lo tomaba de las manos.

Marta lo observaba con una triste mirada,  mirada llena de preguntas sin ninguna respuesta.  Marta era la hija del medio de una familia adinerada, católicos,  de pensamientos de derecha, horizontes  y  mentes cerradas. Eran cuatro hijos: dos hombres y dos mujeres. El mayor de sus hermanos, Mateo, había tenido en su adolescencia comportamientos  similares a los que estaba experimentando Tomás. Su padre lo reprendía muy fuerte, tanto física como sicológicamente: ¡Mariquita, eres la vergüenza de esta casa! Una mañana fría, encontraron a Mateo colgado de las vigas de su habitación, contaba solo con dieciséis años. Por este motivo,  Marta se sentía temerosa, a veces no sabía cómo comportarse con Tomás,  solo sabía que lo amaba y que no iba a desampararlo.

Tomás era un excelente estudiante, tenía las mejores notas de su grado, le fascinaba dibujar. Su mayor sueño era ser artista. En sus dibujos plasmaba lo que sentía, realidad que se le dificultaba verbalizar, sujetos sin rostro y vestidos de diferentes formas eran sus protagonistas.

La situación del colegio empeoraba cada vez más. A Tomás le daba temor entrar al baño, ya que un par de veces unos chicos de grados superiores lo habían golpeado e introducido su cabeza en la taza del sanitario: ¡A ver sin con esto se te quita la maricada!

El colegio era campestre, una edificación antigua, cerca de donde vivía Tomás. Largos y fríos pasillos conducían a las salas de estudio, dotadas de todo lo que los estudiantes pudieran necesitar: equipos de cómputo, libros e implementos de laboratorio. Las aulas, estaban rodeadas de ventanas que daban al campo, un salón con instrumentos musicales, piscina,  canchas y una granja con diversos animales.

Estaba sumido en una terrible soledad.  Buscaba a sus padres; estos siempre lo escuchaban y encontraba refugio en Único. Pero él deseaba tener amigos, personas de su edad con quienes compartir un rato. Varias veces llegó a casa con moretones:

-¿Qué te pasó Tomás?  - le preguntaba su mamá.

-Nada mamá, me lastimé  jugando fútbol –contestaba Tomás, intentando no preocuparla.

Y se encerraba en su cuarto a llorar sin consuelo. Solo permitía que Único entrara y éste le limpiaba las lágrimas. Tomás lo abrazaba  fuerte, hasta que por fin el sueño los vencía. Un verano, conoció  un chico, un nuevo vecino que había llegado  a la orilla del rio. Empezaron a hablar y se hicieron grandes amigos. Martín era un año mayor que Tomás, nueve años y gustos parecidos. A Martín no le importaba que los juguetes favoritos de Tomás fueran las muñecas, ya que también podían jugar fútbol, trepar árboles y caminar con Único. Tomás  se  sintió identificado al  conocer a Martín.  Incluso le gustaba su compañía más que la de cualquiera, aunque todavía no podía definir lo que Martín era para él.

Una tarde,  decidieron cambiar de juego. Fue el día de los disfraces y de personificar  seres de la vida que amasen o quisieran ser. Empezaron por jugar  a ser vaqueros, astronautas, policías. En el desván de la casa de Martín, encontraron faldas, vestidos y maquillaje. No vieron problema en disfrazarse de chicas y salieron al jardín, donde descansaba el papa de Martín. Al verlos les gritó y los obligó a cambiarse inmediatamente. También hizo que Tomás se fuera para su casa diciéndole que jamás lo quería volver a ver. Según él, Martín había empezado a cambiar desde que conoció a Tomás. No le pareció que éste fuera un buen amigo para su hijo, que quizás eso que era Tomás se le podía contagiar a Martín.  Empezó por prohibirles la amistad, hasta que decidió marcharse del río.

De nuevo solo. Marta y  Francisco decidieron visitar una sicóloga para saber cómo ayudar  a Tomás. También él  la visitó en algunas ocasiones y  afirmaba que lo relajaba que alguien,  además de sus padres, pudiera escucharlo sin reparos.

Las visitas donde la sicóloga surtieron efecto durante algunas semanas. Días en los que Tomás y su familia estuvieron sonrientes. Tomás se la pasaba dibujando y conversando con sus padres; por momentos la ansiedad lo atacaba hasta que una mañana, los compañeros que siempre lo habían perseguido, lo vistieron de chica y lo amarraron al asta de la bandera en el patio central. Todo el colegio lo vio, miles de risas bombardearon sus oídos. Esa tarde, sus padres  fueron por  él  al instituto. Las directivas les obligaron sacarlo de la institución aduciendo que él era un problema para los demás chicos. Solo hasta ese día sus padres se dieron cuenta de lo que había callado Tomás todos esos meses.

Al llegar a casa, Tomás se encerró cansado y decepcionado de su vida. Al amanecer y después de golpear sin resultado varias veces, Marta y Francisco derribaron la puerta. Su hijo, su tesoro, yacía en el suelo; había ingerido una gran cantidad de pastillas. Único  estaba enrollado junto a él.  Sumidos en el más terrible de los llantos, lo tomaron en los brazos, salieron de casa en compañía de Único hasta el muelle. Allí estaba el barco en el que iban a realizar sus próximas vacaciones. Sin esperanzas zarparon con lo que quedaba de su hijo. Navegaron sin rumbo varios días. Un barco pesquero los encontró: habían muerto abrazados contemplando a Tomás. A sus pies yacía también Único.

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