miércoles, 10 de julio de 2013

El profesor

                                                                                                                                               
                                                                                  Dennis Armas

1




Ignacio estaba profundamente dormido cuando la alarma de su celular empezó a sonar, anunciando la hora de levantarse para ir a trabajar.
La luz de la mañana ya resultaba lo suficientemente clara como para iluminar todo el devastador caos de su habitación. No era de extrañar que un soltero maduro como él no fuese muy hacendoso, pero en su caso particular, la inenarrable anarquía de su cuarto podía inducir a la esquizofrenia a la más abnegada de las mujeres.
Ignacio contempló por unos instantes la entropía circundante, que no se limitaba solo a su habitación. Era como si una grúa gigante hubiese elevado todo el departamento a unos treinta metros de altura para luego dejarlo caer. El resultado de esa colisión graficaba lo que Ignacio llamaba su depa.
Debo de cambiar mis costumbres, ¡urgentemente! -pensó para sí mismo.
Se levantó y fue a la cocina, se preparó un café, un pan con mantequilla, y se los  llevó al baño.
Cuando terminó de usar ambas tazas, la chica y la grande, se sacó la ropa y se metió a la ducha fría.
Se bañó prolijamente, pues sus clientes eran adolescentes de clase acomodada que no soportaban el más mínimo descuido de la apariencia.
Salió del baño en toalla, y sintiéndose más ligero caminó hasta su habitación. Ahí se puso una camisa a cuadros marca Hilfiger, un jean Levis, y sus botines Reebok.
Después de pasarse el cepillo por sus ondulados cabellos negros salió de su departamento. Pero Ignacio no bajó las escaleras de inmediato, en lugar de eso se asomó sobre el pasamano y pudo ver las baldosas de cerámica del estacionamiento, cuatro pisos más abajo. Desde su perspectiva, las separaciones entre los trechos zigzagueantes de la escalera formaban un angosto túnel a través del cual él tenía la costumbre de escupir. Justo debajo, en el suelo del garaje, había una gran mancha de unos quince centímetros de diámetro resultado de todos sus escupitajos diarios.
Mirando a través  del túnel, Ignacio empezó a acumular saliva. Una bola líquida comenzó a formarse en la punta de sus labios, hinchándose a medida que se cargaba de más saliva hasta prácticamente colgar de su boca como un capullo. Finalmente la bola babosa, del tamaño de una canica, empezó a caer por entre los pasamanos de las escaleras y se estrelló contra el suelo produciendo un ruido seco.
Una divertida mezcla de alegría y nerviosismo invadió al hombre de cuarenta y cinco años al escuchar a su escupitajo romperse contra el piso. Por un momento se sintió como un niño que acababa de hacer una travesura de la cual sabía quedaría impune.
Ya se prestaba a bajar cuando sintió el compulsivo deseo de hacerlo nuevamente. Lo pensó por un momento, luego, una vez más, asomó la cabeza sobre el pasamano y empezó el proceso de formar la bola de saliva entre sus labios; cuando esta hubo alcanzado el volumen y peso adecuados Ignacio la soltó y la miro caer, pero en esta ocasión, para su espanto, la cabellera gris de doña Teodomira apareció de un momento a otro, interponiéndose en la línea de fuego.
Doña Teodomira era la vecina del primer piso, y siempre se había preguntado quién era el que dejaba semejante marca de escupitajos sobre las baldosas. Al salir de su departamento le había llamado la atención lo que parecía ser un salivazo fresco en medio de la mancha seca, y por eso se había acercado indignada a mirar. En ese instante, el espumarajo de Ignacio se estrelló contra la cabeza de la vieja con toda la aceleración obtenida en su caída libre de cuatro pisos.
La anciana casi se va de bruces por el repentino susto. Sintió como si alguien la hubiese golpeado en la cabeza con el dedo índice; e Ignacio, con el aliento contenido, se apartó de inmediato cubriéndose  la boca con los dedos de una mano.
La vieja Teodomira se tocó la cabeza y sintió que sus dedos se mojaban con un líquido pegajoso. Rápidamente supo lo que le había caído.
- ¡Muchacho desgraciado! ¡Qué asco! ¡Cochino, marrano, asqueroso, chancho! -gritó creyendo que el responsable era el hijo adolescente del vecino del quinto piso- ¡Ahora sí te fregaste, ahorita subo, vas a ver, le voy a contar todo a tu papá!
La indignada mujer empezó a subir por las escaleras, mientras Ignacio buscaba desesperadamente en su manojo de llaves, pero tratando de hacer el menor ruido posible. Cuando finalmente encontró la llave correcta abrió la puerta de su departamento con el sigilo de un ladrón y se metió presuroso. Una vez adentro la cerró cautelosamente, jalando y sujetando el pestillo para no hacer ruido. Lo hizo justo a tiempo, pues del otro lado, la anciana pasaba furiosa dirigiéndose al quinto piso.
Ignacio se quedó parado junto a la puerta, con los oídos agudizados. Podía escuchar a la vieja tocando el timbre del piso de arriba, pero al parecer nadie le abría. Volvió a tocar, pero aparentemente no había nadie en casa, por lo que emprendió su descenso hacia su propio departamento para lavarse la cabeza. Cuando pasó por la puerta del verdadero responsable éste pudo escucharla maldecir entre dientes.
Debo de cambiar mis costumbres, ¡urgentemente! -pensó el hombre.

Después de aguardar unos diez minutos salió de su departamento. Esta vez no se atrevió a asomarse sobre el pasamano, sino que comenzó a bajar las escaleras sintiendo la ansiedad de salir del edificio de una vez por todas.
Al llegar al garaje caminó lo más disimuladamente posible en dirección al portón que da a la calle, cuando de repente sintió la puerta de Doña Teodomira abrirse detrás de él. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, pero decidió que sería mejor voltear a saludarla. Y así lo hizo.
- Buenos días señora Teodomira, ¿cómo está usted? -dijo con una cordial sonrisa en la cara mientras hacía una ligera reverencia.
- ¡Ay señor Ignacio! No sabe usted lo que me acaba de pasar -le dijo la mujer agitando la mano por encima de su cabeza.
- ¿Qué le ha pasado señora Teodomira?
- ¿Ve esa asquerosidad que está ahí? -dijo la vieja señalando a la mancha de escupitajos que había en el suelo.
- ¡Uy! ¿Qué es eso?
- ¡Todas las mañanas algún cochino escupe desde arriba! ¡Y mire el charco que se ha formado! ¿No le parece una asquerosidad, señor Ignacio?
- ¡Qué barbaridad! ¡Qué falta de educación!
- ¡Pero eso no es todo, señor Ignacio! ¡Ahorita nomás, hace quince minutos, el asqueroso este me escupió en la cabeza!
- ¡¿Cómo dice?! ¿A usted? ¿Le escupió a usted?
- Para qué vea, señor Ignacio. Yo salí de mi departamento para ir a la iglesia, como hago siempre, y vi que acababan de escupir otra vez en el suelo, así es que me acerqué para cerciorarme que así era, y en ese instante, señor Ignacio, ¡en ese instante! me cae un escupitajo en toda la cabeza. ¡Qué le parece!
- Ya no hay respeto, señora Teodomira, ya no hay respeto. Qué barbaridad -se lamentó  mirando al suelo y negando con la cabeza-. ¿Y usted logró ver a esta persona?
La vieja se acercó al hombre en actitud confidente y susurrándole le dijo:
- No, pero sabe quién creo que es, señor Ignacio.
- ¿Quién?
- Yo creo que es ese muchacho que vive en el quinto piso, ese que todo el día entra y sale con amigos. Estoy casi segura que es él. Mírelo nomás como se viste, parece un vago, segurito que es él.
- Bueno…, podría ser, pero mientras no haya pruebas…
- Pero quién más va a ser el que hace semejante cochinada -saltó la vieja- No va a ser usted.
- No, no, obviamente que no.
- Ah, ¿ya ve?
- Sí pues, tiene toda la razón, debe ser ese muchacho.
La vieja Teodomira ya iba a decir otra cosa, ya había abierto la boca, pero Ignacio se le adelantó. Mirando su reloj exclamó:
- ¡Uy señora!, ya me tengo que ir, se me hace tarde. Fue un gusto hablar con usted.
La mujer se sintió un poco desconcertada, pero como su interlocutor se veía bien vestido, como todo un caballero, asumió que tenía cosas importantes que hacer y solo atinó a decir:
- Ah, ya, claro, que le vaya bien señor Ignacio.
- A usted también doña Teodomira.

