jueves, 30 de mayo de 2013

La reconciliación

Juan Carlos Camacho



Óscar tuvo que viajar de urgencia para asistir a los funerales de su madre, quien había fallecido después de una grave enfermedad. Viajó a La Paz desde Arequipa un domingo por la noche, en bus,  haciendo un transbordo para atravesar la frontera en la madrugada del lunes, bajo un frío otoñal que calaba los huesos. Luego del entierro, obligado por un inminente bloqueo de caminos  que podía durar varios días, Óscar se dirigió a tomar una movilidad que lo llevara de regreso al Desaguadero, pasando por  El Alto, ese dédalo de caos, para cruzar nuevamente la frontera en un recorrido de casi ciento treinta kilómetros.  El viaje se hizo interminable por la lentitud del colectivo y  la pesadez de las ideas que en Óscar agitaban las emociones del día.  Su cerebro era como un panal de abejas dispuestas a atacar a un intruso que lo amenazara.

La movilidad llegó a la frontera cerca de las nueve de la noche y la cruzó a pie por el conocido puente binacional, sin encontrar ninguno de los dos puestos migratorios abiertos; así, caminando rápido con su maletín en una mano, sintió nuevamente el frío gélido del altiplano que le cortaba la piel de la cara al cruzar al lado peruano.  La altura,  que sobrepasaba los tres mil ochocientos metros sobre el nivel del mar, hizo que su respiración se agitara cada vez más a medida que se acercaba a la terminal de autobuses. Abordó el primer bus que salía y se arrellanó en un asiento vacío, agotado, sintiendo como si el tiempo se replegara en sí mismo, adormitándose por algunos minutos.  Cuando el ómnibus estaba por partir, entró corriendo un hombrecillo con la cara quemada por el sol, cubierto con varias chompas y una casaca para soportar el intenso frío y llevando una mochila de color gris oscuro que no disimulaba, junto con varias manchas, los muchos años de servicio a su propietario. Al ver el sitio libre a la izquierda de Óscar, en el lado del pasillo, se sentó,  no sin antes colocar su mochila en el compartimiento superior,  y hacer a éste un gesto de saludo, al que el aludido respondió automáticamente.   Unas mujeres, que vendían alimentos en canastas de paja,  subieron al autobús, provocando la atención de todos al clamar a gritos:

-¡Trucha!, ¡trucha!, ¡trucha frita! -ofreciendo su producto directamente en papel de bolsa de azúcar.

Óscar, que nunca comía nada en los viajes por tierra, salvo quizás unas galletas de soda y agua embotellada, vio con terror como aquel hombrecillo insignificante compraba un envoltorio de trucha pringosa,  que empezó a dar curso a mano pelada y con voracidad. Al notar la inquietud de Óscar, su vecino le sonrió e  invitó hablando con la boca llena:

- Maestro, ¿no quiere un poco de pescadito?

Sorprendido,  Óscar contestó secamente:

-No, gracias -tentado de regalarle un poco de papel higiénico para que pueda limpiarse las manos, pero desestimando inmediatamente esa idea.

Así,  Óscar empezó una nueva travesía de casi cuatrocientos kilómetros hasta Arequipa, ora viendo a través de la ventana la noche estrellada, que parecía el cielo raso del mundo, hora dormitando por el agotamiento. Serían las tres o cuatro de la mañana,  cuando Óscar habló algo sobre los varios accidentes que, semanas atrás, por la misma ruta, habían enlutado a docenas de familias por lo difícil de la geografía, las condiciones lamentables de los vehículos de transporte de pasajeros, el cansancio, la deficiente preparación de los choferes, o por todas esas razones juntas.

Antonio, que así se presentó el hombrecillo, al sentir la disposición de Óscar a la conversación sobre ese tema, se aventuró y le dijo:

-Hace más de diez años yo mismo sufrí un accidente de carretera en la provincia de Espinar, Cusco.

-No te puedo creer.  ¿Cómo fue el percance? -respondió Óscar, notando un cambio en el tono de voz y la locuacidad de su interlocutor, como si en la oscuridad del bus, esas  características pertenecieran a otra persona,  cosa que no dejó de sorprenderle.

-“El bus estaba lleno de gente, tanto, que habían acomodado una línea intermedia donde yo me ubiqué –empezó a contar Antonio-  y la gente que reclamaba al chofer que se apure, que llegarían tarde, que todos eran comerciantes, que estaban retrasados. Ante eso, el chofer quizás intimidado, pisó el acelerador a fondo hasta que, en una curva, perdió el control del vehículo que derrapó a derecha e izquierda y luego de un momento, que pareció un siglo, se volcó para después arrastrase por varios metros y perder parte de la estructura del techo.

Me sujeté de una barra metálica vertical con todas mis fuerzas y me golpeé el costado con un asiento en el momento de  la volcadura.  Los ayes de dolor y los lamentos de los heridos que clamaban en la oscuridad parecían interminables, hasta que aparecieron, después de algún tiempo,  los conductores y pasajeros de otros vehículos que nos empezaron a auxiliar. Nos llevaron al hospital de la mina Tintaya,  el más próximo a la zona del incidente.

