lunes, 27 de mayo de 2013

Spanglish

José Yupari Calderón


Los primeros días del cortejo sin declaración formal fueron inolvidables para Cindy, quien por vez primera se había enamorado de un chico peruano. Así es, de un compatriota mío; mas era el segundo en su lista que provenía de tierras sudamericanas. Quizás ese ímpetu de haber aprendido español en la escuela como curso electivo la hizo sentir atraída por la cultura latinoamericana. De igual modo, le había dado la facilidad de interactuar con los poquísimos hispanohablantes que inmigraban; y de ganarse algunos dólares extras entre sus amigas del aula como traductora de composiciones. Actividades de las que sacó provecho, y de a poco, supo encajar bien con los chicos latinos cuando terminó la etapa escolar, sobre todo, con sus dos antiguos enamorados. A ellos les había obsequiado artesanía de la cultura maorí para que se llevasen un buen recuerdo de su país y sepan que fue ella la primera “kiwi” con la que estuvieron (si es que no se le adelantaron antes).

Ese amor “incondicional” de adolescente expresado por ambos bandos que culturalmente debieron adaptarse uno al otro, giraba alegre en torno a diversos momentos congelados en fotos de: reuniones sociales, ferias, espectáculos deportivos y musicales, y como no, las fiestas alocadas de fin de verano frente al mar que finalizaban a la mañana siguiente. Fotografías que después, ella subiría a la cuenta de su red social al medio año cuando se terminó todo en un abrir y cerrar de ojos su amorío. A ella le quedaba sólo tener como remembranzas esos pasajes frescos que estaban registrados en su álbum, y recibir: “me gusta”; por ejemplo, de sus cientos de amigos, quienes estaban hablando de eso, adjuntando comentarios escritos de toda índole.

Así estaban las cosas en resumen. Por los demás, ya me era engorroso seguir husmeando en su vida íntima a través de su página abierta de facebook: lo que escribía en los muros de sus amigas, la cantidad de solicitudes de amistad en espera por ansiosos chicos, los mensajes triviales recibidos, las invitaciones a eventos, etc., etc.; pero era una manera de correr el tiempo hasta que ella salga de mi habitación y regrese a la suya. Mis risas se confundían con sus gemidos descontrolados que se detuvieron en seguida. Ella deslizó de par en par la puerta y con la ropa bañada en sudor y ceñida; el cabello desordenado y en su sorpresa, se enfrentó a mí.

-¡Qué estas mirando! –dijo incómoda.- ¡¿Quién te dio permiso para que husmees en mi laptop?!

Tan inesperada y violenta aparición hizo que por un instante me quedara sin habla. Apenas forcé una sonrisa. En seguida, el sonido del teléfono intercomunicador rompió la tensión, pidiendo tiempo fuera para que sepa qué responder. Sin embargo, no le tomó mucho tiempo en levantar el auricular y presionar la botonera para la apertura de la chapa eléctrica del edificio, ya que se encontraba a tres pasos de donde estaba ella.

-¿Y bien?... ¿Qué estabas viendo que te hacía reír a carcajadas? –dijo, retomando el tema; mientras se secaba el sudor de la cara con un pañuelito que le alcanzó Lucas, mi compañero de dormitorio.

-¡No!… ¡no!… -trastabillé al inicio- No lo tomes mal; pero a raíz de tu demora por salir de la habitación no tuve otra opción que… que distraerme con tu facebook mientras tanto mi cuerpo se secase… sí, eso es, eso es –dije, asentando mi cabeza asiduamente.

-¡Qué diablos estás diciendo!

-Discúlpame, pero recién acabo de salir de la ducha –respondí, dejando a un lado su laptop y poniéndome de pie.

-¡¿Y por qué no probaste el secado al aire en el balcón, entonces?! Con el calor que hace esta tarde, en vez de estar sentado y humedeciendo el sofá. ¡Mira nomás!… ¡y dame eso! –dijo.

-¡Ey! ¡Ten cuidado con esa mano! –vociferé de súbito, dando unos pasitos hacia atrás; al tiempo que ella recogía bruscamente su laptop y que por poco, me arranca la toalla por lo disgustada que estaba.

Entretanto me reponía de la mala jugada, oí a alguien tocar la puerta.

-¡Ya voy Brooke! Un momento –mencionó Cindy, quien dejó su laptop sobre la mesa de la sala y fue a abrir el pórtico.

-¡Me da gusto verte hoy! En buena hora que te encontré –dijo Brooke, emocionada.- ¿Ya te habrás enterado de la noticia? Te envié un mensaje de texto pasada la medianoche de hoy.