Veinte minutos después el hombre regresaba. El libro que había estado llevando no era el correcto. Ofuscado por la pérdida de tiempo entró raudamente al edificio, y cuando pasó junto a la mancha de escupitajos pensó:  
No lo volveré a hacer… esta ha sido la última vez… la última…
Una vez dentro de su departamento se dirigió a la cocina. Abrió el refrigerador para sacar dos manzanas y fue entonces cuando vio una sucia bolsa amarilla en el fondo. Por las paredes de la bolsa se traslucían formas raras, alargadas y curvas.
- ¡Carajo! Me olvidé de la bolsa de huesos -se quejó- ¡Qué idiota! Estuve por el parque y dejé aquí los huesos.
Ignacio amaba más a los animales que a las personas, es por eso que cada vez que terminaba de almorzar, y sin importar que estuviese en su casa o en un restaurante, metía los huesos de pollo y cualquier otra sobra de su plato en una bolsa plástica, con la que caminaba tranquilamente por la calle buscando a algún infortunado perrito hambriento al cual darle el alimento. Si no encontraba ninguno, se llevaba la bolsa a su departamento y la metía en el refrigerador.
Ni modo -pensó- me la llevaré de todos modos. Ya encontraré a algún perrito por ahí.
Se guardó las manzanas, una en cada bolsillo de la casaca. Tomó el libro que necesitaba, la bolsa con los huesos de pollo y se fue a trabajar.
Mientras caminaba por la calle rumbo al paradero, sacó una de las manzanas y le dio una mordida. Dentro de su boca, el trozo de fruta fue pelado con diestros movimientos de lengua, mandíbula y labios; luego se lo tragó y escupió la cáscara. Todo el proceso era casi automático. Ignacio le daba una mordida a su manzana, movía la boca como un rumiante y después escupía el pedacito de cáscara hacia un lado.
Mientras caminaba y comía, buscaba con la mirada a cualquier perro callejero que pueda apreciar los huesos que tenía en la bolsa. Pero no se veía ninguno.
Finalmente llegó al paradero. La hora punta ya había pasado, el tráfico estaba bastante ligero y la poca gente que había allí no dejaba de mirar en la dirección por donde debía aparecer el bus.
Ignacio miraba en esa dirección también, girando fugazmente la cabeza hacia el otro lado solo para escupir los restos de cáscara. Todavía le quedaba media manzana, así es que se apresuró a morder, tragar y escupir, para de ese modo tener las manos libres al momento de subir al ómnibus. Los pedacitos de cáscaras baboseadas iban quedando pegados sobre un poste cercano, junto al que se había parado.
A lo lejos, a unas tres cuadras de distancia, apareció el carro que debía tomar. No parecía estar muy lleno, pero hasta que no se acercara más era imposible estar seguro. 
En ese instante Ignacio se acordó que aun tenía la bolsa de plástico llena de huesos de pollo.
- Carajo… -susurró para sí- ¿y ahora qué me hago con esto?
Lenta y discretamente empezó a desamarrar el nudo de la bolsa. Su idea era echar los huesos al  pie del poste que le había servido como escupidera, pero cuando volteó para ver si no había moros en la costa se encontró con la mirada reprobatoria de una señora que lo estuvo observando todo el tiempo. Ignacio no recordaba en qué momento la señora se fue a colocar detrás de él, pero ella había sido testigo de cada escupitajo con los que él había cubierto un área circular del poste.
Avergonzado, ya no se atrevió a tirar los huesos al suelo y siguió empuñando la bolsa. Se hizo el distraído, como si no tuviera la culpa de nada, mientras mentalmente rogaba que el carro se apresurase y que la señora que lo acaba de descubrir no subiese al mismo vehículo.
Por fin el ómnibus se detuvo frente al paradero. Ignacio se quiso subir rápido, pero se topó con los pasajeros que bajaban, así es que tuvo que retroceder unos pasos. Luego de unos segundos lo abordó y localizó un asiento vacío junto a la ventana, en la parte posterior del vehículo, el cual no iba muy lleno, pero aun así tuvo que pedir unos cuantos permiso por favor mientras se escurría por entre los pasajeros en dirección al asiento que había visto al fondo. Cuando logró sentarse, el pesado y viejo ómnibus recién empezaba su marcha.
A falta de refrigeración, el olor de los huesos de pollo empezaba a sentirse, y algunos pasajeros aledaños repararon en la grasosa bolsa de plástico amarilla que el recién llegado sujetaba. El carro ya había avanzado unos metros cuando a Ignacio se le ocurrió lanzar la bolsa de huesos por la ventana, con la esperanza que cayera al pie del poste.
Algún perrito sentirá el olor y la romperá con los dientes -fue lo que se le cruzó por la cabeza al momento de tirarla. Pero olvidó por completo que ya la había desanudado.  
La bolsa se abrió en el aire vomitando su contenido sobre las personas que aun se hallaban en el paradero. La señora que minutos antes lo había mirado mal, ahora hacía nerviosos aspavientos con las manos para quitarse un ala de pollo con pellejo que le había caído sobre su bien peinado cabello. El resto de la gente tuvo diversas reacciones, desde negar con la cabeza en gesto de desaprobación, hasta lanzar insultos al terrorista de la higiene que los había envuelto en semejante lluvia biológica.
Para suerte de Ignacio, el acontecimiento sucedió cuando el carro ya estaba acelerando, por lo que las miradas asesinas de los transeúntes y los insultos rápidamente quedaron atrás.
Algunas personas de abordo, que no habían sido víctimas de la broma sonreían maliciosamente. Solo un viejito de barba blanca lo miró mal y comentó algo, pero nadie le hizo caso. La mayoría de los pasajeros no se había percatado de nada.
Ignacio se tapó toda la cara con la mano derecha y al mismo tiempo pensó: Debo de cambiar mis costumbres, ¡urgentemente!

