lunes, 10 de junio de 2013

Raíces criollas

Víctor Mondragón


Los criados caminaban presurosos y se  afanaban por atender a los invitados, bajo una cálida y soleada tarde de verano, en un amplio zaguán de la calle Pescadería (1)  los  más ilustres vecinos de la ciudad de Los Reyes compartían con el veedor real García de Salcedo  la reforma  de su casa: amplios ventanales de hierro forjado, celosías que permitían mirar sin ser visto, el arte mudéjar (2) dormía en los detalles de esa hermosa mansión.

Quince años después de la fundación de Lima, Beatriz,   vecina de la ciudad, en los primeros albores de su vejez, tenía las manos marcadas por  arduas labores, piel  del color del trigo, cabellera azabache, colgaba sobre su pecho una piedra preciosa del mismo color huidizo de sus ojos almendrados  y llevaba una flor sobre su oreja, pareja del   mencionado veedor,  era conocida por  nobles y plebeyos,  dirigía los negocios de la encomienda de su consorte, sus vecinos se mostraban reticentes a decirle doña, artículo reservado a la gente de alcurnia  de la joven ciudad de Los Reyes.

-¿Sabéis si Diego de Almagro era morisco (3)? –cotilleaba en voz baja la mujer del regidor Cristóbal de Burgos.

-Lo obligaron a mostrar sus partes íntimas antes de ejecutarlo y los pizarristas quisieron demostrar que era circunciso –respondió una dama de la naciente  aristocracia limeña. El deseo de hacer amena una  conversación se contaminaba de chismes cuando no de  especulaciones y alarmas solapadas precedidas por la frase -he escuchado por allí.

Desde la cocina de aquella mansión limeña emanaban aromas de miel, clavo y canela,   Beatriz se dirigió hacia  allí,  largas mesas llenas de  ingredientes, grandes fogones y cocineras negras con marcas reales de esclavitud en sus brazos completaban la escena.

-No se olviden que el amor es un ingrediente básico en la cocina – repetía Beatriz a las cocineras.

En el gran salón se paseaban negros esclavos vestidos de blanco,   repartían aros fritos matizados de anís y bañados en  miel, a su paso  los asistentes les concedían su beneplácito.

-Qué ricos vuestros buñuelos, tienen el sabor de Andalucía, son suaves por dentro y crocantes por fuera ¿cómo los habéis hecho? – preguntó una dama limeña, el esclavo al no saber responder, corrió donde su ama y cuchicheo alguna frases.

-Mis criadas indias me sugirieron emplear apichu (4) ya que aquí escasea la harina –contestó  la esposa del veedor, seguidamente retornó a la cocina  y  ciertos recuerdos le afloraron:

-Al sur, en Pirú hay mucho oro, muchísimo –era la frase común que se escuchaba en las calles de la ciudad de Panamá, cada mes llegaban allí cientos de aventureros dispuestos a correr riesgos para hacer fortuna.     Entre las mujeres peninsulares que asumieron los retos del nuevo mundo, fueron muy cotizadas las cocineras,  más aún que aquellas que comerciaban  los placeres de la carne.

-Apuraos y coged vuestras  cosas, mañana debéis partir al Perú –le dijo un  amigo del veedor García de Salcedo quien había ordenado llevar a su manceba hacia San Miguel de Piura, ciudad que acababa de  fundar Francisco Pizarro en enero de 1532.

Una semana después arribó el bergantín a la bahía de San Mateo, entre otros llevaba consigo armas, caballos, puercos, gallinas, diversos insumos y pertrechos necesarios para  la conquista.  La manceba llegó envuelta bajo una luz de incertidumbre,  reaccionó reservándose el hablar, permaneció callada. Aquella noche y las siguientes García de Salcedo la poseyó, el veedor quería disfrutar  de los beneficios de su inversión; el funcionario, por ser   enviado del rey, era cercano a  Francisco Pizarro y por ende Beatriz   también sería próxima al conquistador.

