jueves, 30 de enero de 2014

El entierro del abuelo

Sonia Manrique Collado


Cuando regresé de la escuela, me encontré con la noticia de que el abuelo había muerto. “Ha muerto papá”, dijo mi mamá con ojos llorosos. Yo no supe qué decir. Algunos de sus hijos estaban ahí, llorando. Pocos minutos después llegaron más, los que viven en Lima. Bajaron del taxi rauda, presurosamente. “Papá, papá”, gritaban. No recuerdo qué más sucedió ese día pero una imagen estaba ahí: alguien me tenía en sus brazos mientras mi madre lloraba. Ahí estaba el abuelo, un ser que daba miedo. Siempre estaba enojado ese caballero, no lo quiero recordar. Gritaba, maldecía y tiraba cosas. Yo recuerdo mucho esas veces cuando él quería pegar a mi mamá. La verdad es que espero no verlo nunca cuando pase las fronteras de la muerte. El abuelo Pepe murió cuando yo tenía ocho años, todos lloraron esa vez, no entiendo por qué lo hacían. ¿Acaso fue bueno cuando joven? No lo creo, todos sus hijos decían que pegaba a la abuelita y que malgastó la fortuna familiar, dejando a sus hijos en la pobreza.

Cuando murió el abuelo, mi mamá contó que había escuchado su voz y que la había despertado de su sueño. ¿Por qué escucharía su voz si él nunca la quiso? Ese abuelo tenía sus preferencias, sólo quería a algunos de sus hijos y a muy pocos de sus nietos. Para él, Carla era la única nieta que valía la pena, la adoraba. Todos sus halagos y cariños estaban reservados para ella. A los otros nietos nunca nos prestó atención, sólo gritos, quejas y malas miradas. La peor parte la llevé yo porque mi mamá era la encargada de cuidarlo. Vuelve esa imagen: un hombre viejo y furioso amenaza a su hija que es defendida por otros. ¿Acaso debía entristecerme por su muerte?

El abuelo llegó una noche y arruinó el cumpleaños de mi mamá, en ese tiempo ella era buena. Habían ido todos los vecinos al cumpleaños pero nadie contaba con que el abuelo llegaría borracho. El licor acrecentaba su cólera y se convertía en un energúmeno. No le importó que los invitados estuvieran mirando. Llegó y golpeó a mi madre, la golpeó delante de todos. No olvido esa noche de cumpleaños ni al abuelo que murió tiempo después en medio de las lágrimas de los hijos y familiares. Todos lloraban  desconsoladamente, yo sólo tenía ocho años y no lloré porque sabía muy bien que el abuelo era malo. Nunca entenderé por qué lloraban los otros. Vamos, me dijo mi tía Carola. Vamos hijita, vamos al cementerio. Yo no quiero ir al cementerio a ver el entierro del abuelo. Pero fui con todos, lloraban en voz alta y mucho más cuando introdujeron el ataúd en el nicho. “No te vayas papá”, gritó mi tía Chela. Los tíos estaban consternados, era una tragedia para ellos su muerte. El llanto de mi mamá era suave, sin gritar. “Papá, papacito”, decía. Pero en ese momento yo sólo recordaba esa vez, años atrás, cuando el abuelo empujaba la puerta y gritaba cosas a mi mamá, otros familiares la protegían. Uno de ellos sostiene la puerta para que él no pueda entrar a la única habitación que tenemos. Alguien me carga en sus brazos, ¿aún no puedo caminar? Yo miro a mi mamá que se le sale el corazón. Ella es buena todavía. “¡Abre la puerta!”, grita el abuelo. Mientras tanto, el primo Carlos abraza a mi mamá diciendo “ya tía, cálmate”.  

Al entierro han asistido todos los familiares, muchísima gente que se lamenta. ¿Tenía tantos amigos el abuelo? Sus hijos hombres se pelean por cargar el cajón. Veo a mi mamá echada en el suelo, el abuelo la ha mandado ahí de un empujón, los invitados están sentados y no hacen nada. No sé cuántos años tengo en ese momento, sólo miro. Otra imagen aparece: lo veo saliendo del cuarto, persiguiendo a mi mamá. “¡Eres igual que la puta de tu madre!”, grita y sus ojos despiden odio. Ella sale al patio como única defensa, trata de huir y sólo dice “por favor, no hable usted mal de los muertos”. La veo tapándose los oídos y cerrando los ojos.
El ataúd ya está dentro del nicho y el abuelo vivirá ahí eternamente. Sus hijos e hijas siguen llorando pero un poco menos. Los nietos estamos en silencio mirando a tanta gente, mi prima Mónica sonríe de repente y su mamá le da una bofetada. Sólo Carla llora diciendo “abuelito Pepe, no te vayas”.  

─Siento mucho que haya muerto su papá, señora Carmencita –dijo la señora Daisy y la abrazó. El entierro había terminado y todos se dirigían a la salida del cementerio.

─Gracias, señora Daisy –contestó mi mamá-. Vamos a extrañar mucho a mi papá, era muy bueno.

─Tu papá no era bueno –dije yo mientras tomaba el desayuno-. Siempre estaba renegando.

─No te atrevas a hablar de mi padre –respondió mi mamá que lavaba unos platos-. La próxima vez te mando una cachetada.

─Sí, señora Carmencita. Debe tener resignación –dijo la señora Daisy-. Don Pepe era muy buena persona.

─Yo me acuerdo de todo –insistí con energía-. Él te pegaba cuando tú eras adulta, yo lo vi.

─Ojalá que Dios perdone a su padre todo lo que le hizo a su madre –dijo la señora Evangelina-. Pobre señora Hortensia, fue una mártir.

─No hable usted de mi padre, no se lo permito –casi gritó mi tía Chela-. Acaba de morir, no se atreva a hablar mal de él.

En este momento me cae bien la señora Evangelina, parece buena persona. Además, noto que sabe la verdad sobre el abuelo. Pero las escenas me resultan extrañas, ¿acaso no conocían todos su maldad?, ¿por qué dicen que es bueno?, ¿sólo porque murió? Un pensamiento me asusta: quizás son iguales a él y por eso lo aprecian.

─Siempre recuerdo a mi padre, nunca le dije que lo quería –recordó mi mamá que había terminado de lavar los platos.

─¿Por qué lloraban tanto cuando murió tu papá? –pregunté yo. Ya terminé de tomar mi desayuno, té sin azúcar porque estoy engordando.

Cuando murió el abuelo yo pensé que se había acabado el horror. Pero no fue así, algunos de sus hijos heredaron su carácter colérico.  Creo que mi mamá sólo fue buena durante mis primeros años de vida, no sé en qué momento cambió y se hizo igual al abuelo, sólo que mujer. Aún recuerdo sus golpes, sus humillaciones.  No me pegues, mamacita. Perdóname, perdóname. Auxilio.

─Usted se parece mucho a su papá, señora Carmencita –le dicen las personas.

─Sí, es un orgullo parecerme a mi padre –responde mi mamá.

─Eres mala, igual que él –le dije yo una vez.

Nunca debí decir eso, esa noche lloré mucho por el dolor del látigo. ¿Cuántos latigazos fueron? ¿Más de diez? Ahora ya soy grande, no me pegará más. Soy más alta que ella y puedo correr, escapar.

─Llorábamos porque lo queríamos, porque era nuestro padre –dijo mi mamá con furia- tú qué vas a entender eso si eres un demonio.

Me callé. He crecido y me he librado de sus golpes, pero no de sus insultos. Cuando termine mi carrera, me iré muy lejos de aquí.


─Ya me voy mamá, se me hace tarde para la universidad.

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