2

El bus prosiguió su lenta marcha por la avenida Benavides rumbo a la urbanización residencial de Valle Hermoso, donde vivía Vanessa Huamaní Sarmiento, una de sus alumnas más queridas.
Eran finales de marzo y las vacaciones de verano estaban punto de terminar, esto hacía que muchos padres de familia contrataran a Ignacio para que les diera a sus hijos un refuerzo en matemáticas. En sus años como profesor particular había desarrollado estrategias mentales para llevarse bien con sus alumnos, incluso para compenetrarse con ellos, pues para la mayoría de los adolescentes un hombre de cuarenta y cinco años no guarda mucha diferencia con una momia del Museo de la Nación. Pero esto no sucedía con el profesor Ignacio, a quién todos sus alumnos tuteaban con naturalidad y trataban como si fuera más un compañero que un tutor. Había aprendido lo importantísima que es la apariencia, y es que en el mundo de los jóvenes acomodados la apariencia lo es todo. No bastaba con estar limpio y bien vestido, sino que también se juzgaba la marca de la ropa, la marca de los zapatos, el estar actualizado con la moda, con los cantantes del momento (solo los aceptados por supuesto), con los nuevos términos coloquiales, e incluso con las nuevas tecnologías del mercado. Esto último a Ignacio lo ponía de cabeza.
- ¡¿What?! ¿No sabes lo que es Android? ¡No te puoo creer! ¿En qué planeta vives?-le había dicho una vez una alumna burlándose de él.
¡Pero cómo se te ocurre! ¡Claro que sé lo que es Android! Android es eso que te metes al  ano cuando estás estreñida… ¿no? -le hubiese gustado responder a Ignacio. Pero solo pudo pensarlo.
El bus cruzó el puente-avenida que se extiende sobre la carretera y dobló a la izquierda.
Ignacio miró su reloj. Ya eran las diez y cinco de la mañana. Eso significaba que en el departamento de Vanessa solo estaría ella y Carmela, la empleada. Sus padres estarían trabajando.
Vanessa y su familia encajaban en la clase que había terminado por denominarse Los nuevos ricos, es decir, no provenían de un nivel socialmente alto, pero habían llegado a ganar mucho dinero por sus desempeños laborales. El padre era un exitoso abogado corporativo que casi nunca estaba en casa, pero si le quitaran el traje de lujo que siempre llevaba y lo vistieran con shorts,  polo y sayonaras parecería más un vendedor de verduras de algún mercado mayorista que un profesional del derecho. Pero él nunca se sintió amilanado por sus rasgos indígenas, pues lo que le faltaba en altura y belleza lo compensaba con carácter y trabajo duro. La madre de Vanessa, en cambio, sí provenía de una familia más o menos acomodada; era una mujer de ascendencia española, de unos treinta y nueve años, guapa y psicóloga de profesión.


Un rato después, Ignacio se bajó del ómnibus y empezó a caminar. Caminó  por unos quince minutos por calles residenciales, llenas de jardines bien cuidados y flanqueadas por lujosos edificios de mediano tamaño, de no más de diez departamentos cada uno. En uno de estos edificios vivía su alumna.
Cuando llegó, presionó el botón del intercomunicador y la servil voz de Carmela le respondió.
- Pase usted profesor -le dijo abriéndole por control remoto la puerta de vidrio del edificio.
Ignacio ingresó en el vestíbulo, donde había un fino mostrador semicircular detrás del cual se hallaba el vigilante, quien lo saludó con una sonrisa amigablemente, pues consideraba que el profesor se encontraba más a su nivel que los despreocupados inquilinos ricos que siempre veía entrar y salir.
Ignacio entró en el ascensor, y apenas las puertas se cerraron el aire acondicionado entró en funcionamiento. Una voz femenina computarizada le preguntó:
- ¿A qué piso va?
- ¡A uno que esté lleno de putas!
La computadora del ascensor replicó con su sensual voz apacible:
- Piso no reconocido. ¿A qué piso va?
Ignacio, irritado, estiró la mano al panel de control y golpeó el botón número 4 con el dedo índice.
- Cuarto piso. Departamento A. Familia Huamaní -confirmó la computadora.

Las puertas del elevador se abrieron en la misma sala del apartamento, exponiendo todo su lujo interior. Carmela, la sirvienta de cincuenta años, lo recibió vestida con su típico delantal blanco.
- Buenos días profesor, pase.
- Buenos días señora Carmela -la saludó mientras salía del ascensor e ingresaba al departamento profesionalmente decorado con un estilo moderno donde la combinación de vidrio y metal se podía ver en todas partes.
- La señorita Vanessa está en su habitación –anunció la empleada.
- Gracias señora Carmela, voy a verla.
Ignacio caminó por un largo pasillo de paredes impecables hacia el cuarto de Vanessa y se percató que su puerta se hallaba junta. La golpeó tímidamente con la yema de los dedos mientras susurraba:
- Vanesita, soy yo.
Esperó, pero nadie respondía.
Volvió a tocar la puerta, esta vez con la uña del dedo índice, pero nuevamente no recibió respuesta. Parecía no haber nadie adentro. Aguardó un poco más, y luego de lanzar una fugaz mirada hacia el corredor, acercó la oreja a la puerta, pero no pudo oír ningún ruido, ni la ducha (con la que contaba cada habitación), ni el televisor, ni nada.
Ignacio se rascó el cabeza, inseguro de cómo proceder. A Carmela se la podía escuchar  metida en la cocina, a varios metros de distancia, abstraída en la preparación del almuerzo y en una de las muchas telenovelas que veía.
-¡Vanessa! -la volvió a llamar con voz normal. Pero nadie contestaba.
Finalmente el profesor empezó a sentir que perdía su tiempo, y sabía que lo más probable era que Vanessa estuviese absorta, con los audífonos en las orejas y a todo volumen como era su costumbre, por lo que empujó la puerta y se asomó.