-Oye, Brooke –comenzó a decir Cindy.- ¿Es posible que me haya enviado una solicitud de amistad?

-No lo sé… que yo sepa, el no contaba con facebook en ese entonces. ¿Te acuerdas que te comentó eso? –dijo Brooke, quien pasó de largo hacia la sala a tomar asiento junto con su amiga.

Ni bien notó mi presencia, me saludó con un sencillo “hola”. A ella no le desagradó cómo me encontraba en ese momento.

-Sí, eso fue hace meses. Lo recuerdo bien… ¿qué pasa si?... ¡oh no! –exclamó preocupada Cindy, llevándose una mano al pecho.

-¿Qué te sucede? ¡Dime!

-¡Esto no puedo ser!

Ella se puso de pie y volvió sobre sus pasos. Los dio apresurados, para alcanzar su laptop y regresó a su asiento para conectarse al internet. Yo me encaminé directamente hacia ellas sigilosamente. No quería perderme de los pormenores que estaban por suscitarse. El movimiento violento de su dedo índice como dispositivo apuntador: de arriba hacia abajo, y viceversa, me atraía, principalmente, lo que ella repetiría constantemente cuando chequeaba la lista de las solicitudes pendientes de amistad: “¿de qué modo he de rogarte?”; “¿de qué modo, dímelo?”; “sólo quiero paz y tranquilidad, sólo eso”.

-Tranquila, tómalo con calma… tranquila –dijo Brooke.- Con esa impaciencia no podrás ubicarlo.

-¡Es que son tantas solicitudes que tengo! ¡Sólo mira!... gente que ni conozco me agregan a mi cuenta… ¡esto es desesperante!

-Oye, Cindy. Te veo jadeante. Tu cuerpo esta húmedo. No creo que sea por eso, ¿no?

-¿Eh? ¡No!… no, digas eso Brooke ¿cómo crees? Lo que pasa es que tuve hoy una pesadilla mientras descansaba, y expulsé el mal sueño mediante el sudor… -dijo ella, sonriendo.

-Ah…

-Hubieses escuchado cuando pedía auxilio –dije, haciendo sentir mi presencia en la conversación.

-¡Vete al diablo! –replicó Cindy, en voz alta.- Estoy muy enfadada contigo, así es que ni me hables –concluyó con una mirada amenazadora hacia mí.

Esa distracción que le había provocado hizo que perdiera la concentración en un segundo.

-¡Para ahí! ¡Para! ¡Ese debe ser él! –dijo Brooke.- ¡Nooo! ¡Ya te pasaste!... ¡Regresa! ¡Regresa!...

-Ay, deslicé muy rápido el dedo. ¡Dime, dónde es!

-¡Ahí! ¡Pulsa, ahí!... es él, te lo garantizo.

-No ha cambiado en absoluto, salvo lo contento que esta con esa chica que le acompaña en la foto de su perfil –dijo Cindy, a lo que su amiga se pegó a ella para ver bien.

Me puse detrás de ellas y mirando por encima de sus hombros, contemplé atentamente, y dije en voz baja:

-¿Fue ella con la que te engañó?

-No se sabe a ciencia a cierta, José –dijo Brooke, en respuesta a la pregunta.- De la noche a la mañana cambió la actitud de Héctor, tu paisano, y desapareció sin dejar rastro; hasta el día de ayer en la tarde que me lo encontré en el supermercado de casualidad, después de tiempo.

-¡Bah!... fui un despistado al pasarme de largo y no echarle un vistazo, siquiera a su facebook. ¿Y qué te dijo? –pregunté.

-El estaba buscando a Cindy desesperadamente hace días y vio en mí la solución de su problema; pero no le entendí muy bien debido a su pronunciación en ciertas palabras. Debería grabar su voz y escucharse a sí mismo.

-Pero, lograste entenderle algo, ¿no?

-¡Basta de explicaciones! –imprecó Cindy, justo cuando Brooke estaba por contarme el resto de la historia.- ¡Largo, José! ¡Largo de aquí!

-Pero él nos puede ayudar. Piénsalo detenidamente, Cindy. El habla español.

-Ajá, pero yo también lo hablo… no tan fluido, pero lo hablo.

-¿Y si el busca palabras rebuscadas? No me digas que entiendes el español que se habla en cada país de Latinoamérica. Además, ya debe estar en camino.

-¡¿En camino?! –dijo exaltada ella.

-¿En serio? ¿El está en camino? –volví a preguntar.

-Así es.