-Agg, pica mucho, es comida de indios –dijo un soldado al probar una innovación culinaria de la recién llegada cocinera. Beatriz no se amilanó y siguió afinando sus sabores a fin de hacer la comida agradable a los peninsulares.

-Que sabroso está vuestro puchero –exclamó semanas después Lorenzo Farfán de los Godos, reciente alcalde de San Miguel de Piura que estaba  compartiendo mesa con los hermanos Pizarro.

-Es tan bueno como el de Andalucía pues le he añadido papa, sapallu (5), pallar, chuwi (6)  y ruma (7) de estas tierras –contestó la cocinera que poco a poco  mejoraba su sazón  y empezaba a  desinhibirse.

Beatriz creyó resucitar por el vuelco de la fortuna,   en los días siguientes se entregó a la cocina con la misma devoción que antes malgastaba en la cama,  compensó su frágil figura con  decisión y empeño, cada nuevo plato que presentaba fue el resultado de mucho esfuerzo y  atrevidos ensayos, en su sazón   asimiló los variados productos de las tierras del norte del Perú, le llamaban la atención los diversos usos que los pobladores  daban a unas mazorcas que llamaban sara (8); aprecio   las extrañas pero finas hierbas del lugar, eran tantas y tan variadas que aderezaban la más insulsa comida pero lo que más le impresionó fueron los diversos tipos de uchu (9) no por su picante sino por sus variados sabores. La cocinera ostentaba también la difícil tarea de comprobar la bondad de los alimentos antes de servirlos pues los jefes españoles temían ser envenenados o hechizados tal cual creían que sucedió con el marinero Ginés quien en el segundo viaje de Pizarro, tras beber chicha había enloquecido de amor por una capullana  piurana.

-Esta tierra es prodigiosa y ha sido bendecida por la naturaleza –pensaba Beatriz. Si bien la cocinera iba armada de ingredientes tales como el vinagre, el aceite de olivo, la manteca, el vino, laurel, pimienta y el azafrán, le sorprendía que en las nuevas tierras hubiera especies parecidas y otras desconocidas muy diversas; en los calurosos días  del desierto piurano  abocó sus mejores horas a la sazón, para ella cocinar era tanto una vocación como una disciplina, un esfuerzo y una terquedad;  el mismo jefe trujillano fue seducido por su sabor.   

-El pescado marinado en vinagre  ha estado bueno –dijo el conquistador Pizarro; el calor piurano hacía difícil la conservación de comidas y la cocinera le había preparado  un iskebech (10) al cual había añadido uchu  y  pimientos dulces.

-He visto que  los naturales hacen un macerado parecido con chicha y uchu, aquí hay uchu de diversos tamaños, colores y sabores, quitándoles el picor dan un sabor muy agradable a las comidas –dijo Beatriz. El beneplácito del conquistador fue un espaldarazo a los esfuerzos de la cocinera y tras ese aliciente el insaciable vicio de innovar platos  hizo  presa de ella.

-Somos enviados de Dios, estamos de paso en estas tierras –eran las  frases frecuentes que   Pizarro  decía  a los caciques regionales y a los enviados tanto de Atahualpa como de Huáscar.

-No tomaremos partido por ningún bando, venimos en paz y en nombre del Dios verdadero –repetían los conquistadores haciendo doble juego con su astucia y su forma de hacer política; Beatriz participaba de las tertulias y supo mucho de lo que allí se tramaba, desde un principio le impresionó la diligencia,  astucia y don de mando de Francisco Pizarro quien pese a ser iletrado sabía mucho de negociación y del manejo de gente.

Aquellos días fueron  de sutil engaño, en los Andes las tropas de Atahualpa y Huáscar se desangraban y  Pizarro esperaba el desenlace antes de tomar partido por algún bando.

Tras once meses de disimulo y figuración de imparcialidad llegó el momento tan esperado, un chasqui arribó a San Miguel de Piura llevando primicias.