Lo que vio hizo que sus ojos se abrieran de par en par y su corazón se exaltase con una mezcla de miedo, vergüenza y excitación.
Sobre la cama yacía Vanessa, dormida boca arriba y completamente desnuda.
Los pies de la cama estaban casi alineados con la puerta, solo un metro de distancia hacia la derecha evitaba que lo estén totalmente, pero era precisamente ese trecho de un metro lo que colocaba a la cama en la posición perfecta para que Ignacio pudiese recorrer con la mirada todo el cuerpo de la chica, desde las plantas de los pies hasta la cabeza.
Vanessa había salido más al padre que a la madre, era mestiza, no tan agraciada y con algunos kilitos de más. Tal vez por eso no era nada popular en el Casuarinas College, donde estaba a punto de empezar el quinto año de secundaria. Pero era  joven, y en ese momento Ignacio la tenía durmiendo desnuda ante sus ojos.
El corazón del profesor latía agitadamente. Se sentía en un lugar prohibido, viendo algo prohibido. Su sentido común le gritaba que cerrase la puerta lo más discretamente posible, pero su instinto y curiosidad se lo impedían. Sus ojos volvieron a recorrer el cuerpo de la adolescente, empezando por los deditos de los pies, deslizándose por las plantas y continuando por los tobillos, pantorrillas y muslos, solo para detenerse en su entrepierna, que curiosamente traía depilada, lo que permitió que la morbosa mirada de Ignacio revoloteara alrededor de sus labios vaginales concentrándose en sus contornos; luego, sus ojos continuaron por el abdomen, un poco rellenito, hasta llegar a sus senos; esos los tenía grandes, aunque no tan firmes, se alzaban como dos cúpulas espachurrables sobre su pecho y terminaban en dos pezones trigueños que apuntaban hacia arriba; finalmente, la inspección visual del profesor subió por el cuello hasta llegar a la cara ( y aquí hubo que admitir que la chica se veía mejor dormida que despierta), para después llegar a su pelo, el cual se notaba húmedo, signo que revelaba que se había bañado hace poco.
Ignacio ya tenía un nudo en el estómago cuando de pronto Vanessa giró de lado y se acurrucó en una posición semifetal, haciendo que su trasero redondo apunte directamente hacia su observador.
Ignacio se quedó pasmado. Contuvo el aliento y por unos segundos no se atrevió a exhalar. Se sintió al borde de un precipicio. En ese momento, más que nunca, su sentido de autoprotección le gritaba ¡Cierra la puerta, cierra la puerta! Pero ahora tenía el culo desnudo de Vanessa frente a sus ojos ¡Era lo único que le faltaba ver! Así es que, con los nervios de punta, empezó a examinar sus glúteos, sabiendo que su alumna podía despertar en cualquier momento. Vanessa ciertamente no tenía potito de bebé, sus nalgas eran grandes, redondas y ligerísimamente separadas por la parte donde empiezan las piernas, lo suficiente como para que su profesor, agachándose un poquito, lograra vislumbrar la parte más profunda e intima de su anatomía, y no pudo evitar tener una erección. En realidad sentía que sus pantalones iban a reventar por el lado del cierre. Era doloroso.
Finalmente, con su curiosidad ya satisfecha, fue lo bastante prudente como para no seguir espiando. Estiró la mano y jaló la puerta lentamente hasta dejarla como la había encontrado; luego, giró sobre sus talones y empezó a caminar de puntillas hacia la sala, dando largos pasos en cámara lenta y subiendo y bajando los codos a medida que las puntas de sus zapatillas tocaban el piso. Parecía un ladrón de dibujos animados tratando de hacer el menor ruido posible. Así avanzó por el largo corredor.
Cuando le faltaban unos metros para llegar a la puerta del ascensor Carmela lo vio desde la cocina.
- ¡Profesor!
- ¡¡Ahh, yo no fui!!
- ¿Qué?
- Ah, señora Carmela, es usted. Me asustó.
- ¿Ya se va? ¿Tan temprano? -se le acercó la sirvienta secando una taza.
- Sí… es que… parece que Vanesita no está -respondió nervioso.
- No, sí está profesor. Espere aquí un rato, voy por ella.
- ¡No! ¡No vaya! -saltó Ignacio, y estuvo a punto de sujetar a Carmela por la manga.
- ¿Pero qué le pasa profesor? ¿Por qué no?
- Es que... su puerta está junta y… como no responde cuando yo toco… creo que debe estar durmiendo.
- Bueno, pues si está durmiendo, yo se la despierto, no se preocupe -dijo Carmela resuelta y avanzando unos pasos en dirección al cuarto de la chica.
- ¡No señora Carmela! No se moleste -saltó Ignacio otra vez, casi interponiéndose en el camino de la mujer.
- Profesor, ¿qué le pasa a usted hoy?
- Bueno, es que… lo que sucede es que…
De repente, la voz de Vanessa se hizo escuchar desde el fondo del pasillo:
- ¡Qué pasa! ¿Por qué tanto alboroto? -dijo la chica mientras salía de su habitación envuelta en una bata de terciopelo rojo.
- Ah, ¿ya ve? Ahí está -dijo Carmela.
Vanessa caminó por el pasillo hacia su profesor. Iba descalza, e Ignacio sabía que debajo de esa suave y deslizante bata de terciopelo su alumna no tenía nada.
- El profesor fue y te tocó la puerta -le dijo Carmela a Vanessa- ¡pero tú no abrías!
¡Cállate, vieja de mierda! -pensó Ignacio.
- Ah, sí, estaba durmiendo -dijo la chica con toda naturalidad.
Ignacio la observaba sin saber qué pensar. ¿Sospechará que la vi? ¿Qué diablos hacía desnuda sobre la cama? Es cierto que estamos en verano y hace calor… pero no es para tanto. ¿Se habría olvidado que yo iba a venir?
- Bueno -dijo la sirvienta- vayan a hacer sus clases pues.
Fue en ese instante cuando Vanessa se delató con un involuntario gesto de los labios, un gesto casi imperceptible, una ligerísima y fugaz sonrisita, que en combinación con su mirada, de inmediato le hizo saber a su profesor que lo sucedido no había sido ninguna casualidad, ella nunca estuvo realmente dormida, lo había planeado todo.