Mi rostro delineó una discreta sonrisa, ya que la última vez que había tenido contacto con gente de Perú fue hace dos meses y de manera improvista, así como se daría hoy. No sabía que invitarle de comer. Ya había hecho las compras únicamente para este día y no podía restarle una porción de mis provisiones, ni mucho menos podía meterme con los suministros de los demás; no obstante, no fue ningún problema para él ya que nos invitó al lugar donde había empezado este romance: en “Florida Burritos”.

Algo que nos hermanaba a dicho establecimiento de comida rápida, no sólo a los peruanos; sino también al resto de los latinoamericanos, es que era el centro de congregación para los que solicitaban trabajo y degustaban de un burrito al estilo norteño, debido a que el dueño era del norte del Perú, junto con Héctor. Dicho comercio era como un oasis en medio del “desierto” de Auckland, que estaba inundado de puro negocio asiático a sus alrededores. Era un salvavidas para nosotros. Eso lo entendía Héctor, quien arrastraba los estragos por haber dejado a su familia y a su natal Trujillo dos años después de haber cumplido la mayoría de edad. Ya en Lima, tomó la decisión de venirse para aquí e intentar suerte como los otros escasos peruanos. Enfrentándose a la barrera del idioma con un inglés pasable. La caza de un empleo digno que no le tomaría mucho tiempo, gracias a la manito que le ofreció su paisano tras varias insistencias y hostigamientos en la puerta de su establecimiento. El obtendría un trabajo asequible: bastaba con tomar el pedido, pasarlo por el sistema, preguntar si deseaba algo más al cliente, interinamente se tomaba la siguiente orden, y posteriormente de algunos minutos se entregaba al consumidor su pedido deseándole un feliz día. Eso fue lo que exactamente ellos hicieron con nosotros muy amablemente.

En seguida, los ex compañeros de trabajo de Héctor le reconocieron cuando fue su turno de recoger su pedido. Ellos se congratularon con su presencia y le aseguraron que no se encontraba el dueño, por lo que el respiró tranquilo y llevó su orden sosegadamente a la mesita de afuera que daba en dirección a la calle Commerce; mientras tanto no dejaba de saludar con una leve inclinación de cabeza a cada persona que le rememoraba en el local. Brooke y yo permanecimos adentro, sentados en un rincón a cierta distancia para no perderlos de vista; de vez en cuando, estirábamos el cuello disimuladamente para escuchar de lo que estaban conversando. Nos era posible ver a los dos ocupantes entre la noche, porque la luz artificial daba sobre ellos. Veíamos de espalda a Héctor, aunque por los movimientos de su cabeza constantemente hacia ambos lados de la calle, distinguíamos su perfil romano. El abuso de sol en las playas de su ciudad y de Auckland, le había jugado una mala pasada en su piel clara por las manchas y sequedad expuestas en su cara, cuello y brazos. Sus labios sentían el efecto, también, con pequeñas grietas.

Era la primera vez que se encontraban en muchos meses y tenían temas de qué conversar. De eso yo estaba seguro, ya que la alboroza expresión de ellos era imborrable. Apenas él cruzó la puerta del apartamento, abrazó a Cindy en silencio; quiso llenarse nuevamente de esa suerte de tenerla en su sentir, cuando cruzaron miradas por un largo espacio en reiteradas veces en su centro de trabajo: minutos antes que el terminase su horario de la tarde, se avecinó a su mesa, aprovechando la repentina soledad de ella. Él le preguntó si era de Sudamérica por la similitud de sus rasgos físicos; y le congratuló por lo bien que manejaba el español cuando le oía cantar en voz baja las canciones de la agrupación musical Aventura en su ipod. Ella respondería con una sonrisa.

Ese grabado, lo recordaban admisiblemente, cada vez que él la apretaba contra su pecho firmemente, luego la besaría en la boca, recordándole que el lenguaje universal era el amor.

-No te ubiqué en tu casa. ¿Dónde estabas?

-Ya no vivo con mi familia. Me he mudado recientemente a un apartamento y convivo con tres chicos. Lo hice por mis estudios, ya que se me hacía muy lejos para llegar al instituto desde mi casa… ah, cuento con nuevo celular también –dijo Cindy, quien dio el primer mordisco a su taco. Se limpió la comisura de sus labios con la servilleta y reanudó la palabra.- ¿No que te ibas a Japón con una tal Natsumi?

Natsumi conoció a Héctor en el instituto donde estudiaban inglés general. Tenía un leve conocimiento de español. Ella, mayor que él por un año, solían estar juntos.

-No, terminamos la relación –respondió escuetamente. 

-Ajá. Y es por eso que regresaste a buscarme a mí.