-Atahualpa ha vencido y ha capturado a Huáscar -dijo el mensajero. Ese era el momento esperado, ya había ganador y pronto habría que ejecutar la segunda parte del plan: enviar mensajeros a Atahualpa, decirle que querían felicitarlo por su triunfo, llevarle presentes y el mensaje de paz del Dios verdadero.    
    
Unos días después, en Cajamarca, el soberano inca fue capturado tras una certera celada de Pizarro; al poco tiempo, Beatriz y su consorte dejaron Piura y  marcharon presurosos hacia la sierra, otro clima y otras especies nativas los esperaban. Los conquistadores añoraban  la sazón de la cocinera, ésta llegó  provista de sus ingredientes.

-Haceos amiga de las concubinas de Atahualpa y mantenedme informado de todo lo que digan o hagan –dijo Pizarro a la manceba del veedor.

Beatriz tuvo a cargo la vigilancia de las concubinas; durante los meses de  cautiverio del soberano inca, hizo amistad con las princesas  y compartieron  intimidades. Para entender lo que hablaban, pidió le cedieran a Felipillo y éste tuvo acceso indiscriminado a los recintos femeninos.

En cierta ocasión los españoles invitaron cerdo a Atahualpa, entre las cenizas todavía humeantes de los maderos apagados una princesa inca se acercó,  lo probó y le dijo a Beatriz que en la rupa rupa (selva) había muchos animales y entre ellos uno similar al cerdo.

-Qué rico esta el cerdo asado  con papas –repetían los jefes hispanos. Semanas después,  una alegre y bulliciosa princesa inca de dieciocho años, Quispe Sisa, había mandado llevar un par de sajinos selváticos que Beatriz se abstuvo de comer pero no de sazonarlo y asarlo,  los hispanos lo saborearon cual si fuera  cerdo.

La cocinera de los conquistadores gustaba de curiosear las comidas que le preparaban al monarca inca, fue una privilegiada pues muy pocos podían acercarse allí,  durante largas pláticas intercambiaba conocimiento con las mamaconas (11) que  cocinaban para su gobernante.

-Nadie puede comer ni tocar las sobras que deja Atahualpa –dijo un servidor lucana, miembro de la guardia real, acto continuo censuró:

-Las sobras de comida del inca son quemadas para evitar hechizos.

Beatriz solía ver que las cocineras incas preparaban tortas de maíz molido que tras  hornearlas se parecían al pan; una tarde vio que a Atahualpa  le habían servido  pato  adobado en chicha,  hierbas y acompañado de kukana (12),  de postre degustó una especie de compota de piña sobre un líquido concentrado  de maíz morado hervido, endulzado con miel y espesado con harina de camote. Al día siguiente, Beatriz entregó  a las cocineras incas canela y clavo de olor y sugirió lo añadieran al concentrado de maíz, días después las servidoras manifestaron su agradecimiento tras  saborear aquella novedad.

-Recibe esto, es un regalo para ti –dijo Quispe Sisa a Beatriz.

La princesa había ordenado buscar en la selva  alguna especie similar a la canela regalada por Beatriz,  tras unas semanas le alcanzaron  varias cortezas de árboles y una de ellas se parecía bastante; la media hermana del inca  la bautizó con el nombre de sacha-canela, de igual manera le mostraron ajo sacha, planta amazónica de olor semejante al ajo común y el achiwiti (13),  muy usado  para condimentar  carnes.

Por esos días llegó a Cajamarca doña Inés Muñoz, cuñada de Francisco Pizarro, iba acompañada de Catalina Cueva,  experta cocinera segoviana;  no pasó mucho tiempo para que las viajeras  se contaminaran de anhelos culinarios en aquellas tierras recién descubiertas.

-Vengan, vengan y miren lo que nos han traído –dijo Beatriz a las hispanas recién llegadas.

Entre las concubinas de Atahualpa había una princesa que destacaba sobre las demás, no solo por su belleza sino por su  altivez  y astucia, era la princesa  Azarpay quien no queriendo ser ganada por Quispe Sisa había ordenado le llevaran especies y hierbas saborizantes. Pulcros servidores se presentaron con diversas cestas.