Ignacio entró a la habitación de la muchacha y se sentó en el escritorio, ubicado a un lado del baño. La chica iba a cerrar la puerta, pero su profesor se lo impidió diciéndole que la dejara abierta, que hacía mucho calor.
- Bueno, está bien -dijo Vanessa jalando una silla para sentarse a la izquierda de Ignacio.
- ¿No te vas a vestir? -le preguntó su profesor con desdén fingido.
- Pero si estoy en mi casa, no hay problema, normal. Pero si te molesta mi bata me la quito.
- No, no, no. Tienes razón, así estás bien. Bueno, ¿con qué empezamos?
- Con… trigonometría.
- Bueno.
El profesor se puso a revisar las últimas tareas de trigonometría que le habían dejado a su alumna antes que empezaran las vacaciones, escogió un par de ejercicios y le dijo que los resolviera.
Vanessa tomó el libro abierto y lo puso a su izquierda, luego cogió un block y empezó a copiar el problema lentamente. Muy lentamente.
Ignacio nunca se había sentido tan incómodo con esta chica como ahora. No podía sacarse de la cabeza las imágenes de su cuerpo desnudo tendido sobre la cama, de sus labios vaginales depilados específicamente para que él los viera, de su vientre, de sus senos, pero  especialmente no podía dejar de lado las visiones de su culo. Esas nalgas jóvenes, grandes, redondas y exquisitas se hallaban a tan solo centímetros de él.
Mientras Vanessa terminaba de copiar el problema cruzó una pierna sobre la otra y uno de los pliegues de su delgada bata de terciopelo se deslizó hacia un costado dejando al descubierto parte de su muslo, Ignacio bajó la vista sin mover la cabeza y sus traicioneros ojos no pudieron evitar viajar desde la parte del muslo que había quedado expuesta hasta el pequeño pie descalzo de la muchacha, cuyos deditos se movían perezosamente frotándose unos con otros.
El profesor sintió que una vez más su entrepierna se hinchaba con una impertinente erección. Trató de pensar que en vez de Vanessa había sido doña Teodomira la que estuvo desnuda en la cama, y eso ciertamente funcionó: su miembro viril se desinfló como cuando se deja escapar el aire de un globo, es más, en su mente se produjo ese sonido.
- ¡Uufff!
- ¿Cómo dices? -volteó Vanessa con una pícara sonrisa en la cara.
- Oh nada nada, tú sigue haciendo tu tarea.
- ¿Ah sí…? Y si no la hago… ¿qué me vas a hacer? -respondió la muchacha estirando aun más las comisuras de los labios.
- Yo… -titubeó Ignacio.
Vanessa le había clavado la mirada y su sonrisa dejaba ver sus dientes parejos con la puntita de la lengua asomándose entre de ellos.
- Yo… -continuó el profesor- ¡te daré con la regla!
La chica miró a los lados sacando el labio inferior.
- No traje mi regla -dijo indiferente- solo espero que no me pellizques, eso siempre me duele.
Y la muchacha se pellizcó el muslo ella misma.
- ¡Ay! -dijo- ¿Ves? Me duele.
Ignacio sintió que un calor le recorría todo el cuerpo. No había tenido una mujer en mucho tiempo y su sentido común luchaba  contra su instinto natural, el primero le gritaba: ¡Contrólate!, ¡Es casi una niña!, mientras que el segundo le decía: ¡bésala, bésala, es lo que ella quiere! ¡Un besito nada más, solo uno!
Finalmente se puso de pie de un brinco y dijo:
- Préstame tu baño un ratito.
La chica, un poco sacada de onda por la súbita reacción de su profesor, le señaló con el lapicero el baño situado al costado del escritorio, en la misma habitación.
Ignacio se apresuró hacía él y se encerró.
Dentro, prendió la luz y se miró en el espejo. Se mojó la cara y se la secó. Luego, después de un par de segundos, se colocó frente al inodoro y se bajó los pantalones  junto con los calzoncillos, pero no se puso a orinar, sino que,  usando su mano derecha envolvió su miembro viril, que volvía a estar más erecto que un taco de billar,  y presionándolo con fuerza  inició  el violento vaivén que descargaría toda la energía que los juegos sexuales de Vanessa habían acumulado en él.
Ha Ignacio nunca se le había cruzado por la mente masturbarse en la casa de una alumna, y menos pensando en la alumna misma, pero esto era totalmente diferente. Se inclinó hacia adelante apoyando la mano izquierda contra la pared mientras que con la derecha proseguía con la deliciosa faena. Las imágenes de Vanessa totalmente desnuda en la cama se sucedían en su mente como una serie de diapositivas pasadas en alta velocidad. Recreó todo lo sucedido, desde que empujó la puerta y la descubrió “dormida”, hasta el momento en que ella se volteó de lado para mostrarle adrede sus carnosas nalgas, así como también el asterisco que había entre ellas. Todas estas imágenes se complementaron con fugaces fantasías (imposibles de cumplir en la realidad sin terminar preso) que finalizaron en un explosivo orgasmo cuyo producto se disparó en un chorro discontinuo.
Ignacio sintió un alivio indescriptible. Inhaló y exhaló dos veces seguidas y su rostro se convirtió en el retrato de la satisfacción. Ahora se sentía mucho más relajado y con la frialdad necesaria para controlar la situación que lo esperaba afuera del baño. Pero su tranquilidad se esfumó de inmediato cuando levantó la vista y se percató de toda la “silicona” con la que había embarrado el tanque del inodoro y el mural de la pared.
Desesperado, pero todavía aturdido por el éxtasis logrado, se subió los pantalones y dio un jalón al dispensador de papel higiénico, mas lo hizo con tanta fuerza que el rollo giró varias veces liberando unos cinco metros de papel que terminaron por cubrirle los pies.
- ¡Maldita sea! -dijo Ignacio entre dientes.
Enseguida recogió todo el papel del suelo y como pudo lo hizo una bola, con la que empezó a limpiar con vehemencia cualquier objeto cubierto por su fluido seminal. Sus violentos movimientos arrojaron al suelo un cuadrito que se encontraba sobre el tanque del wáter.
- ¡Puta madre! ¡Ya se cayó esta cosa!  
Cuando hubo limpiado hasta la última gota lechosa, arrojó toda la bola de papel higiénico al inodoro y jaló la palanca. Era la mejor manera de eliminar la evidencia, pero el wáter empezó a luchar por tragarse semejante objeto y aparentemente amenazaba con atorarse.
- ¡Nooo! ¡Por favor nooo! ¡Trágatelo! ¡Trágatelo mierda! -le decía al wáter.
Pero el retrete solo pudo con parte de la pelota de papel, la otra mitad quedó flotando.
- ¡Carajo, no se la comió toda! -decía ya sin medir el volumen de su voz.
Afuera del baño, Vanessa, que escuchaba todo, había empezado a rascarse la cabeza.
Ahora Ignacio tenía que esperar que el depósito de agua se llenase para poder jalar la palanca nuevamente, pero eso iba a tomar un rato y ya había perdido mucho tiempo, así es que, con mucho cuidado, levantó la pesada tapa de porcelana del tanque del inodoro y la colocó sobre la rueda; luego, usando sus manos juntas, empezó a trasladar agua del caño hacia el interior del tanque para acelerar su llenado.
Después de algunos intentos ya se sentía bastante cojudo, así es que se puso a buscar algún recipiente que pudiera usar en lugar de sus manos. Sus ojos se posaron en el vaso porta cepillos que se hallaba sobre una repisa encima del lavadero. Lo tomó y volcó su contenido en el caño. Ahí fueron a parar el cepillo de Vanessa junto con la pasta de dientes. Ahora podía continuar ayudando al wáter a llenarse.
Cuando el agua llegó al nivel adecuado tiró de la palanca, y para su alivió, cualquier vestigio del papel que él había arrojado desapareció por la cañería. Colocó todo de vuelta en su lugar y salió tratando de lucir lo más inocente posible.
- Listo, continuemos -dijo cerrando la puerta del baño detrás de él.
- ¿Tanto te has demorado en hacerte una pajita? -le preguntó Vanessa con una pícara mueca en la cara.
Ignacio se puso colorado.
- ¿Una pajita? ¿A qué te refieres?
- Ay Ignacio por favor…
- ¡Oye! En vez de andarte preocupando por pajitas deberías terminar los ejercicios, ¿ya los terminaste?
- Sí, sí, sí, en eso estoy -dijo la chica con desdén- pero aquí hay algo que no entiendo, siéntate a mi lado.