Yo era uno de los más graves y, al quejarme por un dolor agudo en el pecho, me hicieron una ecografía, descubriendo dos costillas fracturadas, una de las cuales presionaba el pulmón  causando una hemorragia interna. El doctor dispuso la operación de emergencia, mi vida estaba en serio peligro. Cuando me iban a ingresar a la sala de operaciones, todos se quedaron lelos al escuchar voces de alarma y un movimiento general inusitado. En ese instante hicieron su ingreso al servicio de emergencia del hospital los accidentados y malheridos de otro accidente, aún más grave, ocurrido poco después del mío.  Con docenas de personas en estado crítico, algunos de ellos agonizantes,  entre ancianos, mujeres y niños, el cirujano se olvidó de mi caso, dejándome de lado,  para dar preferencia a los recién llegados.

Me sentía morir de dolor, cuando me sobrevinieron unos escalofríos y una sensación de desvanecimiento. En mi nublada consciencia, toda mi vida pasó condensada como en una serie de flashes; me acordé de mi odio contenido contra todo el mundo por ser huérfano, al haber perdido a mi madre a los tres años y a mi padre a los ocho; por haber sido transferido, como un bulto sin valor,  entre tíos y otros parientes que siempre me vieron como una carga; sentí la rabia al sufrir la indefensión de niño  pequeño, cuando una  familia o,  aún peor extraños, me recibían, solo por caridad, haciéndome sentir la vergüenza de ser un mantenido. Todo mi rencor contra la sociedad, contra Dios y contra todos se me reveló en ese instante. Recién pude comprender el porqué de mi conducta antisocial de negación a todo valor,  a toda conformidad, el porqué de mi resentimiento visceral.  Al llegar a ese punto y,  ante la inminencia de la muerte,  sentí muy próxima la sensación de una fuerza poderosa que me arrastraba hacia un vórtice.  Aún de noche, hizo su entrada un pastor evangélico al que yo anteriormente había conocido de vista y siempre rechazado. Él se aparecía en el hospital  siempre que se producían accidentes de carretera,  para ayudar a bien morir a los accidentados graves. Se acercó a mi camilla, me tomó de la mano y me dijo:

-Ten fe en el salvador. Mientras tengas fe no te pasará nada. Ablanda tu corazón, arrepiéntete de lo mal que has actuado y él te curará. Pero tienes que ser sincero, tienes que creer en él  con todas las fuerzas de tu ser.  ¿Estás dispuesto a creer, hermano?

-Al principio me resistí y mantuve mi corazón duro, pero tanto insistió y con tal convencimiento que sus palabras empezaron a aplacar mi resentimiento y a dulcificar mi corazón. La sensación de reconciliación y la fe que había rechazado toda mi vida dieron paso a una promesa íntima. Era indescriptible la  paz que me invadió en ese momento. Mis dolores se disiparon.  Le prometí al Señor, sinceramente,  que  si me salvaba le dedicaría el resto de mi vida, predicando la verdad, me confié totalmente en él, en su fuerza.  Por primera vez  sentí el poder de la fe sobrenatural.  En ese momento me quedé profundamente dormido.

El día siguiente desperté, en momentos previos a la visita del mismo médico  que había estado por operarme la víspera y al  reconocerme, éste me dijo:

-¿Es que no te has muerto anoche? Eres un caso extraño, a ver tómele  otra ecografía –ordenó al técnico.

 Al ver la ecografía el médico no lo podría creer.  Mi costilla estaba en su sitio y ya no había señales de la hemorragia interna. Es cuando, frenético,  rompí en sollozos y alabanzas a Dios. Con gritos que debieron haber perturbado a todo el hospital yo  agradecía,  con lágrimas en los ojos,  mi salvación. Los otros heridos y enfermos, sorprendidos y molestos,  me ordenaban callar, pero yo no les hice caso.  Clamaba aun más fuerte, hasta que las enfermeras me pusieron un sedante, mientras mis vecinos me arrojaban cáscaras de frutas y decían al mismo tiempo:

 -¡Saquen del hospital  a ese loco!

Al día siguiente me dieron de alta. Desde ese día, cumpliendo mi promesa, me dediqué a divulgar  la palabra de Dios a través de mi nueva fe evangélica.”

-Es increíble - dijo Oscar, luego de escuchar su historia-  realmente sorprendido del cambio del Antonio, banal y hasta grotesco que vio en la primera impresión,  a ese Antonio, que le recordaba a los cristianos evangélicos, fanáticos y locuaces,  que  había conocido desde niño;  pues él mismo se educó, en la primaria, en un colegio de inglesas evangélicas.

Cuando Oscar pensaba en ello, Antonio dijo de pronto:

-Cumpliendo la promesa a la que había decidido dedicar mi vida, en otra ocasión tuve la oportunidad de enfrentarme directamente al mal. ¿Quieres que te cuente la historia?

-Antonio, será en otra oportunidad-respondió Óscar- mira, ya hemos llegado a la terminal de Arequipa y, gracias a tu conversación, el viaje me ha parecido rápido e inspirador. Hasta pronto Antonio y buena suerte.

-Que Dios te bendiga, hermano -contestó Antonio- tomó sus cosas y rápidamente bajó del bus, perdiéndose en el trajín de pasajeros que a esa hora del amanecer ya inundaban la terminal.

2 comentarios:

  1. Muy bien narrado, de verdad que está muy bien narrado, pero el final te deja colgado, te deja esperando algo más.

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