-Aquí tienen kai (palta), lúcuma, ananá (piña), guanábana y  pacae que son frutas deliciosas y por allí tienen  muña, chincho, paico, marmakilla y huacatay que  dan sabor hasta a las comidas más pobres –dijo Azarpay.

En cierta ocasión, durante su cautiverio en Cajamarca, Atahualpa, en presencia del veedor  García de Salcedo y su manceba, tuvo una gran deferencia hacia Francisco Pizarro:

 -Toma a mi hermana, hija de mi padre que la quiero mucho –dijo el soberano Inca, Quispe Sisa era de alta estirpe, hija de Huayna Capac, fue bautizada bajo el  nombre cristiano de Inés Huaylas  Yupanqui y se casó con Pizarro por el rito inca mas no por el católico. Por su parte, Beatriz,  ya rendida a los hechizos de las costumbres de  la cama,    informó al veedor que esperaba una hija; entre la pareja  se estableció una relación que fue más útil que el amor  y por ende, sin serlo,   la cocinera asumió  cara de mujer casada.

-No permitáis que la hueste se acerque, nadie debe tocar a las princesas –dijo Pizarro a Beatriz.

La cocinera gozaba de la  confianza del conquistador, era sus ojos y oídos en relación a las concubinas del gobernante inca pero todo  lo que pudiera ocurrir, finalmente sucederá, el intérprete Felipillo no pudo eludir el fuerte soplo del deseo carnal.

-Voy a matar a Felipillo –dijo Atahualpa encolerizado. Por esos días había llegado a oídos del Inca que el intérprete, abusando de la confianza otorgada, había tenido relaciones con una de las princesas incas.

En diversas ocasiones Beatriz había visto lo severo que era Atahualpa, por faltas pequeñas solía ordenar fuertes castigos e incluso  la muerte, la cocinera estaba preocupada por el incidente de Felipillo y se sentía responsable pero, era tan grande el aprecio que le tenía Pizarro que dejó a un lado aquel delicado suceso.

Otra de las pocas personas que tenía la confianza de Beatriz era  Cristóbal de Burgos,   por esos días acababa de comprar su libertad con la parte que le tocó del rescate de Atahualpa; era alto y fuerte, destacaba por un arete que colgaba de una de sus orejas, al igual que Beatriz,  la zozobra era su estilo de su vida.  La cocinera se  le acercó  al escuchar un extraño e  intermitente murmullo en un rincón de la plaza de Cajamarca.

-Estamos preocupados, Atahualpa es cruel y vengativo, de qué nos sirve el oro, si  lo dejamos libre  nadie saldrá vivo de aquí–dijo el amigo de Beatriz.

Los conquistadores sabían perfectamente el riesgo que correrían al dejar en libertad  a Atahualpa, hacía meses que en secreto negociaban con la nobleza cuzqueña la imposición de un nuevo Inca. La suerte de Atahualpa estaba echada, sus captores optaron por un proceso sumario para justificar una sentencia de antemano establecida.

Tras un juicio que más pareció una escenificación teatral, el soberano inca  fue sentenciado    y muerto por garrote; aquella tarde  el cielo se oscureció y   una gran lluvia  acompañó el llanto de las concubinas, Beatriz e Inés Muñoz vivieron los pormenores de  aquel hecho ingrato,  no se dieron abasto para consolar a Cuxirimay Ocllo, esposa de Atahualpa y a las otras princesas.

Meses después, Pizarro, apoyado por la nobleza cuzqueña, se dirigió hacia el sur; en abril de 1534 el conquistador fundó la primera capital del Perú bajo el nombre de Santa Fe de Hatun Xauxa y en el acta de fundación quedaron registrados como vecinos notables el veedor García de Salcedo y  su manceba que seguía sin saber con exactitud cuál era el sitio y la misión que el destino le tenía establecido.

-Cuando la bauticemos, vos seréis  la madrina de nuestra hija –dijeron  Pizarro e Inés Huaylas a la cocinera.  