Sintiéndose aliviado por el pajazo, pero aun con la guardia en alto, Ignacio se sentó de vuelta en el escritorio y empezó a explicarle a su alumna la parte del problema que decía no entender. Pero a ella poco le interesaba la trigonometría. Escuchaba a su profesor, pero no le prestaba mucha atención. Él sabía eso, pero no le quedaba de otra que seguir hasta que la hora se acabe. Y así lo hizo. Vanessa se equivocaba a propósito y hacía preguntas tontas esperando que Ignacio la castigara con un golpecito de regla o con un pellizco, pero él se mantenía firme, cosa que la ponía aun más inquieta.
En un momento de la clase la muchacha se paró del escritorio y dijo:
- Espérame un ratito, ahorita vuelvo.
Y salió de su habitación.
Ignacio miró su reloj y vio que aun faltaba cerca de media hora para que concluyese la lección.
Es mi culpa que esto me esté sucediendo -se reprochó frotándose el dorso de la mano.
Cinco minutos después, Vanessa apareció en el umbral de la puerta con un sándwich de jamón con queso en un plato y un vaso grande de gaseosa. Le estiró el pequeño refrigerio a su profesor y en seguida cerró la puerta con el pie.
Antes que Ignacio pudiera decirle nada con respecto a la puerta, la chica le preguntó si no le molestaba que pusiera música.
- Yo puedo estudiar con música -dijo ella- de verdad.
- Bueno, pero no le subas tanto el volumen.
Mientras Ignacio le daba un nervioso mordisco a su sándwich, su alumna caminó hasta su comodín y encendió un reproductor de MP3 conectado a dos parlantes. Luego se sentó nuevamente junto a su profesor, quien hablando con la boca llena reanudó la explicación de un ejercicio que había quedado pendiente. A Vanessa le hubiese gustado quitarse la bata en ese momento y ponerle las tetas en la cara, pero en vez de eso lo interrumpió diciéndole:
- Oye Ignacio, me gustaría que me hicieras un favor.
- Sí, dime.
- Mira… esto no se lo pediría a cualquier hombre, yo sé que son unos pendejos, por eso te lo pido a ti.
A Ignacio se le activaron todas las alarmas.
- ¿Sabes? No tengo nada bajo mi bata… -dijo la chica con una sonrisa bribona.
Aunque eso él ya lo sabía, casi se le atraganta el trozo de sándwich que tenía en la boca.
- Quiero quitarme la bata y que me tomes un par de fotos -propuso ella.
- ¡¿Qué?! ¿Estás loca? ¿Para qué quieres que haga eso? -replicó Ignacio inclinándose hacia atrás en un intento inconsciente de alejarse de ella.
- Son para un chico italiano que conocí por Internet -respondió Vanessa con la mayor campechanía.
Ignacio no podía creer lo que le estaban pidiendo. ¿Cómo habían llegado las cosas a este punto? Él sabía que lo del chico en Internet era una mentira. Era obvio que Vanessa no se conformaba con habérsele mostrado desnuda mientras fingía dormir, no, ella quería ver su reacción, quería verlo a los ojos, quería ver qué cara ponía.
- No, Vanessa -dijo en tono serio- yo soy tu profesor, tengo cuarenta y cinco años, tu solos tienes catorce.
- Tengo quince -corrigió la muchacha- acuérdate que repetí un año. Pero oye, ¿acaso te estoy pidiendo que te acuestes conmigo? Solo te pido que me tomes un par de fotos para mi amigo de Internet. Nada más.
- Pero es que no, Vanesita. Además no deberías mandarle ese tipo de fotos a nadie. ¿Cómo sabes tú que ese chico de Italia no las va a publicar? -dijo siguiéndole la mentira- Tú misma acabas de decir que los hombres son unos pendejos.
- No creo que las publique…
- ¡Ay Dios! Vanessa…
- Pero en caso que lo hiciera, la Internet es inmensa, ¿qué probabilidades hay que alguien que yo conozca encuentre mis fotos? Hay miles de millones de fotos en Internet. Tú que eres matemático dime, ¿qué probabilidades hay?
- Mira -continuó la chica mientras sacaba una pequeña cámara digital del cajón del escritorio- solo tómame dos fotos al toque y seguirnos con la clase, normal, no tengas miedo -dijo estirándole el aparatito a su profesor.
Ignacio tomó la camarita y la puso sobre el escritorio, detrás del plato con el sándwich. Ya Iba a decir algo cuando su alumna puso una carita de bebita triste.
- Por fa, Ignacio -le suplicó- es que me da vergüenza pedirle esto a otra persona.
Nuevamente el profesor sintió una nerviosa excitación, pero esta vez mezclada con adrenalina. Su corazón empezó a palpitar como hace casi una hora. Sus manos se pusieron frías y por segunda ocasión su sentido común empezó una feroz batalla contra su instinto animal.
No podía creer que estuviera considerando hacerlo. No era correcto. Él era el profesor. Vanessa su alumna. Pero por otro lado ella tenía razón: No le había pedido que se acostara con ella, solo que le tomara un par de fotos. Pero una cosa lleva a la otra ¡Demonios!
Ignacio sintió que su curiosidad e instinto ganaban terreno poco a poco, como dos fuerzas que se habían aliado para un fin común. Finalmente, el forcejeo en su mente terminó abruptamente cuando su alumna le dijo:
- Si me haces este favor, ya no te molesto más.
Ese era el pretexto que su lado animal necesitaba.
- ¿De verdad? -replicó Ignacio automáticamente.
- De verdad.
- ¿Si te tomo las fotos te vas a poner seria?
- Te lo prometo -dijo Vanessa poniéndose de pie.
Y se fue caminando hasta el centro de la habitación mientras su profesor la seguía  nervioso con la mirada. Luego la chica se dio la vuelta poniéndose cara a cara frente a él.
¡Detenla! ¡Detenla! ¡Aun estás a tiempo! -gritaba la conciencia de Ignacio, pero no atinó a hacer nada.
Vanessa estaba a punto de despojarse de la única prenda que la vestía. Se llevó las manos al cinturón para desamarrarlo. Deseaba dejar que la bata se le deslice por los hombros hasta caer al suelo por su propio peso. Quería crear una escena de película.
En ese mismo momento la perilla dio un brusco giro y  la puerta de la habitación empezó a abrirse. Vanessa se detuvo en seco y de inmediato apartó las manos del cinturón.
En el umbral apareció la madre de Vanessa.
A Ignacio casi le da un infarto cuando vio a la señora. Casi tartamudeando la saludó.
- Ho-o-la señora Eliana.
La mamá posó los ojos sobre el profesor y luego sobre su hija, que seguía parada en medio de la habitación con un gesto de desconcierto en el rostro y con la desnudez cubierta solo por su holgada bata de terciopelo rojo.
- Hola Profesor -lo saludó animosamente la señora, tan guapa y bien vestida como siempre.
- ¡Mamá! ¿Qué haces aquí tan temprano? -le preguntó su desconcertada hija.
- Dos pacientes me cancelaron sus citas de la tarde -contestó la madre- cosa rara, así es que me vine a almorzar. Pero luego me tengo que ir otra vez. Y tú Vanessa, ¿qué haces ahí parada?
La muchacha titubó sin saber qué responder.
- Yo le dije que apagara la música, señora -intervino Ignacio-. No me puedo concentrar con tanta bulla.
- ¡Ah sí! -dijo la chica rápidamente- Iba a apagar la música.
- Sí, mejor apágala -respondió la madre, y luego dirigiéndose al profesor- yo no sé como ella puede estudiar con esa música, no hay nada como la paz y tranquilidad para el estudio.
- Sí pues señora, por eso le pedí que apagara ese aparato.
Vanessa apagó el MP3 sintiéndose criticada, pero a la vez aliviada.
- Bueno -dijo la mamá- entonces los dejo estudiar, permiso.
- Ya señora Eliana, no se preocupe.
La madre se fue cerrando la puerta de la habitación detrás de ella.
Vanessa seguía parada frente a la cómoda, dándole la espalda a su profesor. Este prácticamente podía percibir la ofuscación de la chica, quien después de unos segundos se dio vuelta y regresó al escritorio.
Ignacio trato de abrir la boca, pero enseguida la muchacha le dijo en un tono severo:
- ¡No me digas nada!
El profesor se encogió de hombros y trató de continuar con la clase, pero su alumna definitivamente ya no se encontraba de humor, solo se limitaba a mirar al vacio. Se sentía como una tonta. Aunque su intención nunca fue acostarse con su profesor, sus sentimientos eran los de una mujer que trató de entregarse a un hombre y fue rechazada de plano. Con la mano izquierda se cerró la bata debajo del cuello y la sostuvo así.
Ignacio bajó el lapicero y le dijo:
- Mira Vanesita, tú necesitas encontrar a un muchacho que…
- ¡Ya te dije que no me digas nada! -lo cortó.
- Bueno, bueno, tranquila. ¿Qué te parece si dejamos las clases por hoy?
- Sí, será mejor -respondió la muchacha cabizbaja y aun sujetándose la bata.