-Escúchame… escúchame con atención –tuvo que transcurrir como seis segundos para que traduzca su pensamiento a la lengua natal de su ex pareja- Escúchame… fue muy… muy… arduo todo este tiempo para mí. Debes comprenderme.

-¿Qué te pasa?

-Nada. No pasa nada. Mi vocabulario no es amplio, eso es –alegó, por lo que Cindy se echó a reír de pronto.

-Sigues igual. Y eso que te di algunos consejos para que tu aprendizaje no sea un suplicio en tu instituto. Cierto que ya concluyeron tus clases allí, ¿no?  –dijo ella pausadamente, de modo que el pudiese captar palabra por palabra.

-¡Uf! Fue hace meses.

-Si gustas podemos hablar en inglés y en español al mismo tiempo. Por mí, no hay problema.

Héctor movió la cabeza afirmativamente; mas era consciente que debía ablandar sus oídos ya que los tenía medio duros.

-¿Por qué estas rastreándome de nuevo?

-Para que me ayudes casándote conmigo –dijo con firmeza.

-¡¿Qué?! Si no lo recuerdas ese fue el tema por el que rompimos, te marchaste y luego me enteré que conociste a la japonesa… igualmente soy muy joven para esas cosas. Tengo diecinueve años. Eso sí entiendes, ¿no?

-Yo tengo veinte y no me importa… mira, a mi madre le hablé lo bien de ti…. mm… ella está de acuerdo en que me case contigo lo más pronto posible…

-Pues, a mi madre no. Ella no me ve casada muy joven, ni yo tampoco.

Con el transcurrir de los minutos, los comensales crecían. Temía que un tropel de gente llegase de forma imprevisible y nos impidiesen ver y escuchar lo poco que podíamos.

-¿Te has fijado que apenas han tocado sus burritos, José? –preguntó Brooke.

“O era que la conversación estaba entretenida, o era que los burritos dejaron de ser como antes con ese toquecito norteño que los caracterizaba”, pensé. Sin embargo, me inclinaba más por la primera presunción ya que los gestos de la pareja eran abiertos: Héctor apretaba sus manos regularmente; en tanto ella apoyaba sus codos sobre la mesa, entrelazaba los dedos y mordía sus nudillos.

-¿Qué es lo que me acabas de anotar en esta servilleta? No logro entender del todo… –dijo Cindy.- Inténtalo en inglés.

Héctor respiró profundamente, como tratando de calmarse.

-Te lo resumo: me queda sólo una semana.

-¿Una semana? ¿A qué te refieres?…

-La semana siguiente retorno a Perú… se acaba mi estadía en Nueva Zelanda. Yo quiero quedarme sí o sí, por eso necesito… –se detuvo Héctor, perplejo.

No pudo terminar su frase. A lo lejos había divisado a su ex jefe en su reconocible vehículo: una furgoneta anaranjada que era utilizada como medio publicitario para su empresa. El se levantó de la silla raudamente por lo que Cindy vaciló si seguirle, alarmada por su actitud. Sin mirar al resto de los comensales, solamente a ella, se despidió no sin antes subrayarle que acepte la invitación de amistad en la red social para mantenerse comunicados. Héctor salió del lugar. Solo e indefenso aceleraba la marcha, expuesto a los múltiples improperios que se percibían en la vía por parte de su ex jefe una vez que bajó de su vehículo: “¡¿tú, aquí otra vez, muchacho?!... ¡te he dicho ciento de veces que no vuelvas hasta que pidas disculpas por extraer comida sin mi permiso y alterar el inventario!… ¡y aunque intentes buscar trabajo nadie te dará esa oportunidad por tus referencias!”. El joven trujillano cruzó presuroso la pista perdiéndose con facilidad entre los abstraídos peatones.

Hacía una semana que había pasado el bochornoso incidente en “Florida Burritos”. El sol de primavera filtraba por las puertas correderas de cristal del balcón y llegaba hasta los rincones de la sala: ¿señal de un nuevo comenzar en nuestras jóvenes vidas?; no obstante, todo lucía igual en el apartamento. Luego de salir de la ducha, se desprendía el barullo provocado por una quejosa Cindy, acompañada de Lucas en mi habitación. En tanto, un llamado a su descubierto laptop sobre la mesa del comedor, me empujó a husmear entre sus cosas, esencialmente, si había aceptado a Héctor. Se encontraba sentado sobre la arena, vestido con ropa de verano, abrazado a sus rodillas, perdiendo su mirada junto con los recientes recuerdos y esa plegaria suya de aquella noche que eran arrastrados por las olas del mar de Huanchaco.

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