En Jauja, en diciembre del mismo año   nació la primogénita del conquistador y la princesa inca, una vez más el destino había dado a Beatriz un papel  prominente y  no tuvo  argumentos para  despreciar aquel premio.

La manceba del anfitrión detuvo sus recuerdos, comprendió que pese a sus logros, su corazón seguía prisionero de su pasado, se incorporó y camino lentamente hacia su gran salón,  un negro esclavo que se ubicaba en el umbral de su casona limeña golpeó tres veces el suelo con un grueso bastón y llamó la atención de los invitados.

-La señorita Francisca Pizarro Yupanqui –dijo con fuerte voz el servidor.

La reunión se llenó de alborozo, todos los invitados querían saludar a la hija del difunto marqués Pizarro, la dama más rica   del Perú acababa de cumplir dieciséis años y aprovechaba la reunión para despedirse de los invitados pues pronto viajaría a España.

Inés Muñoz acompañaba a la noble adolescente, era su tutora. La anfitriona corrió a abrazar a las recién llegadas ya que en los años previos habían sido partícipes de diversos sucesos y situaciones difíciles.

-Qué ricos están vuestros panes dulces –dijo doña Inés.

-Son de la panadería de mi amiga Francisca Suarez, los ha preparado con  harina de trigo,  de maíz y un punto de anís y canela. Prueba estos alfajores que he rellenado con miel  y las empanadas que he preparado –respondió la anfitriona.

Nuevamente la mirada de Beatriz se hizo distante y se colmó de añoranza,    recordó  las peripecias  que vivieron juntas cuando  la ciudad de Lima fue sitiada por  las tropas de Manco Inca:

-Cuidad a mis hijos como si fueran vuestros –les pidió Francisco Pizarro mientras los bebes Francisca y Gonzalo eran llevados a un bergantín anclado frente a las costas del Callao.

Mar profundo e inmenso, prolífico en especies marinas fue lo que encontró Beatriz en las costas del Callao, por esos días, docenas de embarcaciones iban y venían recogiendo los más variados y exquisitos pescados y mariscos, mucho  impresionó a la cocinera el fuerte aroma del mar que desde la primera vez la  embriagó, Beatriz  recordó  aquellos días de zozobra en la chala (14)  donde su alimentación se sustentó a base de frutos del mar y  vio que los Challaucos  (15)  comían pescado fresco con sal y uchu haciéndole recordar el sibech (16) que ella solía preparar añadiendo  jugo de naranja agria al pescado.

Mientras la mujer del veedor seguía  sumida en sus recuerdos, en la reunión seguían desfilando negros esclavos que ofrecían manjares sobre fuentes de plata; las mujeres lucían  joyas y trajes confeccionados con sedas de oriente, sin embargo, algunas asistentes no dejaban de mirar  y  palpar a Beatriz sin disimular en su seno ciertos prejuicios, mantenían  conversaciones   estorbadas de chismes donde su altivez hacía las veces  de desdén:

-Francisca Suarez, dueña de la pensión más grande de Lima  tiene orígenes desconocidos, dicen que hizo dinero vendiendo su cuerpo, le llaman la valenciana –comentó una señora.

-Es dueña de una gran panadería  y ha tenido cuatro esposos –dijo una vecina.

-En la calle, para evitar que la reconozcan, camina tapándose el rostro con un manto, las moras lo visten por pudor pero esta lo hace para ocultar vergüenzas mayores  –dijo otra. 

-Dicen que es morisca –respondió  otra de las mal pensadas que gustaba de  confundir la verdad con las apariencias.

-¿Es verdad que el primer sembrío de trigo del Perú fue de doña Inés Muñoz? –preguntó una vecina.

-Yo vi antes trigo en la huerta de Beatriz –contestó otra  asistente.

La joven sociedad limeña competía en cotilleos y en pretender saber cada cual más pormenores y detalles, unos afirmaban que los granos de trigo que casualmente llegaron al Perú fueron sembrados por la cuñada de Pizarro y otros que había sido Beatriz. Por otra parte, en la reunión, la discriminación y el ataque sinuoso y solapado continuaban, ciertas voces se escuchaban, se escondían, corrían y desaparecían.