3

Ignacio salió del edificio de departamentos y se dirigió al paradero. Aun tenía que dar un par de clases más en el distrito de San Borja. Tomó el bus y se sentó del lado de la ventana, cerca de la puerta trasera. Ahí sacó su segunda manzana y le dio un mordisco.
Mientras miraba por la ventana se puso a reflexionar sobre lo sucedido con Vanessa. Recordaba que la conoció hace poco menos de un año. Al principio solo vio a una chica retraída y tímida, sin mucho interés en las materias del colegio, pero poco a poco fue conquistándola mostrando interés en sus cosas personales. Ignacio conocía por experiencia la mentalidad de los adolescentes, probablemente los conocía mejor que la madre psicóloga de su alumna. Sabía que Vanessa estudiaba en el Casuarinas College; él ya tenía un par de alumnos de ese colegio y les había tratado de sonsacar información acerca de ella.
- Oye, ¿conoces a una tal Vanessa? -le había preguntado una vez a uno de sus alumnos.
- ¡Ah sí! -había respondido el estudiante-. Es esa chola gorda que siempre está tratando de meterse en nuestro grupo, ¿por qué preguntas?
- Ah no, por nada, por nada, es que escuché hablar de ella a la madre de otro alumno.
- ¿Ah sí? ¿Y qué decían de ella? -preguntó el muchacho morbosamente interesado.
- Bueno, decían que no tiene enamorado.
- ¡Ja ja ja! Esa que va a tener enamorado… Si parece la hija del conserje.
- Nooo hombre, no exageres.
- ¡Pero claro! A esa no se la tira ni el ropavejero. Debería volver a su cerro o ser la empleada de alguien.
Gringo de mierda -pensó Ignacio para sus adentros.
Después de conocer lo poco popular que era Vanessa, trató de levantarle el ánimo de cualquier modo.
- Vanessa -le dijo en una ocasión hace tiempo- ¿has perdido peso?
- No, no creo -respondió la chica mirándose el cuerpo.
- Ah, bueno, parece que has bajado un poquito de peso, se te ve bien.
Ese pareció ser el primer cumplido que Vanessa recibía en su vida por parte de un hombre que no era de su familia.
Otra táctica que usó Ignacio fue rajar de los alumnos que la rechazaban a ella (a los que él no les diera clases, claro está). Vanessa le habló de un chico que le gustaba mucho al principio, y aparentemente el gusto era mutuo, hasta que ella se enteró que todo había sido parte de un juego cruel. El chico la invitó a salir un día, pero solo para dejarla plantada; y luego, al día siguiente, se estuvo jactando de ello en el colegio.
- Disculpa el lenguaje Vanesita -le había dicho Ignacio en ese momento- pero ese huevón es un reverendo cojudo. Ahora él se ríe precisamente porque es un inmaduro, pero cuando pasen los años y se acuerde de lo que te hizo, se va arrepentir en el alma. Ese recuerdo lo va perseguir por el resto de su vida como un fantasma. Hasta ya siento pena por el pobre huevón.
 Eso la reanimó bastante.
- Ojalá profesor -le había respondido ella.
- Dime Ignacio nomás, y no olvides que no solo estoy aquí para enseñarte matemáticas, sino para ayudarte en todo lo que necesites, puedes confiar en mí y contarme todo lo que tú quieras.
Vanessa tuvo una extraña sensación al oír eso: Ya no estaba sola.
Conforme pasaban los meses la confianza iba creciendo poco a poco entre los dos. El hecho que los padres no estuvieran casi nunca en casa los hacía sentirse bastante cómodos. Hubo ocasiones en que no llegaron a hacer ni una sola tarea del colegio, sino que se la pasaron todo el tiempo conversando.
La chica era perezosa por naturaleza. Una vez Ignacio le dijo que si volvía  a dejar de hacer la tarea él la iba a castigar. Y efectivamente, en la siguiente clase le pidió la tarea y ella le dijo que no la había hecho.
- ¡Ahora sí te cae! -le dijo su profesor.
- ¿Ah sí? No me digas –respondió ella desafiante.
- Sí te digo, ¿dónde está la regla? ¿Dónde está?
- Aquí -se la pasó Vanessa.
- Ya, dame. Ahora, pon la mano.
- Nop
-¡Pon la mano!
- Mmm… nop
- Vanessaaa… pon la mano Vanessa.
La chica puso el dorso de su manito sobre el escritorio.
- Toma tu castigo por no hacer la tarea -le dijo Ignacio dándole un golpecito con la regla.
- Uhumm….
- Nada de pucheros. Te lo mereces.
Al parecer a ella eso le gustó, pues a partir de ese momento empezó a buscar cualquier pretexto para recibir su castigo.
En otra ocasión Vanessa le dijo a su profesor que, una vez más, no había hecho la tarea, lo que le mereció recibir un ligerísimo reglazo en la mano, pero enseguida reveló que fue una broma, que sí la había hecho después de todo. En ese instante Ignacio apretó los dientes y se llevó la mano a la frente como si acabara de cometer la peor de las injusticias. Pero hubo una solución.
- ¡Pon la mano! -le ordenó Vanessa.
- Nooo, por favor, me va a doler.
-¡Pon la mano!
Ignacio puso el dorso de la mano sobre el escritorio y la granuja de Vanessa le dio un reglazo con toda su fuerza.
- ¡Ayyy!
- Te lo mereces, por castigarme sin motivo.
- Oye, eso me dolió -dijo dándole a su alumna un ligero pellizco en el hombro.
- ¡Ouch! ¡Oyeee! -respondió la chica frunciendo el seño.
Ignacio sintió que había hecho algo inapropiado, pero había sucedido como reflejo al golpe que ella le había dado con la regla. Estuvo a punto de disculparse cuando descubrió que mientras ella se sobaba el hombro al mismo tiempo se le había dibujado una sonrisa juguetona en el rostro: le había gustado. A partir de ese momento, siempre que por alguna extraña razón la regla no se encontrara a la mano, un pellizco en el hombro era el castigo que la chica recibía por incumplir con la tarea o por cualquier muestra de pereza. Y después de un tiempo Ignacio notó que cada vez que la regla se perdía de manera misteriosa, Vanessa se hallaba usando casualmente una blusa sin mangas.

Había ocasiones en que la chica no se encontraba de humor para bromas, y su profesor, perceptivo al extremo, se daba cuenta de que algo había pasado en el colegio que la molestaba, e inmediatamente ajustaba su comportamiento para la ocasión y se convertía en el amigo que escucha; y siempre terminaba burlándose satíricamente de los alumnos que la habían hecho sentir mal; hablaba de ellos como si fueran payasos que no merecían ser tomados en serio. Después de eso, el humor de Vanessa mostraba una rápida recuperación y los juegos de manos o castigos pronto se reanudaban.

Hubo un día en que la muchacha empezó la sesión de clases comportándose de una manera particularmente extraña. Andaba algo misteriosa y pensativa. Ignacio también notó que por primera vez lo recibía con los labios pintados.
Viéndola tan distraída, le preguntó que qué le pasaba, si alguien estaba molestándola, pero ella apoyó el mentón sobre su mano derecha y muy tranquila le preguntó:
- Oye Ignacio, ¿sabes algo sobre la masturbación femenina?
Ignacio se quedó perplejo, no se esperaba semejante pregunta. Vanessa lo miraba inquisitivamente.
-  Eh… puesss no… no sé nada de eso -respondió incómodo- ¿por qué me lo preguntas?
La chica se llevó el dedo índice a los labios en señal de guardar silencio; luego estiró el cuello apuntando la oreja hacía la puerta para cerciorarse de que nadie estuviera cerca oyendo.
- Te cuento un secreto: Mi mamá a veces lo hace -dijo susurrando.
Hubo una pausa de asombro.
- ¿Tu mamá?
- Sí, mi mamá. A veces se encierra en su habitación y lo hace.
- Pero… si se encierra en su cuarto, ¿tú cómo sabes que lo hace? -preguntó Ignacio escéptico.
- Ay pues porque la escucho -respondió la muchacha en tono de obvio.
- Pero… ¿es que acaso se pone a gritar?
- No pues tontito, no se pone a gritar, pero al final se le escapan algunos gemidos, y ella no se da cuenta de que yo estoy del otro lado la de la puerta escuchando todo.
- ¿Y tú para que te pones a escucharla?
- Es que me da curiosidad -respondió la chica encogiéndose de hombros.
- ¿Y tú mamá sabe que tú sabes que ella se masturba?
- Nooo, se moriría de vergüenza… al menos eso creo.
Ignacio confundido se rascó la cabeza.
- Pero… ¿y tú papá?
- Ay, mi papá nunca está en casa, siempre se la pasa trabajando, y cuando llega solamente le dice hola y se mete de frente a la cocina, prende el televisor y se pone a comer algo, luego se va al cuarto a seguir viendo noticias hasta que se duerme.
- Oh, ya veo.
- Antes mi mamá lo hacía de vez en cuando, pero ahora lo hace a cada rato, bueno, más o menos.
- ¿Y tú papá sabe?
- ¿Tú eres o te haces? ¡Claro que no sabe!
- Mmm… Esas son cosas muy personales. Mejor ya no me cuentes.
- Tal vez tú podrías conseguirle a mi mamá unos de esos juguetes…
- ¡Oye! ¡Basta! Te he dicho que ya no me cuentes.
- Sería un regalo para el día de la madre.
Ignacio le puso una mano en la cara y le apretó los cachetes.
- Oye sinvergüenzona -le dijo agitándole el dedo índice frente a los ojos- deja de contarme las cosas de tu mamá, y olvídate de juguetes y tonterías, mejor concéntrate en tus cursos.
Vanessa sonrió, y con la mano de su profesor apretándole las mejillas, sus ojos se pusieron chinitos y sus labios se movieron como el pico de un pollito cuando dijo:
- Ahora le compro el juguete y le digo que es de tu parte.
- ¡Oye!
- Ji ji ji, eso te ganas por espachúrrame los cachetes.


Pero fue precisamente en la clase anterior a esta cuando sucedió un hecho que parecía ser el anticipo de lo que había pasado hoy.
Hace dos días Ignacio había llegado sereno y tranquilo como siempre.  Saludó a la señora Carmela y esta le indicó que Vanessa lo esperaba en su cuarto. Fue y la puerta estaba abierta, pero la chica no parecía estar ahí, hasta que una voz femenina proveniente del baño de la habitación le dijo:
- Pasa Ignacio, espérame en el escritorio.
Ignacio entró y se sentó en el escritorio ubicado a un lado de la entrada del baño, cuya puerta se encontraba totalmente abierta.  Pensando que su alumna se estaría peinando abrió sus libros y se puso a mirar algunos ejercicios, cuando de repente escuchó que Vanessa abría la ducha.
¡Carajo! ¡Recién se va a bañar! -pensó en ese momento.
Y así era, se oyó la mampara de la ducha deslizándose hacia un costado. La interrupción en la continuidad del sonido del agua le hizo saber que, en efecto, su alumna se había metido a la regadera, pero en ningún momento se preocupó por cerrar la puerta.
Ignacio se mordió el labio inferior. Se hallaba a tan solo un metro de distancia. Él sabía que la mampara estaba hecha de un plástico semitransparente; por tanto, lo único que habría tenido que hacer era pararse de la silla, asomar la cabeza por la entrada del baño y al menos hubiese podido ver la silueta de la chica tomando una ducha. Pero por supuesto que no lo iba a hacer. Si Vanessa se estaba bañando con la puerta del baño abierta significaba que confiaba plenamente en que su profesor no era ningún mañoso que se provecharía de la situación, al menos eso era lo que él pensó al principio.
Después de unos minutos, el sonido del chorro de agua cesó y se escuchó la mampara abrirse de golpe. Era ella saliendo de la ducha.
Ignacio empezó a ponerse nervioso, ¿no lo estaría provocándolo a propósito? ¿Qué le costaba cerrar la puerta?
Luego se la escuchó abrir el caño y lavarse los dientes; un instante más tarde se oyó el sonido del desodorante en espray; después de eso, el ruido de la secadora de cabello resonó en todo el lugar. Y así se mantuvo ella, secándose el pelo por un rato. Todo esto con la puerta del baño abierta de par en par y a tan solo un metro de su profesor.
¿Se habrá puesto una toalla al menos?-se preguntaba él.
Parecía que no, pues el acto de jalar la toalla hubiese hecho girar el tubo de aluminio del toallero, y eso se habría escuchado.
Ignacio sintió que un creciente suspenso lo invadía.
Cuando el ruido de la secadora de pelo se apagó, le prosiguió una interminable pausa en la que el profesor optó por permanecer mirando hacia el otro lado. Finalmente se oyó tintinear la hebilla de una correa.
¡Ah! Se está poniendo el pantalón -se dijo él mismo calmándose.
Un minuto después, Vanessa salió del baño vistiendo un jean blanco ajustado y una blusa azul sin mangas. Ignacio observó que aun traía el pelo húmedo y el olor de su perfume le dilató las aletas de la nariz.
Todo esto había ocurrido la clase anterior, pero en la de hoy, las cosas ciertamente ya fueron demasiado lejos. Pero ¿Por qué?
La respuesta ahora parecía obvia.
Todos esos jugueteos de manos, los golpecitos con la regla, los pellizcos en el hombro, las confidencias, los falsos cumplidos, las bromas… Ningún hombre le daba a Vanessa ese tipo de atenciones, solo él lo hacía. Sin proponérselo había estado alimentando su lado erótico.
¡¿Qué he hecho?! -se lamentó para sus adentros- Debí haberme dado cuenta de…
En esos instantes Ignacio vio algo que lo sacó bruscamente de sus meditaciones. Era una pareja de enamorados que habían estado viajando en el asiento de enfrente todo el tiempo, y ahora ambos tenían el cabello y los hombros cubiertos de pedacitos de cáscaras de manzana recién chupadas. Mirando por la ventana y sumergido en sus cavilaciones, Ignacio no se había percatado de dónde iban a parar todos los restos de fruta que mecánicamente escupía. Y lo peor era que el sujeto sentado a su izquierda había sido testigo de todo. Y no era el único. Algunas personas que viajaban de pie en el bus también lo habían visto, pero permanecían calladas.
Afortunadamente la pareja aun no se había dado cuenta. Seguían conversando y riendo animosamente, ajenos a toda la caspa roja con la que habían sido silenciosamente impregnados.
Ignacio se paró de inmediato, pidió permiso al sujeto que estaba sentado a su izquierda y empezó a abrirse paso hacia el frente del ómnibus, metiéndose a empellones entre los pasajeros que iban de pie, quienes soltaban expresiones de disgusto al ser hechos a un lado por un el apresurado hombre.
- ¡Bajo en la esquina! -le dijo al cobrador.
El viejo y pesado vehículo se detuvo al mismo tiempo que abría las puertas delanteras. Ignacio saltó fuera del autobús y este enseguida reanudó su forzada marcha. Pero el profesor no pudo contener su curiosidad y se volvió para ver a la pareja por última vez, antes que el carro se marchara, y pudo verlos a través de la ventana sacudiéndose los cabellos frenéticamente pues acababan de descubrir que estaban cubiertos de los restos baboseados de la manzana de alguien. El novio se dio vuelta  agresivamente dirigiéndose al sujeto que había estado sentado al lado de Ignacio y le recordó que su madre era una prostituta. El sujeto, ofendido, se puso de pie, pero para ese entonces el ómnibus ya se había ido, y lo sucedido a continuación permanecerá en el misterio para siempre.
Ignacio dio un suspiro de alivio y se fue caminando por las calles atestadas de gente.
De pronto sonó su celular. La melodía indicaba que había llegado un mensaje. Sustrajo el aparato del bolsillo de su casaca y al mirar la pantalla leyó: Señora Eliana, la mamá de Vanessa. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo haciendo que detuviera su marcha en seco. El hombre que venía caminando detrás de él tuvo que esquivarlo a último minuto para no chocarse.  Ignacio se había quedado inmóvil mirando la pantalla del celular y no se atrevía a abrir el mensaje. Finalmente, caminó hacia un lado de la vereda y se apoyó contra una pared. Ahí lo abrió y leyó la primera línea:
No creas que no me he dado cuenta de lo que estaba sucediendo en la habitación de mi hija.
Ignacio no pudo seguir leyendo porque el corazón se le subió a la garganta, e instintivamente apartó el celular de su vista. El pulso se le aceleró y se pasó la mano por la frente. Mil excusas, perdones y explicaciones se galoparon en su cerebro anticipando una acusación. Luego, después de una larga inhalación y exhalación, se serenó lo suficiente como para leer la siguiente línea:
Pero sé que tú eres un caballero y a pesar de todo nunca intentarías nada con Vanessa.
El alivio que experimentó le pareció un regalo del cielo… hasta que leyó lo último:
Mejor inténtalo conmigo ;-)
Ignacio apretó los dientes y se arrancó un mechón de cabello con desesperación.
Impulsivamente respondió el mensaje con una mano temblorosa:
Eliana, sé que tienes un consultorio privado en Miraflores, y yo desearía tener una terapia con alguien como tú.
Luego presionó ENVIAR y enseguida se arrepintió, pero el paso ya había sido dado.
Ignacio dio un largo y profundo suspiro.
- Debo de cambiar mis costumbres urgentemen…  ¡Bah, al demonio!
Y se marchó caminando entre la gente.
























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