-¿Beatriz será acaso morisca? –dijo una noble  española que amparada por el hecho de recién llegada a la ciudad se negaba  a bajar del pedestal de su vanagloria. El tono se había vuelto amenazante y varias asistentes  voltearon sus miradas hacia Beatriz.

En esos años  llegaba a Lima gente hecha a  la burocracia más que a la  lucha, junto a ellos, damas con apellido y alcurnia y se producían rencillas con las primeras mujeres que habían llegado  con la conquista, cada bando hacía gala de sus jactancias. Beatriz se percató que estaban hablando de ella, poco a poco se fue contaminando de ansiedad, fue embargada por una fuerte melancolía, caminó hacia el segundo patio de su casa,  bajo el fulgor de la luna,  la frescura de la noche y el silencio de su huerto recordó su niñez en Al-Ándalus (17), se  abrumó  por  antiguos recuerdos bajo la lucidez perversa que la nostalgia suele desempolvar:

Descendiente de prósperos artesanos cercanos a la corte de Boabdil, último sultán de Granada, sus hermanas fueron vendidas como esclavas, siendo niña conoció  la  casa que  despojaron a  sus abuelos. Ella eludió su destino al ser tomada como  sirvienta  de unos comerciantes del norte de África, joven aún  fue llevada al nuevo mundo y en Panamá fue vendida a don García de Salcedo por quinientos pesos   castellanos, comprar  una morisca era en esa época asegurarse una concubina y una  ama de casa.

-Señora Beatriz, somos amigos, recordemos aquellos años de incertidumbre que vivimos al llegar al Perú –dijo don Nicolás de Ribera que la había seguido a propósito para ventilar recuerdos sin oídos ajenos; muchos en Lima  comentaban a escondidas pero nadie en público, el alcalde de la ciudad tenía  raíces moriscas, era uno de tantos peninsulares que emprendieron la aventura de América perseguidos por el estigma de morisco converso. El gran salón de la casa del veedor se iba llenando de más invitados que parecían competir en vestimentas, por su parte, Beatriz seguía sintiendo sobre sus hombros, a sus espaldas,  resbaladizas e infames miradas, hizo  un esfuerzo por contener sus rabias atrasadas y se dirigió al centro del salón principal.

-Las únicas mujeres blancas que estuvimos en San Miguel de Piura y en Cajamarca fueron mis amigas y yo, sufrimos mucho, padecimos peligros, alentamos y peleamos por la causa, somos distintas a aquellas que han llegado cuando la mesa está servida –respondió Beatriz que haciendo un esfuerzo por refugiarse en su compostura alzó su mirada y contempló el tallado del  techo de su gran salón.

-¿Habéis probado la masa de la mora? –dijo una asistente de la reunión.

-No está mal –contestó otra.

La anfitriona  había añadido canela, clavo y frutos secos a la mazamorra de maíz morado que le mostraron en Cajamarca, en ese preciso momento a una invitada se le cayó la mazamorra al suelo y   Beatriz disfrutó de la dicha mezquina de no ordenar  recogerla,  evocó muchas otras querellas minúsculas de otras tantas reuniones de apariencia, sintió  nostalgia por  la circunstancia fortuita de su condición de nacimiento, había recompuesto  el espejo roto de su memoria, sabía que algún día  indefectiblemente se tenía que encontrar a sí misma, y ése instante sería el más feliz o el más triste de su vida,  decidió sacar a la luz un secreto que escondía en lo más profundo de su  corazón,  llamo a un esclavo y  le dijo algo  en voz baja.

Minutos después el siervo reapareció con una caja de  caoba que descansaba sobre un fino cojín de Damasco,  Beatriz se ubicó en el centro de su gran salón, exigió silencio a los asistentes, haciendo un esfuerzo por conservar su lucidez y serenidad, pidió al esclavo acercarse y que abra la mencionada caja,  del interior extrajo una llave más  larga que su mano, miro a los  ojos de las damas que cotilleaban y  ellas también la miraron.

-Ustedes me niegan el título de doña, no tengo vergüenza de mis orígenes, esta es la llave de la casa de mis abuelos, algún día  recuperaré lo que  nos fue arrebatado –dijo en voz alta la  desinhibida mujer.

Los moriscos que llegaron al Perú estuvieron en desventaja social pues el rey español tenía prohibido que viajaran a América, sin embargo en los principios de la conquista, varios se filtraron y su antigüedad y colaboración en la gesta  los  destacó. 

El veedor García de Salcedo se sintió incómodo con lo escuchado pero a los amigos de Beatriz no les resultó  difícil compartir la dignidad de su congoja,  sintieron aquella ansiedad reprimida como si fuera suya,  el alcalde de la ciudad, el regidor Cristóbal de Burgos  y su amiga la Valenciana corrieron a abrazarla mientras  sus notorios ojos árabes se llenaron de lágrimas que presurosamente discurrieron  por sus mejillas, acto seguido la cocinera respiró profundamente,  había reencontrado el sosiego y la libertad de vivir.

Nadie sabe si la relación de Beatriz con su consorte se fundó  en la costumbre más que en algún amor, nunca se lo preguntaron porque ambos prefirieron eludir la respuesta; en 1562 falleció el veedor García de Salcedo, in extremis, para resarcirla,  se casó con ella in  articulo mortis y la nombró heredera de su encomienda, las dos hijas que tuvieron terminaron bien casadas y en sus últimos años la sonrisa de la morisca mostró destellos triunfales; este relato fue escrito para  poner a salvo de la herrumbre y el olvido a la  mujer  que sembró las bases de la cocina y repostería criolla del Perú. 





(1): Calle Pescadería: Hoy primera cuadra del jirón  Carabaya,  frente a un costado del palacio de gobierno de la ciudad de Lima.
(2): Mudéjar: Se dice del musulmán a quien se permitía seguir viviendo en la península ibérica, sin obligarle a cambiar de religión.  
(3) Morisco: Se dice del moro bautizado y que terminada la reconquista cristiana, se quedó en España.
(4) Apichu: camote en quechua, cjumara en aimara (camote es palabra de origen mejicano nahua: camotl).
 (5) Sapallu: zapallo en lengua quechua.
(6) Chuwi: frijol en quechua. La palabra frijol proviene de español antiguo frisol y éste del catalán fesol.
(7) Ruma: yuca en lengua quechua (yuca es palabra de origen   taíno, Caribe).
(8) Sara: maíz en quechua (maíz es palabra de origen taíno: mahís).
(9) Uchu: ají en lengua quechua (ají es palabra de origen taíno arahuaco)
(10) Iskebech: en árabe,  escabetx en catalán, sikbâg en árabe-persa, precedentes de lo que hoy conocemos como escabeche.
(11) Mamaconas: mujeres reclutadas para los aclla huasi (casa de las escogidas), eran separadas según sus orígenes, belleza o aptitudes.
(12) Kukana: tomate en aimara abunda en los andes bajos (tomate es palabra de  origen náhuatl: tomatl)
 (13) Achiwiti: achiote (achiote es palabra de origen náhuatl (caribe)).
(14) Chala: región geográfica que se extiende a lo largo del litoral peruano, altitud entre los 0 y 500 msnm.
(15) Challauco: pescador en la lengua que se hablaba en la chal-la (chala, costa) peruana, podría ser el precedente de la palabra chalaco.

 (16) Sibech: término árabe para referirse a comida ácida, entre otras, podría ser origen de la palabra cebiche.

(17) Al-Ándalus: Andalucía, territorio de la península Ibérica  y de Septimania bajo poder musulmán durante la edad media 711-1492 D.C.     

1 comentario:

  1. Muy interesante el escrito.A la vez podemos ver como la mujer siempre fue usada por el hombre.

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